LA MISA ROMANA: HISTORIA DEL RITO

Por Dom Gregori Maria

 

Capítulo 42: Las oraciones de León XIII (17/10/2009)

Adición recientísima que dio lugar a una abundante literatura rubricista son las oraciones de Leon XIII también llamadas por esa razón “preces leoninas”.

En sí consideradas son el último brote de la tendencia, siempre viva en la Iglesia, a añadir en tiempos de aflicción nuevas súplicas, de suyo pasajeras, pero que luego adquieren carta de permanencia. Ya hemos ido enumerando al paso las más importantes en el curso de los siglos, por ejemplo, las que se añadieron al canon por el siglo V; las de los kyries en el siglo VII, las oraciones por la paz y Tierra Santa entre el Paternóster y el embolismo o después del “Libera nos” en diversas épocas de la Edad Media.

Acostumbrados a la invariabilidad del canon y aún de toda la misa, cuando en el siglo pasado se presentaron nuevas intenciones urgentes no se atrevieron a buscarles un sitio dentro de la misa, y por eso las añadieron después de ella. Tal vez ha influido en esta decisión el deseo de que las rezase el pueblo entero y no sólo el celebrante; y como el pueblo no intervenía ya en las oraciones de la misa, no quedaba más solución que añadirlas al final.

A pesar de todo, en estas preces el pueblo únicamente interviene en las avemarías, la salve y la jaculatoria final. Lo demás lo reza el celebrante generalmente en latín.

Por la misma razón, es decir, para que el pueblo pueda tomar parte de ellas, se les ha dado una forma más popular rezando por delante tres veces el avemaría con la Salve. A la antífona se le añade, como de costumbre, un versículo y la oración sacerdotal “Deus refugium nostrum et virtus”. 

Oremos. - .Oh Dios, nuestro refugio y fortaleza! Mira propicio al pueblo que a Ti clama; y por la intercesión de la gloriosa e inmaculada siempre Virgen María, Madre de Dios, de San José, su esposo, y de tus santos Apóstoles Pedro y Pablo, y de todos los Santos; Escucha misericordioso y benigno las suplicas que te dirigimos pidiéndote la conversión de los pecadores, la exaltación y libertad de ;a Santa Madre Iglesia. Por J. N. S.  R/ Amén

En un principio se rezaba únicamente una oración al final. La otra la mandó Pío IX el año 1859 a sus súbditos temporales ante los crecientes peligros que amenazaban los Estados Pontificios.

Como apoyo en su lucha contra el Kulturkampf alemán, León XIII prescribió estas oraciones para todo el orbe católico el año 1884. Aún conseguido en lo esencial este objeto, no se han suprimido, sino que se les ha dado una intención más general: la protección de la Iglesia y la conversión de los pecadores. León XIII añadió en 1886 la invocación a San Miguel a modo de exorcismo, que termina con la petición de que San Miguel arroje al diablo en el infierno.

S.: San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sed nuestro amparo contra la maldad y acechanzas del demonio. reprímale Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia Celestial, arroja al infierno con el divino poder, a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. R/ Amén

Lo que motivó esta nueva adición parece ser que fue una nueva amenaza contra la Santa Sede por parte de la francmasonería. Contrasta fuertemente con ese final otra añadidura posterior, de inspiración privada, pero que luego generalizó en el año 1904 San Pío X: “Sagrado Corazón de Jesús, ten piedad de nosotros”.

Es notable el carácter de urgencia de estas oraciones que no se pueden omitir, en las misas rezadas, ni siquiera en las fiestas más solemnes del año litúrgico. Sin embargo no se dicen en las misas cantadas o solemnes, ni en las conventuales ni en las votivas no privadas. En su forma y el modo de rezarlas, es decir de rodillas, se distinguen claramente de las demás oraciones de la misa, por la insistencia con que se urge su rezo.


Capítulo 41: Elementos adicionales: El último Evangelio (10/10/2009)

Instrumento de bendición: tres razones

Es costumbre antiquísima considerar los primeros párrafos de un libro como expresión del libro entero. Por ejemplo, en el breviario cuando por cualquier motivo no se podía leer todo el libro en la lectura de la Sagrada Escritura, se recitaban por lo menos en una de las lecciones las primeras frases añadiéndose después un “et reliqua” ( y el resto).

Por otra parte, de antiguo a la simple lectura o escucha de la palabra de Dios se le atribuye cierta virtud santificadora como si fuera una bendición. Finalmente, existe una inclinación humana a mirar con más respeto y veneración todo texto que venga como envuelto en el cendal del misterio.

Estos tres elementos pueden explicar por qué al prólogo de San Juan no sólo se le ha mirado desde antiguo con una especial veneración, sino también por qué la Edad Media lo usaba como vehículo de bendición. Solían servirse de objetos sagrados para con ellos bendecir, lo mismo que se valían de la lectura de las misteriosas palabras de San Juan contra los males espirituales y temporales. Costumbre difundidísima fue la de leer el prólogo de ese evangelio sobre los enfermos y los niños. Más tarde se valdrá de esta misma costumbre San Francisco Javier en la India y lo recomendará a sus compañeros. Si añadimos la confianza que en dicho texto sagrada tenían contra las tormentas, comprenderemos de una vez la insistencia con que pedían los fieles se leyera después de terminada la misa como si se tratara de una bendición más.

La primera vez que se menciona su lectura en el cuadro de la liturgia de la misa es en el ordinario de los dominicos del año 1256. A los dominicos se debe, en efecto, la difusión de esta práctica. Gozaba de tal prestigio en el siglo XIII que cuando dichos religiosos fueron enviados a Armenia para tratar de la unión, consiguieron se adoptara en aquella liturgia; y en ella arraigó tan fuertemente que no desapareció ni aún rota de nuevo la unidad en el año 1380.

No nos imaginemos, sin embargo, que la costumbre de leer al final de la Misa un trozo del Evangelio fuera costumbre universal y menos la preferencia por el prólogo de San Juan. Durante toda la Edad Media rivalizó con él aquella lectura de las fiestas de la Virgen: Loquente Iesu ad turbas.

La primera congregación general de la Compañía de Jesús, cuando trató de unificar el rito dentro de la Orden, discutió también esta cuestión, y dejó finalmente libertad para escoger entre las dos perícopas evangélicas, puesto que ni siquiera en los círculos competentes de Roma había uniformidad de pareceres. Los cartujos no lo dicen ni aún ahora, como tampoco dan la bendición final.

En algunos sitios a veces consideraban la perícopa como antífona, haciéndola seguir de un versículo y de la oración “Protector in te sperantium” del 3º domingo después de Pentecostés.

Hay dos Misas en el año en las cuales por último Evangelio se lee otro distinto del de San Juan, y que ya señala el mismo misal. Son en la tercera Misa de Navidad y el día de Ramos; y para ello se pasa el misal a la parte del Evangelio.

A pesar de todo, se ha conservado en la liturgia el recuerdo de la finalidad primitiva del prólogo de San Juan: el obispo después de iniciado en el altar lo sigue recitando camino de la sede, no como evangelio, sino como una simple fórmula de oración, mientras va desvistiéndose de los sagrados ornamentos.

El último evangelio no es la última bendición ya en la frontera de la Misa. Según las diversas regiones y países existen otras muchas bendiciones adicionales, como por ejemplo, la del tiempo, que se da de cruz a cruz, con un “lignum crucis” contra las tempestades.

Existe otra costumbre más antigua con carácter de bendición, especialmente en Francia: el reparto del pan bendito. En las liturgias orientales se llama “antidoron” (antiguamente: eulogias), Su mismo nombre nos está indicando que se considera como una devolución de la ofrenda hecha en el ofertorio. En Occidente se conservó esta costumbre en muchos lugares hasta finales del siglo XIX. Veían en ella con frecuencia una especie de comunión, hasta el punto que en su presentación exterior no se distinguía a veces de las formas consagradas. En España y concretamente en Catalunya eran muchas las fiestas en las que al final, como último rito en el altar, se distribuía el “pa beneït”, dulce o salado, en formas de pequeños roscos o bollitos, con o sin aceite, la mayoría en honor de algún santo en su festividad.

Abolición del último evangelio

Indicio definitivo en la curva evolutiva del último evangelio lo tenemos en su supresión ya en el Ordo Sabbati Sancti de 1951 para la misa de este día y su definitiva eliminación en el primer Decreto que la Comisión para la reforma litúrgica dio en 1964 y que entró en vigor el 7 de marzo del 65.

En el Misal de Pablo VI de 1969 queda definitivamente abrogado.


Capítulo 40: Despedida del altar y Bendición final (2/10/2009)

En el culto estacional

Lo que más llama la atención en el ceremonial del final de la Misa en la hoy llamada forma extraordinaria del rito romano, es decir el misal de 1962, es que el celebrante invita primero a los fieles a que se retiren y luego les da la bendición. Cuando explicamos antes la oración sobre el pueblo, vimos que no era éste el orden primitivo en el rito de despedida. Después de la poscomunión, verdadera bendición final, se daba el aviso de que se retiraran y en seguida se formaba la procesión para el regreso a la sacristía. Solían, sin embargo, acercarse los fieles al papa para pedirle una bendición especial, cuando bajaba al altar. Es más, todo esto se hacía con un verdadero rito: inmediatamente antes de ponerse  en marcha la procesión, primero los obispos y luego por su orden los sacerdotes, los monjes y los cantores de la schola pedían con un “Jube, domine benedicere” (Dígnate, señor, bendecidnos). A continuación se acercaban también los abanderados, los pajes de hacha, acólitos, los que tenían cuidado de la barandilla, crucíferos y demás funcionarios del servicio papal. En el fondo es lo mismo que hacen actualmente los fieles cuando un prelado sale de la iglesia al final de una solemnidad: forman un pasillo y se postran para recibir la bendición. De aquella bendición pues, arranca la historia que condujo a la actual bendición final.

Pero antes de estudiarla volvamos por un momento al altar, donde el papa, antes de bajar para salir, besaba por última vez el ara. Era la ceremonia de despedida. Lo primero que había hecho al llegar era besarlo en señal de saludo; ahora, al retirarse, termina las ceremonias con un ósculo.

Ese beso al altar no es una preparación a la bendición, pues en esa época no existía la bendición final. Sólo al trasladarse la liturgia romana al Imperio de los francos, también a esta ceremonia tan expresiva añadieron no una, sino varias fórmulas. Nuestra oración “Placeat” se encuentra ya en el siglo IX en el Sacramentario de Amiens:

Placeat tibi sancta Trinitas, obsequium servitutis meae; et praesta, ut sacrificium, quod oculis tuae majestatis indignus obtuli, tibi sit acceptabile, mihique et omnibus, pro quibus illud obtuli, sit, te miserante, propitiabile. Per Christum Dominum nostrum. Amen.

  Séate agradable, Trinidad Santa, el homenaje de mi ministerio, y ten a bien aceptar el Sacrificio que yo, indigno, acabo de ofrecer en presencia de tu Majestad, y haz, que, a mi y a todos aquellos por quienes lo he ofrecido, nos granjee el perdón, por efecto de tu misericordia. Por J. N. S. Así sea. 

Por su invocación a la Santísima Trinidad delata su procedencia de tradición galicana. Se corresponde con el “Oramus te Domine” del principio de la misa, y se reza, lo mismo que aquella oración, con el cuerpo inclinado. Por última vez se ofrece el sacrificio a Dios y se pide que nos traiga una bendición copiosa. Como fórmula hecha para acompañar una ceremonia íntima y privada del celebrante, su despedida del altar va redactada en singular. El paralelismo que guarda con el principio de la misa era aún mayor en los misales medievales; generalmente traen en este sitio además otra oración en la que se alude a la intercesión de los santos.

Tránsito desde bendición pontifical a sacerdotal.

Para pasarse de la bendición del papa u obispo al salir del templo hasta la bendición actual del sacerdote en el altar hubo que vencer muchas dificultades. Se oponía a ello la prohibición que tenían los simples sacerdotes de dar la bendición públicamente en la iglesia. Sólo se les permitía bendecir sacerdotalmente en las casas particulares. De hecho en este particular encontramos dos tradiciones: la que prohibía al sacerdote dar la bendición en la iglesia y la que se lo negaba sólo si estaba presente el obispo. En la primera tradición quizá no se pretendía otra cosa que impedir que los sacerdotes diesen la antigua bendición episcopal galicana que, como hemos visto, la daban también en el rito romano durante la Edad Media antes del “Pax Domini” (el rito de la paz) recordando la antigua costumbre de despedir a los que no comulgaban antes de la comunión de los fieles. Sea la que fuera la razón, el hecho es que existían en las colecciones de leyes canónicas numerosas prohibiciones, las suficientes como retrasar su desarrollo y trasformación.

Razones a favor de la bendición sacerdotal

La cura de almas y los deseos de los fieles estaba pidiendo que se abriera el camino para que los sacerdotes encontrasen un modo para otorgarla, especialmente en las regiones con pocas sedes episcopales. Existían además antecedentes en los sacramentarios romanos anteriores al Gregoriano, que traían fórmulas de bendición que podía usar el simple sacerdote: las oraciones sobre el pueblo. Más aún, el Gelasiano contenía un grupo especial de bendiciones para las misas en que faltaba la oración sobre el pueblo. Con la introducción del Gregoriano desaparecieron las fórmulas, y las oraciones sobre el pueblo se limitaron a la Cuaresma; era lógico, por tanto, buscar una solución al problema de la bendición final. Ya vimos que una solución fue considerar la poscomunión como bendición final, en vez de la oración sobre el pueblo. Pero esto no satisfizo a todos y por eso algunos siguieron usando las bendiciones finales del Gelasiano o, para mejor acomodarse al nuevo misal y al rito romano, se creyeron con el derecho de dar, inmediatamente antes de salir, la bendición que el papa daba después del “Ite missa est”. Solución esta última que debió de imponerse definitivamente en el siglo XI, aunque no la encontramos en los documentos litúrgicos hasta el siglo XII, ya que inicialmente fue un rito más tolerado que permitido y prescrito. Por eso un ordinario dominicano del siglo XII observa que la bendición se da cuando en la región hay costumbre o el pueblo la pide.

A pesar de todo el paso definitivo comenzó en el culto pontifical dando la bendición no al salir sino en el mismo altar. La misa presbiteral la copiaría más tarde.

A principios del siglo XIV se esboza la actual bendición papal con el “Sit nomen Domini benedictus” (Bendito sea el nombre del Señor…) para diferenciarse de la que ya estaba extendida para todos los sacerdotes en casi todas las misas.

La fórmula actual “Benedicat vos, omnipotens Deus..” (Que os bendiga Dios todopoderoso…) se encuentra por vez primera junto con otras en las actas del Sínodo de Albí en 1230. (Benedictio Dei Omnipotenti….descendat super vos et maneat semper)…

Parece ser que al principio el sacerdote trazaba la cruz sobre sí mismo diciendo: “Benedicat nos” (Nos bendiga Dios Todopoderoso) Luego para distinguirla de la del obispo, este la daba con la mano mientras el presbítero se servía de una reliquia, de una cruz, o de una patena o corporal. A veces incluso del cáliz. La reforma de Pío V uniformó esta ceremonia distinguiendo la sacerdotal y la episcopal, y entre las de dentro y fuera de la misa.

No ha faltado en la bendición final la consideración alegórica, leyendo en la elevación de los ojos y las manos al cielo el gesto de la Ascensión de Cristo a los cielos después de su Resurrección.


Capítulo 39: Ritos finales: La “oratio super populum” y el “Ite, missa est” (26/09/2009)

Introducción

Terminada la misa sacrificial se despide a todos los fieles en general con un rito apropiado como se había hecho después de la liturgia de la Palabra o antemisa con los catecúmenos: consiste en un conjunto de bendiciones y en la invitación para que se retiren.

La reunión que acaba no ha sido un encuentro casual de cierto número de personas venidas para cumplir con sus devociones particulares, sino una asamblea a la que han sido convocados todos los miembros de una determinada comunidad cristiana para la celebración de la Eucaristía. De ahí que uno no se pueda marchar cuando quiera, sino cuando se despide con una ceremonia especial a todos los asistentes. Lo exige la categoría de la asamblea.

Este rito de despedida no se puede limitar, como en las asambleas profanas, a un breve anuncio del presidente o del anfitrión de la reunión, sino que, como final de una función religiosa a la que han acudido los fieles así para honrar a Dios, como también para recibir de Él sus gracias, tiene que expresar de algún modo que los asistentes han conseguido lo que esperaban alcanzar. Desde luego, la bendición esencial queda recibida en la comunión. Con todo, conviene poner al final una señal plástica, un compendio de todas las gracias recibidas durante la función religiosa.

Esta es una idea tan fuertemente sentida que llegó a crear dos formas de bendición. Y en los ritos orientales estas bendiciones se multiplican todavía más.

La forma primitiva de la bendición se reducía a rezar sobre uno determinada oración. El que la recibe se inclina, y el que la da en nombre de Dios extiende sobre él las manos. La señal de la cruz como expresión de bendición es muy posterior.

Esta idea primitiva de bendición como oración sacerdotal hizo que se tomara la oración de poscomunión como bendición por su parecido y su situación cercana a la “oratio super populum” que es la auténtica y primitiva bendición final.

La oratio super populum

En las misas feriales de Cuaresma nos encontramos después de la comunión con otra fórmula semejante que se llama “oratio super populum”. Le precede el aviso: “Humiliate capita vestra” (Inclinad vuestras cabezas), aviso que juntamente con el nombre de la oración y su contenido, indican que efectivamente se trata de una bendición. Por eso, al contrario de las otras oraciones sacerdotales en cuyas peticiones el celebrante se incluye a sí mismo, redactándola en primera persona del plural, y hablando de nosotros, en la superpopulum, al menos en la mayor parte de ellas, ele celebrante designa a los destinatarios de las gracias como “tu pueblo, tu familia, tu Iglesia”, es decir no se incluye a sí mismo. De las 158 fórmulas primitivas del Sacramentario Leoniano, 154 estás redactadas de esa forma. Y aunque en el Sacramentario Gregoriano desapareció en gran parte este criterio, con todo, en el siglo VIII, al componer las fórmulas de las misas para los jueves cuaresmales, aparece de nuevo la primitiva ley estilística.

El carácter de oraciones últimas se conoce porque en ellas se pide “para siempre” o “continuadamente”. Recuerdan en esto a nuestra bendición actual: Benedictio….descendat super vos et maneat semper (descienda sobre vosotros y os acompañe siempre).

El gran problema de esta oración, suponiendo como cierto que eran una bendición general, está en que desde San Gregorio Magno sólo se reza en las misas feriales de Cuaresma y se limita a ella. Ciertamente influyó en ello la tendencia general a conservar en Cuaresma con más fidelidad los ritos antiguos. Pero no basta para su explicación. Habrá que suponer que San Gregorio, en una refundición inteligente del rito primitivo, lo combinó con la disciplina penitencial que desde el siglo V se limitaba a la Cuaresma, haciendo coincidir la bendición general del pueblo con la especial de los penitentes y creando al mismo tiempo nuevas fórmulas que, aunque no excluían positivamente a los fieles en sus intenciones más generales, se destinaban primordialmente a los penitentes. No se explica, de lo contrario, por qué la oración sobre el pueblo, que en el Gregoriano se presenta con nuevas fórmulas, coincida precisamente con los días de penitencia pública y nunca con los domingos de Cuaresma ni con la Semana Santa, en la por lo demás se han respetado con fidelidad los ritos primitivos.

Es cierto que en la época de San Gregorio la penitencia cuaresmal empezaba el lunes después del primer domingo de Cuaresma y que entonces los jueves no tenían culto, como no lo había el sábado que precede al Domingo de Ramos. Actualmente en cambio, se dice la oración todos los días, a partir del Miércoles de Ceniza. No es difícil este problema, que se soluciona teniendo en cuenta una adición posterior del siglo VIII, Ignoraban que en la intención de San Gregorio esta oración iba en primer término para los penitentes y la tomaron como propia de todas las misas feriales de Cuaresma.  Las mismas fórmulas de estos días confirman esta interpretación; son las únicas que aluden a la comunión, y esto no lo podían hacer las otras oraciones toda vez que los penitentes estaban excluidos de la comunión. Hay aquí además otro hecho, y es que la idea primitiva del carácter de bendición general que se encuentra algo alterada en San Gregorio, brilla con nueva fuerza en el siglo VIII y por varios siglos. El que poco tiempo después de San Gregorio se perdiera el carácter de bendición para los penitentes que les había impreso dicho pontífice, se debe a la circunstancia de que el sacramentario de su nombre, creado para el culto pontifical en el que únicamente podía haber penitentes públicos, se adoptó para todas las misas, incluso fuera de la ciudad, y en las aldeas. Así se explica que los comentaristas francos ignoraran su carácter penitencial.

El “ite missa est”

Terminada la bendición en forma de poscomunión, o poscomunión y oración sobre el pueblo, el diácono avisaba a los fieles que podían retirarse. Entre los orientales, en tiempos de San Juan Crisóstomo, el diácono solía decir en voz alta: “Id en paz”. Parecida era la fórmula en las demás liturgias orientales y en la ambrosiana de Milán. En la misa hispánica (visigótico-mozárabe) se dice aún actualmente: “El culto ha terminado en el nombre del Señor Jesucristo. Sea agradable nuestro voto con paz. Demos gracias a Dios.”

Más difícil de comprender es el sentido de la fórmula romana: Ite missa est. No cabe duda de que  el fondo, muy sobrio y aparentemente de poca unción, es: “Id, ha llegado el momento de separarnos”. De modo que “missa” no sólo significa “despedida”, sino que era el término técnico para indicar el final de una reunión, sobre todo en la corte imperial. De Roma pasó luego a Bizancio, donde se usó sin traducirlo del latín al griego. No puede, por lo tanto, caber duda de que la fórmula es mucho más antigua que los documentos que la registran por primera vez, los Ordines Romani. Además cuando estos se redactaron, la palabra “missa” significaba ya sacrificio eucarístico.

¿Cómo es posible que un término que originariamente significó “despedida” después llegara a ser sinónimo de sacrifico eucarístico? La historia de esta evolución ilustra maravillosamente el sentido de nuestro rito de despedida, confirmando lo que acabamos de exponer sobre su significación como bendición.

En primer lugar la palabra Missa como despedida fue sinónimo de bendición. Así figura ya en el relato de Eteria (Peregrinatio Aetheriae cap. XXIV) cuando dice “et fit missa” para referirse a la bendición que tiene lugar después de los actos religiosos que se celebraban en Palestina y Arabia. Y como esta bendición era referida a los penitentes y tenía carácter sacerdotal. Missa pasó pues a querer decir sencillamente “oración sacerdotal con carácter de bendición”.

Más tarde, siendo la oración sacerdotal el núcleo de todas las funciones religiosas, mejor dicho, de cada una de las partes que la componían, estas se llamaron missa. En documentos del siglo IV se habla de “missa nocturna” “missa vespertina” en el sentido de la hora canónica de rezo litúrgico de ese momento de la tarde o la noche. Como varias de estas “missae” componían la función religiosa del sacrificio eucarístico, éste se empezó a llamar missarum sollemnia ( en plural) o missae.

Con esto queda indicada la última fase de la evolución. No sólo en plural sino también en singular, missa se empleaba como sinónimo de sacrificio eucarístico. La transición de una a otra denominación es tan obvia que no creo necesario buscar razones más trascendentales. En este sentido aparece la palabra missa hacia la mitad del siglo V en las regiones más distintas del Imperio Romano. El primer texto es del papa San León, del año 445, cuando condena el pontífice la costumbre general de entonces de tener una sola misa los domingos. Pocas veces se usa con epíteto. Tenía en sí tanta fuerza la palabra y tal colorido de expresividad que cualquier epíteto que se añadiera hubiera sido contraproducente (santa misa, por ejemplo)

Hasta la reforma de 1969 el “ite missa est” estaba precedido del saludo “Dominus vobiscum”  que, como en tantos otros casos, servía para llamar la atención sobre lo que sigue y establecer contacto con la comunidad. Como en el Misal de Pablo VI el rito final está compuesto por “Dominus vobiscum. Bendición e “Ita missa est” se considera que el primer “dominus vobiscum” ya cumple esta función. En cambio en el orden bendicional gregoriano el “Ite missa est” se inserta antes de la bendición, por eso va precedido del “Dominus vobiscum”.

En algunas misas, el “ite missa est” es sustituido por el “Benedicamus Domino”, especialmente en aquellas funciones como en la noche de Navidad, cuando continúa la función religiosa con las “Laudes”.

Siendo un aviso propio del diácono, el “Ite missa est” se canta con voz más fuerte y melodía más variada. Mientras el celebrante, como moderador de la función hablaba siempre con voz más recatada, al diácono que hacía de heraldo se le podía permitir dejarse oír con voz más fuertemente. La Edad Media puso abundantes “tropos” en el “Ite missa est” para sostener las diferentes notas de melismos. En cambio, por considerar tal vez al “Benedicamus Domino” como menos solemne le dejaron sin tropos.


Capítulo 38: La Poscomunión (19/09/2009)

Lo que afirmábamos sobre el canto de comunión, a saber, que no es un canto de acción de gracias, vale también para la oración que cierra esta parte de la Misa: no es acción de gracias sino petición. Los Padres Griegos de la Iglesia no dejaron de exhortar a los fieles a que no saliesen a la calle inmediatamente después de la comunión, sino que esperasen para dar gracias; por eso las liturgias orientales contienen tales oraciones al final, en cambio faltan en la liturgia romana.

La poscomunión romana es una oración sacerdotal; y fuera del prefacio, pervivencia de la antigua acción de gracias, todas las oraciones sacerdotales son suplicas con carácter de bendición, también la poscomunión. Así como  la colecta cierra el introito y la secreta (oratio super oblata) cierra el ofertorio, con la poscomunión acaba la comunión.

Este paralelismo con la colecta y la secreta hace que la poscomunión revista carácter de petición en la que se resumen las plegarias que los fieles han dirigido anteriormente a Dios.

Si paramos atención nos daremos cuenta que entorno a esas tres oraciones (colecta, secreta y poscomunión) se agrupan las ceremonias entorno a un movimiento local acompañado de salmodia y plegarias privadas: en el introito el movimiento de entrada, en la secreta la procesión de ofrendas y en la poscomunión la comunión de los asistentes.

Hay con todo una diferencia: en la poscomunión no se invita antes a los fieles a que recen en voz baja como se hace en la colecta y en la secreta. La razón es obvia. Al darles el cuerpo del Señor estaba demás invitarles a la oración. Con todo, para que no falte la introducción tradicional de las oraciones sacerdotales, también en la poscomunión se hace preceder el “Dominus vobiscum” y el Oremus.

Los liturgistas de  la reforma del 69 consideraron que el saludo inicial del celebrante sustituía el “Dominus vobiscum” de la colecta, que el “Orate frates” ocupaba también esa posición en la oración sobre las ofrendas e igualmente lo reemplazaba (ant. Secreta) y que la recepción misma del cuerpo de Cristo en la comunión implicaba que “ya el Señor está con vosotros” por lo que suprimieron la estructura tradicional de la oración sacerdotal eliminando el “Dominus vobiscum” aunque no así el Oremus.

Difícilmente veríamos con más claridad que aquí el cambio operado en la concepción de estas fórmulas.

En lo que este apartado nos ocupa, hay que subrayar que el énfasis dado por los liturgistas posconciliares al llamado silencio sagrado después de la comunión  inevitablemente recoge los ecos de las acciones de gracias privadas después de la misa que antaño se rezaban acabada la celebración, por lo que casi a manera de ósmosis, el celebrante actualmente impregna la oración de poscomunión de un carácter de acción de gracias. Algunos llegan equivocadamente a añadir: “Oremos al Señor, dando gracias” 

Auténtica forma y contenido de la poscomunión romana 

La mayor parte de las poscomuniones romanas, conforme a las antiguas leyes, se dirigen a Dios Padre y terminan con el “Per Dominum…” (Por N.S.J.C tu Hijo…) Sólo en siglos posteriores se repite con más frecuencia la invocación de Cristo. Este carácter distingue pues perfectamente su antigüedad y origen romano.

Existen aún otras más modernas y de carácter más intimista en las se alude directamente a la comunión recibida. Lo que llama la atención es que estas oraciones nacieron en una época en la que había bajado notablemente la frecuencia de la comunión.

Otras más modernas y no tan afortunadas no aluden absolutamente a la comunión sino únicamente a la fiesta del día. Generalmente una buena estructura de composición empezaría con una mención agradecida de la comunión para pedir luego las gracias necesarias con que alcanzar la felicidad eterna.

Es interesante observar cómo en las más antiguas poscomuniones romanas  al hablar de Cristo no se le considera nunca como huésped del alma, ni se dirigen directamente al Cuerpo y la Sangre de Cristo allí presentes: son oraciones con invocación inicial directamente dirigidas al Padre Celestial y que cuando mencionan el cuerpo y la sangre de Cristo, lo hacen refiriéndose únicamente a ellos como a medios de nuestra salvación, para tener, por ejemplo, fuerza moral en las tentaciones o simplemente para que nos libren de toda adversidad y acechanza del enemigo.

Las gracias que pedimos se califican a veces, en comparación con lo que acabamos de recibir (la comunión) , incluso como bienes más altos (beneficia potiora ). La expresión se refiere a la eterna bienaventuranza, la unión con Dios, su posesión eterna.

Incluso cuando en una poscomunión “moderna” como la de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús( que fue extendida a toda la iglesia en 1856 por Pío IX y se le dio la máxima categoría litúrgica en 1928 con Pío XI) la oración se dirige a Cristo, no habla de él en cuanto presente en las especies, sino que distingue entre Cristo y sus misterios (que son su cuerpo y su sangre): “Nos infundan tus misterios, Señor Jesús, divino fervor, con que gustada la suavidad de tu dulcísimo Corazón, aprendamos a despreciar lo terreno y amar lo celestial. Que vives y reinas con Dios Padre en unidad del Espíritu Santo, Dios por los siglos de los siglos. Amén”. En la oración nos figuramos pues, a Cristo sentado a la diestra de su Padre celestial.

Esta oración fue recogida en 1935 por la Iglesia Anglicana que asumió la festividad y la mantiene en la edición del “Book of Common Prayer” de 1979.

Postcommunion Collect

May thy holy mysteries, O Lord Jesus, impart to us divine fervour, so that tasting the

sweetness of thy most gracious Heart, we may learn to despise earthly things and love those

of heaven; who livest and reignest with the Father and the Holy Ghost, one God, for ever

and ever. Amen.

Sin embargo la reforma del 1969 arremetió contra ella (con muy poca sensibilidad y delicadeza ecuménica, pues) eliminándola por completo y elaborando una oración nueva poniendo de relieve una dimensión más horizontal.

Oración para después de la comunión:

“Este sacramento de tu amor, Dios nuestro, encienda en nosotros el fuego del amor que nos mueva más a unirnos a Cristo y reconocerle presente en los hermanos.

 Lo mismo hizo con el prefacio y con la oración colecta, aunque preservó esta última, basada en una teología de la reparación, conservándola como alternativa (ad líbitum) a la nueva.

Una poscomunión invariable

Durante algún tiempo parece ser que se usó como poscomunión invariable el “Quod ore sumpsimus”  trasladado posteriormente como una de las oraciónes para las abluciones: “Lo que hemos tomado con la boca, Señor, recibámoslo con alma pura; y de don temporal se nos vuelva remedio eterno”. Es esta una de las fórmulas más clásicas para observar todo lo que acabamos de exponer sobre el carácter de estas oraciones de poscomunión.

Hasta el Misal de 1962 del rito romano tradicional esta oración sirve de poscomunión el Viernes Santo, pues no se dice a las abluciones sino después de las mismas. Con ella se termina la Acción Litúrgica y el celebrante se retira del altar. 

Con el “Amén” después de la poscomunión se termina la comunión, y con ella misma misa sacrificial o liturgia eucarística propiamente dicha. Todos los ritos que seguirán: despedida, bendición, oración sobre el pueblo y demás oraciones, formarán ya parte de la postmisa.


Capítulo 37: El Canto de Comunión (12/09/2009)

El que no descubramos en la antigua liturgia romana ningún rito especial para la comunión de los fieles, no quiere decir que no encontremos huella alguna de ella en la liturgia de la misa. Aún en la actualidad se canta un versículo o antífona llamada “de comunión”. Es una pervivencia del canto estilado en la liturgia romana durante la comunión de los fieles.

 Resumen histórico de ese canto de comunión.

Durante la solemne entrada del clero y en la procesión de entrega de ofrendas se cantaban salmos. Lo mismo advertimos mientras se daba la comunión a los fieles. Entre estos tres cantos, todos ellos más o menos de una misma época, la comunión es el primero en aparecer en los documentos históricos. San Juan Crisóstomo nos dice que los fieles respondían durante la comunión siempre con el mismo versículo del salmo 144: “Oculi nostri Domine in te sperant et tu das illi escam in tempore opportuno” (Los ojos de todos esperan en Ti y tu les das la comida a su tiempo. Por eso es de suponer que era un solista el que cantaba durante la comunión este salmo. En otras regiones se solía cantar el 38 y, como estribillo el “Gustad y ved que bueno es el Señor”. Así lo atestigua San Jerónimo para la Iglesia norteafricana y jerosolimitana. Sabemos que en algunos sitios se decía sólo el versículo nono o también el sexto. “Acercaos a Él y seréis iluminados”. Estos dos versículos se combinaban a veces con otros salmos e himnos.

Curiosa la combinación hecha por la liturgia hispánica: “Gustad y ved que bueno es el Señor, aleluya, aleluya, aleluya. Bendeciré al Señor en todo momento; su alabanza estará siempre en mi boca, aleluya, aleluya, aleluya. El Señor redimirá las almas de sus siervos y no abandonará a los que en Él esperan, aleluya, aleluya, aleluya. Gloria y honor al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

Como se puede intuir, las aleluyas era el estribillo que cantaba el pueblo.

De distinta manera se presenta este canto en las fuentes de la liturgia romana. No cantaban siempre el mismo salmo ni tampoco tenían interés en que su contenido se refiriese al acto de comunión. Además no era el pueblo el que lo cantaba sino la schola, con la nueva forma que acababa de introducirse de canto a dos coros alternos. Cuando el Papa empezaba a distribuir la comunión, la schola entonaba la antífona “ad comunionem”. Luego seguía con la salmodia y, cuando el archidiácono veía que quedaban pocos para comulgar, daba la señal para el Gloria Patri, repitiéndose al final la antífona.

El canto de comunión pues, era como el introito y en esta forma se mantuvo mientras duró la costumbre de comulgar el pueblo durante la misa, es decir, hasta el siglo IX. En cuanto a la temática, no se tenía interés en un escoger un salmo apropiado a la comunión; lo que sí solía buscarse era que expresara, a ser posible, la idea de fiesta. Únicamente en las misas de los jueves de Cuaresma, cuyo formulario se compuso en el siglo VIII, se encuentran alusiones a la comunión. En los domingos después de Pentecostés los versículos siguen sencillamente el orden numérico de los salmos.

Algunos manuscritos francos respiran marcado influjo galicano, cuando señalan para la comunión, además de la antífona y el salmo, otro versículo más “ad repetendum”. Se trata de imitar el “Trecanum” o sea el modo galicano de cantar la antífona, combinándola artísticamente con el Gloria Patri y este versículo “ad repetendum”, como una alusión velada al misterio de la Santísima Trinidad. A veces alternaba la schola con los subdiáconos. Cuando desapareció la comunión del pueblo, se redujo el canto sólo a la antífona, que se canta después de la comunión del celebrante.

Sin embargo cuando había comunión del pueblo en las grandes solemnidades en las catedrales francesas se cantaban otros himnos como el famoso y bellísimo “Venite populi” compuesto a partir  de Deuteronomio 4 (Cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente." Y, en efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros siempre que lo invocamos?) 

Venite, populi, venite
de longe venite,
et admiramini gentes.
Venite, populi, venite,
an alia natio tam grandis,
quae habet Deos appropinquantes sibi,
sicut Deus noster adest nobis,
cujus in ara veram praesentiam
contemplamur jugiter per fidem vivam,
an alia natio tam grandis?
O sors cunctis beatior,
O sors sola fidelium,
quibus panis fractio
et calicis communio
est in auxilium.

Eja ergo epulemur
in azymis veritatis et sinceritatis,
eja ergo epulemur
et inebriemur vino laetitiae sempiternae;
an alia natio tam grandis?
Venite, populi. Amen

Ni la comunión, ni el Agnus Dei que se cantaba en otros lugares o el “Venite populi” eran considerados cantos de acción de gracias, aunque sí que sentían la conveniencia de dar gracias también en común valiéndose del canto. Por eso ensayaron intercalar en este momento himnos, salmos, antífonas e incluso horas canónicas enteras a  fin de dar expresión pública a la acción de gracias, sobre todo en las grandes fiestas con comunión del pueblo.

Existen datos documentales que en Soissons (Francia) y en la Hungría de los siglos XI y XII se cantaban las vísperas al final de la Misa (1079).

Según otros documentos, debía hacerse lo mismo el Jueves Santo en todas las iglesias. Es un eco claro de la costumbre antigua, restaurada con la reforma de la Semana Santa de Pío XII, de celebrar la misa de Jueves Santo por la tarde.


Capítulo 37: Las Abluciones (5/09/2009) 

Terminada la reserva, se procede a las abluciones. Entre ellas podemos distinguir tres, a saber: la de la propia boca (ablutio oris), la del cáliz y la de las puntas de los dedos. La primera, de la  generalmente nadie ya se acuerda de ella, era hecha con un poco de vino en el cáliz y era considerada como ablución de la boca. Acto seguido se infundía otro poco de vino para la ablución del propio cáliz. Y a partir de este momento se retiraba el cáliz y tenía lugar la ablución de los dedos únicamente con agua en una “piscina” (pixis) es decir, un vaso grande lleno de agua, de esta pixis se deriva el vasito de que nos servimos nosotros para la purificación de los dedos después de dar la comunión fuera de la misa. Algo más tarde el ordinario de los dominicos de 1256 da por primera vez el consejo de que, después de la ablución con vino, las puntas de los dedos se podían purificar en el cáliz, inmediatamente después de la ablución con vino. Así se llegó a nuestra segunda ablución actual. A veces usaban para esta ablución con agua otro cáliz.

Por mucho tiempo el celebrante estuvo sin tomar esa agua pues se solía echar en un lugar decente. No faltaron seglares piadosos que se procuraban estas abluciones para beberlas. Lo leemos, por ejemplo, en la vida del emperador San Enrique, que pedía tomar esas abluciones, y en la vida de San Heriberto de Colonia (1021) se dice que había una mujer que andaba siempre tras las abluciones de su misa. Estas abluciones de les daba a veces también a beber a los niños recién bautizados. Costumbre muy parecida a la antiquísima de darles algo del sanguis después del bautismo. A partir del siglo XII es el mismo celebrante el que sume el vino de las abluciones. Ni se suprimió esta costumbre cuando más tarde se fundieron y combinaron la segunda y tercera ablución en una única ablución de los dedos con vino y agua. En la Edad Media después de estas abluciones tenía lugar un lavatorio de manos con agua que aún se conserva en el rito pontifical. 

Oraciones que acompañan estas abluciones. 

En la primera ablución (la de boca y el cáliz) con sólo vino se pide a Dios que recibamos con alma pura lo que hemos tomado con la boca y se convierta para nosotros en remedio sempiterno.

Quod ore sumpsimus Domine, pura mente capiamus: et de munere temporali fiat nobis remedium sempiternum.

En la segunda ( la de los dedos con vino y agua) que se adhiera el cuerpo y la sangre de Cristo en nuestra alma a fin de que no quede mancha de pecado en ella.

Corpus tuum, Domine, quod sumpsi, et Sanguis, quem potavi, adhaereat visceribus meis: et praesta, ut in me non remaneat scelerum macula, quem pura et sancta refecerunt sacramenta. Qui vivis et regnas in saecula saeculorum. Amen. 

Ambas oraciones pudieran estar lo mismo antes que después de la comunión, bastaría con cambiar el tiempo de los verbos. Es por eso que a menudo en los misales medievales nos encontramos con ellas antes de la comunión ocupando el sitio del “Domine Jesu Christe” y de la “Perceptio”, que se halla a menudo después de la comunión. Sin duda, la Iglesia siempre ha procurado alargar con todas estas oraciones el momento de la comunión, para que con más tranquilidad podamos hablar con Cristo presente pidiéndole las gracias que necesitamos mientras perdura la influencia directa de la gracia sacramental mientras se conservan incorruptas las especies en nuestro pecho.

Las oraciones que acompañan a las abluciones

La primera de las oraciones, el “Quod ore sumpsimus” lo encontramos redactado en singular en un devocionario de Carlos el Calvo como oración preparatoria para la comunión de los seglares. Procede esta oración de la antigua liturgia romana que la tenía como poscomunión.

La segunda oración “Corpus tuum” aparece por vez primera en el “Missale Gothicum” (siglo VII) perteneciente a la liturgia galicana. A nuestro misal se incorporó por el mismo camino que tantas otras oraciones: los benedictinos la llevaron a Roma donde la conocieron los franciscanos propagándola por toda Europa.

Los misales medievales no se contentaron con sólo  dos oraciones. Uno de ellos contiene hasta trece. Entre ellas figura la llamada “Oración de Santo Tomás” que conocemos  para la acción de gracias después de la misa. De las otras fórmulas las únicas dignas de mención es el “Cántico de Simeón” (Nunc dimittis), la alabanza mariana “Benedicta filia tu” de Judit 13,23 y el “Verbum caro factum est” 

El cáliz del vino para los seglares

Entre las abluciones, ciertamente la que más nos llama la atención es la de la boca. Ceremonia considerada de importancia no sólo para el celebrante, sino que figura con relieve entre las de la comunión del pueblo. El primero en propagar tal costumbre parece que fue San Juan Crisóstomo, que abogaba por que inmediatamente después de tomar la comunión se bebiese un sorbo de agua o se comiese un trocito de pan. La costumbre se extendió a pesar de que no faltaron quienes les pusieron sus reparos. Se estila también entre los coptos, que la llaman “el agua de cubrimiento”.

Esta costumbre se estilaba también entre los seglares y se comprende mejor, teniendo en cuenta que por entonces había que masticar el pan consagrado. Lo curioso es que siguió aún después de haberse sustituido el pan fermentado por el ázimo.

De la misma época de mayor reverencia y cuidado en el trato del sacramento proviene el ofrecer el sacristán a los comulgantes un cáliz con vino después de la comunión. Coincide esta costumbre con la supresión de la comunión bajo ambas especies. Es decir, que además de servir como ablución de la boca, se hacía así para suplir la comunión del cáliz, sobre todo si tenemos en cuenta que nunca comulgaron con el sanguis puro sino muy mezclado con vino.

El ofrecer un cáliz con vino después de la comunión lo practicaron no sólo las Órdenes antiguas, sino aún las recién fundadas como los dominicos. A partir del siglo XIII se generalizó para la comunión de los fieles, viniéndose a considerar como un eco de la comunión con el cáliz. Por esto había que procurar que el pueblo cayese en la cuenta de que no se trataba de la comunión del sanguis. Para ello se echaba mano de un cáliz u otro vaso distinto del de la consagración. 

Las abluciones después de la reforma litúrgica.

El misal de Pablo VI en el nº 91 dice “distribuida la comunión, el sacerdote o el diácono o el acólito(se refiere al instituido como tal) purifica la patena sobre el cáliz y el mismo cáliz”.

Sobre cómo se purifica (vino, agua, agua y vino) nada dice así como tampoco sobre el lugar donde acontece. Tampoco lo hace la Institución General del Misal Romano que ni siquiera hace referencia a las abluciones.

La inmensa mayoría de los liturgistas posconciliares afirman que debe tener lugar en la credencia y no en el altar cómo prescriben las rubricas del Misal hasta la edición de 1962. Incluso muchos reiteran que tenga lugar acabada la celebración.

Lo que si dice el Misal es que mientras tiene lugar la purificación, el sacerdote (sic) dice en secreto la oración “Quod ore sumpsimus”. ¿No la deben decir el diácono o el acólito si son ellos los que purifican?

La oración “Corpus tuum, Domine, quod sumpsi” ha desaparecido del Misal, quizás por ello también han interpretado que se simplifican las abluciones y que de dos (vino- vino y agua) se pasa a una: la del agua, que es lo que en la práctica realizan el común de los celebrantes con el Misal posconciliar.


Capítulo 36: Origen, Historia y modo de la Comunión de los fieles. (8/08/2009)

Origen e historia

Las fuentes del rito de la comunión de los fieles no se deben buscar en los antiguos sacramentarios romanos que no hacen mención de ella, no porque no se considerase la comunión como parte de la misa, sino  porque para ellos la comunión del pueblo iba unida hasta tal punto con la del celebrante que ambas formaban una misma ceremonia: la comunión del celebrante abría la de los fieles, como en la antigüedad, y esto sin rito especial.

En cambio, para la comunión de los enfermos se formó ya en época temprana un rito especial. La razón es obvia. Más frecuente que la comunión en la iglesia, estaba pidiendo como ceremonia aislada un rito propio, que además calcase las ceremonias de comunión dentro de la misa desde el Paternóster hasta la recepción del sacramento. Lo malo es que más tarde cuando empezó a considerarse la comunión de los fieles dentro de la misa como separada del sacrificio eucarístico, ésta adoptó los esquemas rituales de la comunión de los enfermos fuera de la misa.

A modo de ejemplo: proveniente de la liturgia galicana, en el siglo IX encontramos el rezo del Credo como elemento del rito de la comunión de los enfermos como elemento fijo, generalmente en forma de interrogatorio sobre los artículos principales de la fe, a las que el moribundo debía contestar.

Más tarde, en el siglo XII,  y para mejor preparación personal, encontramos el Confiteor y el Misereatur. En un retoque posterior entró el Agnus Dei, convertido ya de canto en oración privada del celebrante: posteriormente se presentada el sacramento diciendo “Ecce Agnus Dei” en sustitución del antiguo interrogatorio sobre la fe, mientras se le enseñaba al enfermo la sagrada forma. Recordaba además una ceremonia oriental (e hispánica), la del “Sancta Sanctis” (“El Santo para los santos”) perteneciente a las ceremonias de la comunión.

Finalmente se añadió el “Domine non sum dignus”, procedente asimismo, de la comunión del celebrante.

Todas estas fórmulas, sobre todo las preguntas y respuestas, se rezaban en lengua vulgar y no son pocos los Sínodos de la Edad Media que así lo mandan expresamente. Pero al adoptar este rito el Ritual Romano en 1614, compuesto por Confiteor, Ecce Agnus Dei y Domine non sum dignus, unificando los ritos diocesanos, se pusieron en latín. Esto trajo como consecuencia el que el enfermo no pudiera rezar ni entender las oraciones con las que debía prepararse a la comunión, y quedaron reservadas al sacerdote. Para el Confiteor se encontró la solución de que fuera el monaguillo quien lo recitara en vez del enfermo.

Tenemos, por lo tanto, un rito que, nacido como ceremonial de la comunión de los enfermos, sirvió después de la reforma de Pío V, para la comunión de los fieles fuera e incluso dentro de la misa. Y aunque la supresión del Confiteor, con el Misereatur y el Indulgentiam antes de la comunión de los fieles, ya en tiempos de Juan XXIII, quería remediar ese evidente intercalo de ceremonias, ni esa eliminación y ni siquiera la ceremonia resultante de la reforma de Pablo VI ha podido borrar las huellas de esa historia reduplicativa. 

Modo de comulgar 

Al dar la comunión, el celebrante baja al sitio destinado para que los fieles reciban el cuerpo del Señor. Vimos que en el culto estacional éste era toda la iglesia y el celebrante iba a donde estaban los fieles, que no se movían de sus sitios. Este modo de dar la comunión no era el único en la antigüedad. En el norte de África se daba la comunión en la barandilla que rodeaba el presbiterio y que tenía tal altura que llegaba hasta el pecho de un hombre en pie. Se comulgaba, por lo tanto en pie. En las Galias lo fieles se acercaban hasta las gradas del altar; pero a partir del siglo VIII no se admite cerca del altar sino a los monjes y al clero. A los demás se les daba la comunión en un altar lateral.

Hasta el siglo XI fue regla general comulgar de pie. A partir del siglo XI y durante cinco siglos, la costumbre fue cambiando poco a poco. Nos lo dicen las disposiciones que durante todo este tiempo urgen la postura de rodillas. En el siglo XIII se manda que en los conventos dos acólitos extiendan ante los comulgantes un paño. Al llegar al siglo XVI se pone este paño sobre una especie de reclinatorio o banco: el comulgatorio. En Alemania y países del norte de Europa, este comulgatorio vino a sustituir con el tiempo a la barandilla, que en su forma antigua había desaparecido antes del siglo XI. El uso de la patena de comunión en vez del paño o juntamente con éste es más reciente; menos en España, que data de muy antiguo.

En la Edad Media nos encontramos con las más diversas muestras de reverencia: los señores se quitan el calzado, las monjas se ponían un vestido especial, se besaba el suelo o el pie del celebrante, se hacían genuflexiones o inclinaciones. San Agustín habla de la costumbre de juntar las manos. En Oriente los fieles avanzan con las manos extendidas y los ojos bajos y orando.

San Cirilo de Jerusalén (315-386) da avisos concretos para el modo de acercarse a la comunión: “Cuando te acerques, no lo hagas con las manos extendidas o los dedos separados, sino haz con la izquierda uno trono para la derecha, que ha de recibir al Rey y luego con la palma de la mano forma un recipiente, recoge el cuerpo del Señor y di “amén”. En seguida santifica con todo cuidado tus ojos con el contacto del sagrado cuerpo y tómalo, pero ten cuidado de que no te caiga nada” (Catequesis  Mistagógicas V, 21 ss.

Como se ve por esta cita, al menos en la Iglesia Madre de Jerusalén, se daba la comunión en la mano. Para ello, los hombres debían lavar las manos, por lo que nunca faltaba una fuente en el atrio de las antiguas basílicas. Las mujeres, además, cubrían las manos con un pañito blanco. También se encuentran ya entonces testimonios de que se besaba la mano del celebrante.

No hacen ningún favor a la Liturgia ni a la Tradición pues, y lamento decirlo, las palabras de Mons. Nicolas Bux el pasado lunes 20 de julio  afirmando que no hay testimonios en la Tradición a favor de la comunión en la mano.

Los hay y muchos. Pero al mismo tiempo abundan los testimonios de que este modo de recibir la comunión se prestaba a abusos. Por esto, hacia el siglo IX, o tal vez antes, se empezó a dar la comunión directamente en la boca, casi por el mismo tiempo en que el pan fermentado quedó sustituido por el pan ázimo. La primera noticia de estos cambios la tenemos en España. Un sínodo de Córdoba del año 839, al condenar una secta que tenía su centro en la ciudad de Cabra (Egabrum), habla de dar la comunión en la boca como de una costumbre antigua. Solamente al diácono y al subdiácono se les seguía dando la comunión en la mano. En el siglo X se limita este privilegio a los diáconos y sacerdotes y pronto desaparece por completo.

Solamente en el periodo posconciliar y como una concesión a determinadas Conferencias Episcopales u Ordinarios diocesanos, dispensadora de la ley general, vuelve a reaparecer la comunión en la mano.

Pronto habrá que hacer un balance de los resultados cosechados en este periodo, en la reverencia y la devoción de los fieles, y tras la experiencia vivida en estos 40 años en esos lugares, tomar una resolución final.

Casi nunca el arqueologismo litúrgico, espcialmente en nuestros tiempos,  ha reportado buenos resultados. Y este caso es un ejemplo típico.

La comunión bajo las dos especies

Durante más tiempo se mantuvo la comunión de los seglares bajo las dos especies a pesar de la dificultad que esto creaba en la administración del sacramento. De varios modos intentaban el evitar que se derramase lo menos posible el sanguis. En Oriente encontraron como solución la “intinctio”, el empapar los trocitos de pan consagrado en el sanguis, sea poniéndolos todos juntos al principio de la comunión, sea mojando cada trocito en el momento de darlo. En Occidente se conocía este procedimiento pero luego lo rechazaron. A veces utilizaban la “fistula” o “pugillaris”, un tubito con el que sorber algo del cáliz.

Después tanto en Oriente como en Occidente comenzaron a distribuir vino con unas gotas del sanguis, rito llamado “consecratio” tal como vimos anteriormente.

Una mayor profundización del dogma en época escolástica probó que en cada especie esta Cristo todo entero, y por lo tanto, no hacía falta comulgar con las dos especies para recibir a Cristo. Santo Tomás de Aquino aún conoció la comunión bajo las dos especies pero pronto se perdió por completo. Se mantuvo para algunas ocasiones como la coronación de un rey o en la Misa Papal del Domingo de Resurrección.

Una supervivencia de ello fue la costumbre de las abluciones de la boca, es decir, ofrecer a todos los que habían comulgado un poco de vino para que no quedara nada de la sagrada especie entre los dientes. 

La reserva eucarística

Terminada la comunión el celebrante tenía que consumir las formas consagradas. Esta fue la práctica más común en la antigüedad, sea en Oriente que en Occidente, como lo prueban las rúbricas y las disposiciones de los sínodos desde el siglo IX al XIII. No faltan , sin embargo, otros procedimientos: en Antioquia, con un testimonio del siglo IV, se mandaba llevarla a la sacristía, sin nada saber sobre lo que se hacía con ella. En otros sitios se quemaban las que sobraban. Hace referencia de ello Hesiquio de Jerusalén a inicios del siglo V. Así también lo registra Durando todavía en el siglo XIII (Rationale IV, 41)

De la antigüedad cristiana existen también testimonios de que se conservaban especies en cantidad notable para otra misa, Por ejemplo, en Jerusalén, para poder atender el culto de los Santos Lugares. Leemos también que se llamaban a niños a quienes se les daba a comulgar de las especies sobrantes.

En el culto estacional era costumbre reservar para la próxima misa la primera partícula que el Papa había separado del lado derecho de la oblación. Esto dio lugar a que se destinara para la comunión de los enfermos, la tercera de las tres partículas en que dividía la forma grande. Para ello, como consta en el ritual de Soissons, el diácono, después de la comunión del sacerdote bajaba el vaso en forma de paloma, que pendía del techo y colocaba en él la nueva partícula. Es la famosa “colomba” eucarística o peristera. A veces  el celebrante comulgaba, no con la forma por él consagrada, sino con la que el diácono sacaba de esa peristera. Así lo dice el mencionado ritual. Costumbre curiosa que se encuentra también en España y Bélgica en la Edad Media. Entre los cartujos era el diácono el que comulgaba con esa partícula. Aún entrado el siglo XVIII las partículas que se reservaban en las parroquias no llegaban más que a ocho, generalmente bastante menos. La “paloma” era pues, de dimensiones muy reducidas. En realidad la reserva del Santísimo era independiente de la comunión del pueblo, y tenía como único fin el disponer en cualquier momento de formas para el viático.

Es sólo a partir del siglo XVIII que empezamos a encontrar profusión de sagrarios monumentales o tabernáculos de dimensiones muchísimo mayores así como ciborios o copones para una reserva de formas más cuantiosa.

Las grandes capillas laterales para albergar el Sagrario o capillas del Santísimo aparecerán en la España del siglo XVI y se convertirán en un denominador común de los templos renacentistas, barrocos y neoclásicos hispanos.


Capítulo 35: La frecuencia de la Comunión en los siglos (1/08/2009)

Más frecuente que la celebración de la Misa

Dada la forma primitiva de banquete en la celebración eucarística, la comunión de los cristianos fue el punto culminante y la razón de reunirse. Si se reunían, era para tomar el cuerpo del Señor. Todo lo demás se consideraba como preparación al momento augusto de la comunión. Más aún: los fieles tenían costumbre de llevarse a casa una parte del pan consagrado para poder comulgar durante toda la semana “antes de tomar cualquier otro manjar” (Tertuliano Ad uxor, II, 5; San Cipriano, De lapsis, cap. 26) La costumbre de llevar el cuerpo de Cristo a casa duró en Egipto hasta los tiempos de San Basilio(329-379). Aún para Roma, la supone todavía San Jerónimo. En el siglo VI se cuenta que lo llevaban el Jueves Santo a sus casas para guardarlo durante todo el año siguiente en el armario. Costumbre práctica, especialmente para los anacoretas, que vivían en el éremo, lejos de la ciudad y de la comunidad, porque de este modo podían comulgar todos los días sin salir de su retiro.

Ayuno eucarístico

 En los relatos sobre la comunión en casa se dice que tomaban la eucaristía antes que otro alimento. Consideraban pues el ayuno eucarístico como la cosa más natural, por lo que la celebración eucarística la habían trasladado de la tarde a las primeras horas del día. Influyó en este traslado la idea general de la conveniencia de tomar el pan sagrado en ayunas. En el siglo IV aparece ya con claridad la prescripción del ayuno. Sólo se conocía una excepción a esa regla al permitir se celebrara el Jueves Santo la misa después de un banquete. El Concilio Quinisexto condena expresamente tal costumbre, señal que se mantuvo hasta el siglo VII.

Las primeras noticias sobre la disminución de la frecuencia.

Al convertirse el cristianismo en religión del Estado y cesar las persecuciones, el mismo hecho de poder celebrar con más frecuencia influyó para que la costumbre de llevar la eucaristía y comulgar en casa fuera disminuyendo. Pero realmente la razón definitiva fue otra.

Es interesante advertir que esta familiaridad con la eucaristía no se fue enfriando poco a poco, sino que se hizo de repente. Es verdad que coexistieron frialdad y familiaridad durante algún tiempo, todo dependía de si el ambiente estaba contaminado de arrianismo, con la consiguiente reacción católica, o asépticos de esta herejía. No sólo triunfó la reacción contra el arrianismo, sino que una gran parte del Oriente se pasó al polo opuesto: al monofisismo; y a partir de este momento los escritores nos hablan de una exagerada reverencia a la eucaristía matando la comunión frecuente.

La lucha antiarriana llegó a su punto máximo en Oriente precisamente en tiempos en los que se concretan allí las primeras liturgias. San Basilio, por ejemplo, no fue sólo el adversario acérrimo del arrianismo, sino también el codificador de la liturgia antioquenobizantina. Y así, vemos la mayor parte de las liturgias orientales dominadas por un temor exagerado ante los “misterios tremendos”, el “momento imponente de la consagración”. En cambio, del norte de África medio siglo más tarde nos llegan noticias más familiares sobre la frecuencia sacramental. La lucha antiarriana, pues, repercutió en la frecuencia de la comunión en Oriente. La advertían los Padres occidentales de los siglos IV y V, que se extrañan de ello. Pero más tarde, cuando los pueblos germánicos, arrianos casi todos, invadieron Occidente, el proceso se trasladó a la Iglesia Latina, y por muchos motivos se arrastró y enlazó con la mentalidad medieval que acabó exigiendo tal preparación para la comunión y aún para la simple asistencia a misa, que prácticamente hacia imposible que comulgasen los seglares. A esto obedecen también las durísimas penitencias que se imponían y la poquísima facilidad que se daba para confesar. No es de extrañar que hasta los mismos monjes y religiosos no comulgasen más que unas pocas veces al año.

Tal estado de cosas duró varios siglos. Prácticamente desde el siglo VII hasta el concilio de Trento en el siglo XVI.

La única reacción que advertimos consistió en buscar sustitutivos de la comunión. Uno fue la llamada comunión espiritual, es decir, el deseo de comulgar, ya que no era posible hacerlo por las razones ya apuntadas.

Otro sustitutivo fue la comunión por representación, o sea, que se pedía a otro más preparado que comulgara por uno mismo. Generalmente era el sacerdote que “comulgaba por todos”. No era infrecuente que se pidiese a las monjas que comulgasen por uno. Algo más tarde no se decía ya “tomar” la comunión, sino “ofrecerla”. Todas estas prácticas encontraban más aceptación cuanto menos instruida estaba la gente. Por otra parte, hasta la llegada de Trento los teólogos no habían aún precisado que en esta práctica no se podía tratar sino de aplicar a otro los méritos “ex opere operantis”, pero no la eficacia sacramental de la comunión.

La comunión de los fieles separada de la Misa

La escasa frecuencia de la comunión de los fieles tuvo por consecuencia natural que no se considerara como parte del sacrificio. Sobre todo hacia el siglo XII se nota una marcada tendencia a dejar la comunión para después de la misa también en los pocos días de comunión que aún quedaban.

Esta claro que con el Concilio de Trento comienza de nuevo la comunión frecuente, pero pasados los decenios, la comodidad de los fieles y la acción de las nuevas Órdenes religiosas, influyeron en que esta se convierta en un acto litúrgico independiente. En un memorial presentado en 1583 contra la Compañía de Jesús la acusaban de “tener puestas las formas en el altar para que las personas que quisiesen llegasen a comulgar” y eso “contra el santo y buen estilo de la Iglesia que celebra la santa misa por los que en ella comulgan”. De hecho apoyaban estas tesis, las mismas disposiciones del Concilio de Trento que daba como única razón para guardar la eucaristía en el sagrario la necesidad de tenerla siempre a mano para los moribundos y para la adoración en las exposiciones del Sacramento”.

Un siglo más tarde encontramos que los canónigos de Santa Gúdula de Bruselas ordenan a los Capuchinos. “No den la comunión sino en el altar, durante el sacrificio de la misa”.

Mientras tanto, en 1614 se publicaba el nuevo Ritual Romano, que aunque admitía un rito especial para la comunión de los fieles, insiste en que se dé la comunión dentro de la misa. Se había extendido, sin embargo, la otra costumbre.

Cuando  en 1742 un capellán de la catedral de Crema en Lombardía descubre esta rúbrica y quiere conformarse a ella, originó una gran controversia que llegó hasta Roma y dio ocasión para la publicación de la bula “Certiores effecti” de Benedicto XIV del 13 de noviembre de 1742, en la que el papa se puso del lado del capellán. Una de las frases decisivas de esta bula la recogería más tarde la encíclica “Mediator Dei” de Pío XII. 

Pero ni con eso, la tendencia a separar la comunión de la Misa de detuvo, al contrario, siguió ganando terreno y triunfó plenamente durante el siglo XIX.

Pero al iniciarse el siglo XX se produjo un importante cambio de rumbo a partir del decreto sobre la comunión frecuente del Papa San Pío X, Sacra Tridentina Synodus de 1905 y muy especialmente de la encíclica “Mediator Dei” (1947) de Pío XII. En ella el Papa no sólo aprueba que se comulgue dentro de la misa, sino que alaba también el “deseo de aquellos que al asistir a la misa prefieren que se les dé la comunión con partículas consagradas en este mismo sacrificio”. AAS 39 (1947), 565


Capítulo 34: La Comunión del celebrante (25/07/2009)

A la comunión del celebrante, aún hoy en el Misal de Pablo VI en cada una de sus tres ediciones típicas, preceden algunas oraciones para uso privado del celebrante.

Una vez terminado el canon, vuelven a aparecer este tipo  de oraciones  privadas, añadidas en la Edad Media, coincidentes en su origen y procedentes de la extinguida liturgia galicana.

Las oraciones privadas de la comunión se refieren exclusivamente a la persona del celebrante, están redactadas en singular, excepto el “Quod ore sumpsimus” que viene en plural.

Este matiz privado nos indica el rumbo que tomó en su evolución la comunión desde fines de la antigüedad cristiana: sólo la del celebrante se considera como parte de la misa. La del pueblo empezó entonces a considerarse como añadidura circunstancial.

Signo de esto es que incluso el Misal de Juan XXIII de 1962 no se menciona entre las oraciones y rúbricas la comunión de los fieles. Concisamente se afirma: “Si hay algunos que piden la comunión, se les da ahora”. No hay descripción de la ceremonia en el Misal.

La primera de las dos oraciones actuales (las dos, obligatorias en el Misal del 62 y sólo una de las dos en el Misal del 69) “Domine Jesu Christe” no la encontramos hasta el Sacramentario de Amiens(siglo IX)

y nuestra segunda oración “Perceptio” la encontramos por primera vez en el Sacramentario de Fulda (c. 975), un documento de la familia del ordinario renano de la Misa.

Domine Iesu Christe, Fili Dei vivi, qui ex voluntate Patris, cooperante Spiritu Sancto, per mortem tuam mundum vivificasti: libera me per hoc sacrosantum Corpus et Sanguinem tuum ab omnibus iniquitatibus meis et universis malis: et fac me tuis semper inhaerere mandatis, et a te numquam separari permittas.

Perceptio Corporis et Sanguinis tui, Domine Iesu Christe, non mihi proveniat in iudicium et condemnationem: sed pro tua pietate prosit mihi ad tutamentum mentis et corporis, et ad medelam percipiendam. 

No eran éstas las únicas fórmulas que se decían en la comunión. Había una gran abundancia de ellas, y aún algunas alcanzaron durante la Edad Media mucha mayor difusión que las nuestras. Estas oraciones penetraron en la Misa como devoción privada. Pero actualmente es verdad que, a pesar de su origen privado, actualmente se parecen mucho más a las oraciones oficiales de la Iglesia que no a las privadas nuestras.

La primera es una maravillosa síntesis de toda  la obra de la Santísima Trinidad. En ella aparece claramente el influjo del estilo antiguo, aunque galicano y bastante diferente del romano. Cuando luego pasa a la petición, fija su mirada en el Cristo glorificado, y mediante su presencia en  su cuerpo y su sangre, se imploran las intenciones grandes y universales: liberación del pecado, fidelidad a sus mandamientos y la perseverancia final.

La segunda oración recuerda ligeramente el tema de las apologías: que Cristo nos preserve de una comunión indigna, que no nos sea ocasión de juicio y condenación, sino que por la piedad de Cristo, y no por nuestros meritos, nos sirva para defensa de alma y cuerpo. También se pide por el cuerpo, porque es nuestro cuerpo el que recibe el cuerpo de Cristo para salvación del alma.

La comunión y las fórmulas que la acompañan.

El rito de la comunión que era sumamente sencillo fue aún más simplificado con la reforma del Misal de 1969

(Suprimida en el Misal del 69)

 Panem  caelestem accipiam,  et   	Tomaré  el   Pan  Celestial  e
nomen Domini invocabo.              	invocaré el Nombre del Señor.
 
  Domine  non   sum  dignus,  ut    	Señor, yo  no soy digno de que
intres  sub   tectum  meum:  sed   	entres en mi morada; pero mándalo
tantum dic  verbo, et  sanabitur    	con tu  palabra y  mi  alma  será
anima mea.(3 v / 1 v Misal 69)      	sana
 
(Simplificada en el Misal del 69)
Corpus  (Domini   nostri Jesu)       	El  Cuerpo  de  Nuestro  Señor
Christi custodiat (me) animam meam 	Jesucristo guarde mi alma                   
in vitam aeternam.  Amen.              	para la vida eterna.  Amen
 .
(Suprimida en el Misal de 1969)
  Quid  retribuam   Domino   pro        	Con que  corresponderé yo  al
omnibus  quae  retribuit   mihi?    	Señor por  todos  los  beneficios
Calicem salutaris  accipiam,  et    	que de El he recibido?  Tomaré el
nomen Domini  invocabo.  Laudans    	Cáliz de  la salud  e invocaré el
invocabo Dominum, et ab inimicis    	Nombre del  Señor.  Con alabanzas
meis salvus ero.                    		invocaré al Señor y quedaré libre
                                    		de mis enemigos.
(Simplificada en el Misal del 69)
  Sanguis (Domini   nostri  Iesu)       	La  Sangre  de  Nuestro  Señor
Christi custodiat(me) animam meam  	Jesucristo guarde mi alma para 
in  vitam aeternam.  Amen.           	la  vida eterna.  Amen
 
Quod  ore  sumpsimus,  Domine,       	Haz,  Señor,  que  conservemos
pura  mente   capiamus:  et   de    	con un corazón puro lo que con la
munere  temporali   fiat   nobis    	boca acabamos  de recibir;  y que
remedium sempiternum.               	este  don  temporal  produzca  en
                                    		nosotros el remedio sempiterno.
 
(Suprimida en el Misal del 69)
Corpus  tuum,   Domine,   quod       	Tu  Cuerpo,   Señor,  que   he
sumpsi, et Sanguis, quem potavi,    	recibido, y  tu  Sangre,  que  he
adhaereat  visceribus  meis:  et    	bebido, se adhieran a mi corazón;
praesta; ut  in me  non remaneat    	y haz  que  no  quede  mancha  de
scelerum macula,  quem  pura  et    	maldad  en   mi,  a   quien   han
sancta  refecerunt   sacramenta:    	alimentado estos  puros y  santos
Qui vivis  et regnas in  saecula    	Sacramentos; Tu, Señor, que vivos
saeculorum.  Amen.                  	y reinas  por los  siglos de  los
                                    		siglos.  Amen.

En el culto estacional el Papa, sentado en su cátedra, tomaba inmediatamente después de la fracción de los dos panes de su oblación, la comunión con una de las partículas que partía con los dientes introduciendo la restante en el cáliz, mientras decía las palabras de la conmixtión.

En la Edad Media descubría el celebrante del cáliz (antes del Panem caelestem), llevaba la forma a la boca y en seguida tomaba el sanguis. A partir del siglo XIII aparece una cruz previa hecha con la forma y una genuflexión, y después de un rato de silencio la oración “Quid retribuam” y diciendo “Sanguis Domini nostri” se persignaba con el cáliz, hacía genuflexión y lo tomaba. Esta es la forma, que con el rezo intercalado del “Domine, non sum dignus” por  tres veces, llegó hasta nuestros días.

Esta frase del centurión,  repetida tres veces, se encuentra ya en las liturgias orientales y expresa la idea de que la comunión es una visita que nos hace el Señor bajo las sagradas especies. Sin embargo, la intención del centurión al pronunciar esa frase era expresar que no esperaba que Cristo vendría y se espantaba al solo pensamiento de que Cristo pudiera entrar en su casa. Nosotros al contrario, no sólo no nos espantamos de la visita de Cristo, sino que la pedimos ardientemente con estas palabras  

Como podemos ver en el cuadro anterior, muchas de estas oraciones preparatorias, igual que las que acompañan a las abluciones,  en el Misal del 69 han sido simplificadas o sencillamente suprimidas.

Deseo dejar constancia de otras dos fórmulas de salutación, desaparecidas con el Misal de San Pío V, que desde la Edad Media, se intercalaban entre la “Perceptio” y el “Panem caelestem” y que muy difundidas  llegaron a ser muy populares.

“Ave in aevum, sanctissima caro, meam in perpetuum summa dulcedo” (¡Te saludo perpetuamente, santisima carne, siempre mi máxima dulzura!)

“Ave in aeternum, caelestis potus, mihi ante omnia et super omnia dulces” (¡Te saludo eternamente, bebida celestial, ante todas y sobre todas las cosas dulce para mi!)

A este grupo, seguía otro compuesto por versículos bíblicos, tomados ante todo del salmo 115 o del 17. Al lado de estos versículos que expresan confianza, se encontraban otros cuya razón de ser no era tan clara, como “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” o como en un Misal de Vich: “Quisiera conocerte, que me conoces a mi, así como yo soy conocido de Ti”.

Queda por explicar la oración “Corpus D.N.J.C. custodiat animam meam in vitam aeternam. Amen.” “Sanguis D.N.I.C. custodiat animam meam in vitam aeternam. Amen”. Ambas constituyen votos de bendición y de santificación que el sacerdote usa antes de su comunión personal. Provienen de la comunión de enfermos, de donde, por cierto, derivó el ceremonial entero de la comunión de los fieles, como veremos en el próximo capítulo. Las encontramos ya en el Sacramentario de Amiens del siglo IX.

Como sabemos han sido simplificadas por la reforma del 69 en “Corpus (o Sanguis) Christi custodiat me in vitam aeternam”. Diez siglos de historia borrados por el plumazo (y plomazo)  de Annibal Bugnini.  


Capítulo 33: El Agnus Dei y el Ósculo de la Paz (18/07/2009)

El Agnus Dei

Conocida es la noticia del “Liber Pontificalis” según la cual fue el Papa  Sergio I (687-701), natural de Siria, quien introdujo en Roma el canto del “Agnus Dei”. En efecto, todas las razones, internas y externas, prueban que los clérigos, huídos de Síria a causa de la invasión árabe, trajeron a Roma este canto.

El origen oriental del canto se hace patente en su primera palabra: “Cordero”. Esta expresión, que corresponde a nuestra palabra latina “hostia”: víctima, es el nombre con que designa en la liturgia bizantina la forma destinada a la comunión del celebrante. Califica nuestra ofrenda como víctima, cuyo estado de inmolación se expresa por la fracción, mejor dicho por estar fraccionada. Al contrario de la alegoría occidental que ve a Cristo padecer en todo el desarrollo de la misa, la concepción oriental concentra el recuerdo de la pasión sobre la ceremonia de la fracción. Con ella aplica y hace revivir en la misa la idea expresada en al Apocalipsis, del cordero que está como inmolado en medio del trono.(Apoc. 5,6)

En la liturgia siria se encuentra en el siglo VI esta invocación combinada con el “que quitas los pecados del mundo”, y aplicada a la forma. Mucho antes, pero sin relación con la eucaristía, se encuentra el “Agnus Dei” entero, o sea con el “miserere nobis” (ten piedad de nosotros) en el Gloria que, igualmente, es de origen oriental. Tanto allí como en nuestro texto, la palabra Agnus –expresión sagrada- la consideran indeclinable.

En este forma, o sea con el miserere nobis, que lo aproxima al Kyrie eleison, el Agnus Dei penetró en la liturgia romana precisamente cuando el culto estacional estaba en su apogeo y en él las comuniones numerosas de los fieles. Vino a sustituir al canto de un salmo que se solía cantar para llenar la pausa de la fracción.

Cuando más tarde, en el Imperio de los francos, la fracción se redujo al mínimo, y al mismo tiempo el ósculo de la paz se alargaba más que antes, el Agnus Dei se utilizó como canto para el ósculo de la paz. La noticia nos llega del siglo IX. Un poco más tarde se dice sencillamente que el Agnus Dei acompaña la comunión.

En el siglo X, y con más frecuencia en el XI, el miserere nobis se encuentra sustituido por el “dona nobis pacem”. Las continuas alteraciones de la paz en aquel periodo motivaron el que en vez del tercer “miserere nobis” se pusiera definitivamente el “dona nobis pacem”.

Una vez admitida esta modificación, pronto siguieron otras. En las misas de difuntos se sustituyó, la tres veces, el miserere nobis por el “dona nobis réquiem” (danos la paz), añadiéndose la tercera vez la palabra “sempiternam”

El Agnus Dei se repetía  cuantas veces hiciera falta como canto que era para llenar ciertas pausas.

Más tarde, al perder este carácter, las repeticiones se limitaron a tres. Los primeros testimonios de este modo de cantarlo son del siglo IX.

A veces encontramos intercaladas, entre una y otra repetición del Agnus, otras oraciones impetratorias.

Como canto de la fracción, y también luego como canto que acompaña el ósculo de la paz e incluso la comunión, el Agnus Dei se cantaba antes de la comunión, y como la época en que se introdujo en Roma, a saber en pleno siglo de oro del culto estacional, a pesar de que su carácter era el de una plegaria en forma de letanía, lo cantaba la schola, tal vez interviniendo en el canto el clero. Más tarde, entre los francos, lo cantaba sólo el clero, a veces en plena  Edad Media, entreverándolo con “tropos”.

Sabemos que ya en el siglo XII lo rezaba también el celebrante en voz baja.

El Ósculo de la Paz 

Las primeras veces que encontramos mencionado el ósculo de la paz en el culto cristiano se nos presenta como ceremonia con la que termina la oración de los fieles. Así San Justino, Orígenes, San Hipólito y Tertuliano. Venía a ser una especie de Amén trasformado en rito. Aún hoy en la liturgia hispánica ocupa este sitio al final de la oración común de los fieles.

Pero cuando más tarde el rito de llevar las ofrendas al altar fue ganando importancia, el ósculo de la paz lo relacionaban con este rito, recordando sin duda la advertencia del Señor, de que el hombre no se acercase a Dios con dones sin haberse reconciliado antes con su hermano. Este parece ser el sentido de la ceremonia en las liturgias orientales. Únicamente las liturgias africana y romana evolucionaron aún más. Tanto que el Papa Inocencio I en su carta a Decencia del año 416 afirma que el beso de la paz, como señal de asentimiento del pueblo a lo que había dicho el celebrante, no debe darse antes de la solemne oración eucarística, sino después de la misma. Según esto, en Roma ya en los siglos V y VI daban el beso de la paz al final del canon. Como se ve, aun domina la idea de que esta ceremonia expresa la conclusión de la oración.

En el norte de África se dio en el siglo v un paso más, al trasladar la ceremonia hasta después del Padrenuestro , que seguía al canon, relacionándolo manifiestamente con la petición del perdón.

Cuando a fines del siglo VI, San Gregorio Magno quiso que se dijese el Padrenuestro como una especie de epílogo sobre las ofrendas consagradas, mientras estas estuviesen todas encima del altar, el ósculo de la paz se trasladó también en la liturgia romana después del Padrenuestro, entrando definitivamente entre las ceremonias de la comunión. La ceremonia en Roma pues se interpretó también el sentido de la Iglesia norteafricana: preparar, con el perdón que el hombre pide y recibe del hermano, el corazón para recibir el cuerpo del Señor. Con esto, el ósculo de la paz vino a ser un rito preparatorio de la comunión. El mismo San Gregorio cuenta que un grupo de monjes, amenazados por el naufragio, tomaron la comunión después de haberse dado mutuamente la paz. (Dial. III,36  PL 77, 304)

Como acto de rubricar el pueblo las oraciones del celebrante y también  como expresión del mutuo perdón, el ósculo de la paz era ceremonia exclusiva de los fieles: el celebrante sólo intervenía para invitarles a que se diesen el beso de la paz. Y se limitaban a cambiar el saludo con el que estaba más próximo, siendo una ceremonia muy breve, pues era un solo ósculo.

Más tarde se dice ya claramente que el beso de la paz lo inicia el celebrante, tomando la paz de un beso al altar, al evangeliario o a la mismísima forma y trasmitiéndola de un modo jerárquico. Esta “comunión” que venía de Cristo y se trasmitía de unos a otros (aunque sólo los hombres) llegó a considerarse sustitutiva de la comunión sacramental con las especies eucarísticas.

Poco a poco, lo que fue un verdadero beso, se fue estilizando más y más y limitándose al clero y al coro. Era natural. Ceremonia nacida en la intimidad de las primeras asambleas cristianas, en las que se sentían todos hermanos, tenía que cambiar cuando esta comunidad fue ampliándose, si no se quería prescindir de ella totalmente.

Entre los maronitas cogen la mano del vecino para luego besar la propia. Los coptos se inclina ante el que está al lado y le tocan la mano.; los armenios se contentan con sólo la inclinación. En la liturgia romana el ósculo de la paz ha venido a convertirse en un abrazo que sólo llega a insinuarse con un par de breves roces de mejillas. En la liturgia bizantina el beso de la paz esta también estilizado y limitado al celebrante y diácono.

Desde Inglaterra, y arraigando especialmente en España, se propagó otro modo de dar la paz mediante el llamado portapaz, mencionado por vez primera en 1248. Es una tabla ricamente adornada que besa el celebrante para pasarla a continuación a todas las personas a las autoridades (si asisten) o a los que ocupan los primeros puestos en cada hilera de fieles de la nave de la iglesia.

En uso en las misas solemnes y cantadas hasta el Novus Ordo de 1969, no hay parroquia de construcción anterior a esta fecha que no conserve algún hermoso portapaz en material noble (bronce, plata, marfil, ébano...) que los acólitos pasaban a los fieles para trasmitirles la paz desde el altar.

La reforma de Pablo VI reintrodujo el signo de la paz para todos los fieles, y aunque la voluntad era intercambiarse el saludo de paz, con un beso o una estrechada de manos al más próximo, y de forma breve, la realidad es que ese momento se ha convertido en un momento de gran alboroto y movimiento. En primer lugar porque muchos celebrantes, de manera impropia y no deseada,  descienden del altar y se dirigen a la nave para abrazar y besar al mayor número posible de  fieles. Por consiguiente e imitándoles, los fieles se trasladan por toda la iglesia haciendo lo mismo. ¿El resultado? Un trastorno tal que hasta el Papa Benedicto XVI, consciente de que desaparece el silencio y el recogimiento  auspiciados antes de la comunión, y no queriendo prescindir del gesto, tiene en mente trasladarlo a antes del ofertorio. ¡Quizá no fue una idea tan genial su reintroducción para todos los fieles con ese espíritu!

La oración por la paz que precede a la ceremonia en el Misal Romano del 62 es una típica apología.

Domine Jesu Christe, qui dixisti Apostolis tuis: pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis: ne respicias peccata mea, sed fidem Ecclesiae tuae; eamque secundum voluntatem tuam pacificare et coadunare digneris. Qui vivis et regnas Deus, per omnia saecula saeculorum. Amen.

Apología que, ahora reconvertida en oración comunitaria (peccata nostra por peccata mea), también precede al signo de la paz en las tres ediciones típicas del Misal de Pablo VI:

Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles:  
«La paz os dejo, mi paz os doy».  
No tengas en cuenta nuestros pecados,  
sino la fe de tu Iglesia,  
y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

Esta apología nació en el siglo XI en sustitución de otra nacida en el siglo IX con el siguiente texto: “Recibid el vínculo de la paz y caridad, para que seáis dignos de los sacrosantos misterios”. A lo que todos debían decir juntos: “La paz de Cristo y de su Iglesia abunde en nuestros corazones”

La actual oración, en cambio, considera la paz como una gracia que nos viene de Cristo y ruega a Dios nos conceda paz y unión fraterna para la Iglesia toda.


Capítulo 32: Fracción, conmixtión y “Pax Domini” (11/07/2009)

Según el rito codificado por San Pío V y presente aún en el Misal Romano hasta la edición de 1962, cuando el celebrante pronuncia el “Per eundem Dominum” toma la forma y la divide encima del cáliz en tres partículas. Dos de ellas las coloca sobre la patena y con la tercera traza tres cruces sobre el cáliz diciendo en voz alta: “Pax Domini sit semper vobiscum”. A continuación la deja caer en el cáliz con las palabras “Haec commixtio” (que esta mezcla y consagración del cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo nos sirva, al recibirla, para la vida eterna. Amén)

Tenemos pues tres acciones distintas: la fracción, la consignatio (tres cruces) y la conmixtión. La fracción y la conmixtión se recitan en silencio. Pero no así la “consignatio” que se recita en voz alta. Siguiendo como sigue muy poco después el ósculo de la paz, se puede imponer la sospecha de que las palabras “Pax Domini” estuvieron relacionadas originariamente con la ceremonia del beso de la paz. Tesis que estaría confirmada por el testimonio de San Agustín que atestigua come respuesta el “Et cum spiritu tuo”. (Serm. 227 PL 38; Enarr. in salm. 124,10  PL 37). 

Sin embargo, al hablar de la primera conmixtión (capítulo 30) mencioné el “fermentum”, que en las misas no papales substituía al “sancta”. Se trataba de una partícula que el papa, o en sus respectivas sedes, los obispos enviaban los domingos a los sacerdotes de su ciudad episcopal que no podían asistir a la misa del obispo por atender a la cura de almas en sus parroquias. Los portadores del fermentum eran los acólitos.

Hasta el siglo VIII se mantuvo con todo rigor el principio de la única eucaristía los domingos: es decir, toda la comunidad cristiana debía reunirse alrededor de su pastor en el día del Señor. Pero cuando se trataba de una ciudad grande que hacía imposible la asistencia de todos los fieles a a una misma misa, se permitían varias; pero para no abandonar el principio de una eucaristía única, el obispo mandaba antes de su misa una partícula a los sacerdotes a quienes aquel domingo daba permiso para celebrar. Esta partícula la echaban al sanguis inmediatamente después del embolismo trazando sobre ellas tres cruces sobre el cáliz diciendo el “Pax Domini”. Lo mismo se hacía cuando celebraba un obispo el culto estacional de Roma en vez del Papa.  Representaba pues, el “Pax Domini”, la unidad del sacrificio y el carácter de la eucaristía como vínculo de caridad y unión. Así pues el “Pax Domini” no fue tanto una invitación al ósculo de la paz sino una bendición para la conmixtión, con un deseo de unidad y paz para toda la Iglesia.

La fracción en el Rito CoptoLa supresión de la consignatio en la reforma del 69 y el traslado del “Pax  Domini” como saludo al pueblo antes de invitarle al ósculo de  la paz han hecho olvidar su genuino significado. El traslado de la apología (Domine Jesu Christe, qui dixisti Apostolis tuis…Señor Jesucristo que dijiste a los Apóstoles la paz os dejo, mi paz os doy..) justo después del embolismo y su actual aclamación cristológica, elevando sustancialmente esta oración de rango, resulta cuanto menos paradójica. No resulta extraño que el cardenal de Malinas-Bruselas, Cardenal Godfried Danneels en la ponencia conclusiva del Congreso Internacional de Liturgia de Barcelona el 5 de septiembre, propugnara la abolición de todas las apologías que aún quedaron en el Misal Romano tras la reforma de 1969 o que muchos sacerdotes, omitiendo el embolismo y la apología “Señor Jesucristo” pasen directamente desde el Padrenuestro al “Pax Domini” como invitación al rito de la paz.

La modificación de la fórmula “Fiat commixtio”: introducción del pan ázimo y supresión de la comunión del pueblo.

Al preparar la reforma del misal en el concilio tridentino se manifestaron reparos teológicos a la fórmula  existente para la conmixtión: “Fiat commixtio et consecratio corporis de sanguinis D.N.I.Ch, accipientibus nobis in vitam aeternam. Amen” (Que se haga conmixtion y consagración de la sangre con el cuerpo  de N.S.J.C…) 

Se referían estos reparos a la palabra “consecratio” y la posición del verbo (fiat) en la frase. Se suponía que todos entendían que no se trataba de una nueva consagración, pero por una parte parecía que el cuerpo y la sangre de Cristo no se unían sino en esta conmixtión, o sea que Cristo no existía antes entero en cada una de las especies. Así lo interpretaban los utraquistas, partido moderado de los herejes checos del siglo XVI, los husitas, que en el fondo pedían la comunión “in utraque specie” como manera de abolir el privilegio reservado al clero de comulgar con las dos especies.

Por otra parte, por consideración a la antigüedad de la fórmula, no querían cambiarla del todo. Y así, se contentaron con un compromiso, poniendo el “fiat” después del sujeto de la frase, con lo cual se modificó notablemente su sentido. Ya no es “hágase” sino “nos sirva”.

Pero,¿que era la “consecratio”? No la transustanciación, sino la preparación del cáliz para la comunión del pueblo. Consistía en echar algunas gotas del sanguis en un cáliz que contenía vino, pues la comunión del pueblo no se usaba el sanguis, sino vino mezclado con sanguis y la partícula que el Papa había puesto en el sanguis en la segunda conmixtión. 

Para tal fin, el diácono mediante un colador en forma de cuchara, sacaba antes esta partícula del cáliz del Papa. La consecratio pues tenía lugar en este momento. La razón de tal modo de proceder sería la preocupación por conservar el principio de consagrar en cada sacrificio eucarístico un solo cáliz como símbolo de unidad del sacrificio. Además, no podemos desconocer que de este modo se les hacía más fácil transigir con el peligro de profanación al derramar algo del contenido del cáliz.

En el siglo IX se introdujo el uso del pan ázimo y aunque al principio seguían consagrando “panales” enteros (panes con las celdas marcadas, que luego partían) no tardaron en caer en la cuenta de que era más práctico preparar de antemano las partículas. Por lo demás, con la poca frecuencia de la comunión del pueblo, aún sin estos cambios, el rito de la fracción general había ido perdiendo gran parte de importancia y solemnidad. La fracción se hacía únicamente con la forma del celebrante que se dividía en tres partes mediante una doble fracción. De la primera fracción se hacía una partícula que ya no se conservaba para la próxima misa sino que se echaba en el cáliz. El resto de la forma se dividía aún en dos partes, una para la comunión del celebrante y otra para  el viático de los enfermos.

Suprimida pues, la comunión del pueblo con la “consecratio” (mezcla) de vino, sanguis y partícula, la fórmula pasó a la conmixtión del corpus y el sanguis después de la primera fracción, la inmediatamente posterior al embolismo. Con el tiempo además, terminó indicando la terminación y perfección del sacramento al unirse ambas partes del mismo, expresando así la unidad de Cristo y su sacrificio. 


Capítulo 31: El "Pater Noster" (4/07/2009)

De unas palabras de Optado de Milevi contra los donatistas podemos sacar que con mucha probabilidad el “Pater noster” se decía como preparación para la comunión al principio del siglo IV. Lo da como costumbre general para toda la Iglesia, San Agustín, y de él hablan como cosa corriente San Jerónimo y San Ambrosio. Parece que este último se refiere a la liturgia romana. En cambio, en España, por documentos de época bastante posterior, se advierten algunas vacilaciones sobre el aceptarlo definitivamente en el culto. Cuando San Agustín admite excepciones, como se ve en la Epístola 149, l6 (PL 33, 637) y en los Sermones 17, 110 y 227, probablemente se está refiriendo a España.

Verdad es que el Leoniano omite el Paternóster; pero como contiene el embolismo, la omisión no quiere decir que no se rezaba, sino que, por lo conocido que era su texto, ni se detenía a mencionarlo en el Sacramentario. 

La intervención de San Gregorio Magno 

Hasta la época de San Gregorio se vino rezando el Paternóster, como en todas las liturgias orientales a excepción de la bizantina, entre la fracción y la conmixtión, una vez retirados del altar los panes consagrados. En una carta al obispo Juan de Siracusa escribe S. Gregorio que no le parecía bien que, habiendo consagrado los Apóstoles el pan y el vino únicamente con la “oración de oblación” (canon primitivo sin las oraciones intercesoras) “nosotros, que decimos además otra oración sobre las ofrendas, no recemos también la oración que el mismo Señor nos enseñó”. Esto nos indica que  en la mente de San Gregorio estaba el deseo de que el Padrenuestro se añadiera al canon a modo de epílogo, Por esto lo unió con el canon, trasladando el ósculo de la paz con el “Pax Domini” detrás del Padrenuestro con su embolismo. Por otra parte, la oración dominical quedaba separada del canon por la doxología final y las palabras introductorias del Pater noster. No va desviada la hipótesis de que las palabras “praeceptis salutaribus moniti” de la invitación al Padre nuestro tengan que ser entendidas no tanto como “preceptos saludables” sino como “praeceptis salvatoris moniti” es decir “preceptos del Salvador”.

El “audemus dicere”(nos atrevemos a decir) suena a paralelismo con las liturgias orientales y se habla de atrevimiento respetuoso por llamar en esta oración a Dios “Padre nuestro”. Los Santos Padres hablan con frecuencia de este sentido cuando tratan del Padrenuestro. Esta fórmula introductoria, da al Pater noster el aire de una pieza bastante independiente.

Cuando San Gregorio creía que el Pater noster era verdaderamente un epílogo del canon, podía fundamentar su convicción en criterios internos de la oración dominical. Efectivamente, por la frase “santificado sea tu nombre” volvemos de nuevo al tema del prefacio y del Sanctus. El “venga a nosotros tu reino” es un compendio del “Quam oblationem”, y con el “hágase tu voluntad” nos entregamos a Dios como víctima juntamente con Cristo. Sin duda, rezado con este espíritu, el Pater noster es una síntesis sabrosa del canon.

Aunque sobretodo y más que ninguna otra cosa, la oración dominical es preparación a la comunión. Como tal la acreditan ante todo las dos peticiones del pan y el perdón de los pecados. Así lo entendieron sobre todo los Padres latinos, empezando por Tertuliano. Interpretan la petición de la eucaristía y nos hablan del “pan sobresubstancial” en vez del “pan de cada día”. No son pocos los Padres griegos que siguen la misma interpretación. Por cierto, que ni hacía falta en los primeros siglos cambiar el sentido literal de la petición del pan. La eucaristía era entonces el pan de cada día que se tomaba en casa antes de cualquier otro alimento. Cuando San Ambrosio explica esta petición exhorta a la comunión diaria. (De Sacramentis V, 4 ).

San Agustín llama la atención todavía sobre otra petición, la del perdón de los pecados: “al rezar en la oración aquella petición: Perdónanos nuestra deudas, queda borrado todo lo que hemos faltado, con el fin de que podamos acercarnos con conciencia tranquila y no comamos ni bebemaos para nuestra perdición lo que vamos a recibir”. Pronto se relacionó esta petición con el ósculo de la paz que expresa el mutuo perdón que nos exige Cristo como condición previa de su perdón, prometido como premio. 

El embolismo

El perdón de los pecados es también el tema más antiguo de la “añadidura” (embolismo quiere decir aquí añadidura) y esto a pesar de que se une con la última petición. En efecto, el embolismo que encontramos en el Leoniano, dice: “Líbranos, Señor, de todo mal y concédenos propicio que así como nosotros pedimos perdón, perdonemos también nosotros a nuestros prójimos”.

Más tarde, y bajo la amenaza constante de las invasiones bárbaras, se pide en el embolismo principalmente por la paz, para que “ayudados por el auxilio de tu misericordia, seamos siempre libres de pecados y seguros de toda perturbación”. Es decir, que aún en esa nueva redacción, que es la que perdura en el Misal Romano hasta la edición de 1962, como en la del Novus Ordo Missae de Pablo VI de 1969 , después de rogar por la paz, se vuelve al tema primitivo: la libertad de la esclavitud del pecado.  

Misal Romano ed. 1962 

Libera nos, quaesumus Domine, ab omnibus malis praeteritis, praesentibus, et futuris: et intercedente beata et gloriosa semper Virgine Dei Genitrice Maria, cum beatis Apostolis tuis Petro at Paulo, atque Andrea, et omnibus sanctis, da propitius pacem in diebus nostris: ut ope misericordiae tuae adjuti, et a peccato simus semper liberi, et ab omni perturbatione securi. Per eumdem Dominum nostrum Jesum Christum Filium tuum. Qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti Deus. Per omnia saecula saeculorum.

 Líbranos, si, Señor, de todos los males pasados, presentes y futuros; y por la intercesión de la gloriosa siempre Virgen Maria, Madre de Dios, y de tus bienaventurados Apóstoles San Pedro, San Pablo y San Andrés, y todos los demás Santos danos bondadosamente la paz en nuestros días; a fin de que, asistidos con el auxilio de Tu misericordia, estemos siempre libres de pecado y al abrigo de cualquier perturbación. Por el mismo Jesucristo, Señor nuestro e Hijo tuyo, que, Dios como es, contigo vive y reina en unidad del Espiritu Santo. Por los siglos de los

 

Misal Romano 1969 (Novus Ordo Missae)

Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo. 

Invocación de los Santos.

Es notable la confianza que pone la Iglesia en sus santos, sobre todo en la Santísima Virgen y los Apóstoles Pedro y Pablo, protectores de la Ciudad de Roma, al invocarlos una vez más en la Misa. Pero lo que llama más la atención es la inclusión de San Andrés. Como hermano de San Pedro, y principalmente como el primero entre los Apóstoles que fue llamado por Cristo, tenía títulos especiales, indudablemente, entre los demás Apóstoles. ¿Será esta la causa de incluir su nombre en el embolismo, o se cruzaron motivos más humanos? No olvidemos la rivalidad histórica que había entre Bizancio y Roma. Al no poder reivindicar Bizancio para sí a los Príncipes de los Apóstoles, dio culto especial al que les estaba más próximo en jerarquía: el apóstol mártir en Patrás. Esto influyó para que se le tributara culto especial también en Roma como se había hecho con Santa Anastasia.

En la Edad Media se añadían en este sitio otros nombres de santos peculiares de cada región, y lo mismo en el Communicantes y el “Nobis quoque”. La oración termina con la fórmula de mediación, no sólo broche final del embolismo, sino aún del mismo Paster noster. Realmente es la oración en que por antonomasia nos dirigimos a Dios Padre por medio de Jesucristo. En la reforma litúrgica de 1969 fue suprimida la invocación a los santos, sin ninguna explicación histórico-litúrgica para hacerlo y la fórmula de mediación, añadiendo una aclamación cristológica del pueblo tras el embolismo:

R/. Quia tuum est regnum, et potéstas, et glória in sæcula.

R/. Perquè  són vostres per sempre, el regne, el poder i la glòria.

R/. Tuyo es el reino, el poder y la gloria por siempre Señor.  


Capítulo 30: Síntesis de la evolución histórica de la comunión (27/06/2009)

En el periodo histórico en el que la celebración eucarística se separa del banquete y se considera acción de gracias (eucharistia), la comunión se convirtió sencillamente en el término y punto final de la celebración. Esto pudo durar unos doscientos años, hasta que la celebración eucarística fue ampliándose y revistiendo con diversas ceremonias fijas, origen de las liturgias primeras.

Antes de dar un resumen del desarrollo de la comunión en las liturgias romana y norteafricana, conviene trazar el esquema de las liturgias orientales, juntamente con la hispánica, que constituyen una fase de evolución más primitiva.

A la anáfora, sigue generalmente una conmemoración de los santos, sobre todo de la Virgen, y oraciones intercesoras que terminan en una letanía. El que en la liturgia bizantina se rece a continuación el padrenuestro, parece fruto de una evolución posterior. Generalmente se procede ahora a la fracción, precedida del aviso “Lo Santo para los santos”. En algunas liturgias sin embargo, se da antes, como conclusión de las súplicas y preparación para la comunión, la bendición al pueblo. Después de la fracción y la disposición de las partículas encima del diskos (gran patena) en forma de cruz u otro símbolo sagrado, se reza, menos en la bizantina, el padrenuestro como última preparación de la comunión. Sigue la conmixtión, a la que en la liturgia bizantina se añade la mezcla de agua caliente en el sanguis, y la comunión del clero. Luego se da la bendición, menos en aquellas liturgias que la habían anticipado. Entre ellas hay que contar la bizantina, que la hace seguir, con menos solemnidad, al rezo del padrenuestro. Después de la comunión del pueblo, si es que la hay, termina el acto de oraciones con acción de gracia y de súplica en forma de letanía. 

Siglos IV al VI: “Pater noster” y ósculo de la paz. 

Las primeras noticias que tenemos sobre las ceremonias y oraciones de la comunión se refieren al Padrenuestro como oración preparatoria y datan del siglo IV. Algo más tarde se empieza además a cantar un salmo durante la comunión de los fieles.

Hacia el año 416 leemos en la famosa carta del Papa Inocencio I al obispo de Gubbio que el ósculo de la paz no se debía dar al final de la oración común  de los fieles, sino al final del canon. Fue pues este Papa quien introdujo esta innovación. Su finalidad lejos de cambiar quedó mejor respetada: la de conclusión de la oración que precedía. En absoluto pertenecía todavía a la comunión, pero atendiendo al desarrollo histórico posterior, la podemos incluir en el cuadro que presenta la comunión en el siglo V: ósculo de paz al acabar el canon, retirada del altar de los panes consagrados, fracción, Padrenuestro y comunión.

En el siglo VI advertimos por primera vez que no todos los asistentes comulgan, y que por esto se les invita a que se retiran antes de la comunión del pueblo, Medida prudente y necesaria para que el celebrante, que entonces tenía que dar la comunión recorriendo la nave de la iglesia, lo hiciera con más comodidad. También hay noticias de aquel siglo de que las partículas de la fracción se ordenaban encima de la patena en forma de cruz. 

San Gregorio adelanta el “Pater noster”: culto estacional del siglo VII 

Otro paso de importancia histórica se dio cuando San Gregorio Magno, a ejemplo de los bizantinos, puso el Padrenuestro con su embolismo antes de retirar los panes del altar y proceder a la fracción. Con esto caía también el ósculo de la paz con la fórmula “Pax Domini sit semper vobiscum” (La paz del Señor esté siempre con vosotros)…detrás del embolismo (plegaria de liberación y sanación: Líbranos, Señor de todos los males...)

De aquella época poseemos la primera descripción completa de las ceremonias de la comunión del culto estacional.

Después de recitar, terminado el canon, el Padrenuestro con su embolismo, el papa invitaba con las palabras “Pax Domini” al clero y al pueblo a darse mutuamente el ósculo de la paz. Él no participaba de la ceremonia. Estaba en este momento con el “sancta”, fragmento consagrado en la misa anterior y que estaba presente durante toda la misa encima del altar, y que ahora dejaba caer en el cáliz para significar la continuidad del sacrificio. Esta constituía la primera conmixtión antes de la fracción de los panes inmediatamente siguiente. Hay que saber, cosa casi olvidada hoy en día, que cuando en las familias se amasaba el pan, normalmente una vez a la semana, debía introducirse un “fragmento” de masa fermentada de la semana anterior, llamado en castellano “recentadero” o en algunas comarcas andaluzas “recentadura” .

Parece ser que la ceremonia del “sancta” desapareció pronto manteniéndose la equivalente del “fermentum” que la sustituía cuando celebraba un obispo o presbítero siendo el fragmento una partícula de la misa celebrada anteriormente por el Papa, siendo esta signo de unidad. Con esta ceremonia se tenía por terminada la misa para los que no comulgaban. Se leían los avisos y el pueblo se iba retirando. Mientras tanto empezaba la fracción, partiendo del lado derecho de uno de los panes de su oblación un trocito, que permanecía sobre el altar y que estaba destinado a servir en la próxima misa de “sancta” o de “fermentum” según quien celebrase si papa u obispo o presbítero. El papa abandonaba el altar y en seguida se quitaban todos los panes consagrados para su fracción, fracción en la que intervenía todo el clero ayudando al papa. Éste estaba sentado en su cátedra y partía allí los panes de su oblación, depositados encima de la patena (segunda fracción). Difícilmente esta ceremonia podía hacerse en el altar por lo pequeño que este solía ser, poco más de un metro cuadrado, y el gran número de clero que intervenía.

Terminada la fracción, comulgaba el papa con uno de los trocitos. No lo sumía entero, sino que echaba un poco en el cáliz (tercera fracción y segunda conmixtión) diciendo “Fiat commixtio et consecratio” (actualmente Haec commixtio et consecratio…)

Haec commixtio et consecratio Corporis et Sanguinis Domini nostri Jesu Christi fiat accipientibus nobis in vitam aeternam. Amen.   Que esta mezcla de los elementos consagrados del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo, nos aproveche a quienes la recibimos, para la vida eterna. Así sea  

A continuación seguía la comunión del clero y del pueblo mientras cantaba la schola. 

Siglos VII-VIII: El “Agnus Dei”. 

Hacia fines del siglo VII se introduce en Roma el canto del Agnus Dei, importado del Oriente (Siria) por los clérigos huidos de la invasión árabe.

Esta era la forma romana de la comunión que conocieron los francos. Pero a pesar del respeto con que recibieron los nuevos ritos, pronto los sometieron a una profunda transformación. Amalario presenta la comunión del modo siguiente:

“Después del Paternóster y el embolismo se procede a la fracción de la forma en tres partículas: la primera sirve para la conmixtión, con la segunda comulga el celebrante y la tercera se reserva para los enfermos (viático). La comunión del pueblo no se tiene en cuenta. A continuación el celebrante hace con la partícula de la conmixtión una cruz sobre el cáliz diciendo “Fiat commixtio” y la echa en el cáliz. El “Pax Domini” como invitación para la ceremonia del ósculo de la paz, se pone detrás de la comunión. La razón de este cambio es la interpretación alegórica del ósculo de la paz, como expresión del saludo del Resucitado que debe venir después de la conmixtión, que simboliza la resurrección de Cristo. Pues en la conmixtión se une la sangre, símbolo de vida, con el cuerpo. (Amalario, De eccl. officiis III, 31- PL 105,1151 ss.)

Por convincente que fuera esta nueva interpretación de las ceremonias, no consiguió impedir que el “Pax Domini” volviera a su puesto tradicional antes de la conmixtión, que le asignaba el primer Ordo Romanus. En cambio, el símbolismo del ósculo de la paz como saludo del Resucitado penetró tan hondo que se impuso. Consecuencia de ello fue que la fórmula “Pax Domini” quedara desligada de la ceremonia de la paz: la fórmula permaneció en su sitio pero la ceremonia del darse la paz pasó a después de la conmixtión. El “Pax Domini”, al principio con vacilación y después decididamente se consideró como fórmula de bendición que se unió durante varios siglos con la solemne bendición pontifical que procedente de la antigua liturgia galicana, se dio en este momento de la misa romana. Bendición muy parecida a las triples invocaciones con su respectivo Amén que han sido introducidas en el Novus Ordo del 69.  

Siglos IX-XIII: las oraciones privadas

Es la época en que por todas partes surgen las oraciones privadas para uso particular del celebrante y de los fieles. El famoso sacramentario de Amiens trae en el siglo IX la oración “Quod ore sumpsimus” para después de la comunión. En el siglo siguiente aparecen el “Corpus tuum Domine” y el “Perceptio” antes de la comunión del sacerdote, mezcladas todas ellas con más oraciones de procedencia galicana.

 

Quod ore sumpsimus Domine, pura mente capiamus: et de munere temporali fiat nobis remedium sempiternum. 
 
Corpus tuum, Domine, quod sumpsi, et Sanguis, quem potavi, adhaereat visceribus meis: et praesta, ut in me non remaneat scelerum macula, quem pura et sancta refecerunt sacramenta. Qui vivis et regnas in saecula saeculorum. Amen.
Lo que hemos recibido, oh Señor, con la boca, acojamoslo con alma pura; y este don temporal se convierta para nosotros en remedio sempiterno.   

Tu Cuerpo Señor, que he comido, y tu sangre que he bebido, se adhieran a mis entranas; y haz que ni mancha de pecado quede ya en mi, después de haber sido alimentado con un tan santo y tan puro Sacramento: Tu que vives y reinas por los siglos de los siglos. Así sea.

Perceptio Corporis tui, Domine Jesu Christe, quod ego indignus sumere praesumo, non mihi proveniat in judicium et condemnationem : sed pro tua pietate prosit mihi ad tutamentum mentis et corporis, et ad medelam percipiendam. Qui vivis et regnas cum Deo Patre in unitate Spiritus Sancti Deus, per omnia saecula saeculorum. Amen.  

La comunión de tu Cuerpo, Señor Jesucristo, que yo indigno me atrevo a recibir ahora, no se me convierta en motivo de juicio y condenación; sino que, por tu misericordia, me sirva de protección  para  alma y para cuerpo y de medicina saludable. Tú, que siendo Dios, vives y reinas con Dios Padre en unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Así sea

Entre loa conmixtión y el ósculo de la paz se mete una oración por la paz, con lo cual el ósculo se distancia aún más del “Pax Domini”. Hacia el siglo XIII la comunión presenta el siguiente esquema:

  1. Padrenuestro con su embolismo y, coincidiendo con su fórmula final, la doble fracción para obtener las tres partículas.
  2. Luego, la primera conmixtión y, en las misas pontificales, la solemne bendición con su final, el Pax Domini y las cruces
  3. Canto del Agnus Dei y conmixtión a las palabras “Fiat commixtio”
  4. Oración privada por la paz
  5. Ceremonia del ósculo, en la que ahora interviene el celebrante, como representante de Cristo de quien nos viene la paz
  6. Oraciones privadas para la comunión
  7. Comunión del celebrante.

A este ceremonial que se aproxima tanto al nuestro, se le añade en el siglo XI el rezo por el celebrante del Agnus Dei, el “Panem Caelestem” y el “Domine non sum dignus”

Panem coelestem accipiam et nomen Domini invocabo. Recibiré el Pan celestial, e invocare el Nombre del Señor.
 
Domine, non sum dignus ut intres sub tectum meum: sed tantum dic verbo, et sanabitur anima mea   Señor, yo no soy digno de que entres en mi pobre morada, mas di una sola palabra y mi alma será salva.

En el siglo XII aparece la cruz que se traza con la patena durante el embolismo y la que hace el celebrante con la forma antes de tomar la comunión.

Como se ve, en evolución continua, que no siempre siguió una línea ascendente ni fue uniforme en toda  la Iglesia latina, la configuración del ceremonial es parecida a la nuestra actual.

Esto no excluye que en algunas regiones y Órdenes se conservaran ritos antiguos o especiales hasta que la reforma de San Pío V se impuso.


Capítulo 29: Las Doxologías Finales El "Per quem haec omnia" y el "Per ipsum et cum ipso" (20/06/2009)

Las dos fórmulas que siguen como conclusión del canon no son oraciones propiamente dichas, son doxologías finales. Algo soterrado va este carácter en la primera fórmula “Per quem haec omnia” por ser ella una a modo de bendición particular de productos de la naturaleza que tenía lugar aquí.

Ya en  San Hipólito, después de la anáfora, encontramos una referencia sobre las bendiciones de productos de la naturaleza: “Cuando alguien trae aceite, queso o aceitunas, récese sobre estas cosas una acción de gracias semejante (al canon)”. En estas palabras se refleja con toda claridad la idea primitiva de que todas las bendiciones son copia de la bendición por antonomasia que es la oración eucarística: todas ellas participan en algún grado de aquella consagradora.

Todas las antiguas fórmulas de bendición de frutos terminaban con el actual “Per quem haec omnia” (…Por quien sigues creando todos los bienes, los santificas, los llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros.) que es lo único que de ellas ha pasado al canon romano.

En el primitivo canon romano, tal como la reforma litúrgica de 1969 ha querido resaltar, esta doxología empezaba con el nombre de Cristo (Per Christum Dominum nostrum, per quem haec omnia…). En el Misal de San Pío V y hasta  la edición del Misal Romano de 1962 es continuación del “Per Christum Dominum nostrum. Amen” de la oración anterior, con la cual enlaza.

Las palabras “haec omnia” se refieren únicamente a los dones eucarísticos. En ellos están representados los dones de la naturaleza, pero como ya no se bendicen aquí, la frase se ha convertido en doxología de Cristo, extensiva a las Tres Personas trinitarias. Y porque todas las cosas han sido hechas en Cristo, por Cristo y para Cristo, Dios las ha hecho buenas. Esta es otra afirmación antimaniquea de las que registra el canon, pero que no pierde actualidad y puede despertar en nuestro diario vivir el sano optimismo cristiano. Por Cristo, Dios ha creado y santificado todas las cosas. Con la Encarnación de Cristo el mundo quedó ungido y santificado; unción y santificación que ahora continúa a través de los sacramentos y sacramentales, empapados todos ellos más o menos directamente en la eficacia santificadora del sacramento por excelencia, el cuerpo de Cristo.

Las expresiones “vivificas” y “benedicis” no hacen sino reforzar el “sanctificas”. A estas palabras el celebrante traza tres cruces sobre las materias sacrificiales: no es que con ellas pretendamos santificar lo que es fuente de toda santificación. Tampoco son realmente signo para señalar los dones, pues no van acompañados de sustantivos indicadores de los dones, son verbos que dicen santificación y bendición. La cruces aquí, son expresión plástica de las palabras que pronunciamos. Son una afirmación de que Cristo santifica y bendice “en y por estas ofrendas” a todos los dones que nos sirven de sustento. Se trata pues, de una sencilla afirmación, subrayada por ademanes expresivos.

La fórmula termina con el “et praestas nobis”. Es la confesión, en forma de doxología, de que todas las gracias nos vienen de Cristo, abriéndose con esto la puerta a la gran doxología final “Per ipsum et cum ipso”.

En esta fórmula final del canon “Por Él (Cristo), con él y en él…” se juntan dos elementos oracionales antiquísimos: la doxología y la fórmula de mediador. Esta combinación de alabanza (o sea doxología) con la fórmula de mediación es exclusiva del canon, como prerrogativa de la suprema oración eucarística.

La fórmula actual es la misma que en los documentos más antiguos y difiere poco de la doxología final de la anáfora de San Hipólito. Alabar por mediación de Cristo significa también obrar juntamente con Cristo e incluso en Cristo, existiendo Él en nosotros por la gracia del Espíritu Santo y nosotros en Él por su Cuerpo Místico. El verbo no va en subjuntivo como expresión de un deseo, sino en indicativo, como afirmación de una realidad: cada vez que la Iglesia se reúne en el santo sacrificio se da honra y gloria a Dios Padre, por medio de Cristo. Pero mientras en San Hipólito la gloria se da al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo por medio de Cristo, en cuanto hombre, en el canon actual toda nuestra alabanza va dirigida sólo a Dios Padre (Deo Patri Omnipotente), como cabeza de la Santísima Trinidad. Las otras Personas divinas aparecen participando activamente en esta alabanza: en unión del Espíritu Santo se da por Cristo la honra y gloria a Dios Padre.

La doxología de San Hipólito, en vez de “in unitate Spiritus Sancti” se pone “in sancta Ecclesia tua”. La unión del Espíritu Santo se hace por lo tanto, en la misma Iglesia. Si Cristo es el Sumo Sacerdote de esta comunidad que por Él da gloria a Dios Padre, el Espíritu Santo es su vínculo de unión, el alma de la Iglesia. 

Evolución histórica de los gestos que acompañan el rito actual. 

En el culto estacional, el archidiácono después de incorporarse de la inclinación en la que había estado hasta las palabras “per quem haec omnia”, al oir el “Per ipsum et cum ipso” tomaba el cáliz por las asas con un pañito, y lo mantenía en alto al mismo tiempo que el Papa levantaba hasta el borde del cáliz las especies de pan, es decir los dones consagrados, Mientras pronunciaba lo demás de la doxología tocaba con ellos el cáliz.

En el siglo IX, es decir, cuando la liturgia romana se trasplanta al Imperio de los francos, empezaron a trazar con la forma unas cruces al “Per Ipsum”. En Amalario (Patrologia Latina 105, 1144 D) no son más que dos y se trazan no sobre, sino al lado del cáliz. Su razón de ser es puramente simbólica. Algo más tarde se añade una tercera cruz. En el siglo XI vemos aparecer la cuarta al “Deo Patri” y no mucho después la quinta al “in unitate Spiritus Sancti”. Existía sin embargo mucha libertad y variedad en los misales.

Parece ser que las tres primeras coincidieron al principio con la elevación de las especies y tenían por fin reforzar la misma ceremonia de mostrar al pueblo las especies, como para subrayar que allí estaba Cristo: con las cruces se enfatizaba la palabra “ipse” (ipsum,ipso).

Las otras dos cruces obedecían a razones simbólicas. Motivó su introducción la antigua rubrica que mandaba al pontífice tocar con la forma el cáliz por un lado, subrayando la identidad de ambas especies como él único cuerpo de Cristo.

Pero más tarde se complicó: empezaron a tocar el cáliz por cuatro puntos significando que el Crucificado quería atraer a Sí a los hombres de los cuatro puntos cardinales. En muchas regiones se mantuvieron sólo las tres primeras hasta el Misal de Pío V.

Más tarde y queriendo añadir el simbolismo de las llagas, se añadió una interpretación simbólica de las 5 cruces con las 5 llagas.

Otros añadieron una interpretación trinitario cristológica: la 1ª significaba la eternidad del Hijo junto al Padre; la 2ª, la igualdad; la 3ª, la consustancialidad; la 4ª, su existencia antes de la creación del mundo y la 5ª, la unidad de las Tres Personas. Pero estas interpretaciones no fueron las únicas…

Con la multiplicación de tantas cruces y tantas interpretaciones quedó como disimulado y enterrado el primitivo rito de la elevación, aunque no desapareció por completo.

Al contrario, deseosos de complacer las ansias de los fieles que querían contemplar la forma, llegaron en algunas regiones a introducir una segunda elevación en este momento.

Pare la historia de la evolución de este gesto ritual fue de importancia el que, en las misas rezadas, en las que no había diácono que elevase el cáliz, se dejase la elevación hasta después de terminar las cruces. Más tarde la intervención del diácono se redujo a sostener el brazo del celebrante durante la elevación o a tocar el pie del cáliz.

En el siglo XI apareció la rúbrica de dejar la elevación hasta el “Per omnia saecula saeculorum” y predominó durante toda la Edad Media hasta su supresión por san Pío V que prescribió la elevación a las palabras “omnis honor et gloria” expresando así con más exactitud el sentido de la ceremonia. Pero como había que colocar el cáliz sobre el altar y hacer una genuflexión entre la doxología y el “Per omnia saecula saeculorum”, este final queda separado de lo anterior. Además en las misas cantadas el canto lo enlaza con el principio del Pater noster.

Con la intención de unir más cerca el “Per omnia saecula saeculorum” con el texto de la doxología a la que pertenece, la reforma del 69 eliminó la genuflexión, que bien podría haberse trasladado al terminar la doxología en vez de suprimirse como el benedictino P. Álamo lo sugería ya en 1945 en su obra “La aclamación Amén la Biblia y en la Liturgia” (Apostolado Sacerdotal- Barcelona 1945)

También el Novus Ordo suprimió todas las cruces en un intento de subrayar el primitivo rito de la elevación de los dones con su doxología, simplificando con una sencilla elevación de los dones, que a veces se enfatiza muchísimo más., especialmente en las concelebraciones

Cómo ya afirmé, en el nuevo gesto de separación física de los dos dones y no de elevación de los dones superpuestos como en la antigüedad, encontramos algo de aquel gesto bizantinizante de extender los brazos en cruz en el ofertorio.

El Amén final 

Terminada la solemne oración eucarística, se dio al pueblo, aun el la liturgia romana, ocasión de manifestar su intervención con un Amén solemne. Este Amén figura entre las prerrogativas de los cristianos que enumera Dionisio de Alejandría (mártir en 267). San Justino lo menciona en su Apología, señal de la importancia que se le daba. San Jerónimo escribió en una ocasión que ese Amén del pueblo resonaba en las basílicas romanas como un trueno del cielo, y San Agustín afirma que pronunciarlo equivale a estampar la firma debajo de un escrito. Un eco lejano de este Amen, una vez llegado el silencio del canon, se conservó en la rúbrica que manda levantar el celebrante la voz a las últimas palabras “Per omnia saecula saeculorum”, para que el pueblo pueda oír y los ayudantes, en nombre de todo el pueblo, responder “Amén”.

En la reforma litúrgica del 69 se ha puesto de relieve la importancia de este Amén, rezado o cantado solemnemente por todo el pueblo, recuperando la antiquísima tradición romana. Ya en la 2ª edición típica del Misal de Pablo VI existe la posibilidad de un énfasis aún mayor, con un triple Amén a tenor de las tres partes de la doxología: 

V/ Por Cristo, con Él y en Él

R/ Amén

V/ A Ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo

R/ Amén

V/ Todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos

R/ Amén 


Santo Tomás de Aquino y la Fiesta de Corpus (13/06/2009)

De todos nuestros asiduos lectores debe ser bien conocido el origen de la festividad de Corpus Christi que en esta semana después de la Santísima Trinidad (jueves propiamente o trasladada al domingo) la Iglesia celebra.

Ya en la anterior serie litúrgica “El fiador: historia de un colapso” tuve la oportunidad de explicar, como en medio del apogeo litúrgico del siglo XIII, el siglo de oro por antonomasia de la liturgia romana, brillaba con especial resplandor la festividad de Corpus Christi.

Vuelvo a transcribirlo, para aquellos que lo desconozcan o lo hayan olvidado: 

“El oficio de Corpus Christi

El siglo XIII fue escenario de un acontecimiento litúrgico de una magnitud irrepetible: la institución de la fiesta de Corpus Christi. Ninguna de las fiestas universales establecidas por la Iglesia en siglos posteriores fue instaurada con las características con que Roma lo quiso para la fiesta del Santísimo Sacramento: una fiesta en jueves, de precepto y con octava. Podemos afirmar que fue con esta solemnidad y en este siglo, que el año cristiano recibió su complemento al menos en cuanto se refiere a las grandes líneas del calendario.

Esta festividad, tan estimada por toda la catolicidad, fue establecida para ser un solemne testimonio de la fe de la Iglesia en el augusto misterio de la Eucaristía.

La herejía de Berengario de Tours, desde el siglo XI, había hecho necesario una especie de “resarcimiento litúrgico” a favor de la fe en la presencia real: el rito de la elevación de la hostia y el cáliz, para ser adorados por el pueblo, inmediatamente después de la consagración. Este signo litúrgico arraigó rápidamente y tuvo una gran difusión.

En el siglo XIII, se elaboran nuevos ataques contra este dogma capital de una religión fundada en el misterio del Verbo encarnado para unirse a la naturaleza humana. Aparecían los precursores de los “sacramentarios”, nombre dado en el siglo XVI a todos aquellos reformados que en el Sacramento de la Eucaristía solo veían un “símbolo sin realidad”.

Los valdenses y los cátaros albigenses prepararían el camino a Wicleff y a Juan Huss, todos ellos precursores de Lutero y Calvino.

Era pues tiempo de que la Iglesia hiciera resonar su voz: la fiesta de Corpus Christi fue decretada por el Papa Urbano IV en 1264. Y no únicamente una fiesta de primer orden fue añadida a las fiestas instituidas por los Apóstoles, sino una procesión espléndida, en la cual debe llevarse el Cuerpo del Señor con todo fasto y pompa. Esta procesión no tardaría en igualar y en cierta manera superar a la procesión del Domingo de Ramos y a la de Rogativas.

Para celebrar un tan grande misterio era necesario componer un nuevo Oficio que respondiese al entusiasmo de la Iglesia y a la grandeza del tema. La Liturgia no decepcionó en nada las esperanzas que el pueblo cristiano había depositado en la Iglesia.

Aquello que llama la atención en este Oficio (tanto en la Misa “Cibavit eos” como en el Breviario) compuesto por Santo Tomás de Aquino es la forma majestuosamente escolástica que presenta. Cada uno de los responsorios de Maitines está compuesto de dos sentencias, sacadas uno del Antiguo y otra del Nuevo Testamento, como si ambas Alianzas diesen testimonio de una misma fe, preanunciada y realizada. Esta idea grandiosa es una novedad con respecto a las composiciones de San Gregorio y de los otros autores litúrgicos de la Antigua Liturgia.

Todo el genio metódico del siglo XIII aparece en la prosa “Lauda Sion”, obra asombrosa de Santo Tomás. Es aquí que la grandísima altura de la escolástica, filosofía no desencarnada y troncada como las filosofías modernas, sino completa y totalizante como ninguna, ha sabido adaptarse sin dificultad al ritmo y a las cadencias de la lengua latina. Nunca jamás se pudo conseguir una exposición teológicamente tan fiel y precisa de un dogma aparentemente tan abstracto, convirtiéndolo en cercano, dulce y fuente de alimento espiritual para los corazones de los fieles. ¡Qué majestad en el inicio de este poema sublime! ¡Qué manera más delicada de exponer la fe de la Iglesia! ¡Con qué gracia y naturalidad son recordadas, al final, las figuras de la Antigua Ley que anunciaban el Pan Angélico, el Cordero Pascual y el Maná!

De esta manera se verifica la tesis que anteriormente había establecido: que todo sentimiento de orden doctrinal se resuelve siempre en armonía. En santo Tomás de Aquino, el más perfecto de los escolásticos del siglo XIII, encontramos el poeta más sublime.” 

Para concluir en el día de hoy, permitidme también transcribiros lo que el gran Chesterton en su obra “Santo Tomás de Aquino” escribió sobre este particular: 

      “…toda santidad es secreto, y la poesía sacra (de Santo Tomás) fue realmente una secreción, como la perla de la ostra muy fuertemente cerrada. Tal vez escribió más de la que conocemos, pero una parte entró en uso público gracias a la particular circunstancia de que se le pidiera componer el oficio para la festividad de Corpus Christi, fiesta establecida a raíz de la controversia a la que había contribuido aquel pergamino que dejó sobre el altar. Lo cierto es que revela un lado de su genio totalmente distinto, y genio de verdad. Por regla general, fue un escritor de prosa eminentemente práctica; algunos dirían que un escritor de prosa muy prosaica. Polemizaba con la vista puesta en sólo dos cualidades, la claridad y la cortesía. Y las cuidaba por ser cualidades enteramente prácticas, que influían en las probabilidades de conversión. Pero el autor del oficio de Corpus Christi no era sólo lo que hasta los más zopencos llamarían un poeta; era lo que los más exigentes llamarían un artista. Su doble función más bien recuerda la gran actividad de un gran artífice renacentista, como Miguel Angel o un Leonardo da Vinci, que trabajaba en la muralla exterior, planificando y construyendo las fortificaciones de la ciudad, y luego se retiraba a la cámara reservada para tallar o modelar una copa o la arqueta de un relicario. El oficio de Corpus Christi es como un antiguo instrumento musical curiosa y primorosamente incrustado con muchas piedras de colores y metales; el autor ha recogido textos remotos sobre el pasto y la fruición como hierbas raras; hay una ausencia notable de lo tonante y lo obvio en la armonía; y el conjunto va encordado con dos fuertes poesías en latín (…) ninguna traducción es buena o por lo menos lo bastante buena. ¿Cómo vamos a encontrar ocho palabras breves en inglés que realmente equivalgan a “Sumit unus, sumunt mille; quantum isti, tantum ille”? ¿Cómo va nadie a traducir realmente el sonido del “Pange lengua”, si ya la primera silaba es como un golpe de platillos?” 

Los que no tenéis dificultad para la comprensión de la lengua francesa (idioma diplomático de la Santa Sede)  podéis gozar de la explicación técnica de las composiciones y su ejecución gregoriana. Nos la proporciona Mr. Patrick Banken, de “Una Voce-Francia” .

¡Feliz fiesta de Corpus! 


Capítulo 28: Nobis quoque (6/06/2009)

Como lo hace suponer un manifiesto paralelismo con el “Communicantes”, el “Nobis quoque” tiene una relación muy cercana con el “Memento etiam”. Sin embargo el entronque de ambas oraciones, a la luz de su evolución, es difícil seguirlo. Su razón de ser es pedir también para nosotros, después de orar por los difuntos, una parte de la felicidad eterna.

Nobis quoque peccatoribus famulis tuis, de multitudine miserationum tuarum sperantibus, partem aliquam, et societatem donare digneris, cum tuis sanctis Apostolis et Martyribus: cum Joanne, Stephano, Matthia, Barnaba, Ignatio, Alexandro, Marcellino, Petro, Felicitate, Perpetua, Agatha, Lucia, Agnete, Caecilia, Anastasia, et omnibus Sanctis tuis: intra quorum nos consortium, non aestimator meriti sed veniae, quaesumus, largitor admitte. Per Christum Dominum nostrum.1

Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires Juan el Bautista, Esteban, Matías y Bernabé, [Ignacio, Alejandro, Marcelino y Pedro, Felicidad y Perpetua, Águeda, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia] y de todos los santos; y acéptanos en su compañía no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad.

Pero ¿por qué precisamente en este sitio y no en el Memento de vivos o como ya hacemos en el “Communicantes”? ¿Por qué otra oración con el mismo carácter? En primer lugar hay que afirmar que el Nobis quoque es una oración más antigua que el Memento de difuntos, pero muchos siglos posterior al Supplices, constituye pues una añadidura o prolongación para pedir una comunión fructuosa, es decir poniendo en íntima relación la eucaristía con la vida eterna. Es por eso que hay que interpretar el “quoque” en el sentido de “et” (y) cosa enteramente posible en la baja latinidad. Además como se trata de una autorrecomendación del clero, enlaza perfectamente con la petición más general a favor de todos los fieles: lo hace pues, no con una fórmula independiente, si no con una frase a modo de añadido a cualquier otra oración intercesora, es decir, un apéndice. 

La lista de los santos 

He hecho mención varias veces de la lista de los santos. Tal como la conocemos en la actualidad presupone una larga historia de formación. Los nombres de los santos Juan y Esteban, que hoy vienen los primeros de la lista, son también los más antiguos que se mencionaban en esta oración. Cuando San Gregorio (590-604) dio a la lista su forma definitiva, uno de los criterios para su reforma fue el de no repetir ningún nombre de los santos mencionados en el Communicantes. Y lo aplicó con tanta rigidez que ni siquiera repitió el de la Santísima Virgen, aunque era tradición antigua nombrarla en esta oración.

No podemos descifrar qué nombres figuraban en la lista cuando, casi un siglo y medio antes, San León Magno (440-461) hizo del apéndice “Nobis quoque” una oración independiente. Lo que sí podemos hacer es señalar en la actual lista los santos que con toda probabilidad pertenecieron a aquel elenco. Esto es fácil viendo el culto que en aquella época se daba a los santos en Roma, pues es prácticamente seguro que los santos iban entrando al compás de su culto en la Ciudad Eterna.

Pues bien, en el siglo V, en Roma gozaban de especial veneración los santos Marcelino y Pedro, cuyo sepulcro “ad duas lauros” en la vía Labicana lo adornó el papa San Dámaso con versos y cuya fiesta hemos celebrado el martes de esta semana, día 2 de junio.

Culto notable se tributaba entonces también a las santas Inés y Cecilia. Constantina, la hija del emperador Constantino, levantó una basílica sobre la tumba de la primera, el llamado Mausoleo de Constantina o Santa Inés Extramuros.

Santa Cecilia fue venerada desde muy antiguo en las catacumbas de San Calixto, hasta que con la construcción de un gran templo en el Trastevere su culto cobró nuevos vuelos.

Gozaba de cierta veneración una santa Felicidad, noble dama romana, cuyo sepulcro lo convirtió en oratorio el papa Bonifacio I. Su fiesta se celebra el 23 de noviembre. Estos siete santos serían con toda probabilidad los primeros santos que entraron en el “Nobis quoque”. La lista de los santos de la Iglesia milanesa los trae todavía en el siguiente orden cronológico: Juan y Esteban, Pedro, Marcelino, Inés, Cecilia y Felicidad. 

La reforma de la lista por San Gregorio 

En el siglo V y durante el VI se fueron añadiendo a esta lista inicial más y más nombres, hasta que a fines de la sexta centuria San Gregorio Magno dio a ambas listas su forma definitiva. Así como en el Communicantes fijó el número de santos en dos veces doce, en el Nobis quoque lo limitó a dos veces siete. Tradicionalmente se mencionaban al principio los apóstoles, por eso había que poner también ahora los nombres de algunos de ellos. El principio de no repetir ningún nombre del Communicantes, obligó a San Gregorio a poner entre los apóstoles algunos que no pertenecían al número de los Doce, figuran pues como tales los santos Matías y Bernabé. Como representantes de los apóstoles parecía lógico que el primer puesto de la lista se les reservara para ellos, pero ya estaba ocupado por los santos Juan Bautista y Esteban y resultaba violento quitarlos. Seguramente a esto se debe el “cum” delante de San Juan o sea el repetir otra vez esta preposición después de haber dicho ya: “cum sanctis apostolis”, como si se debiera corregir la frase.

Faltaban dos para completar el número de los siete: los santos Ignacio y Alejandro. El nombre de San Ignacio de Antioquia no entraría espontáneamente en la lista por faltarle el culto en Roma pero San Gregorio lo metería recordando sus relaciones históricas con la Iglesia Romana.

Por lo que se refiere a San Alejandro, que es del grupo de los siete mártires que se celebran el 10 de junio, quizá se añadió ya antes, quizá por el papa Símaco (498-514) de quien se sabe se interesó por sus monumentos en Roma.

En el grupo de las siete mártires, a las santas Inés, Cecilia y Felicidad, el Papa Gregorio añadió los nombres de las santas de Sicilia, Águeda y Lucía, probablemente porque la Iglesia Romana tenía allí en tiempos de San Gregorio Magno grandes posesiones y fue entonces cuando su culto pasó a Roma.

El juntar al nombre de la Santa Felicidad romana el de la africana Perpetua obedece al hecho que en la hagiografía ambos nombres, es decir el de la noble Perpetua y su criada Felicitad van unidos y ya entonces confundían en Roma ambas santas, es decir la Felicidad, dama romana, con la africana Felicitas, criada de Perpetua. Lo que nos hace reconocer que la santa Felicidad del canon es la romana y no la africana es el orden inverso con el se nombra, ya que las africanas son nombradas siempre como Perpetua y Felicidad, mientras en el canon se nombran Felicidad y Perpetua.

Santa Anastasia es la mártir de Sirmio, cuyo cuerpo se trasladó en 460 a Constantinopla y llegó a ser muy venerado allí. Bajó la dominación bizantina en Italia (siglo VI) se le dio también en Roma mucho culto.

Así pues el orden jerárquico de la lista acabó siendo en siguiente: después de los santos Juan y Esteban, los “apóstoles” Matías y Bernabé, luego el obispo y mártir San Ignacio, al que se junta San Alejandro, sacerdote y mártir. Los dos siguientes solían enumerarse como “Pedro y Marcelino”, pero como Marcelino era sacerdote y Pedro, exorcista, se cambió el orden tradicional.

En las santas, como no cabe orden jerárquico, se ponen en lugar las dos señoras, Felicidad y Perpetua, luego las dos vírgenes sicilianas, Águeda y Lucía, a continuación las dos romanas, Inés y Cecilia y finalmente, Anastasia, oriunda de la Pannonia, parte oriental del Imperio. 

El rito exterior: el “Nobis quoque peccatoribus” en voz alta y el golpe de pecho. 

Al llegar al “Nobis quoque peccatoribus” el sacerdote levanta la voz. Las primeras noticias de esta costumbre se remontan al siglo IX cuando el canon se empezó a recitar en voz baja. Es un caso típico de pervivencia rubricista, aún habiendo desaparecido hace mucho tiempo el motivo que dio origen a la ceremonia, que no era otro  que mandar a los subdiáconos que estaban inclinados durante el canon en fila al lado opuesto del altar exento, frente al celebrante, ocupasen sus puestos anteriores con el fin de que asistieran a la fracción, Esta norma siguió observándose aún desaparecida la fracción del pan, a partir de la primera mitad del siglo IX, cuando ya no era útil ese ministerio subdiaconal. Como se recitaba el canon en voz baja fue necesario levantar la voz al “Nobis quoque”. En el denso ambiente alegórico de entonces también a esta ceremonia alcanzó la alegoría: significaba la exclamación del centurión al pie de la cruz.

Al Nobis quoque acompaña otra ceremonia antigua: el golpe de pecho al decir estas palabras. Es sencillamente un modo de presentarse ante Dios, no con un gesto arrogante, sino con un humilde ademán, mezcla de arrepentimiento. Nunca como en estas circunstancias cae mejor la actitud humilde del sacerdote a las palabras “nobis quoque peccatoribus”, referidas a así mismo, presentándose como pecador. 


Capítulo 27: “Memento Etiam” 

Es profundamente humano el que, al terminada la acción sacrificial nos dirijamos al Señor para pedirle por nuestras necesidades y por las de los nuestros, vivos y difuntos. 

Memento etiam, Domine, famulorum, famularumque tuarum N. et N. qui nos praecesserunt cum signo fidei et dormiunt in somno pacis. Ipsis, Domine, et omnibus in Christo quiescentibus, locum refrigerii, lucis et pacis, ut indulgeas, deprecamur. Per eumdem Christum Dominum nostrum. Amen.

Acuérdate también, Señor, de nuestros hermanos difuntos que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. (Aquí se puede hacer un memento por los difuntos) A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz. [Por Cristo, nuestro Señor. Amén]

El “Memento etiam” pertenece a las primeras oraciones intercesoras intercaladas en el mismo canon, probablemente en el siglo IV. No penetraron en él, desde fuera, como el Memento de vivos y el “Communicantes”, que provenían de la oración común de los fieles en disolución, sino que nacieron en el mismo canon o, mejor dicho, inmediatamente después del canon. En las liturgias orientales (Eucologio de Serapión y Constituciones Apostólicas, ambas del siglo IV) se encontraban en este mismo sitio semejantes súplicas además de la oración común de los fieles. Las mencionan San Cirilo de Jerusalén y San Juan Crisóstomo.

San Agustín dice que es antigua costumbre el hacer la conmemoración de los difuntos en la misa. Las misas de difuntos se conocían ya por el año 170. Se celebraban el tercer día después de la muerte en el mismo mausoleo. La costumbre de celebrar los aniversarios está documentada para época más antigua. Tertuliano habla de esa costumbre. Las misas de día séptimo y trigésimo aparecen en el siglo IV. Es probable que la celebración de la misa viniera a sustituir a la antigua cena conmemorativa, el llamado “refrigerium”, que se tomaba junto al sepulcro. Esta cena se celebraba todavía en los siglos III-IV en Roma junto al sepulcro de los apóstoles Pedro y Pablo

La costumbre de celebrar una serie de misas por los difuntos se debe a San Gregorio Magno, que narra cómo le había contado el obispo Félix de un sacerdote piadoso de Civitavecchia que quería regalar dos panes a un hombre que le había servido en los baños públicos. El desconocido le rogó dijese en su lugar misas por él, pues era un alma en pena. En efecto, así lo hizo el sacerdote celebrando a diario durante una semana la misa por él. En otro lugar refiere que se dijeron por un monje treinta misas seguidas, al fin de las cuales se apareció el monje para anunciarle su liberación del purgatorio.

Con todo, buena parte de los documentos más antiguos que poseemos, por ejemplo el Sacramentario Gregoriano (el enviado por el papa Adriano a Carlomagno) no traen el “Memento etiam”. Se cree que la explicación de este hecho sorprendente hay que buscarla en el hecho de que esta oración, por antigua que fuera, como no se rezaba en las misas de domingos y fiestas, dejó de registrarse en los sacramentarios, destinados exclusivamente al culto pontifical. En cambio, es reportada por el Misal de Bobbio (hacia el 700) compuesto por monjes irlandeses para su uso privado en las peregrinaciones por toda Europa. 

Explicación del texto 

El “etiam” ( también) que sigue a la palabra “Memento” (Acuérdate) se refiere a la súplica anterior de que hagamos una comunión provechosa. Pedimos que Dios no se olvide de los que estando en comunión con Cristo, no pueden tomar su cuerpo sacrosanto. Se nos han adelantado sellados con la fe: “praecesserunt cum signo fidei”. Aunque con estas palabras se alude en primer término al carácter bautismal, sello de la fe que les ha asegurado la entrada en la vida eterna, la conservación de este sello, la gracia santificante, se debe a la comunión, en la que se reaviva continuamente y se aumenta. Existe pues, una estrecha relación entre la mención de la comunión y la alusión al bautismo, porque el sello de la fe es símbolo de toda la vida sacramental del hombre. De ahí que la idea invertida en estas palabras venga a coincidir plenamente con la que queremos indicar cuando ponemos en las esquelas mortuorias la advertencia de que el difunto recibió los últimos sacramentos.

Aleccionada por el Señor, la Iglesia llama “sueño de la muerte” (Mateo 9,24; Jn. 11,11). Aún no han llegado al lugar destinado para ellos, la mansión de los bienaventurados. Por eso le pedimos a Dios les conceda lugar de refrigerio y de paz. “Refrigerium” significaba en la antigüedad pagana una ofrenda de agua con la que se pretendía proporcionar alivio a los difuntos.

Luego pasó a significar la cena fúnebre, que se celebraba sobre las tumbas, y en la actualidad semántica quiere decir el estado de bienaventuranza que les deseamos. Como sinónimos se añaden las palabras “luz y paz”.

Estas expresiones delatan la antigüedad de nuestra oración, que se remonta a los primeros siglos cristianos. En siglos posteriores no hubieran empleado estos términos de procedencia literaria pagana.

A continuación de la palabra “pacis” tenía lugar la lectura de los nombres. El N. et N. actual, o sea el equivalente a “ill et ill” lo metió Alcuino a fines del siglo VIII después de las palabras “famulorum famularumque tuarum”. Estas palabras se remontan a tradición romana antigua. Fue también Alcuino el que introdujo el “Memento etiam” con carácter fijo, si bien es verdad que esta innovación no se universalizó hasta siglos más tarde.

Por el carácter del “Memento” como oración propia de las misas votivas y por figurar definitivamente en el canon cuando este empieza a rezarse en voz baja, la mención de los difuntos se hizo generalmente también en silencio. No faltan, sin embargo, testimonios de que se decían en alta voz.

Al finalizar la oración, el celebrante inclina la cabeza al recitar la fórmula final “Per Christum Dominum Nostrum”. Es la única vez que lo hace en ésta fórmula, que se repite tantas veces en el canon. La interpretación alegórica que tanto influjo tuvo en la explicación de las rúbricas de la misa, seguramente provocó este gesto de inclinación de cabeza para dramatizar el momento del sacrificio cuando Cristo, inclinando su cabeza, entregó su espíritu.   


Capítulo 26:  “Supplices” (23/05/2009)

La oración siguiente “Supplices te rogamus ac petimus”, con la petición de que los ángeles presenten en el ara del cielo nuestra oblación, se encuentra resumida en una sola frase en el fragmento del canon que nos ha conservado San Ambrosio, intercalada en la misma oración. Dice allí: “…ut hanc oblationem suscipias in sublimi altari tuo per manus angelorum tuorum, sicut suscipere dignatus es…” (que recibas esta oblación en tu sublime altar por manos de tus ángeles, así como te has dignado recibir las ofrendas de tu siervo…)

Se conoce que la idea de expresar por última vez la súplica de aceptación mediante esta bella imagen tomada de Apocalipsis 8,3-5 cayó tan bien en el siglo V que la transformaron en oración independiente, acentuando el dramatismo de la frase: “Te suplicamos, humildemente, ¡oh Dios Todopoderoso!, mandes sean llevados estos dones por mano de tu (santo) Ángel a tu sublime altar, ante el acatamiento de tu Divina Majestad” (nótese que la adición del epíteto “santo” no se añadió sino después de adoptar los francos la liturgia romana).

La idea que bulle en esta imagen es que no se puede considerar el sacrificio como aceptado, y por tanto quedaría inacabado, de no haberlo tomado por suyo Dios Nuestro Señor. Esto es lo que se quiere expresar y se suplica con la imagen del altar celestial, lugar de entera propiedad de Dios, mientras que el altar terrenal todavía es de los hombres. El que de un modo en nuestra ofrenda intervengas los ángeles, parece muy natural y conveniente, aunque en concreto ignoremos la naturaleza de esta intervención. Hay sin embargo un dato curioso y es que al constituirse esta oración en autónoma en el siglo V, se puso en vez de “angelorum tuorum” (tus angeles) “Angeli tui”. Señal evidente que en la antigüedad se le daba a la frase una interpretación más concreta, refiriéndola a Cristo. Resulta aleccionador comparar nuestro texto con el introito de la Misa del Día de Navidad “Puer natus est”, redactado también en el siglo V, en el que basándose en el texto de Isaías se nombra a Cristo como “Angelus Magni Consilii” (Angel del Gran Consejo). Es más que probable que interviniera en ambos pasajes el papa San León.

Otros, influenciados por la liturgia galicana, querían ver en esta oración la “epíclesis” romana, por lo que aplicaron lo del Ángel al Espíritu Santo.

Al transformar finalmente la frase que encontramos en San Ambrosio en esta oración independiente, se sintió la necesidad de dar al canon un final más armónico y que hiciera a la vez de transición a la comunión. Esta es la causa de poner a modo de una segunda parte la petición de una comunión fructuosa: “para que todos cuantos participando de esta altar recibiéremos el sacramento del cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda bendición y gracia del cielo”. Esta es una manera quizá algo rápida de pasar de la consagración a la comunión, pero se encuentra ya en San Hipólito. Y es un eco de cómo se concebía antiguamente la comunión: como un punto final de la oración eucarística ( de la llamada “oblatio”) cuando aún estaba lejos de formar una sección independiente.

Nuestra comunión se describe como “participación de este altar” (ex hac altaris participatione). Las palabras se refieren claramente al altar recientemente aludido que es el altar celeste sobre el que han sido depositadas nuestras ofrendas. En el momento en que Dios las ha aceptado, ya no son nuestras, sino de Dios y como dones de Dios, Él nos los devuelve, convertidos ya en su propia naturaleza, es decir nos regala el don divino de sí mismo.

El “Supplices” como oración oblativa, se expresa con el mismo rito exterior que la mayor parte de las otras oblaciones: con el cuerpo profundamente inclinado. Según los documentos más antiguos, también la oración “Supra quae” que antecede a esta, se decía de la misma manera, pues al fin y al cavo es una oración tan oblativa como esta.

A la inclinación profunda se añade el beso del altar, signo de respetuosa veneración. Y porque acto seguido se hace mención de los dones presentes, el celebrante traza sobre ellos dos cruces, lo mismo que en los otros casos.

Cruces que, a diferencia de las otras estudiadas, no son de origen romano, sino que aparecen en la época carolingia de modo esporádico, faltando en muchos manuscritos del siglo XIII. Finalmente la cruz con que el celebrante se santigua al “omni benedictione caelesti” viene de fines del siglo XIV o inicios del XV.


Capítulo 25: “Supra quae”  

Después de realizar un acto de oblación, manifestado en la oración “Unde et memores,Domine”, ahora corresponde por parte de Dios el de aceptación. No es que Dios tenga que aceptar inmediatamente. En el modo en el que los hombres ofrecemos el sacrificio hay demasiada impureza. Debido a nuestros pecados únicamente se lo podemos ofrecer indignamente. Es sacrificio de Cristo, desde luego, pero en cuanto también es sacrificio nuestro, no corresponde siempre a lo que Dios debiera esperar en tan augusto momento. Por eso rogamos a Dios que mire benignamente nuestra ofrendas: “Sobre las cuales dígnate mirar con rostro propicio y sereno; y acéptalas como te dignaste aceptar los dones de tu siervo, el justo Abel, y el sacrificio de nuestro patriarca Abraham y el que te ofreció tu sumo sacerdote Melquísedec, santo sacrificio, hostia inmaculada” 

Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los

dones del justo Abel, el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y

la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec. 

(sobre la traducción castellana del canon romano hay mucho que decir y escribir, valga esta reflexión de un prestigioso dominico el P. Calmel)

La comparación del presente sacrificio con los de los tres hombres preclaros del Antiguo Testamento, poniendo aquellos sacrificios como modelo para el nuestro, refuerza la idea de que, junto a sacrificio de Cristo es sacrificio nuestro y de la Iglesia, ya que en cuanto sacrificio de Cristo está muy por encima de los del Antiguo Testamento y aquellos no pueden servir como ejemplo para el de Cristo. Sí para el nuestro.

No nos extraña que esta oración haya sido impugnada fuertemente por los reformadores protestantes del siglo XVI, echando en cara a los católicos el atribuirse el papel de mediadores entre Cristo y Dios Padre, al rogarle que reciba benignamente el sacrificio de su Hijo. Aludimos a este clásico reparo protestante para que caigamos más en la cuenta del porqué del rechazo de muchos sacerdotes progresistas filo-modernistas actuales a recitar el canon romano en la celebración eucarística.

Decirles a unos y otros, salvadas las distancias temporales, que los tres sacrificios veterotestamentarios no son considerados modelos, sino que sabiendo que su sacrificio fue grato a Dios, rogamos que también lo sea el nuestro, prescindiendo de su valor intrínseco.

Tres son las figuras que se mencionan:

    1. el justo Abel: que ofreció a Dios las primicias de sus rebaños, víctima él mismo de los celos de su hermano, y por eso tipo de Cristo.

    2. el patriarca Abrahán: héroe de obediencia, que para cumplir en su sentido más profundo el sacrificio, estaba dispuesto a sacrificar lo que le era más querido que su propia vida, es decir, la de su único hijo. Por eso es tipo del Padre celestial. De ahí lo inadecuado de traducir “patriarca” por “nuestro padre en la fe”. Porque lo que realmente quiere subrayar la oración no es que nuestra fe y nuestro sacrificio se parezca al de Abrahan, sino que en el sacrificio de Cristo se repite, magnificado claro está, el sacrificio de un Padre que no ahorra siquiera la vida de su propio Hijo, pero al cual, como en el caso de Abrahán al serle devuelto con vida Isaac, le es devuelta la víctima que es Cristo, al resucitar este.

    3. Melquisedec: que fue el “sumo sacerdote” que ofreció pan y vino, y que por eso es tipo del sacrificio eucarístico, el de la Última Cena y el de todos los días.

Los tres personajes no se mencionan sólo porque su sacrificio fue grato a Dios, sino además, y con preferencia, porque son tipos del de Dios Padre, del de Cristo y del nuestro en el sacrificio de la Misa.

Esto es lo que debió impulsar a los artistas de Ravena a elegirlos como motivo de inspiración. Es más que probable que esos mosaicos del siglo VI se refieran a nuestro canon romano, apoyada dicha tesis en el hecho de que allí se encuentran representados los santos que figuran en primer término en la lista del canon.

Termina la oración con las palabras “sanctum sacrificium, immaculatam hostiam”  se encuentran en oposición al “sacrificium quod tibi obtulit” (el sacrificio que te ofreció…) referencia al de Melquisedec y al de todos los sacrificios veterotestamentarios. Esto se confirma por el hecho de que no se señalan las ofrendas presentes con una cruz como las otras veces, cuando se pronuncian palabras que se refieren al sacrificio presente. Se trata sin duda de una adición posterior, a juzgar por el modo de redactarse esta oración en la liturgia mozárabe, en la que faltan dichas palabras. El Liber Pontificalis atribuye la adición a San León Magno, seguramente motivado por la necesidad de luchar contra las tendencias de los herejes maniqueos para los cuales toda materia era obra de los demonios y por eso la rechazaban, y en particular el uso del vino aún para la consagración. (leer de San León Magno, el sermón 4 de Quadr. : PL 54, 279 ss.)

La traducción castellana del canon romano ha traducido: “la oblación pura”. Desearía que alguien me explicase cómo y porqué. ¿Qué tenía de malo la traducción  “sacrificio santo, hostia inmaculada”? Este es uno de los tantos misterios que alguien algún día debería desvelarnos. 


Capítulo 24: “Unde et memores” (Recordando te ofrecemos…) (9/05/2009)

En señal de respeto la palabra humana ha querido, al llegar el momento augusto de la consagración, desaparecer o aparecer lo menos posible para dejar espacio a la palabra divina que se asoma al relato maravilloso de la institución. Ahora, una vez pronunciadas las palabras divinas, de ellas brotan espontáneamente las humanas, como ampliación y cumplimiento de un mandato. El mandato fue que hiciéramos lo que hizo Cristo. Por tanto, las palabras con que los hombres reanudan su plegaria son expresión de haberse cumplido el mandato; en memoria suya se ha realizado la acción sacrificial. Es lo que queremos decir con el “…memores…offerimus”: (recordando…te ofrecemos). No decimos: “ofreciendo recordamos” ni tampoco “recordamos y ofrecemos”, porque ambas acciones no tienen el mismo valor: Cristo nos mandó como acción principal el sacrificio.

Esto no impide que la oración empiece con el recuerdo: “Por tanto, Señor…recordando la sagrada pasión del mismo Cristo, tu Hijo, Señor Nuestro, así como su resurrección de entre los muertos y también su gloriosa ascensión a los cielos…” No se trata aquí de recordar la vida de Cristo, lo que únicamente se quiere conmemorar es propiamente la redención, que no se limita a la pasión y muerte (como lo parecer suponer la liturgia galicana) sino que comprende también la resurrección, colofón que cierra la obra redentora de Cristo. Pasión y resurrección forman una unidad inseparable; por esto se les dio un único nombre que abarca ambas fases del misterio de la redención: “pascha”. Pascua fue la expresión para designar no sólo el Domingo de Resurrección, sino aún la Semana Santa. Antiguamente pascha era sinónimo de sacrificio, hoy lo es de solemnidad. ¡Esplendida profesión de fe en la fuerza victoriosa de la acción redentora de Jesús, que en la resurrección no cambia de signo, sino que continúa recta hasta llegar en línea ascensional al trono mismo de Dios!

La resurrección no es triunfo solamente “para la naturaleza” desde el punto de vista humano, sino principalmente para la gracia, como perfección que es del sacrificio. En la primera predicación del cristianismo, la mayor locura a los ojos de los gentiles no era la doctrina sobre la pasión de Cristo, sino el anuncio de su resurrección. Se comprende esta aparente paradoja, porque lo que nuestra naturaleza anhela no es precisamente resurrección, sino una vida anclada en la tierra que no acabe nunca o a lo más una vuelta a la vida anterior, desde luego sin los sinsabores de la vida vulgar, aunque se alejen los gozos espirituales del cielo. Para los cristianos, en cambio, la pasión de Cristo, vehículo de nuestra redención, juntamente con nuestra cooperación, representan el camino real que a través de la muerte y resurrección nos lleva a la felicidad en Dios. Por eso el recuerdo de la resurrección y su gloriosa ascensión completan la idea del sacrificio, pensamiento que empapa todo el contenido de esta oración.

El fin principal, sin embargo, de esta oración es dar expresión definitiva a nuestro sacrificio: “…nos servi tui sed et plebs sancta…offerimus” (no sólo nosotros tus siervos, sino también tu pueblo santo…te ofrecemos…) Con tales palabras, manifestadoras de la intención interior, se cumple definitivamente el mandato de Cristo. Observemos que, como sujeto que ofrece, no figura Cristo, sino la Iglesia, es decir, el celebrante con sus asistentes y todo el pueblo santo. Esta idea dominará en las tres oraciones de después de la consagración. Luego se pasa a insistir en la parte que en el sacrificio eucarístico tiene la Iglesia, que ya no presenta pan y vino sino “hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam, panem sanctum vitae aeternae et calicem salutis perpetuae”.

Hostia significa un ser animado que se inmola como víctima: Cristo mismo en su cuerpo y sangre. Las dos últimas expresiones hablan de las materias sacrificales como manjar que nos será devuelto en la comunión, por la que se nos comunicará la vida eterna y la salud inmarcesible.

No estará de más fijarnos en otro matiz. Aunque los que ofrecen somos nosotros, aquello que ofrecemos es cosa que Dios puso antes en nuestras manos. Ofrecemos “de tus dones y dádivas” (de tuis donis ac datis).

Los elementos “pan y vino” son al fin y al cabo, aunque hayamos intervenido nosotros en la elaboración, regalos de Dios. Esta alusión directa a nuestra impotencia en el mismo momento del sacrificio es de un subido color cristiano. Nunca nos atreveremos a decir, como diría un pagano, que de lo nuestro hemos ofrecido el sacrificio. Demasiado tenemos que saber como cristianos que no somos más que administradores de los bienes de Dios. Pero nuestros dones son de Dios. Ofrecemos no pan y vino, sino el cuerpo y la sangre de Cristo. El don de Dios, que nosotros podemos presentar como nuestro, nos lo dio antes en su Hijo Unigénito.

El mismo pensamiento lo registran las liturgias orientales. Terminada la anámnesis, que se dice poco menos que en silencio, el celebrante levanta la voz para exclamar en tono solemne: “Tas á ek tôn sôn…”  (Lo tuyo de lo que es tuyo…) que da lugar a una de las ceremonias más hermosas de ofertorio: durante  estas palabras el celebrante extiende los brazos en cruz, sujetando con las manos las manos la forma y el cáliz para ofrecerlos así a Dios. La reforma litúrgica de 1969  quiso introducir ese gesto simbólico en la doxología final de la plegaria eucarística, acompañando al “Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre Omnipotente...”, que como veremos, hasta el Misal de Pablo VI, iban acompañadas de otro rito gestual que examinaremos a su debido tiempo. Ahora con la reforma del 69 se ha querido trasladar  ese bizantinismo, hermoso sin duda, pero ajeno a la tradición romana, a nuestra liturgia. Pero nadie, nunca jamás, ha hecho pedagogía litúrgica de ese cambio y del sentido de ese nuevo gesto, o ¿quién si no tenía claro, entre todos los lectores seguidores de esta página,  el origen y el significado del nuevo gesto doxológico de coger en una mano el cáliz y en la otra la patena  poniendo los brazos en cruz mientras el sacerdote los ofrece?

Pero dejando de lado el juicio sobre esta transposición y sobre la falta de pedagogía litúrgica en la innovación , lo que aquí interesa subrayar es  que el “Unde et memores” no es sólo la oración más antigua y veneranda del canon, sino la expresión más perfecta de nuestra participación en el sacrificio de Cristo. 


Capítulo 23: La Consagración (2ª parte) (2/05/2009)

El mandato de repetición 

Termina el relato de la institución y la consagración con unas palabras que recuerdan el mandato del Señor. La reforma litúrgica de 1969 ha modificado aquellas que la tradición litúrgica romana había tomado de la tradición paulina “Haec quotiescumque feceritis…” (Cuantas veces hiciereis esto, hacedlo en memoria mía) que, modificando el “bebiereis” por  el “hiciereis”, cuadraba maravillosamente con su carácter de acción litúrgica. El actual “Hoc facite in meam commemorationem” y sus múltiples y variadas traducciones en las lenguas vernáculas (Haced esto en conmemoración mía- Feu això que és el meu memorial, etc….) no nos acaba de satisfacer, especialmente si nos induce a creer  –siguiendo la teología luterana- que la Eucaristía es una mera conmemoración es decir el relato de un acontecimiento pasado.

En cambio su colocación, inmediatamente después de las palabras sobre el cáliz, tal como se hacía antes de la reforma de San Pío V, nos satisface plenamente. Efectivamente, la reforma tridentina hasta los libros litúrgicos de 1962 lo colocaban sólo después de la elevación. Con su colocación, en la reforma del 69, como broche final de la consagración se resalta más el carácter de las palabras de la consagración como acción presente y no sólo como historia de un acontecimiento pretérito ahora recordado.

La amplificación de su carácter de acción presente y real se consigue con la colocación de una aclamación que combina las palabras del mandato de repetición de la liturgia milanesa con  la contestación a la que en la liturgia copta es invitado el pueblo tras las palabras del mandato. Aquí esta respuesta-aclamación es colocada después de la recolocada proclamación “Mysterium fidei”: “Mortem tuam annuntiamus, Domine, et tuam Ressurrectionem confitemur, donec venias”” (“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección: Ven, Señor Jesús” “Anunciem la vostra mort, confessem la vostra Ressurrecció, esperem el vostre retorn, Senyor Jesús!”) También aquí las traducciones van campando a sus anchas…

Efectivamente en la liturgia milanesa el sacerdote dice “Cuantas veces lo haréis en recuerdo mío, anunciareis mi muerte, pregonareis mi resurrección, esperareis mi advenimiento, cuando venga a vosotros del cielo”.

Y en la liturgia copta a las palabras del mandato el pueblo contesta “Anunciamos tu muerte, confesamos tu resurrección, esperando tu segunda venida”.

Teológicamente nos parece muy aceptable porque hace que el recuerdo de la pasión de Cristo no quede limitado a un sentimiento subjetivo e inmanente: lo exteriorizamos y lo objetivamos en un acto sacrificial. Las palabras del mandato pues, creemos se amplifican cuando se combina con la “anámnesis” paulina. (1ª Cor. 11,26) Es evidente que todo esto sólo es posible litúrgicamente cuando se abandona el silencio en las palabras de la consagración y en toda la recitación del canon, por lo cual una cosa lleva a la otra. Sin prejuzgar el conjunto de la reforma litúrgica del 69, afirmemos asépticamente que, abandonado el silencio en la recitación del canon, la aclamación de la anámnesis nos parece correcta y en la línea de la tradición litúrgica –quizá no romana- pero si católica. 

Las ceremonias antes y después de la consagración 

No contenta la Iglesia con hacer pronunciar al sacerdote las palabras de la consagración, le manda imitar a Cristo también en sus gestos. Así, toma el pan en sus manos y luego el cáliz, lo levanta un poco, como es probable que lo hiciera Cristo, para enseñar el pan y el cáliz ante sus comensales. Esta elevación se hacía de modo más visible en la Edad Media; pero como esto dio lugar a que el pueblo adorara la forma antes de ser consagrada, se redujo la elevación antes de la consagración a insinuar el gesto, dejando la elevación mayor para después de consagradas las especies. Hoy en día ese gesto más bien tiene carácter de ademán oblativo. Por eso el celebrante levanta al mismo tiempo su mirada en dirección al cielo. Esa mirada al cielo la está pidiendo la misma frase pronunciada por el celebrante: “…levantando los ojos al cielo, a Ti, Dios, su Padre Todopoderoso…”

A continuación inclina la cabeza cuando dice: “…dándote gracias…” Como manifestación de acción de gracias,  encontramos la inclinación de la cabeza en otros pasajes de la misa. Es un modo plástico de expresar el agradecimiento, no un calco histórico de un gesto de Cristo. Lo mismo podemos decir de la ceremonia de trazar una cruz sobre el  y sobre el cáliz mientras se dice “benedixit”. Cristo bendijo el pan y el vino rezando sobre ellos una oración de alabanza y de acción de gracias, no trazando sobre ellos una cruz. Pero ese signo de la cruz sobre las especies es un modo respetuoso  que el uso litúrgico nos ha traído.

La supresión de esas cruces en la consagración de cada una de las dos especies sacramentales en la reforma del 69, no tendría más importancia si el “lo bendijo” no hubiese sido transformado en las traducciones vernáculas por  un “te bendijo” dirigido a Dios Padre. ¿Bendijo el pan y el vino o bendijo a Dios Padre por el pan y el vino? ¿Otra vez el encaje de otro paralelismo con las berecats de bendición? Esto nos parece más peligroso y por ello inapropiado. Parece un reflejo de la misma tendencia que apareció con el movimiento revolucionario de los albigenses y otros herejes de su misma tendencia para los que la eucaristía no era más que un pan bendecido. Los cátaros, mezclando antiguas herejías maniqueas, negaron la transubstanciación. Y el pueblo fiel, prueba de lo arraigada que estaba la fe en él, no solamente rechazó la herejía sino que reaccionó valientemente con un movimiento positivo: la veneración a la eucaristía como jamás se había conocido.

Es cierto que ya desde fines del siglo XI los intelectuales habían empezado a prestar más atención a la teología de la presencia real de Cristo en el sacramento, complementándola con la afirmación de que en cada una de las dos especies está Cristo totalmente. Así, se decide la Iglesia a dar la comunión bajo la sola especie de pan. La herejía de Berengario de Tours (m. 1088) había motivado esa mayor profundización en el problema de la presencia real.

Desacostumbrados desde hacía siglos a la comunión frecuente por un respeto exagerado al sacramento, el nuevo movimiento eucarístico no siguió este cauce, sino que abrió nuevas sendas, más fáciles y que mejor encajaban con su modo de pensar. Aumentan las muestras de reverencia, como son los lavatorios de manos y las abluciones del cáliz; algunos sacerdotes empiezan a juntar los dedos en señal de respeto después de haber tocado en la consagración el cuerpo de Cristo bajo la especie de pan. No importaba que el gran liturgista Bertoldo de Constanza se levantase contra esa innovación (Micrologus, c 16  PL 151, 987); fue ganando terreno y Durando en su “Rationale” litúrgico (libro IV) la exige como cosa normal después de la consagración.

En el pueblo la mayor veneración de la eucaristía tomó otras modalidades. Siempre había podido contemplar en ciertos instantes, aunque brevemente y a distancia, las sagradas especies. Ahora quería verlas de cerca y por más espacio. Consciente de su indignidad, no aspiraba a ver, como los santos, en la sagrada forma al mismo Cristo con su figura real. Pero sí a verlo velado en la contemplación y adoración de las especies sacramentales ya consagradas. Por eso el obispo Odón de París dispuso a principios del siglo XIII que los sacerdotes antes de consagrar levantasen la forma a la altura del pecho pero que después de la consagración la levantases a una altura conveniente para que todos la pudiesen adorar cómodamente (Precepta Synodalia, c.28: Mansi, XXIII,682). Es la primera noticia segura sobre la elevación, pero parece probable que las mismas causas dieran lugar en otras regiones, aún antes, a semejantes disposiciones.

Con esto la elevación oblativa de antes de la consagración se redujo notablemente, tomando en cambio la elevación mayor con el tiempo la absoluta primacía. Idea del fervor por contemplar la sagrada forma nos la dan las noticias de procesos ante los tribunales, en que se disputaban los sitios de la iglesia desde donde mejor se pudiera ver la forma, o el hecho de que los excomulgados que no podían entrar en la iglesia, abrieran boquetes en los muros que daban al altar mayor para no verse privados de la elevación. Hubo casos en que ofrecían al sacerdote una limosna para que tuviese más tiempo elevada la forma; e incluso se podían oír en el templo durante la elevación voces rogando no acabara la elevación. Mucha gente se contentaba con haber visto la forma al alzar. En muchas iglesias como no era fácil ver la forma sobre los colores del fondo del retablo, para que se recortara mejor corrían un velo negro entre el altar y el retablo y, en las misas tempranas, encendían una vela que levantaban detrás de la hostia.

Este movimiento llevó a establecer la fiesta del Corpus y la costumbre de la exposición mayor. Fue el siglo en que con motivo de los delitos contra la Sagrada Forma estallaron tanto en España como en Alemania las sangrientas persecuciones contra los judíos.

Por varios siglos este deseo de ver la Sagrada Forma influyó fervorosamente en la espiritualidad de Occidente. A fines de la Edad Media hacía el siglo XV se entibian estas ansias pues se había introducido otra espiritualidad que impuso la costumbre de inclinar la cabeza en señal de veneración. Este hábito degeneró en frialdad creciente al extremo que el papa San Pío X, para reavivar la antigua costumbre juzgó conveniente conceder una indulgencia especial si al alzar se miraba la Sagrada Forma y se rezaba la jaculatoria “Señor mío y Dios mío”.

La elevación influyó en el corte de la casulla. Hasta entonces nunca se había elevado la forma tan alto ni se prolongaba tanto tiempo. Por eso no estorbaba la casulla, que cubría entonces los brazos hasta la mano. Cuando ahora el sacerdote levantaba los brazos casi verticalmente, la casulla estorbaba notablemente este movimiento. Se dieron pues, disposiciones para que el diácono facilitase el gesto  al celebrante elevando la casulla; disposiciones que pasaron a las rúbricas de la misa. Sin embargo, dada la forma de entonces en la casulla, poco aliviaba la ayuda del diácono (cuando lo había) De ahí que empezaran a recortar la parte que cubría los brazos hasta hacerla desaparecer totalmente. Con retoques y modificaciones continuas en su ornamentación la casulla llegó a perder su carácter de prenda de vestir, adaptada al cuerpo, para convertirse en dos piezas rígidas unidas entre sí por encima de los hombros.

Ya en la década de los 50 en todo el mundo católico se notó un fuerte movimiento para volver a la forma antigua, que con poca razón se ha llamado “gótica” ya que no es más que la antigua “paenula” romana, conocida ya en el culto estacional y que adquirió posteriormente el nombre de “planeta”. La forma ovalada, casi puntiaguda, que se dio en aquellos años 50 a las primeras casullas en ese retorno a la tradición, se debió a la ignorancia de la forma primitiva que fue tan redonda en ambos extremos como la casulla recortada de la época renascimental y bárroca de los últimos siglos.

Hay que apostillar que la elevación del cáliz no se introdujo cuando la de la forma. Era natural, pues aún levantando en alto el cáliz, no se veía el sanguis. Se comprende, sin embargo, la tendencia a uniformar las ceremonias de ambas consagraciones.

El toque de campanilla, la actitud corporal de los fieles y los cantos de saludo. 

Hacia el año 1201 encontramos un testimonio documental del toque de campanilla. Coincide su aparición cronológicamente con el de la elevación mayor, a la que debía acompañar. Se considera como una señal y una invitación para venerar el sacramento. La misma finalidad tenía desde finales del siglo XIII el toque de una de las campanas de la torre, para que los que estuvieran ocupados en las faenas del campo pudieran recogerse por un momento, dirigir su mirada respetuosamente hacia la iglesia y adorar a Cristo, que acababa de bajar de los cielos a la tierra.

Por otra parte, el poder mirar la Sagrada Forma explica también por qué en la Edad Media en vez de la profunda inclinación durante la consagración o el canon, que mantuvieron las iglesias orientales, los fieles se pusieran de rodillas. No cuajó esta nueva costumbre sin alguna resistencia por parte del clero, sobre todo de los canónigos, que por ejemplo en Chartres, mantuvieron la postura antigua hasta el siglo XVIII.

Otras formas de demostrar la veneración a la eucaristía era extender los brazos en cruz o levantar por lo menos las manos. La genuflexión simple con una sola rodilla y por un momento, aparece por vez primera mencionada en Enrique de Hesse (m. 1397) como costumbre de algunos sacerdotes piadosos. El Misal Romano no la prescribe hasta el año 1498 y fue el Misal de  San Pío V quien la universalizó.

Fue en esta época, entre los siglos XV y XVI, cuando aparecen en los documentos de fundaciones piadosas algunas estipulaciones sobre el canto en el momento de la elevación de himnos como el “O salutaris hostia” y el “Ave verum” o de la oración “O sacrum convivium”.

El mismo significado de ceremonia de saludo tenía el presentarse en el presbiterio inmediatamente antes de la consagración ( al canto del Benedictus del Santo) algunos acólitos con velas encendidas y un turiferario. Esta última costumbre arraigó y logró imponerse generalmente.

Sin embargo en lo que se refiere a los cantos, podemos afirmar que se los encuentra con preferencia en los países latinos, mientras que en los germánicos querían más bien el silencio. Las decisiones de la Sagrada Congregación de Ritos favoreció generalmente la tendencia el silencio, prohibiendo los cantos aunque permitiendo que se toque el órgano al alzar pero no más allá, como testarudamente aún se hace en algunos sitios contraviniendo la norma litúrgica de antes y de después del Concilio…

No hay que tener miedo al silencio litúrgico, que debe ocupar un espacio importante en la celebración.


Capítulo 22: La Consagración (1ª Parte) (25/04/2009) 

Sorprende agradablemente que la proximidad del  relato de la institución en nuestro canon romano haya conseguido sacar a la liturgia romana de su habitual reserva, algo cautelosa, y creado un término de jugoso sentimiento de amor: nombra a Jesucristo como “tu amadísimo Hijo”. Tal ternura nos colma de gozo y satisfacción. No podía estar precedido el relato de la institución de una más afectuosa referencia. Característica que,  junto a las palabras “el cual, la víspera de su pasión” distingue a la liturgia romana de las liturgias orientales que gustan en comenzar el relato con las palabras “en la noche en que fue traicionado”. 

El texto actual estudiado a la luz de los criterios bíblicos y litúrgicos 

El texto actual del canon romano, casi idéntico con el de los documentos más antiguos, conjuga todos los elementos de adecuación bíblica y litúrgica con moderada sobriedad.

Busca un paralelismo con el texto de uno de los dos relatos evangélicos pero expresando la tendencia a enriquecerlo con palabras de respetuosa veneración litúrgica. Pocas son las palabras que faltan en el texto litúrgico de la institución si lo comparamos con el relato bíblico probando de esta manera que la liturgia romana se preocupó de acercar lo más posible el texto litúrgico al bíblico. Quizá únicamente puede sorprendernos una cosa: que en el texto de la consagración del vino el verbo vaya en futuro (será derramada) mientras tanto el texto de San Marcos como el de San Lucas la ponen en presente. Como, por otra parte, en la anáfora de San Hipólito el confringetur (será partido: futuro) se encuentra el lado de effunditur (es derramada : presente)  Parece pues que entonces se daba poco importancia a este matiz.

Estas diferencias en la redacción de las palabras aparecen también en el mismo texto bíblico. En S. Lucas y en S. Pablo se dice: “Este cáliz es…”  mientras que en Marcos y Mateo se dice “Esta es mi sangre…”. El canon romano no adopta ni la primera versión ni la segunda sino que modifica la versión paulina: “Este es el cáliz de mi sangre…”. Recordando el ambiente de la cena pascual y sus ceremonias de tomar en las manos el pan para explicar su significado y luego el cáliz para decir “Este es el caliz de bendición…” para continuar con una acción de gracias, es probable que Cristo procuró acomodarse lo más posible a las ceremonias tradicionales y antiguas en noble gesto de respeto, y así, parecería que presentaría el cáliz con estas palabras. “Este es el cáliz de mi sangre….”

Pero lo que importa no es que se mantenga intacta la materialidad de un texto, aunque sea tan santo y decisivo como el de las palabras de la consagración, sino que se conserve íntegro su sentido: el poder causar la presencia real de nuestro Señor Jesucristo como sacerdote y víctima en sacramento y sacrificio.  

El “Mysterium fidei” 

Un problema insoluble hasta la fecha es la aparición en el relato de la institución de las palabras “mysterium fidei”. Aparece ya en los sacramentarios más antiguos del siglo VII, por lo que hay que descartar la explicación tan extendida de que era una exclamación del diácono para anunciar al pueblo el momento de la consagración en tiempos en que el altar se ocultaba con un velo.

Se ha intentado relacionar las palabras “mysterium fidei” con el mismo texto considerándola, no como exclamación aislada, sino como parte de la construcción gramatical toda ella. No se puede aceptar esta interpretación. “Mysterium fidei” aparece claramente como elemento autónomo, intercalado posteriormente por motivos que desconocemos. Tal vez podemos entender que el acto sacrificial no acontece hasta la efusión de la sangre que tiene ligar en la consagración del vino en virtud de las palabras distintas. En efecto, en este momento encajaría perfectamente la frase “mysterium fidei”, es decir, a continuación de las palabras esenciales para la transustanciación del vino “Hic est enim cálix sanguinis mei” y aún antes de la terminación “quod pro vobis et pro utis effundetur in remissionem peccatorum”.

Así pues se querría indicar que en a sola consagración del pan aún no se realiza el sacrificio sino que hay que esperar este misterio de la fe hasta la consagración del vino.

Por eso creo francamente que no importa la postergación sufrida por el “mysterium fidei”  en el Misal de Pablo VI de 1969 desde su intercalación en medio de la consagración del vino hasta el lugar que ahora ocupa después del mandato de repetición “Hoc facite in meam commemorationem”.

Tampoco creo que desdiga del sentido del concepto la traducción castellana de “mysterium fidei” por “Este es el sacramento de nuestra fe”. No puedo decir lo mismo de la traducción catalana donde inusitadamente se desdibuja la presencia sacramental del Señor por una exhortación a “proclamar el misterio de la fe” (Proclameu el misteri de la fe).

El concepto “Mysterium” en la antigüedad y en gran parte de la Edad Media era sinónimo de “sacramentum”, como vemos en tantos textos litúrgicos, patrísticos y clásicos. Los antiguos querían expresar en ambas palabras sinónimas una fuerza divina que obra invisible y sobrenaturalmente en la Iglesia y en nosotros.


Capítulo 21 : El sentido del misterio eucarístico (2ª parte) (10/04/2009)

Verdadero sacrificio, no sólo conmemoración 

¿Cómo en la consagración intervienen a la vez Cristo y la Iglesia? Para explicar que es sacrificio de Cristo no basta con remitir al sacrificio de la cruz. El problema estriba en cómo Cristo realiza en el sacrificio eucarístico una acción sacrificial distinta en cada misa que, sin embargo, tiene toda la fuerza de aquella entrega en el ara de la cruz. Pues esto es necesario para que cada misa sea realmente un sacrificio propio (aunque dependiente del de la cruz) y no sólo una pura conmemoración de aquel. No basta que se recuerde en desfile imaginativo el drama doloroso de la cruz; es imprescindible que lo reproduzcan al vivo, que hagan verdadero sacrificio, es decir un acto sacrificial en cada misa que se celebra. Que se renueve el sacrificio en una ceremonia exterior capaz de reproducirlo.

La acción sacrificial que se corona con la presentación ante el divino acatamiento del cuerpo y sangre de Cristo, arranca de las ofrendas de pan y vino, distintas en cada misa, de modo que estas ofrendas entran materialmente, aunque convertidas en el cuerpo y sangre de Cristo, en el proceso sacrificial. A distintas materias sacrificiales, distinto sacrificio por lo tanto. Estos sacrificios son acciones sacrificiales del mismo Cristo, porque el pan y el vino consagrados son el mismo Cristo que sufrió en la cruz y que ofrece todos los sacrificios eucarísticos y, sin embargo, son sacrificios distintos porque las ofrendas sacrificiales lo son. Realiza pues Cristo en cada misa una acción sacrificial distinta, que es, sin embargo, la renovación del mismo sacrificio del Calvario.

De la misma manera así como en cada misa el pan y el vino se renuevan, también lo hace la Iglesia que interviene por el ministerio de sus sacerdotes. Es decir, la Iglesia no sólo se adhiere en lo exterior al sacrificio de Cristo presente en ella; ofrece también ella misma el sacrificio como suyo. La Iglesia no sólo ofrece a Cristo, sino que en Cristo se ofrece a sí misma. Esta es su verdadera vocación, y ningún medio mejor para cumplir con ella que la celebración incesante del sacrificio de la eucaristía. La verdad del sacrificio de la Iglesia proyecta nueva luz sobre el hecho de que el celebrante actúa en virtud de una dignidad recibida en la consagración sacerdotal de manos de la Iglesia. Es verdad que al pronunciar las palabras de la consagración el sacerdote se reviste de la persona de Cristo. Pero ni aún entonces cesa el encargo que tiene de la Iglesia que, como Esposa de Cristo, le faculta el apropiarse y poner por obra el mandato de Jesús. 

Consecuencias de orden moral 

Parece natural se exija de ella la disposición interna, tan necesaria como el rito exterior, para que haya verdadero sacrificio. De ahí la gran responsabilidad que sus ministros contraen de procurar en cada sacrificio ese espíritu de entrega inmolativa. A estas cimas de amor a Dios y a los hombres nos invita Cristo en cada misa, y pone en las manos de sus sacerdotes lo más selecto que Él pudo dar a su Padre celestial: su cuerpo sacrificado y su sangre derramada.

Realmente, si cada sacrificio ha de ser entrega de la propia vida, simbolizada por la efusión de la sangre, en los sacrificios perfectos de la Nueva Alianza no podía faltar este elemento. El que en nuestros sacrificios intervenga Cristo no prueba que tenga que realizar Él solo el acto sacrificial, contentándonos nosotros con gozar de sus frutos. La intervención de Cristo no nos dispensa de colaborar activamente en acción tan veneranda. La participación mediante nuestro sacrificio personal en el sacrificio de Cristo recobra nueva fuerza precisamente en nuestros días, y es una de las ideas sobre las que las que el Concilio Vaticano II y las encíclicas de los últimos papas han insistido de manera más reiterada.

La colaboración humana admite grados y el “opus operantis” (el esfuerzo religioso moral del que lo celebra y recibe) está en la celebración al lado del “opus operatum” (la fuerza divina que obra en el sacramento) Ciertamente en el sacramento es Cristo quien opera, es decir que el efecto meritorio no depende de nuestra actuación sino de la del mismo Dios.

Pero nuestra preparación moral (sufrir y aceptar adversidades, hacer actos de abnegación y otras virtudes) participa en el sacrificio eucarístico. Existe una unidad ontológica interna entre el sacrifico cultual y moral a la que se añade secundariamente la expresión psicológica cuando en el ofertorio entregamos las ofrendas haciendo simbólicamente la entrega de nosotros mismos.

En la participación humana en el sacrificio de Cristo culmina sintetizada y sublimada la línea de los sacrificios continuos de toda nuestra vida, consagrada al cumplimiento del deber para mayor gloria de Dios. Urge tener conciencia de nuestra responsabilidad ante estas realidades sobrenaturales tan asombrosas.

Y si no se educa a las jóvenes generaciones en esta perspectiva teológica no se recogerá la mies de un sacerdocio renovado para el siglo XXI ni se vivirá un renacimiento vocacional como el que necesitamos.


 

Capítulo 21: El sentido del misterio eucarístico (1ª Parte) (04/04/2008)

En el sugestivo ambiente de la Semana Santa, un estudio de la Misa que quiere ser síntesis, no puede estar falto de la explicación ideológica y dogmática de su rito central, la consagración, porque en él se concentra focalmente el misterio todo como acción y se verifica el sacrificio en su esencia.

Hay en el sacrificio de la Misa una consideración esencial que debe ser hecha: la entrega sacrificial de Cristo como acto de obediencia heroica para reparar la desobediencia de Adán. El recuerdo de esa entrega sacrificial es un hecho real y objetivo que tiene que penetrar toda la vida consciente y afectiva del que interviene en esta representación mística de su muerte. Sin duda no depende de ellos la fuerza infinita del sacrificio ni su significación pero la omnipotencia divina ideó en la Misa un medio asombroso para que las generaciones siguientes estuvieran místicamente presentes asimilando la tragedia salvadora de la cruz.

Durante la Edad Media las interpretaciones místicas que dieron a la misa los que aquella edad, tuvieron el mérito inapreciable de meter en la conciencia popular la idea esencial de la misa como sacrificio representativo de la Cruz: la pasión del Señor la vieron representada en la fracción del pan, en su distribución a los fieles, en la sunción del cáliz, por la que la sangre del Señor pasaba a la boca de los fieles. Éste fue el punto de arranque para extender la alegoría, deliciosa hasta el detalle, a toda la misa. En el velar la patena mediante el paño de hombros cuando la coge el subdiácono, o cuando el sacerdote lo pone, en la misa rezada o cantada, de bajo de los corporales, veían representada la huida de los Apóstoles al comienzo de la pasión. Se le ve padecer al Señor cuando el celebrante pone los brazos en cruz durante el prefacio y el canon. En la inclinación de cabeza al final del “Memento etiam” figuran el inclinar Jesús la cabeza al entregar  en la muerte su espíritu al Padre eterno. Al “Nobis quoque” levanta el sacerdote la voz y se da un golpe de pecho, porque se lee en la Sagrada Escritura del centurión que levantó su voz para dar testimonio de Cristo y porque los que estaban alrededor de la cruz volvían a casa después de la muerte dándose golpes de pecho. La mezcla de una partícula de la forma con el sanguis, representa la resurrección del Señor, cuando se unió otra vez el alma, la vida representada por la sangre, con el cuerpo. Mediante el ósculo de la paz saluda Cristo Resucitado a los Apóstoles…

Otras alegorías posteriores van haciendo desfilar en la misa la cinta de la vida toda de Cristo y aunque nos parezcan endebles tuvieron esa virtud pedagógica para el pueblo cristiano.

Esta conmemoración de la pasión fue un progreso sobre la forma primitiva de la eucaristía que veía el recuerdo del Señor más bien en la forma exterior de banquete, siendo para los cristianos ante todo recuerdo de la cena, No fue fácil la evolución de la idea de cena conmemorativa a sacrificio representativo. Los primeros cristianos no encontraban satisfactorio hablar de altar ni de materias sacrificiales les recordaba demasiado los sacrificios de los paganos y los judíos. Ellos, los cristianos, se reunían alrededor de una mesa, Nada mejor para expresar la unión intima entre el “que presidía”- por la misma razón no le llamaban sacerdote- y la comunidad, que el ambiente acogedor de un banquete.

Llevaba, sin embargo, una desventaja: el acentuar tanto la idea de cena podía desdibujar las líneas de la idea sacrificial. Cayeron en la cuenta del peligro y por eso fueron aislando la función religiosa de la celebración del ágape, aunque sin suprimir ninguna de las dos expresiones. Es evidente que a medida que avanzaban los siglos la conciencia del carácter esencialmente sacrificial de la celebración eucarística encontraba expresión cada vez más clara. La fe inquebrantable en la palabra de Cristo iba transformando la forma primitiva de una cena conmemorativa. El mandato del Señor, que se acomodaba además a la natural tendencia del hombre de tener sacrificios en el culto y auténticos sacrificios en acción, venció finalmente todos los reparos contra un sacrificio visible. Un elemento poderosísimo en esta evolución fue, sin duda, el entregar los fieles las ofrendas para la misa. Con todo, tanto en la antigüedad como en la Edad Media sabían los fieles que la aportación de ofrendas no era el sacrifico, sino sólo su preparación, y no pasó de elemento de segundo orden. El sacrificio cristiano no consistía en la oblación del pan y del vino, sino en la del cuerpo y la sangre de Cristo. Pero si el llevar su ofrenda al altar no constituía aún el sacrificio, contribuía eficazmente a que la oblación inmolativa del cuerpo y la sangre de Cristo se considerase como sacrificio nuestro. Esta advertencia última tiene cierta actualidad: la liturgia siempre habló con toda claridad junto al sacrificio de Cristo, del sacrificio de la Iglesia, aunque en la teología sacramental y la predicación a partir del siglo XVI en su polémica contra las herejías protestantes venía acostumbrándose a hablar casi exclusivamente del sacrificio de Cristo.

No extrañe si insistimos en que el sacrificio eucarístico es al mismo tiempo sacrificio de la Iglesia, como desde la antigüedad lo recuerdan los Santos Padres de la Iglesia y quiso afirmar rotundamente también el Concilio de Trento. (Denzinger nº 938) Parece una cosa obvia celebrándose como se celebra en la Iglesia. Sin embargo, no se trata de esto solamente, sino de saber si además de Cristo, la Iglesia, o sea la institución de Cristo y cada uno de los miembros que la componen, intervienen directamente en este sacrificio. La respuesta categórica la da la misma liturgia cuando en uno de sus textos más venerables la acción del altar es llamada “oblatio servitutis nostrae sed et cunctae familiae tuae” (oblación de nosotros tus siervos y también de toda tu familia). Y algo después de la consagración afirma: “nos famuli tui, sed et plebs tua sancta offerimus praeclari maiestati tuae” (nosotros tus siervos pero también tu pueblo santo ofrecemos a tu excelsa majestad…) La liturgia distingue pues, dentro del concepto de Iglesia, clero y pueblo; lo que equivale a afirmar llanamente que también el pueblo interviene en el sacrificio.

Así pues en la consagración las ceremonias sobre el pan y el vino son sacrificio en que se ofrece Cristo a sí mismo y al mismo tiempo en él se ofrece la Iglesia, sacerdotes y fieles.

Para comprender cómo la transubstanciación de pan y vino pueda ser sacrificio, es necesario y basta señalar en ella la efusión de la sangre. Las mismas palabras de la consagración del cáliz nos prueban la existencia de tal efusión de la sangre. Aunque en la traducción castellana de la misa actual se dice “será derramada”, el texto original tal como viene en San Marcos y en San Lucas y se encuentra en la anáfora de San Hipólito dice “es derramada” o sea que la efusión de la sangre no se refiere exclusivamente al sacrificio de la cruz, sino también al de la cena y, en consecuencia, a cada sacrificio eucarístico. Si en la redacción actual no se atiende a esta duplicidad de la efusión de la sangre, ciertamente no se la excluye. En efecto, es unánime la doctrina de los teólogos sobre el sacrificio eucarístico: no hay sacrificio con la sola consagración del pan, se requiere la del vino. Para la presencia real bastaría la consagración de una sola especie, pero para que haya sacrificio es necesaria la consagración de ambas especies. ¿Razón? Que por la consagración subsiguiente del vino, se separa sacramentalmente la sangre del cuerpo, realizándose  de este modo el acto cumbre de todo sacrificio cruento: la efusión de la sangre, Hasta la reforma de San Pío V esto se expresaba incluso plásticamente colocando el cáliz al lado derecho de la forma, como dice Inocencio III (De sacro alt. Myst, II, 58 : PL 217): “como si debiera recoger la sangre que se cree y se ve derramada del costado derecho”. En la reforma postconciliar se enfatizó esa forma antigua de colocación de la patena y del cáliz a su derecha pero sin hacer pedagogía para recordar la antigua explicación alegórica sacrificial por lo que no ha servido absolutamente a ningún fin educativo: ha acabado siendo un cambiar por cambiar. Aunque con la sola posterioridad de la consagración de la sangre en relación a la del pan se hace ya visible la separación de la sangre y cumple por tanto  la condición de ser un acto sensible y perceptible de efusión de sangre  que manifiesta la intención sacrificial.

A continuación y cómo conclusión de la primera parte de este capítulo un breve excursus sobre la cuestión del “pro multis”. Sencilla y al alcance de todos.

 

Capítulo 20: El “Quam Oblationem” (27-03-2009)

 Nos encontramos de nuevo en la sección más antigua del canon. Realmente así lo podemos suponer teniendo en cuenta que gramaticalmente forma una sola pieza con las palabras de la consagración. Es el último esfuerzo humano para llegar a las entrañas del misterio. Como tiene forma de petición, uno se puede preguntar qué es lo que pide exactamente.

Según el texto actual, que es el mismo que en tiempos de San Gregorio Magno, pedimos a Dios que se digne hacer que esta ofrenda sea en todo bendecida, admitida, aprobada, sobrenatural y grata, para que quede convertida en el cuerpo y la sangre de Cristo.

Por de pronto, no conviene fijarse en cada uno de los atributos por separado, sino más bien en la relación que existe entre ellos como conjunto, y en el acto de consagración. Es decir, si lo que pedimos, es la perfección previa de los dones que exige la consagración o si pedimos sencillamente la misma consagración. En este segundo caso los atributos describirían ya la materia sacrificial como consagrada. El problema estriba pues, en si hemos de considerar en estos cinco atributos, la última preparación para la consagración o no. Es el problema básico de esta oración. El otro, el secundario, es el sentido exacto de cada uno de los atributos.

De atenernos puntualmente al texto actual, hemos de afirmar que pedimos la última preparación inmediata a la consagración. Pero contra esta interpretación tenemos un texto antiguo, cita del canon romano, que es conservado por San Ambrosio y además  la circunstancia de que en tal caso faltaría en la liturgia romana una oración correspondiente a la que tienen los orientales y que se llama “epíclesis” a saber: la petición directa de que Dios intervenga en la realización del misterio de la consagración.

 El texto de San Ambrosio

 En la cita del canon romano que San Ambrosio reporta en el libro IV del “De Sacramentis” la presente oración tiene efectivamente un sentido de ruego dirigido a Dios para que intervenga y obre la transubstanciación. El texto es como sigue: “Fac nobis hanc oblationem adscriptam, ratam, rationabilem, acceptabilem, quod figura est corporis et sanguinis Domini nostri Iesu Christi”. Como se ve comparando el texto, las diferencias están en que en lugar del “facere digneris” (te dignes hacer) se pone “fac” (haz) y en vez de “ut nobis fiat” (hágase para nosotros) se dice “quod figura est” (que es la representación). La primera diferencia no tiene importancia alguna. El interés se concentra en el  haber cambiado el hecho (quod est) por el deseo (ut fiat). Si ponemos “quod est” , se afirma que todo el conjunto de los atributos señalan las materias sacrificiales como ya consagradas, mientras al decir “ut fiat” los atributos expresan un estado de las ofrendas inmediatamente anterior a la consagración, previo al misterio esencial.

¿Cuál es el sentido pues de nuestra fórmula actual confrontándola con la que San Ambrosio nos reporta?

Sencillamente el que la versión castellana ha traducido. Es decir, pedimos que las ofrendas sean bendecidas o sea que queden consagradas para que al serlo queden convertidas en el cuerpo y la sangre de Cristo.

Bendice y santifica, oh Padre, esta ofrenda, haciéndola perfecta, espiritual y digna de ti, de manera que sea para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor.

Hace falta subrayar que hay que interpretar esta oración como una petición de consagración al modo de la epíclesis oriental, es decir, invocando al Espíritu Santo para que descienda sobre los dones y los convierta con su poder divino en el cuerpo y la sangre de Cristo. La oración va dirigida al Espíritu Santo porque es Él el que continúa la obra de Cristo en la tierra tal como prometió el Señor a los Apóstoles como virtud iluminadora y sobrenatural que obrase en los sacramentos de la Iglesia. Por lo cual, ese “Oh Padre” , traducción caprichosa del “Deus” del original latino destroza todo el sentido de la oración que es una plegaria pneumatológica. El traslado del gesto de extender las manos sobre las ofrendas desde el “Hanc igitur” hasta el inicio del “Quam oblationem” subraya ese carácter pneumatológico.

Y el hecho de que lo sea no significa que la consagración tenga lugar en virtud de esta súplica al Espíritu Santo y no por las palabras de la institución. En el trágico cisma entre Oriente y Occidente, esta interpretación de la epíclesis es uno de los puntos principales  que separa a los orientales de Roma.

Además es muy probable que en Roma, al menos por algún tiempo, se intercalara entre el “acceptabile facere digneris” y el “ut nobis” la siguiente frase de invocación al Espiritu Santo: “eique virtutem Spiritus Sancti infundere digneris” . Así aparece en un pasaje de una carta del papa San Gelasio I (Ep. Fragm. 7)

 

En las dos próximas entregas correspondientes a los sábados 4 y 11 de abril (Sábado de Pasión y Sábado Santo) haré una exposición sobre el sentido del Misterio Eucarístico.

El estudio sobre el rito en sí mismo será retomado, Dios mediante, el sábado 18 de abril con un estudio sobre la Consagración.

Capítulo 19: “Hanc igitur” – 21/03/2009

El “Hanc igitur” es una oración intercesora más dentro del canon y, como tal, añadida al canon primitivo. Lo está gritando la fórmula final “Per Christum Dominum nostrum”. Sin embargo, no por esto deja de ser una oración antiquísima, registrada ya por los primeros documentos que poseemos de la misa romana.

Es necesario recurrir a una interpretación histórica para entender porqué se ha añadido otra oración de petición pues con el mero análisis de su forma actual no nos conduce a la causa.

Al fijarnos en la función que realizan los nombres nos daremos cuenta que no son los de los oferentes sino los de las personas por las que se ofrece. Pongamos un ejemplo: en las misas de los escrutinios bautismales se nombraban en el Memento los padrinos, que habían encargado la misa, y en el Hanc igitur, los candidatos al bautismo. Otro ejemplo instructivo: en la misa que se ofrecía por las mujeres estériles como no convenía que asistiesen personalmente a la misa, otros ofrecían por ellas. Su nombre se pronunciaba en el Hanc igitur y no en el Memento. Finalmente, el Hanc igitur fue la oración en que se nombraban especialmente los difuntos, por los que se ofrecía el sacrificio.

Estos ejemplos nos dicen que el Hanc igitur era una oración propia de las misas votivas. De no ofrecerse el sacrificio por una intención especial, como en los domingos y fiestas, no había Hanc igitur.

El Hanc igitur era una oración circunstancial. Se reflejaba aún en su texto que, a no ser por las primeras palabras variaba muchísimo. En él se expresaban todas las combinaciones posibles entre el celebrante, el oferente y por quien se ofrecían. Existía pues mucha variedad y libertad incluso para expresar la intención. Lo malo empezó a ser cuando los asuntos eran poco espirituales: para que la vaca dé a luz bien, para que se conserven los quesos, para que el vino no se nos agrie con la luna llena, para que el barco de telas llegue a buen puerto, etc… Y eso en latín ya casi macarrónico y en voz alta. Para desternillarse de risa y morirse.

Se imponía pues un retoque definitivo. Y fue San Gregorio Magno quien lo dio. Por su antigüedad no quiso suprimir el Hanc igitur; por eso, para que en adelante figurasen en ella nada más que intenciones de un elevado interés religioso, dio a esta oración una redacción fija que no dependiera de las iniciativas particulares del celebrante. En lugar de intenciones privadas se pusieron las grandes y universales, ante todo la paz alterada por las continuas guerras, que consigo trajo la invasión de los pueblos germánicos: “diesque nostros in tua pace disponas” (ordenes en paz nuestros días) Otra intención era la perseverancia final: “atque ab aeterna damnatione nos eripi et in electorum tuorum iubeas grege numerari” (nos libres de la condenación eterna y nos cuentes en el número de tus elegidos).

Finalmente, fijó las palabras alusivas a los oferentes: “servitutis nostrae se et cunctae familiae tuae” (“la ofrenda de nosotros tus siervos (el clero) y de toda tu familia (el pueblo cristiano).

Sin duda, con el arreglo perdió el Hanc igitur definitivamente su sentido primitivo, ya que no se mencionan las personas por las que se ofrece el sacrificio. Ni siquiera dice que lo ofrecemos por las intenciones generales (como el Te igitur) sino que pide a Dios acepte las ofrendas, y dé la paz y perseverancia final. Es decir, combina, bajo el manto literario de un ruego, el ofrecimiento con la petición directa de las gracias solicitadas. No se borró con todo su carácter primitivo: se conservaron “Hanc igitur” especiales (Pascua y Pentecostés por los neófitos, en Jueves Santo recordando el misterio del día, etc.) que mantuvieron el recuerdo de su carácter intercesor.

A pesar de la reforma gregoriana, los francos se creyeron autorizados a seguir intercalando intenciones particulares como acogiéndose a un privilegio. Crearon fórmulas nuevas y las incluyeron en sus sacramentarios. Con el tiempo, se impuso también en el norte el Hanc igitur retocado por San Gregorio, desapareciendo esos usos.

Carácter oblativo del Hanc igitur

El estudio del Hanc igitur en cuanto oración intercesora o de súplica es el aspecto más interesante de esta oración. Pero no por eso hemos de pasar por alto su carácter oblativo: “rogamos Señor recibas propicio esta ofrenda de tus siervos”. Precisamente el doble carácter impetratorio-oblativo evidencia que el Hanc igitur es oración genuinamente romana, introducida casi a poco de dar entrada en el canon a las primeras súplicas: fue creado como oración para unir el ofrecimiento con la intercesión y no tiene correspondencia alguna en otras liturgias, orientales o no. De esta manera manifiesta con mucha claridad el carácter impetratorio del sacrifico eucarístico: nuestras ofrendas son súplicas hechas realidad en la materia sacrificial. Pero como desde el retoque de San Gregorio, las peticiones tienen un carácter tan general, prevalece el aspecto oblativo de la oración sobre el impetratorio.

Actitud corporal

Hasta fines de la Edad Media, se subrayaba la idea de ofrecimiento con la actitud corporal de inclinación profunda. A comienzos de la Edad Moderna (siglo XV) se la cambió por el gesto de extender las manos sobre las ofrendas, de marcado carácter oblativo y escriturístico, pues recuerda las ceremonias sacrificiales del Antiguo Testamento: se imponían las manos sobre el macho cabrío en el día de la Expiación, cargando sobre él los pecados del pueblo. Pero también, y con distinto sentido, expresaba que la víctima representaba la propia vida del que la sacrificaba. Lo que ciertamente podemos afirmar es que, a pesar de que el gesto se introdujo casi mil años después de crear la fórmula, expresa la oblación que precede inmediatamente la realización del sacrificio: señalamos las ofrendas y expresamos que nos sentimos identificados con Cristo, nuestra victima, y que nos ofrecemos juntamente con Él.

Lo que rotundamente debemos afirmar es que no se trata de una “epíclesis”, hecho que motivó que en el posconcilio, vista la ausencia de un gesto de epíclesis propiamente dicho, esta fuera una de las cuestiones a tratar por la reforma litúrgica. Trataré este problema y su solución en el próximo capítulo, que se centrará exclusivamente en la oración “Quam oblationem”.

 

 

Capítulo 18: El “memento” y el “communicantes” - 14/03/2009

Orígenes y evolución

Acerca de la introducción de la costumbre de leer los nombres de los oferentes en el mismo canon, tenemos noticias concretas de principio del siglo V. Hasta entonces se hacía durante la oración general de los fieles, inmediatamente antes de empezar la plegaria eucarística. En el año 416 el papa Inocencio I escribe una carta al obispo Decencio en que le dice que le parece menos conveniente leer los nombres antes de haberse iniciado el acto sacrificial porque esto equivale a querer comunicar a Dios quiénes son los que han contribuido con sus ofrendas al sacrificio, como si Él no lo supiera. En cambio de la otra manera parece más acertado porque tiene el sentido de encomendar a Dios a los donantes. Este el fin dominante en el “Memento” actual: dar expresión litúrgica a la verdad dogmática de que las ofrendas tienen valor impetratorio y hacer vivir esta verdad, añadiendo una breve oración por los oferentes.

En nuestra liturgia romana el “Memento” recoge el grupo de los vivos que se encomiendan a la oración del sacerdote y el “Communicantes” inmediatamente posterior recoge la lista de los santos que están unidos a nosotros.

Recordemos que si en algún momento y lugar, la mención pública de los oferentes tuvo aspecto honorífico, esta lo perdió en el momento en el que la liturgia actual pasó a rezarse en voz baja a partir del siglo XI. Además dio libertad al celebrante para encomendar a quien quería sin reglamentación alguna como cuando todo era público.

Justo después de recordar y mencionar a los oferentes, el celebrante nombra a los “circumstantes”, es decir, los asistentes a misa. La costumbre general durante los diez primeros siglos fue la de estar de pie, circundando el altar en semicírculo frontal, facilitado por el hecho de la colocación del altar en el límite entre la nave y el presbiterio.

Para encomendar a los oferentes y a los circumstantes se afirma de ellos en primer lugar que “su fe y devoción es conocida por Dios” y en segundo lugar que son ellos los que le ofrecen a Dios “este sacrificio de alabanza rindiéndole sus votos”. Asoma aquí el eco del versículo 14 del salmo 49: “Sacrifica a Dios tu sacrificio de alabanza y rinde al Altísimo tus votos”.

El “Memento” consistía pues en una palabras generales de recomendación de aquellos “cuya fe y devoción te es conocida” y la adaptación de un versículo del salmo.

Muy pronto, seguramente en el siglo V, al nombre de los oferentes se le añadió un segundo grupo: “el de los suyos”. También, de la misma manera, se resumieron las intenciones en dos clases de intenciones reales: la salvación eterna y el bienestar temporal (pro spe salutis et incolumitatis suae)

Esta no ha sido la única ampliación de que ha sido objeto la cita del salmo. Le precede otra que data de la época en que los francos adoptaron la liturgia romana: a los liturgistas francos les parecía demasiado atrevido afirmar que los fieles con sus ofrendas ofrecían realmente el sacrificio eucarístico. Por eso, para suavizar la expresión pues no se atrevían a suprimir nada del texto litúrgico, le antepusieron las palabras “por los cuales te ofrecemos”, indicando con esta atenuación que el mismo celebrante intervenía en este sacrificio y que los fieles no ofrecían solos el sacrificio.

La enmienda que proponía las intenciones divididas en dos grupos, rompe la unidad y la armonía del versículo del salmo; esta circunstancia fue aprovechada por San León Magno para iniciar otra oración. Fue entonces cuando la mención del catálogo de los venerados como santos penetró en el canon: el “Communicantes”, nacido como prolongación del Memento y dependiendo de este gramaticalmente. El fin principal de la oración no es pues pedir la intercesión de los santos sino el respetuoso recuerdo de que los santos son de los nuestros, que fueron hombres como nosotros sometidos a las mismas miserias. La oración sin embargo tiene una tonalidad alegre: sabernos unidos estrechamente con ellos. Indudablemente, el tomar conciencia de nuestra unión íntima con ellos pudo sugerir al fin y al cabo el pedir su intercesión, pero como motivo secundario, aprovechando como de paso la ocasión: “…por cuyos méritos y ruegos concédenos que en todo seamos fortalecidos con el auxilio de su protección”.

San León no creó la fórmula, sino que la tomó ya hecha, quizá de la liturgia bizantina. Actualmente la lista contiene después del nombre de la Virgen (y el de San José añadido por Juan XXIII) dos series de doce nombres en cada serie: la primera la forman los Apóstoles y la segunda los mártires. El culto de los confesores no ha dejado huella en ellas, prueba evidente de su antigüedad, confirmada por el hecho de que en ellas no se contienen otros mártires que los venerados en Roma. Se advierte además un orden jerárquico: en primer lugar se enumeran seis obispos, de los que cinco son papas, el sexto es Cipriano, obispo de Cartago. Argumento sólido para probar la estrecha relación que siempre ha existido entre las Iglesias romana y norteafricana. A San Cipriano le precede inmediatamente San Cornelio, alterando la cronología: se hizo para que ocupase su puesto junto a San Cipriano del que era contemporáneo. Entre los seis mártires aparecen primero dos clérigos: San Lorenzo y San Juan Crisóstomo, a los que siguen los seglares Juan y Pablo, Cosme y Damián.

Sin duda alguna este grupo de santos no se formó de una sola vez sino que representa el ajuste definitivo tras varias tentativas de época diversas. La lista primitiva debió de contener sólo los nombres de los santos que recibían en Roma culto especial. Según investigaciones recientes parece ser que en un principio solo figuraban, entre los Apóstoles, los santos Pedro y Pablo, Andrés y tal vez Santiago y Juan. Parece que durante el siglo VI se añadieron a ellos los nombres de los santos Tomás, Santiago el Menor y Felipe. Algo parecido ocurrió seguramente con la lista de los mártires. En Roma sólo tenían culto los santos Sixto y Lorenzo, Cornelio y Cipriano. La fiesta de este último empezó a celebrarse en Roma en el siglo IV, aunque no pertenecía a aquella Iglesia. El culto del papa Clemente tomó gran auge en el siglo VI, apoyado por una abundante literatura. San Crisóstomo es el mártir legendario a quien se le identificaba con el fundador de una de las iglesias titulares de Roma; los santos Juan y Pablo son mártires del tiempo de Julián, el apóstata. Los santos Cosme y Damián son médicos y mártires muy venerados en Oriente. Todos estos nombres formaban con toda seguridad ya en el siglo VI la lista de los santos. Esta lista del “Communicantes”, así como la del “Nobis quoque” fue sometida a una revisión al final del siglo VI. Por aquel tiempo entraron a formar parte los dos primeros sucesores de San Pedro, Lino y Cleto, poco conocidos hasta entonces. El redactor a quién se debe la revisión fue el mismo San Gregorio Magno. A él se debe pues, el orden jerárquico y cronológico que hoy observamos en ella.

Durante la Edad Media solían añadir en las diversas regiones los patronos y otros santos muy populares. Por algún tiempo se usó una fórmula general para incluir los santos a cada día a semejanza de la fórmula con que se conmemoran actualmente las grandes solemnidades (sed et diem festum celebrantes…quórum solemnitas hodie celebratur: celebrando en este día la fiesta de san tal o cual). El Misal de San Pío V eliminó definitivamente estos incisos, conservando una fórmula especial solo para las grandes solemnidades de Navidad, Epifanía, Jueves Santo, Pascua de Resurrección y Pentecostés, fórmulas que ya existían en el siglo VI, por lo que sabemos de una carta del papa Vigilio al obispo Profuturo de Braga. Estas adiciones, que sólo por su antigüedad y tradición clásica se salvaron en la reforma tridentina, chocan sin embargo con el sentido primitivo del “Communicantes”.

La fórmula final : “per Christum Dominum nostrum. Amen”

Al final del Communicantes nos hallamos con la fórmula “Per Christum Dominum nostrum”. Tal conclusión sólo se encuentra en las oraciones añadidas posteriormente y que han atomizado la plegaria eucarística cambiando su carácter unitario en una serie de oraciones parciales: el Communicantes, el Hanc igitur, el Memento etiam, el Nobis quoque y finalmente el Supplices, que es la única oración sin carácter intercesor pero que acaba con esta fórmula porque durante algún tiempo era la última del canon. Es interesante observar, por otro lado, que a pesar de que la fórmula tiene abiertamente tono de final no se la cerrara con un Amén hasta que la liturgia romana fue puesta en manos de los francos en el siglo XI.

Nótese, como cosa curiosa y paradójica, que durante el resurgir en Francia de las liturgias neogalicanas en el siglo XVIII, y hacerse propaganda de la recitación del canon en voz alta, apareció el misal de Meaux en 1709 que llevaba delante de los Amen una R/ impresa en rojo, como invitando al pueblo a contestar en voz alta al sacerdote. Creían volver de este modo a las costumbres primitivas de la Iglesia y ¡estaban en realidad tan lejos del verdadero espíritu de aquella época!

 

Capítulo 17: Te igitur – 07/03/2009

Después del Sanctus, canto de alabanza general dirigido a la Santísima Trinidad, con el “Te igitur” (Por tanto a Ti, clementísimo…) se vuelve a invocar a Dios Padre, en concreto al “Padre Santo” del prefacio. Allí se le invocaba para alabarle, ahora se le invoca para ofrecerle el sacrificio. Por eso al empezar a pronunciar las primeras palabras, el celebrante se inclina profundamente después de extender y levantar las manos y los ojos: esta inclinación es característica de las oraciones en las que pedimos a Dios que acepte alguna súplica nuestra. Aquí expresa, también con la postura corporal, nuestro ofrecimiento, rogando al cielo reciba benignamente nuestros dones.

La transición de alabanza a ofrecimiento es frecuente en las oraciones eucarísticas que conocemos. Es lo más obvio, dado el doble carácter de acción de gracias y de sacrificio que tuvo esta oración desde su aparición. El título de “Padre clementísimo” es de un sentimiento de ternura inusual en las otras oraciones litúrgicas. Evidencia que la suprema solemnidad de la oración puede ir empapada de la ternura más filial.

El “por Cristo, nuestro Señor” no es una pura fórmula rutinaria. Nos hace caer en la cuenta de que nosotros somos indignos de dirigirnos directamente a Él y por eso buscamos preocupadamente un valedor: Cristo mediador. No tiene absolutamente pues, carácter de formalismo. No es el final de una oración ya terminada, sino que es como su centro a una con el “rogamus et petimus”, con el que forma una unidad estrecha. Sólo es una petición en su forma exterior. Lo que pretende es presentar a Dios Padre nuestras ofrendas por mediación de su Hijo Unigénito y que se digne aceptarlas.

Los tres nombres de las materias sacrificiales y las cruces.

Las materias sacrificiales se designan con tres nombres: dona, munera y sacrificia (dones, oblaciones y sacrificios).

Dona: dones, es decir regalos que, considerados en sí mismos, los hombres los pueden también cambiar entre sí. Munera: Oblaciones, prestaciones exigidas por la ley como contribución a determinados fines públicos. Y sacrificia: sacrificios, que son ofrendas sagradas dedicadas a Dios.

Al decir estas palabras se trazaban tres cruces sobre la forma y el cáliz. Ordinariamente solemos tomar estas tres cruces como bendiciones del sacerdote a las materias sacrificiales. No es esto exacto, pues no las acompaña término alguno que hable de bendición, además las mismas cruces van envueltas en expresiones parecidas aún después de la consagración, cuando ya no tiene sentido hablar de bendición. Estas tres cruces no tienen más finalidad que señalar las ofrendas. Lo exigía así la solemnidad de la oración: eran de tanta categoría los dones, que había que señalarlos con la mano cada vez que se les mencionaba. Así lo exigían las leyes del antiguo arte retórico. Con el tiempo el gesto de pura inclinación se convirtió en una cruz. Tales cruces indicativas han sido eliminadas en la recitación del Canon Romano con la reforma de Pablo VI.

Las intenciones

Después de la fórmula de ofrecimiento encontramos inmediatamente la manifestación de las intenciones por las que se ofrece el presente sacrificio.

No era nueva la idea cuando se introdujeron en el canon estas y las siguientes oraciones, allá por los siglos IV y V. Desde la cuna del culto cristiano la oración por determinadas intenciones se considera como parte principal del mismo. La novedad aquí era que, interrumpiendo la acción de gracias y el ofrecimiento, las metiesen en el mismo canon. A esta innovación se resistieron las liturgias hispánica y galicana. Para comprender esta innovación hemos de atraer la atención sobre el hecho de que eran los años de las invasiones de los pueblos germánicos, con todo el panorama apocalíptico de desolación que acompañaba el fin del Imperio Romano, pareciendo no bastar únicamente las plegarias comunes u oración de los fieles, después del Credo y la homilía. Había que buscar una mayor conexión con el mismo sacrificio, pronunciándolas dentro de la plegaria eucarística propiamente dicha. Además, no era conveniente que prevaleciese el tono de súplica sobre el ofrecimiento. Esto explica el que no todas las intenciones que se encomendaban en las preces entrasen en el canon: sólo entraron las más importantes: la conservación de la Santa Iglesia Católica, la incolumidad del Pontífice y la protección divina en general.

Pasadas las angustias primeras de la invasión, las oraciones de petición se redactaron en términos más generales, introduciendo entre las intenciones la unidad y el buen gobierno de la Iglesia, no sólo de Roma, sino de todo el orbe, y reservándose puesto especial para encomendar al obispo de la diócesis. En el epíteto “católica” salta el legítimo orgullo por la superioridad de la verdadera Iglesia sobre las sectas arrianas de los nuevos señores temporales: la Iglesia arriana era bastante reducida territorialmente, mientras la Iglesia verdadera se extendía por todo el orbe, era católica.

Pero no exageremos tampoco el influjo que pudieran tener los momentos de persecución sobre la formación de las oraciones. El pedir por la “Iglesia toda” fue idea muy querida siempre a los cristianos. Ahí están las oraciones de la Didaché o cuando el obispo San Policarpo de Esmirna (155-156) fue detenido y pidió que le dejasen orar unos momentos por toda la Iglesia Católica, extendida por el mundo. Lo mismo San Fructuoso de Tarragona (259) que en el momento de subir a la hoguera respondió con voz firme a un cristiano que le pedía le encomendara: “Yo tengo que orar por toda la Iglesia de Oriente y Occidente”.

Al pedir por la Iglesia entraban privilegiadamente aquellos que mayor influjo ejercían sobre ella: sus pastores. Desde los primeros tiempos se encomendaba no sólo al obispo propio, sino también al Papa. De Milán y de Ravena tenemos testimonios sobre esa costumbre del siglo V. Y los Papas lo urgían a juzgar por una carta de Pelagio I (561) a los obispos de Toscana (PL 68,398) Por entonces la palabra “papa” podía entenderse también del obispo de la región; por eso se decía expresamente que se trataba del “papa de Roma”. Estos textos litúrgicos son un testimonio espléndido a favor del primado de Roma.
Adoptado el rito romano por los francos, en su fiel observancia de la nueva liturgia no pusieron otro nombre que el del Papa. Y eso por varios siglos. A partir del siglo XI comienzan a poner con más frecuencia el del obispo.

La súplica por las autoridades civiles

En el siglo V en este mismo sitio se pedía por el Emperador. Al escindirse definitivamente el Imperio en dos mitades, como en Roma no quedaba más señor temporal que el Papa, en la redacción definitiva de la liturgia hecha por San Gregorio Magno no aparece su nombre. Encontramos algunos códices que lo nombran en el espacio de tiempo que va desde el siglo XI al XIII. Resulta evidente que las luchas entre el Papa y los emperadores dejaron su huella material en los códices a través de las raspaduras que borraban el nombre el emperador (considerado malo y pérfido, por supuesto). Con la progresiva desintegración del Imperio y la creciente formación de las nacionalidades, se advierte cada vez con más frecuencia el nombre del rey, cosa lógica también en países alejados del centro de Europa que siempre habían mantenido su independencia.

Cuando la reforma de San Pío V y su “Missale Romanae Curiae”, nacido en ambiente de luchas politicoeclesiásticas, se fueron imponiendo por toda la Iglesia, no volvieron a poner el nombre del Emperador y sí por vía de privilegio el del rey, si es que alguna vez lo habían dejado.

Muy pronto en España, y a partir del año 1761 en Austria.

 

 

Capítulo 16: Cronología de la evolución del canon – 28/02/2009

Entre la anáfora de San Hipólito (siglo III) y el texto más antiguo conservado del actual canon (siglo VIII), que no difiere del actual canon romano sino en algunos pormenores, hay un espacio de casi cinco siglos en que faltan casi por completo documentos sobre el canon. Mediante estudios comparativos se ha conseguido ascender hasta el siglo VI. Pero quedan aún en la oscuridad unos tres siglos. Y estos tres siglos son decisivos para la formación del canon. Nos quedan de aquella época únicamente algunas citas que aluden a las oraciones del canon. Sobre ellas hemos de construir las hipótesis sobre el canon. Prefiero dar aquí una breve síntesis cronológica de la evolución del canon para tener una idea clara de conjunto antes de bajar a detalles en los capítulos siguientes.

La transición del griego al latín: siglo III al IV

La anáfora de San Hipólito está redactada en griego. Es decir, que la diferencia más notable entre ella y el canon romano es la distinta lengua. El cambio de lengua que observamos en el canon tenía que darse con la paulatina desaparición del uso del griego en la vida pública. Tal vez diríamos mejor, con la desaparición del elemento oriental entre los cristianos de Roma que, como sabemos, en los primeros tiempos se componían en parte de extranjeros venidos de Oriente a la capital del Imperio. El tránsito del griego al latín no se hizo de golpe. Por una parte, nos encontramos con las primeras inscripciones latinas en las tumbas papales de la segunda mitad del siglo III y por otra, se cita todavía hacia el 360, un pasaje griego de una oración oblativa romana. Debieron coexistir durante bastante tiempo en Roma ambas lenguas, lo mismo en la vida social que en el culto.

En la mitad del siglo IV se dieron, tal vez como versión de un original en lengua griega, una oración parecida al “Te igitur” un poco más breve, con el núcleo principal del “Quam oblationem”, con las palabras de la consagración muy parecidas a la actual redacción, y también con una oración de ofrecimiento y recuerdo (memento) que de hecho es el germen de las dos oraciones “Supra quae” y “Supplices”. Estos datos se basan en una cita que S. Ambrosio hace del canon romano en una de sus catequesis (De Sacramentis IV 5, ss) y en una oración del antiguo rito visigótico (Liber Ordinum). Hacia fines de este siglo se añadieron al final de canon los primeros mementos de difuntos y las primeras súplicas por los fieles en general.

Muy pronto, a principios del siglo V, debió añadirse al “Te igitur”, el imprimis con el Memento de vivos, época en que la oración de los fieles, ya en disolución, penetró en el canon como oraciones intercesoras, es decir, la petición por la Iglesia, las autoridades eclesiásticas y civiles, juntamente con la lectura de los nombres de los oferentes. En sí había que suponer que siguiendo la costumbre oriental, tales oraciones intercesoras se intercalasen después del canon. Pero no fue así, sino que las pusieron en el sitio que hoy ocupan, quizá porque al final del canon, en algunas misas, se bendecían los frutos de la naturaleza y se terminaba el canon con una doxología.

El papa San León Magno: mitad del siglo V

Sobre la mitad de este siglo, y probablemente ya mucho antes, debió de haber al acabar el canon, un memento de difuntos. No hablan de él los documentos de la época, seguramente porque no pertenecía a la misa ordinaria, sino que se intercalaba únicamente en las misas de difuntos. Enlazaba probablemente con una frase final de la oración anterior en la que se pedía una comunión fructuosa y le seguía una súplica a los santos, pidiendo la unión con ellos. Se mencionarían ya entonces, como lo hacían las liturgias orientales, los santos Juan y Esteban. Fácil de comprender era que el eje en torno al que giraba este grupo de oraciones era la comunión. En época algo posterior se limitó la petición de la comunión con los santos a sólo los clérigos, añadiéndose las palabras “peccatoribus famulis”.

Con esto nos acercamos al pontificado de San León Magno. A él se atribuye la introducción del “Hanc igitur”, oración en que se indicaban los nombres de las personas por las que se ofrecía el sacrificio, en contraposición o elemento complementario del Memento, en que se leían los nombres de los que habían contribuido a la celebración con sus ofrendas. Del mismo papa parece ser el “Communicantes”, que lo añadió al Memento tomando por modelo una oración oriental, por cierto de historia curiosa. Se cuenta que fue San León quien a partir de las palabras “per manus angelorum” formó otra oración distinta: el “Supplices te rogamos” añadiendo el actual final (sanctum sacrificium, immaculatam hostiam).

En esta refundición, cambió el plural “angelorum” por el singular “angeli”, dando así al “Supplices” carácter de epíclesis, a imitación de modelos orientales. Si no existía ya antes, la petición de una comunión fructuosa data por lo menos de esta época. En cambio, el Memento perdió ahora todo su interés por comenzar a encomendarse a los difuntos en el Hanc igitur. Con esto, el “Nobis quoque”, hasta ahora una sola frase, quedaba aislada, y hubo que amplificarla para subsistir como oración independiente. Se puso el nombre de algunos otros santos con una fórmula final de redacción mejorada, uniéndola directamente con el Supplices.

(es recomendable leer esta explicación siguiendo la explicación con el texto del canon delante)

En el siglo VI, fuera de la adición de todavía más nombres de santos al Communicantes y al Nobis quoque, no se registra cambio alguno. La mayor parte de aquel canon coincidía ya con el nuestro.

Los cambios más importantes no aparecen antes del fin de este siglo, cuando San Gregorio Magno fija definitivamente el texto que en la actualidad recitamos. Ordenó y completó las dos listas de santos y dio forma definitiva al “Hanc igitur”, quitándole el primitivo carácter de oración en la que se encomendaban las personas e intenciones por las que se ofrecía el sacrificio. Este pasa a ser ahora el momento de la epíclesis, dando la debida relevancia al “Memento etiam”, es decir poniéndolo no con las demás oraciones intercesoras antes de la consagración, sino en su sitio primitivo, a continuación del “Supplices”, porque debe enlazar con la oración que ruega por una comunión fructuosa y que hace de puente a la petición de la comunión de los santos. Los difuntos, privados del consuelo de la comunión, han de recibir por lo menos como alivio en sus sufrimientos, el sufragio del sacrificio ofrecido por ellos.

Intervención de los francos

Aunque San Gregorio fijó definitivamente el canon, los francos no se pudieron ahorrar algunas modificaciones. Así, Alcuino de Cork añadió en el Memento las palabras “pro quibus tibi offerimus vel…” Le pareció atrevido decir que los que contribuían con sus ofrendas a la celebración eucarística, ofrecían realmente el cuerpo y la sangre de Cristo,

Empezaron además a rezar el canon en voz baja, separándolo cada vez más del prefacio en el tono. Con el trasplante de la liturgia romana al Imperio de los francos aumentaron también las cruces que se trazaban sobre las ofrendas. Anteriores a esta época son únicamente las del “Te igitur”, “Quam oblationem”, “Unde et memores” y “Per quem haec omnia”. Nos informa de ello una carta del papa Zacarías a San Bonifacio con la mención de un “rótulo” (rollo) en que se consignaban las cruces que habían de hacerse en el canon. Las cruces de la doxología final, del Supplices y del Pax Domini son posteriores.

En el siglo XI aparecen los cinco “Amen” que se añaden detrás del “Per Christum Dominum nostrum” del Communicantes, Hanc Igitur, Memento etiam, Nobis quoque y Supplices.

Otras adiciones aparecieron y desaparecieron apenas nacidas. No creo sea de gran interés el comentarlas.

 

 

Capítulo 15: El Sanctus – 14/02/2009

Primeras noticias

La anáfora de San Hipólito es la única plegaria eucarística en que falta el Sanctus. Por una cita de San Clemente, que alude evidentemente al texto litúrgico del Sanctus tal como se encuentra en las liturgia orientales (combinación de los dos pasajes de Isaías y Daniel) deducimos que ya se usaba a fines del siglo I, señal manifiesta de que lo cantaba también la Iglesia primitiva. En efecto, armoniza maravillosamente con la idea de acción de gracias, toda vez que la razón última y definitiva de nuestras alabanzas será siempre la santidad infinita de Dios, uno y trino.

El texto litúrgico del Sanctus en lengua latina deja sin traducir la palabra “Sabaot” (multitudes, ejércitos) que no se refiere únicamente a los coros celestiales, sino a todos los seres creados por Dios. En todos ellos brilla y resplandece la gloria de Dios, que llena la tierra. En lugar de “gloria sua” del texto escriturístico se dice en el texto litúrgico “gloria tua”. El centro de la glorificación está, sin duda, en los cielos; por eso se le añaden las palabras “caeli et” ausentes en el texto bíblico, que se refería sólo al culto del templo. Con esta adición se hace resaltar la aspiración universalista de la naciente religión cristiana. No sólo el templo, sino toda la tierra y el cielo están llenos de la majestad de Dios. Así queda además mejor justificado el porqué se atribuye este canto a los coros celestes. Otra prueba de lo arraigada que estaba en la antigua Iglesia la idea de que la liturgia de los cielos tiene que ser el modelo de la nuestra, la de la tierra. En la anáfora egipcia de San Marcos se desarrolla con toda pompa la magnificencia de esta liturgia celeste.

La introducción de la segunda parte del Sanctus, el llamado Benedictus es sin duda posterior. El primer testimonio que de él poseemos es del siglo VI y se lo debemos a San Cesáreo de Arles (Sermón 73,3 PL, 39, 2277). Nace pues en la Iglesia galicana, y de ella pasó luego a la romana, y en el siglo VIII a los ritos orientales. El “qui venit” que según se pronuncie puede significar presente, futuro o pasado, se traduce con razón como “el que viene”. Este es el sentido del texto original griego, y realmente, al que saludamos, se está continuamente acercando a nosotros en el sacramento y, al fin de los siglos, “ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”.

El canto del Sanctus

Desde la más remota antigüedad cristiana sabemos que era cantado por todo el pueblo. Lo atestigua también el Liber Pontificalis. Sin embargo, parece que ya entonces se advertía en Roma la tendencia a dejárselo a los clérigos, Algo más tarde, en el culto estacional de los siglos VI y VII, vemos como el pueblo ya no interviene, a diferencia de lo que sucedía ordinariamente entre los francos. Poseemos por otra parte, noticias del siglo XII por las que deducimos que el pueblo lo cantaba a una con el celebrante.

La melodía era muy sencilla: tan sencilla que un musicólogo del siglo VIII, Aureliano de Reome, ni siquiera lo enumera entre los cantos del ordinario de la Misa. En los pueblos jóvenes del Norte, el júbilo con que cantaban este texto, dio motivo a la utilización de instrumentos musicales. Aquí es donde se menciona por vez primera el órgano. Nos dice Honorio Augustodunense que no se contentaban con cantarlo todos juntos (celebrante, clero y pueblo) sino que además tocaban un instrumento del que se deriva el actual órgano: “conclamare et organis concrepare”.

Todas las noticias coinciden en la gran popularidad del canto del Sanctus en la Edad Media. De este modo tuvieron especial empeño en solemnizar la última intervención que se permitía al pueblo antes del gran misterio, centro de su fe.

El Sanctus y el silencio del canon

En la época carolingia expresamente se prohibía al celebrante seguir con el “Te igitur” mientras no se terminara de cantar el Sanctus. Pretendían rodear del máximo respeto el segundo gran silencio de la misa sacrificial, que según la idea nórdica del misterio, debía guardarse en momentos tan augustos del sacrificio.

Hacia fines de la Edad Media se fue perdiendo el respeto a este silencio. El canto del ofertorio o del motete que se cantaba después del ofertorio llenaba todo el tiempo del ofertorio: lo mismo hicieron con el canon. Bajo el influjo de la polifonía el canto del Sanctus duraba hasta la consagración. En esa misma época, siglo XVI, se mandó separar el Sanctus del Benedictus, para cantar esta segunda parte después de la consagración, por no tener tiempo para poder cantar ambos entre el prefacio y la elevación. Decididamente, la polifonía triunfaba por encima del canon. Sin embargo, era un modo de volver, sin darse cuenta, al croquis primitivo; sólo que ahora la acción de gracias y alabanza no será cosa primitiva del celebrante, el cual –a excepción de los breves momentos de la consagración- a los ojos del simple espectador, queda relegado a segundo término.

La postura

En la historia de las rúbricas se enfatiza que el celebrante rece el Sanctus con el cuerpo inclinado. Expresión antiquísima para mostrar la reverencia. Así se prescribe en el primer Ordo Romanus no sólo para el Sanctus sino para todo el canon, por lo menos al clero que asiste al coro. Únicamente el celebrante podía enderezarse acabado el Sanctus, santiguándose al Benedictus y entrando así en la Plegaria eucarística, por ser ésta el “sancta sanctorum” de la celebración, erguido y con paso resuelto.

 

 

Capítulo 14: El prefacio – 07/02/2009

¿Qué significa la palabra “praefatio”? En la liturgia romana precarolingia, pese a la variabilidad de la oración que precede al Sanctus, no se la consideraba separada de la oración solemne. Tanto el nombre de canon como el de praefatio servían para designar toda la plegaria eucarística. Praefatio significa una oración solemnísima, elevada por la comunidad a Dios en su presencia. Con esta significación se encuentra ya en la antigüedad pagana. Virgilio habla de un “praefari divos”, y para Suetonio praefatio era sencillamente la oración unida al sacrificio.

La preposición prae- tiene aquí una idea local y no temporal, como en las palabras prealectio y praedicatio, es decir acciones que se hacen delante o ante alguien, en presencia de otros, pero no antes que otra cosa.

El diálogo introductorio: su antigüedad y significado.

Llama la atención la veneranda antigüedad del diálogo introductorio del prefacio, que poco difiere, como se vio en el capítulo anterior, del que encontramos en la anáfora de San Hipólito y en otros documentos antiguos. Lo comentan ya San Cipriano y San Agustín. Sobre todo se fijan en el “sursum corda”. Para S. Agustín, la invitación a levantar los corazones es la expresión exacta de la postura cristiana durante la oración. Le recuerda aquellas otras palabras de San Pablo: “Buscad lo que está arriba” (Col. 3,1)

Cristo, nuestra cabeza, está en el cielo; allí deben estar también nuestros corazones.

Pero más que el contenido exacto del diálogo debe interesarnos el hecho de que en él se invita a los fieles a que expresen mediante aclamaciones su adhesión a lo que el celebrante va a decir. Estas aclamaciones son un legado de la cultura antigua. Su expresión más antigua era la palabra “axios”, al que corresponde en latín el “aequum et iustum est” (dignum et iustum est que no coincide con el “justo y necesario” de la traducción española o el “cal fer-ho i és de justicia” de la catalana, por cierto)

En el prefacio, el celebrante no quiere honrar a Dios como particular, sino como representante de la asamblea litúrgica, y esta no puede actuar sin el celebrante, ni siquiera es conveniente que pronuncie ella la oración solemnísima juntamente con el sacerdote. Eso sí, no debe dejar de mostrar su asentimiento antes de empezar el celebrante la oración eucaristica. El diálogo refleja bien, por lo tanto, la estructura jerárquica de la comunidad reunida ante Dios, definiendo exactamente hasta donde debe llegar la participación del pueblo en el culto durante estos momentos, los más impresionantes.

Otro detalle: el sacerdote no se vuelve hacia el pueblo cuando canta el “Dominus vobiscum”. Se lo impide un fino sentimiento de respeto: está en presencia de Dios y no puede apartar el rostro de Él.

El modo de recitarlo.

Corresponde al celebrante recitar de manera solemne, por lo menos hasta el Sanctus, el prefacio. Ya hice hincapié que antes de empezar a rezarse el canon propiamente dicho en voz baja, lo recitaban en un tono sencillo de lección, por no poder exigir a todos los celebrantes (especialmente a los más ancianos) que cantasen toda este largo esquema de oraciones con la misma solemnidad. Es verdad que el tono del prefacio no era tan complicado como ahora. Cuando el canon dejó de cantarse, la melodía del prefacio fue formándose más artísticamente. No se contentaban en cantarlo en un tono sencillo con algunas cadencias finales, sino que fueron introduciendo melodías variadas, eso sí, de cierta gravedad, sin que pasaran nunca al canto figurado.

La teología del prefacio

La acción de gracias es el tema esencial de todos los prefacios y esta nota sirve para descubrir en él una de las partes más antiguas de la “eucharistia”. El agradecimiento se expresa en primer lugar con un verbo: gratias agere. Lo mismo que en el Gloria; con la única diferencia de que el prefacio de la liturgia romana no ha sufrido influencias orientales, que aquí, como en el Gloria, acumulan muchos más sinónimos. Otro tanto se diga de los nombres de Dios que vienen a continuación. Las anáforas orientales y el Gloria presentan una cantidad abrumadora de títulos. El prefacio romano se contenta sólo con unos cuantos, agrupados actualmente de la siguiente manera: Domine sancte, Pater ominipotens, aeterne Deus. Quizá primitivamente debió darse otra la combinación de sustancias y epítetos.

El primer título (Domine) cargado de recuerdos históricos, por su fuerza expresiva, y también por ser el primero de la serie, y para graduar mejor el acento progresivo de la expresión, quedaba sin epíteto: “Señor” traducción del Kyrios griego.

“Sancte Pater” recuerda el “Pater clementissime” del canon y el “ominipotens aeterne Deus” nos es familiar por las colectas.

A los títulos sigue la fórmula del mediador “por Cristo Nuestro Señor”. Cristo no es sólo mediador que presenta nuestros ruegos aDios y nos alcanza sus gracias, sino también por el hecho de que en nuestro nombre da el tributo de alabanza al Padre. Desde un punto de vista estilístico, evidente en el ritmo de la oración, la fórmula del mediador es el punto cumbre de la oración que rápidamente pasa al Sanctus.

El nombrar a los ejércitos celestes en compañía de los santos del cielo hace de puente: esta corte celestial se sirve de la mediación de Cristo para presentar sus alabanzas al Padre. Cristo es el rey de la gloria eterna y el primogénito de toda criatura. La enumeración de los coros celestiales posee carácter bíblico y la lista más completa la tenemos en el prefacio común.

El “canon de los prefacios” del siglo XI

Todos los prefacios, fuera del común, no son otra cosa que fórmulas ampliadas a partir de un mismo tipo, usadas con ocasión de las fiestas.

Contra un número exagerado de prefacios (en el Leoniano se contabilizan 267 y en Gelasiano, 54) se produjo una reacción. Por eso San Gregorio recoge en su Sacramentario únicamente 14, entrando en la cuenta el común. La mitad de estos no tenían aplicación en el Imperio franco por estar dedicados a fiestas particulares de Roma. Los siete restantes son los de Navidad, Epifania, Pascua, Ascensión, Pentecostés, los Apóstoles y el común. A estos se añadieron los de la Santa Cruz (siglo IX), el de la Stma. Trinidad, proveniente de España se eligió a partir del siglo XIII para el domingo después de Pentecostés que más tarde se convertiría en el de la Stma. Trinidad.

La antigua tradición romana conocía el de Cuaresma que ya encontramos en el Gelasiano y más tarde en el Gregoriano. Estos 10 prefacios formaban desde el siglo XI el llamado “canon de los prefacios” y sólo fue abandonado en tiempo recentísimo. En el siglo XI, el papa Adriano II introdujo por el sínodo de Piacenza, el prefacio de la Virgen, cuyo texto data del siglo IX.

Ni qué decir tiene que en el Baja Edad Media no se contentaron con esta sobria lista de prefaciones. Alcuino presenta una larga lista de ellos, igual que un misal renano del siglo XI (Misal de Leofric) y como contemplamos en los misales francos.

Fue una innovación histórica cuando, rompiendo definitivamente con la costumbre observada durante ocho siglos, el Papa Benedicto XV en 1919 impuso el prefacio de difuntos cuya ascendencia está en la antigua liturgia hispánica y que también habían conservado algunas diócesis francesas.

Le siguieron más tarde el de San José y en los años 1926 y 1928 respectivamente, los de Cristo Rey y el Sagrado Corazón.

El infinito número de los prefacios de la segunda Edición Típica del Misal Romano (1975)

Resulta evidente que a pesar de la tendencia a enriquecer el canon de los prefacios que apareció a principios del siglo XX, especialmente con la elevación de la categoría litúrgica de algunas fiestas, lo ocurrido con el número de los prefacios en la reforma litúrgica posconciliar es algo nuevo y diverso: parte no tanto de un enriquecimiento del canon de prefacios sino de una nueva mentalidad: la recuperación de la mentalidad y tendencia que la reforma de San Gregorio redujo radicalmente. Pensemos que eran raros los días en que se decía prefacio especial. El prefacio común era el que se decía durante muchos siglos incluso los domingos. Sólo en el siglo XIII empezó a sustituirse, como dije, por el de la Stma. Trinidad hasta que en 1759 la Sagrada Congregación de Ritos lo impuso como prefacio dominical porque, como dice el decreto, “fue un domingo cuando el Padre empezó a crear el mundo, resucitó Jesucristo y bajó el Espíritu Santo sobre el colegio apostólico.

La reforma posconciliar nos ha dejado un nuevo panorama, que no puedo ni deseo juzgar porque me siento incapacitado para ello.

He aquí el listado (y seguramente se me escapan algunos):

Adviento 4, Natividad 3, Epifanía 1, Cuaresma 5, Pasión 2, Pascua 5, Ascensión más después de la Ascensión 3, Ordinario 10, Bautismo 2, el de Confirmación, 3 de Eucaristía, 2 de Ordenaciones, 1 de Penitencia y Unción de Enfermos, 5 para la Virgen más otros 2 para la Inmaculada y Asunción, Ángeles 1, San José otro, 2 de Apóstoles, 2 de Santos, 1 para Mártires, otro para Pastores y otro para Vírgenes y Religiosos, 9 prefacios comunes y 5 de difuntos. A todos estos añadir el de Cristo Rey y el Sagrado Corazón y también el de la Transfiguración y el Bautismo del Señor y por ahí escondidillo el viejo prefacio para la fiesta de la Santísima Trinidad. Total 78.

A todos estos añadimos el de Plegaria Eucarística II y el de la IV que deben decirse como un todo (aunque la mayoría escoge prefacio y recitan la Prex II). Son 80.

Junto a todos estos los 4 de las 4 modalidades de la Plegaria Eucarística V (A, B, C Y D) más los dos de la Plegarias de la Reconciliación (I y II) y los prefacios de las tres modalidades de Plegaria Eucarística con Niños (I, II y III). Si no me equivoco porque soy de letras, 89.

Se quedaron descansados Bugnini, el Cardenal Prefecto James Robert Knox, Virgilio Noé y las benditas madres que los trajeron uno a uno al mundo.

« Infinitus est numerus stultorum sicut praefationes » El número de prefacios es infinito como el de los idiotas.

Entre esto, y la voluntad expresada por el Papa Benedicto XVI en la promulgación del Motu Proprio “Summorum Pontificum” de enriquecer con algunos prefacios el Misal del Beato Juan XXIII de 1962, en vigor como forma extraordinaria del rito romano, existe un autentico abismo.

 

 

Capítulo 13: La anáfora de San Hipólito y su continuidad en el canon romano – 31/01/2009

Como anunciaba el capítulo anterior, transcribo a continuación la anáfora de San Hipólito, escrita en Roma con toda probabilidad hacia el año 215 en lengua griega, lengua litúrgica de la Iglesia Romana hasta entonces. He aquí el texto:

“El Señor esté con vosotros
Y contigo
Levantemos los corazones
Los tenemos en el Señor
Demos gracias al Señor, Dios nuestro
Es cosa digna y justa

Gracias te damos, ¡oh Dios! Por medio de vuestro amado Hijo Jesucristo, a quien nos enviasteis en estos últimos tiempos como Salvador, Redentor y Nuncio de vuestra voluntad, el cual es vuestro Verbo inseparable, por quién Vos hicisteis todas las cosas, y en quién pusisteis vuestras complacencias.

Lo enviasteis del cielo al seno de una Virgen, donde tomó carne por obra del Espíritu Santo, nació de la Virgen y se reveló como vuestro Hijo.

El cumplió vuestra voluntad y os conquistó un pueblo santo; y para librar del castigo a los que en Vos creyeron, extendió los brazos al padecer.

El cual, al salir espontáneamente al encuentro de su Pasión, a fin de desatar los lazos de la muerte y de romper las cadenas del diablo, de aplastar al infierno, de llevar luz a los justos, de dar el último complemento a la creación y de revelar el misterio de la Resurrección…

 “tomando el pan y dándoos gracias dijo: Tomad y comed: ESTO ES MI CUERPO QUE POR VOSOTROS SERÁ QUEBRANTADO.

Del mismo modo, tomó el cáliz diciendo: ESTA ES MI SANGRE QUE POR VOSOTROS ES DERRAMADA; cuando esto hiciéreis, hacedlo en memoria mía”

Acordándonos pues, de su muerte y resurrección, os ofrecemos el pan y el cáliz, dándoos gracias por habernos hecho dignos de estar en tu presencia y de servir.

Os rogamos pues, que enviéis vuestro Espíritu Santo sobre la oblación de la Santa Iglesia. Reuniéndolos como en un solo cuerpo, conceded a todos vuestros santos que sean confirmados en la fe verdadera, a fin de que os alabemos y glorifiquemos por medio de vuestro Hijo Jesucristo, por el cual es dada gloria a Vos, Padre, Hijo con el Espíritu Santo, en vuestra Santa Iglesia ahora y por los siglos de los siglos. Amén.”

BOTTE,B. Hippolyte de Rome, “Sources Chretiennes” II , Paris 1946

Todos los grandes autores defienden la tesis de la continuidad literaria entre esta anáfora y nuestro canon romano, aunque falten documentos hasta el siglo VIII, en que aparece con algunos pocos retoques por primera vez nuestro canon y prefacio actuales. Un examen crítico nos permite remontar al siglo VI y hasta para algunos pormenores al V. ¡Lástima que la época en que se formó definitivamente nuestro canon, es decir los siglos IV al VI, esté envuelta para nosotros en tanta oscuridad! Lo único que sabemos con certeza es que en el siglo IV existía ya parte del actual canon, pues se cita una frase de la oración “Supra quae” en un documento de aquel siglo y San Ambrosio reproduce en su “De Sacramentis” (IV 5 ss.) desde el “Quam oblationem” con la consagración, el “Unde et memores” y el “Supplices te”.

Además una carta del papa Inocencio I al obispo Decencia de Gubbio, del año 416 nos dice que por entonces se introdujo la costumbre de poner los nombres de los oferentes en el canon, o lo que es lo mismo, nos da cuenta del origen de los Mementos.

Podemos afirmar pues que a fines del siglo V existía ya el canon en una forma muy semejante a la nuestra. Las modificaciones posteriores se deben principalmente a San Gregorio, que revisó la redacciñon del Hanc Igitur y las dos listas de santos y puso el Paternóster en el sitio que actualmente ocupa.

Los apelativos más antiguos con que se cita el Canon Romano son “Eucharistía” en el sentido primitivo de acción de gracias, o simplemente “oratio” o “prex”. A veces se llama “predicatio” o “actio”. En un manuscrito del Gelasiano, todo este conjunto viene encabezado “Incipit canon actionis”: empieza el canon de la acción.

Y la pregunta que fácilmente nos viene a la cabeza es: ¿cómo se explica que este conjunto considerado como un todo se haya escindido en prefacio y canon?

La solución hay que buscarla en el periodo en el que los francos adoptaron la liturgia romana. La mentalidad de aquella clase rectora estaba formada en las antiguas tradiciones galicanas, que como sucedía en nuestra misma liturgia hispánica, no conocían el canon, es decir el conjunto invariable de oraciones que forman la solemne oración eucarística. Así nos lo revelan los escritos de San Isidoro que prestan un fuerte apoyo a la concepción antigua, es decir un conjunto de oraciones aisladas y distintas en cada formulario, que Isidoro llamó “oratio sexta” que según él empieza después del Sanctus y termina antes del Paternóster.

Cuando los francos acostumbrados a esta división, adoptan la liturgia romana, ven que la parte correspondiente en la misa romana a la oratio sexta era prácticamente invariable, en cambio no se fijan en que era mucho más extensa y comprendía también la oratio cuarta isidoriana, es decir, lo que hay antes del Sanctus, véase el prefacio. Y como prefacio significaba para ellos prólogo, es decir algo previo y variable en los antiguos sacramentarios como el Leoniano que reportaba más de 200 fórmulas, lo separan del canon.

Aún encontramos otra posible razón: en el primer Ordo Romanus (Patrologia Latina 35, 2329) leían que el obispo, después del Sanctus “se levanta y solo entra al canon”. Estrictamente esto significa que el celebrante continua solo la recitación del canon, pero para ellos era una alusión a que entraba solo en el “sancta sanctorum” de la plegaria eucarística, y además como por influencia de la abolida liturgia galicana empezaron a recitar en voz baja la secreta, creyeron con más razón debía recitarse de este modo la plegaria eucarística.

Otro elemento que sin duda también benefició esta separación fue que después del Sanctus, y según la antigua tradición romana, el celebrante no cantaba la plegaria eucarística sino que la recitaba con tono sencillo de lección. A esto se añadía la imposibilidad práctica, sobre todo a una cierta edad en la cual yo mismo me incluyo, de cantar todo el canon.

Todas estas razones pues, contribuyeron a que se desglosara el prefacio del canon.

A partir de este momento el canon empezó a ser considerada como oración vedada a los seglares durante más de un milenio, prohibiéndose la traducción de los textos de la misa en lengua vulgar. Prohibición renovada por última vez por Pío IX en 1857, aunque sin urgirse su cumplimiento. Con ocasión de la revisión del Índice de los libros prohibidos por León XIII en 1897 se prescindió de aquella prohibición.

Esta división entre prefacio y canon repercutió hasta en la manera de presentar ambas oraciones en los misales. A partir de un cierto momento (algunos manuscritos del siglo VIII) la T del “Te igitur” aparece lujosamente adornada e iluminada con miniaturas hasta convertirse finalmente en la cruz que fue apareciendo en todos los misales y que separaba el Sanctus del “Te igitur”.

Al mismo tiempo de esta ornamentación de la T, desaparece hasta no dejar rastro a fines de la Edad Media, aquella señal, abreviatura y adorno al mismo tiempo, que los manuscritos ponían antiguamente al principio del prefacio: la V y la D del Vere Dignum del prefacio y que fue el último vestigio de la primitiva y antigua concepción de la plegaria eucarística como conjunto de todas las oraciones comprendidas entre el Dominus vobiscum del prefacio y el “Per omnia saecula saeculorum.Amen.” antes del Padrenuestro.

El último escrito medieval que considera esa unidad es el “De actione missae” de Floro Diácono, del siglo IX. (PL 119, 15-102)

 

 

Capítulo 12: Idea, origen y evolución de la plegaria eucarística – 24/01/2009

Con el “Dominus vobiscum” del prefacio se abre la Solemne Oración Eucarística y no se cierra hasta el “Per omnia saecula saeculorum.Amen” antes del Padrenuestro.

La acción de gracias

Para explicar el origen y la evolución de la plegaria eucarística debemos remontarnos hasta la última cena e incluso a las costumbres observadas por los judíos en sus cenas rituales.

Antes de comer el cordero en la cena pascual judía se servía una copa y luego un manjar de hierbas amargas y pan ázimo, recuerdo de las angustias sufridas cuando salieron de Egipto. Terminado este plato, se servía la segunda copa y el hijo de casa debía preguntar al padre de familia qué significaba aquello. Entonces, tomando la palabra el padre, narraba las miserias sufridas en el destierro de Egipto y cómo los judíos fueron liberados. En la narración había un momento en que, tomando el pan ázimo, el padre debía decir: “Este es el pan de miseria que comieron nuestros padres a la salida de Egipto”. Semejantes palabras dieron ocasión a Jesucristo para que, después de hablar no sólo de la esclavitud de Egipto, sino también de la del pecado y la redención que él traería al mundo, llamara la atención de los Apóstoles sobre el pan que tenía en las manos. Terminado en este relato (llamado Haggada) recitaban todos la primera parte del “Hallel”, o sea, los salmos 112 y 113 hasta el versículo 8, respondiendo los comensales a cada versículo con un aleluya.

Cumplidos estos ritos, Cristo como padre de familia, según la costumbre de comenzar la comida, tomó el pan, lo bendijo y lo distribuyó a los discípulos. Fue éste el momento solemne en que pronuncio las palabras que hoy usamos nosotros en la consagración.

Luego se tenía la cena, sin más ceremonias, en que se comía el cordero pascual. Al acabar Cristo, ateniéndose siempre a la costumbre judía, tomó una copa recién llenada, la elevó un poco e incorporándose dijo la acción de gracias. Era la tercera copa ritual, la llamada copa de la bendición. Esta vez todos debían beber de la misma copa, al contrario de la primera y la segunda, cuando cada uno tenía su propia copa. La acción de gracias le dio pie para pronunciar sobre ella las palabras: “Este es el cáliz de mi sangre…” A la bendición del cáliz siguió la segunda parte del Hallel y tras una nueva bendición solían beber la cuarta copa ritual que, muy probablemente se suprimió en la Última Cena.

Primeras modificaciones de este ritual

A las palabras sobre el cáliz, Cristo añadió el mandato de hacer en su recuerdo lo que él acababa de hacer. No era tan fácil interpretarlo puntualmente. De atenerse a ellas literalmente hubieran podido celebrar la eucaristía sólo una vez al año, como la misma cena pascual. Por esto es de suponer que tardarían algún tiempo hasta que, iluminados por el Espíritu Santo, comprendieron mejor el alcance de las palabras de Cristo. Es probable que, por de pronto, la celebración eucarística tendieran a juntarla con la cena que los judíos celebran con familiares y amigos en la vigilia del shabbat y que tiene carácter religioso. Fue la primera modificación que se introdujo. Pronto seguirían otras, como la de unir ambas consagraciones (pan y vino), y por consiguiente, también ambas acciones de gracias en una sola.

El marco exterior de celebrar la eucaristía durante una cena se conservó más tiempo, como vemos en Corinto, y que ya no se llamaba banquete sino “fracción del pan”, nombre enteramente nuevo (ver Hechos 2,42).

La propagación del cristianismo entre el mundo pagano contribuyó indudablemente de modo decisivo a que la eucaristía se separase de la cena. Los cristianos convertidos del paganismo no estaban acostumbrados a cenas religiosas y fácilmente podían degenerar. Esto no quiere decir que se suprimieran los “ágapes” para fomentar la unión entre hermanos y ejercer la caridad entre los pobres pero ya sin carácter eucarístico. Tenemos una primera noticia de la separación entre convite y eucaristía en una carta de Plinio el Joven al emperador Trajano sobre un interrogatorio de los cristianos en la que cuenta que estos se reunían por la mañana a cantar un himno a Cristo y se comprometían a no cometer crimen alguno (confesión de los pecados antes de comulgar) para luego separarse y volverse a juntar de nuevo por la tarde para un ágape fraterno.

Ya formaba pues la celebración eucarística un acto independiente y con ello se desarrollaba un marco autónomo en el que se seguirá desarrollando y enriqueciendo cada vez más la Eucaristía.

Pero antes de seguir adelante en estudio de la historia de toda la plegaria eucarística, indiquemos los primeros trazos de esta evolución:

1º Destaquemos la sana contextura moral de los cristianos que empezaron a ver en las horas tempranas del amanecer, cuando despierta la naturaleza a nueva vida, un ambiente más propicio para la santidad litúrgica que no las horas, algo fatigadas, del crepúsculo vespertino. Recordaban que Cristo había resucitado antes del alba y pronto vieron en el sol naciente su símbolo. Además era costumbre entre los judíos celebrar sus reuniones religiosas por la mañana.

2º Al independizarse los primeros cristianos de las reuniones del culto judío para no someterse a sus leyes, tuvieron que organizar su propia liturgia de lecturas y oraciones y que era lógico que como apéndice glorioso pusieran la celebración eucarística. Como consecuencia de esto, la celebración eucarística adoptó la forma de una acción de gracias. Iba precedida de una exhortación y no tenía un texto fijado de antemano sino que estaba dejado a la inspiración del celebrante, aunque se servían de modelos más generales.

En los próximos capítulos, intentaré proceder a un breve estudio del prefacio y del canon romano aunque por su brevedad y porque resaltan con nitidez las ideas principales de la plegaria eucarística, reproduciré la anáfora de San Hipólito del siglo III (que por cierto, aunque se empeñase en afirmarlo mi “no-amigo” Bugnini y nuestro ínclitos Tena y Farnés, poco tiene que ver con la plegaria eucarística II del Novus Ordo Missae del 69).

 

 

Capítulo 11: Estudio eucológico de la oración previa a la Solemne Oración Eucarística – 17/01/2009

La parte de la liturgia que trata de la oraciones se llama eucología (euché = oración y logos = tratado). Eucología es pues, la ciencia que estudia las oraciones y las leyes que regulan su composición. Si la oración litúrgica tiene unas características, es natural que para crear nuevas oraciones se mantengan esas características. También se llama eucología, en un sentido menos propio, al conjunto de las oraciones contenidas en un libro litúrgico, sea misal u otro ritual.

Entre los siglos IV y V, un poco después de cristalizar en fórmulas fijas las oraciones que hasta entonces se habían dejado a inspiración de cada celebrante, debió darse con toda probabilidad un breve periodo en el que, en lugar de las desaparecidas “oraciones solemnes” decía el celebrante, después del evangelio, una oración parecida a la colecta, en que encomendaba a Dios las oraciones del pueblo. Es la fórmula primitiva de nuestra “oración sobre las ofrendas” del Novus Ordo Missae de 1969 (oratio super oblata).

Su evolución fue más o menos la siguiente: La entrega de las ofrendas que se hacía antes de la misa o en otros lugares, antes de la Solemne Oración Eucarística, pasó a tenerse con regularidad entre el “Oremus” de las plegarias de los fieles y la oración mencionada. Se mezclaron pues las preces o plegaria de los fieles y la oración al final de las ofrendas. Al final las preces quedaron sustituidas por las ofrendas del pueblo. Este nuevo tipo de oración sacerdotal, no obligatoriamente de tono oblativo pues recogía también las intenciones o preces de los fieles, se llamó “oratio super oblata”, oración que se reza sobre las ofrendas para pedir a Dios que las mire con agrado. La expresión “oratio super oblata” es muy interesante pues relaciona la oración con las ofrendas pero evitando llamarla oración oblativa: el sacerdote al no mencionar en ella la propia ofrenda sino solo las oblaciones del pueblo, no tiene por qué ofrecerlas. Lo único que hace es rogar a Dios que no desprecie estas ofrendas del pueblo. Pero como el celebrante tenía delante su propia ofrenda, era natural que al rezar esta oración incluyera su intención, juntamente con la del pueblo, sin que tuviera que esperar hasta la Solemne Oración Eucarística. Fue la época en que se compusieron la mayor parte de las fórmulas antiguas, conservadas invariables desde San Gregorio Magno a través del Misal de San Pío V hasta el actual Misal de Pablo VI. Más o menos.

Durante la antigüedad el celebrante cantaba o recitaba la oración en voz alta. Con la adopción del rito romano por los francos se fue formando todo un ceremonial de preparativos y ofrecimiento previo de las materias sacrificiales; y entonces nuestra oración estaba de sobra. Por de pronto, quedó enteramente separada de la entrega procesional de ofrendas a que pertenecía primitivamente. Este aislamiento se acentúo cuando terminó por desaparecer la entrega procesional. Pero no suprimieron la oración, sino que la mantuvieron como reliquia venerable de la antigua liturgia romana.

Pero sufrió cambios notables en su forma exterior: se equiparó a las demás oraciones del ofertorio, recitándola en voz baja, convirtiéndola en cierto modo en una plegaria privada de uso particular del celebrante. Al mandar que la oratio super oblata se dijera en secreto empezó a llamarse “secreta”, obedeciendo a la tendencia de la abolida liturgia galicana a ocultar con el velo del misterio las oraciones después del ofertorio. Son tendencias que provienen de Oriente, donde se había manifestado ya en el siglo VI cuando, como ejemplo revelador, el emperador Justiniano en el año 564 prohibió que se rezase en voz baja la oración eucarística. Pero la tendencia existía. La misma tendencia que más tarde (siglos IX y X) llevó finalmente a la recitación en voz baja del mismo canon. Por eso, por rezarse en silencio la secreta lo mismo que el canon, empezaron a considerar dicha oración como principio de la oración eucarística, a pesar de que entre ambas estaba el prefacio, considerado también por entonces prólogo del canon.

Finalmente, con la reforma litúrgica de 1969 la secreta pasó a llamarse de nuevo “oratio super oblata”. Lo malo que es ahora debía coexistir con la oración sacerdotal después de las plegarias de los fieles y sin cumplir todo lo que la oración en sí misma suponía: llevar los fieles una ofrenda material al altar. Al menos en la práctica no siempre. Pero no es difícil aplicarla a nuestras ofrendas espirituales, que hemos de hacer todos, para pedir a Dios las bendiga antes que las ofrezcamos definitivamente con el sacrificio de Cristo en la consagración.

También encaja con nuestro ambiente el pedir la intercesión de los santos para pedir que nuestra ofrenda sea aceptable a Dios y, mejor aún, demandar la debida disposición al alma para ofrecer el sacrificio. Estas “oraciones sobre las ofrendas” se prestan a rezarlas con devoción pidiendo a Dios no sólo que acepte nuestros propósitos y sacrificios sino que del mismo modo baje sobre nosotros la plenitud de su bendición. Es el pensamiento de los “gloriosa commercia” que tantas veces encontramos en estas oraciones. La disposición en la segunda edición típica del Novus Ordo Missae de que los fieles ya estén en pie en el momento de recitarla me parece muy acertada, pues recuerda que fue en la antigüedad una oración de los fieles y sobre las ofrendas de los fieles. De esta manera en el Misal del 69 desaparece la “ekfónesis” aún vigente en el Misal del 62 que obliga a los fieles a ponerse en pie en el momento del “Per omnia saecula saeculorum. Amen” es decir, el precepto de levantarse en el momento en el que el celebrante levanta la voz a estas palabras (ekfónesis), procedimiento que se continúa usando por la razón arqueológica de conservar un poco el carácter de oración publica de la “secreta”. Al final en el misal del 62 esta “ekfónesis” constituirá un término medio entre dos tendencias, la conservadora y la abierta a nuevas concepciones y métodos. Aunque tan razonable solución acarrea un grave inconveniente: como a la ekfónesis “per omnia saecula saeculorum. Amen” le sigue inmediatamente el Dominus vobiscum del prefacio, incluso musicalmente unida a él, se borra así completamente la línea de separación entre el final del ofertorio y el comienzo de la plegaria eucarística, con la consiguiente paradoja de comenzar, en la práctica, el prefacio con una auténtica y característica fórmula final: “Por todos los siglos de los siglos. Amén.”

 

 

Capítulo 10 : Últimas ceremonias antes de la Plegaria Eucarística: Incensación, lavatorio de manos y “Orate fratres” – 10/01/2009

Una vez dispuestas las materias sacrificiales sobre el altar, todavía se intercalan varias ceremonias que hacen de puente entre el ofertorio y la solemne oración eucarística. Dos de ellas tienen carácter de preparación privada, el lavatorio y el “Orate fratres”, en cambio la incensación ofrece características distintas. El sitio que ocupan actualmente no es el primitivo, quiero decir, que no refleja el orden en que se han ido agregando al ofertorio. Aún a pesar de eso, las explicaré por el orden en el que actualmente se encuentran.

1º La incensación

Esta incensación entre el ofertorio y la plegaria eucarística es más antigua que la del principio de la misa. La menciona Amalario en el siglo IX. Por estar más cerca del centro del canon, reviste mayor solemnidad. Poseyó en un principio el carácter de ceremonia inaugural de la Plegaria Eucarística, por eso estuvo al final del ofertorio incensando únicamente el altar y casi iniciando ya la solemne oración eucarística. A partir del siglo XI se le fue añadiendo la de las ofrendas con las oraciones anexas, que no existen en la incensación del inicio de la celebración: la de la bendición del incienso invocando al arcángel San Miguel y la oración propiamente durante la incensación: “Incensum istud” seguida de versículos del salmo 140 y la oración “Accendat in nobis” (Encienda en nosotros) al devolver el incensario al diácono.

El rito de incensación de ofrendas compuesto por cruces y círculos (misal del 62) nos dice que es una ceremonia de bendición, su mutación en el Novus Ordo del 69 por 3 “ductus” abiertos de un “ictus” cada uno (como con los que el turiferario inciensa al pueblo- tres movimientos de un golpe) reforzaría la idea de ofrecimiento del incienso como sacrificio menoscabando la unicidad del sacrificio eucarístico. Si la incensación es una bendición, es una bendición; si no lo es y es un sacrificio en sí, como los prescritos en el Levítico, es un sacrificio en sí. Yo en cambio apuesto, vista la idea primitiva de incensar el altar rodeándolo completamente ( la “Sacrosanctum Concilium” y el Ordenamiento General del Misal Romano del 69, justamente lo que pide no es que los altares dejen de estar orientados “ad orientem” sino que no estén pegados a la pared para que se les pueda rodear en esta incensación) por la idea de que se trata de una señal de veneración y de segregación de los objetos y las materias con el humo sagrado significando que se separan del uso profano bañándolos en un ambiente sobrenatural. Muchos autores, entre ellos Jungmann y Baumann lo hacen. Pero no se deben eliminar los ductus con sus ictus (cada uno de los movimientos con sus golpes) en el proceso de incensación como algunos liturgistas arqueologistas quieren enseñar, especialmente de escuela germánica, y que lentamente rodean el altar con un incensario inmóvil y un ritmo hierático.

Acabadas las incensaciones de ofrendas y del altar comienzan las incensaciones de personas: celebrante, ministros, clero presente y fieles. Aquí la incensación cobra un nuevo significado: la participación en la virtud santificadora de las ofrendas y del altar, de todos los bautizados.

2º El lavatorio de manos

A la incensación sigue el lavatorio de manos, puesto aquí por una razón eminentemente práctica: tener limpias las manos al tocar las especies sagradas. Pero hay otro motivo trascendente: la pureza del alma, expresando con la ablución, por otra parte su frágil condición personal e indignidad para ofrecer el sacrificio y por otra, el ansia y afán de pureza interior. Esta significación simbólica está contenida en las oraciones que desde el periodo franco acompañan el lavatorio, generalmente los versículos 6 y 7 del salmo 25 (Lavabo) y finalmente para llenar el tiempo se añadieron más versículos con el “gloriapatri” final. En la Edad Media, se añadían incluso “kyries” y el padrenuestro en silencio. En el Novus Ordo del 69 se ha reemplazado por el versículo 2 del salmo 50: “Lava me Domine, ab iniquitate mea et a peccato meo munda me” (Lávame Señor de mi pecado, purifícame de mi delito”).

Quiero recordar que esa insistencia en las abluciones antes del sacrificio queda demostrada por el lavatorio antes de revestirse y que, aunque actualmente tiene lugar en la sacristía posee un carácter ritual, más si cabe cuando el obispo se reviste para Pontifical, acompañado de oración.

Una significación distinta tiene el lavatorio en la misa etiópica, en la que el celebrante en vez de sacarse las manos, se vuelva hacia el pueblo, y amenazando con la ira de Dios a los que se atrevan a comulgar indignamente, sacude el agua adherida a los dedos contra el pueblo. Curioso y digno de ser recordado.

3º El “Orate fratres” (Orad hermanos)

Se trata de un rito personal del celebrante y que encontramos invariablemente en todos los ordinarios de la misa a partir de la época carolingia (siglo IX). Al principio no se apuntaba ninguna fórmula de contestación, señal evidente que se trataba de un ruego que el celebrante dirigía a los asistentes para que le acompañasen con sus oraciones particulares, mientras él, en calidad de pontífice, entraba solo en el “sancta sanctorum” (centro) de la plegaria eucarística. Es interesante observar como en estas palabras se refleja el modo de considerar la función sacerdotal del ministro que se separa del pueblo para acercarse él solo a Dios. La oración es una prueba evidente de dos sacrificios distintos uno del otro y de dos sacerdocios ontológicamente diversos, el del ministro y el del común de los fieles bautizados.

El “Consilium” para la reforma litúrgica (Benno Gut, Annibal Bugnini y sus secuaces) que defendían la doctrina de un único sacerdocio, el de Cristo con diversos “grados” de participación, como lo hace en público hoy en día su discípulo Piero Marini, planeó la abolición del “Orate Fratres”.

Finalmente Pablo VI tuvo escrúpulos y no firmó la abolición por ello la encontramos tal cual en la 1ª edición el Novus Ordo del 69, sin que haya sufrido ninguna modificación, aunque en las dos ediciones típicas últimas puede ser sustituida “ad libitum” por otras.

Como curiosidad añadir que en algunos misales del norte de Europa se encuentra la fórmula “Orate fratres et sórores”: orad hermanos y hermanas. Parece que esta costumbre no se limitaba sólo a los conventos de monjas.

Después de pronunciar estas palabras, cuando se celebra “ad orientem”, el celebrante no se vuelve al altar por el mismo lado, sino que da la vuelta entera (en sentido de las agujas del reloj) probablemente porque tenía que dirigirse al libro, que entonces se encontraba algo más retirado del centro que en la actualidad.

Finalmente repetir que en los siglos VII-IX no existía ninguna fórmula de contestación. Se insinuaban algunos modos de contestar con versículos del salmo 19 o las palabras del ángel a la Virgen: “El Espíritu Santo descienda sobre ti y la virtud del Altísimo te cubra con su sombra”. Nuestra fórmula actual, el “Suscipiat” (El Señor reciba de tus manos) la encontramos en Italia en el siglo XI, donde más tarde se impuso como única. En un primer tiempo se rezaba en silencio, más tarde se obligó a decirla en voz alta a los clérigos presentes en el coro. Finalmente a los fieles.

Sea como sea, el significado de toda ella es rogar a los fieles que supliquen a Dios por el sacerdote para que pueda presentarse dignamente ante la majestad del Padre y ofrecerle en nombre de la Iglesia el sacrificio de su Unigénito Hijo.

 

 

Capítulo 9: El Ofertorio Parte 4ª: Las oraciones de ofrecimiento – 03/01/2009

Razón del método: Misal del 62 y Novus Ordo del 69

Intentaré explicar lo más brevemente posible el orden histórico-genético de las oraciones de ofertorio en las dos formas, extraordinaria y ordinaria, del actual Rito Romano, en los dos misales actualmente en vigor, el de 1962 publicado por el beato Juan XXIII y el de su sucesor Pablo VI de 1969.

Misal de 1962

Las oraciones de ofertorio que se rezan no son sino unas cuantas del sinnúmero de oraciones en los misales de la Edad Media. Como se las consideraba cosa privada del sacerdote, no había en ellas ni limitación ni orden. Por eso es casi imposible clasificarlas. Las que pasaron a nuestro misal romano hacia el siglo XI están calcadas de las del Misal de San Galo del siglo IX, y que pronto sirvieron para la celebración de la misa en la corte pontificia.

El ofrecimiento del pan

Al principio, en algunas regiones, ambas materias, pan y vino, eran entregadas y ofrecidas a la vez. En otras, principalmente en Italia, se entregaban ya en el siglo XI por separado el cáliz y la patena. La oración que entonces se decía al ofrecer la forma fue el “Súscipe Sancte Pater” que se encuentra por vez primera en un misal del norte de Alemania, la llamada “Missa Illyrica”. En Italia aparece por aquel mismo siglo el elevar la patena y el cáliz cuando se ofrecen, cosa poco corriente en otras regiones. Desde luego, la oración iba acompañada siempre de muchas otras fórmulas. Su redacción en singular nos confirma su carácter de oración privada del sacerdote. La mención de los “innumerables pecados” la sitúa entre las apologías, oraciones de acusación propia que tanto abundan en la Missa Illyrica. Después de ofrecer la forma, el sacerdote traza una cruz con ella, puesta sobre la patena. El primero que atestigua esta ceremonia es Durando obispo de Mende (siglo XIII), aunque la encontramos como acción diaconal ya en el siglo XI.

La bendición y la mezcla del agua

Una vez ofrecido el pan se pasa a la preparación del cáliz, consistente en echar agua y vino en él. Se trata en el fondo de una preparación meramente material, sin trascendencia religiosa, por eso lo hacían a veces en la sacristía o antes de empezar la misa, como es costumbre del rito dominicano, o durante el salmo o el canto del evangelio como en el rito carmelitano. No obstante ya en el siglo XI encontramos esta ceremonia en el sitio que actualmente ocupa, en algunos misales del norte de Alemania y algo más tarde en Italia. Se trata sin duda del ordinario creado en San Galo y por su colocación, entre dos actos eminentemente litúrgicos como es el ofrecimiento del pan y del vino, es de suponer que se le daba un sentido más profundo. Esto se saca con toda seguridad de las fórmulas con que desde entonces se la acompaña: la bendición del agua, su mezcla con vino y la oración “Deus qui humanae substantiae”.

En Occidente, la mezcla del agua y del vino, adquiere una explicación simbólica. Así como el vino absorbe el agua, así Cristo se apodera de nosotros y de nuestros pecados. Cuando el agua cae en el vino, los fieles se unen con Él, ha quien han seguido por la fe; y esta unión es tan fuerte, que nada ni nadie la romperá, como no es posible separar el agua del vino. Esa es la explicación que nos propone San Cipriano. Otra explicación nos la propone San Ambrosio. Basándose en el evangelio de San Juan, interpreta el agua que se mezcla con el vino, con el agua que salió del costado de Cristo en la que están representados los pueblos redimidos por Él y pues, los sacramentos y la Iglesia. De ambas premisas se dedujo la especulación teológica medieval: la mezcla del agua indica que en la misa no sólo se ofrece Cristo, sino la Iglesia con Cristo. Y fue por esta significación, por la que Lutero, cuando todavía admitía la misa, calificó de impropia la mezcla del agua, porque para él la obra divina quedaba desvalorizada al fundirse con ella la colaboración humana. De aquí que el Concilio de Trento amenazara con excomunión a quien la rechazara.

Era lógico que ante un simbolismo tan profundo de la mezcla se le dedicara especial atención entre las ceremonias. Quien dirige la ceremonia y la bendice es el mismo celebrante, aunque luego el diácono (o el subdiácono en el misal del 62) sea quien eche materialmente el agua en el cáliz. Aunque junto a la fórmula “Deus qui humanae substantiae” abundaban otras tantas basándose en el simbolismo del agua y de la sangre del costado del Señor explicando la misa en referencia a la pasión de Cristo, la que se impuso hace referencia al misterio de la Encarnación y a nuestra participación en la natura divina de Cristo.

Se trata de una antigua colecta romana de Navidad, en la que se intercalaron las palabras “per hujus aquae et vini mysterium” (por este misterio del agua y del vino). La oración se refiere a nuestra participación en la naturaleza de Cristo “…que participemos de la divinidad de aquel que se dignó participar de nuestra humanidad”. Con esto, se acerca visiblemente a la alusión oriental de las dos naturalezas, divina y humana de Cristo. Esta oración, tal cual, la encontramos en el grupo de misales de los siglos X y XI, calcados sobre el ordinario renano de San Galo, llevado a Italia y Roma por los benedictinos.

El ofrecimiento del vino

No es del todo casual el que la fórmula “Offerimus” que encontramos por vez primera en un manuscrito de San Galo del siglo IX, perteneciente al Sacramentario Gelasiano, esté redactada en plural, en evidente contraste con el singular del “Suscipe Sancte Pater”, pues la primera aparece como fórmula que dice el diácono cuando en nombre del celebrante coloca el cáliz sobre el altar. Aún actualmente, en el misal del 62, la rezan en la misa solemne el celebrante y el diácono juntos. En este rito se ha conservado algo de la costumbre antigua de considerar el “ministerio del cáliz” como propio de los diáconos, aunque esta concepción se refería más bien al cáliz con que se daba la comunión bajo la especie de vino a los fieles, conforme veremos más adelante.

Ceremonias y oraciones restantes

Entre las oraciones más antiguas del grupo de fórmulas introducidas por los francos en la misa romana, se cuenta el “In spiritu humilitatis” y, aún hoy en el misal del 62 el “Suscipe Sancta Trinitas”. El primero aparece ya en el documento más antiguo de esta época, el Sacramentario de Amiens, como segunda parte de una oración de ofrecimiento. Se trata de una cita del libro de Daniel 3,39 que luego se aisló. Debe considerarse precursora de la otra (el “Suscipe Santa Trinitas”). Ambas fórmulas son las primeras con que los francos llenaron las escasas ceremonias del ofertorio del antiguo rito romano cuando el pontífice, sin más, depositaba sus ofrendas personales sobre el altar. La antigüedad de estas oraciones se descubre por el puesto que ocupan al final del ofertorio y el modo de rezarlas con el cuerpo inclinado. El “Suscipe Santa Trinitas” (desaparecida con el Novus Ordo del 69) tiene raíces muy antiguas. Recordemos las costumbres bizantina, lo mismo que galicanas e hispanomozárabes, de conmemorar y honrar mediante determinadas partículas los misterios de nuestra fe, como se valían del mismo procedimiento para encomendar a las personas e intenciones más diversas: antiguamente, valiéndose de las partículas aplicaban una serie de intenciones; ahora lo hacían repitiendo el Súscipe (más breve) tantas veces como intenciones había. Más tarde se agrupan todas las intenciones bajo una única fórmula, la que hoy en día (misal del 62) poseemos y que es la última antes del “Orate fratres”

El “Veni Sanctificator”

En el Misal de 1962, justo después del “In spiritu humilitatis” encontramos esta oración que procede del Misal de Store, mezcla de ritos occidentales que se llama generalmente rito irocelta y data de principios del siglo IX. Lo llevaban los monjes irlandeses cuando recorrieron toda Europa fundando monasterios, como por ejemplo, San Galo. Formaba parte del Misal de la Curia Romana y por eso entró en el Missale Romanum de San Pío V. Es una oración fabulosa porque junto al movimiento ascendente de oblación y ofrecimiento, esta se coloca en dirección opuesta: movimiento descendente. Es como una “epíclesis menor”, es decir una invocación al Espíritu Santo para que derrame su virtud santificadora y consagrante. Emparenta así ideológicamente con las famosas fórmulas de las oraciones eucarísticas orientales. Resulta pues muy discutible su desaparición con el Novus Ordo de 1969.

Misal de 1969

Así ha quedado el Ofertorio con la publicación del Misal del 69. El aspecto más llamativo resulta el carácter responsorial de cada “presentación” de las ofrendas. A destacar también la pérdida del carácter oblativo del ofertorio convirtiéndose en una “bendición a Dios” (no de las materias sacrificiales) por los dones que nos procura. Lo más discutible: haber despreciado toda la historia del ofertorio en los ritos cristianos para echar mano del texto de unas “berajás” judías tomadas de las “Berajot” de la Pascua Judía. (Pessah). Pongo a disposición los textos al final de este capítulo.

Bendito seas, Señor, Dios del Universo, por este pan fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida. Bendito seas por siempre, Señor.

El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana.

Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros bebida de salvación. Bendito seas por siempre, Señor.

Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro.

Texto de las Berajás pascuales.

No son necesarios más comentarios.

P.S.: En las últimas horas me han llegado 3 preguntas (1 via telefónica y 2 vía email) acerca de la responsabilidad última de tales cambios en el ofertorio del Novus Ordo de Pablo VI de 1969 y el Misal Romano publicado en 1970.

La respuesta es: el benedictino suizo de Maria Einsideln, Cardenal Benno Gut, Prefecto de la S.C. de Ritos del 67 al 69 (y que en 1968 asumió la presidencia del Consilium para la reforma litúrgica) y de su sucesora la S.C. para el Culto Divino del 69 al 1970, año en el que murió, descansado… Aunque nada sin la ayuda de Monseñor Annibal Bugnini (mi no-amigo). Tildarlos de “arqueologistas” tout-court no sería justo. Lo suyo va más allá. Querían convencernos de que para uno de los grandes testimonios litúrgicos de la antigüedad, la Didaché, la Eucaristía quería ser un calco de la Última Cena de Jesús, una mera cena pascual judía solemnizada por la inminente muerte de Jesús. Y de ahí a las Berajot, un paso.

 

 

Capitulo 9º El ofertorio Parte 3ª Las materias sacrificiales y su colocación – 20/12/2008

En todas las liturgias se conoce la tendencia a convertir en ceremonia lo que en sí es simple acción exterior necesaria para el desarrollo del rito. En las liturgias orientales esa tendencia ha convertido el simple traslado de las materias sacrificiales en solemne procesión llamada Entrada Mayor. En la liturgia romana esa tendencia se manifiesta en el acto de depositar las materias sacrificiales encima del altar.

A veces, incluso la misma elaboración del pan se ha convertido en ceremonia. Los sirios occidentales tienen un rito especial compuesto de dos partes para la preparación de la masa y la cocción, acciones acompañadas de salmos. Los abisinios ponen junto al templo una dependencia llamada “bet-lejem” (casa del pan-Betlehem) donde trasladan al principio de la misa las ofrendas del altar. Desde luego en todas las liturgias orientales esta vedado a las mujeres cocer el pan y ni siquiera son admitidos para este trabajo los seglares.

Parecidos ritos se conocieron en Occidente durante la Edad Media. En el convento alemán de Hirsau en el siglo XI el trigo tenía que ser escogido grano por grano, el molino debía limpiarse con esmero y cubrirlo con cortinas blancas. El monje encargado de la molienda vestía alba y amito. Del mismo modo vestían los cuatro monjes que preparaban la masa y la cocían. Durante este trabajo guardaban silencio para que el aliento de sus bocas no tocase el pan. En otros conventos solían cantar salmos durante este proceso. Acto tan solemne, sin embargo, se repetía solo unas pocas veces al año. Entre el clero secular de la Edad Media existían semejantes costumbres. Actualmente suelen ser las monjas de clausura, en España tradicionalmente las clarisas, las encargadas de estos trabajos.

Formas y clases de pan

En los primeros siglos el pan usado para la consagración era pan ordinario, que se procuraba fuera de la mejor clase que hubiera. Pan, muy fino, que tenía forma de rosca del tamaño de una mano. Eran las famosas “coronae” de las que habla San Gregorio. No se empleaban recientes sino que esperaban hasta que estuvieran bien secos. Y así se introdujo la costumbre de cocer un pan especial, redondo y partido por una cisura en forma de cruz, con un sello (lo más frecuente era la XP entrelazada -el crismón- del nombre griego de Cristo). En la liturgia griega, la hostia destinada al celebrante era rectangular y en sus cuatro secciones, divididas por la cisura, se leían las palabras “Jesucristo, vence” (JC CP NI KA)

Todas estas clases de panes eran panes con levadura. Las primeras noticias del uso de pan ázimo son del siglo IX y aparecen en España y Francia basadas en la voluntad de adecuarse a lo que debió ser la cena pascual. Influiría también la sentencia paulina “…echad fuera la vieja levadura” (I Cor. 5,7) entendiendo que la levadura fomenta la corrupción.

Sea como fuere, el pan ázimo no se impuso como norma hasta el siglo XI, época en que triunfó en Roma. Los griegos rechazaron esa innovación y esa cuestión fue esgrimida entre las razones del cisma. Pero es una inexactitud pensar que en Oriente no se usó nunca pan ázimo ya que los armenios, desde que se hicieron monofisitas, así como no mezclaban agua en el vino tampoco levadura en el pan, por considerar ambos gestos símbolos de la naturaleza humana. En el siglo XV el concilio de Florencia declaró que la eucaristía se podía celebrar igualmente con pan ázimo o fermentado con tal que fuera pan de trigo.

El pan ázimo se impuso sin duda porque al ser pan más blanco parecía más una materia espiritualizada pero también por facilitar su manejo. Pronto se cayó pues en la cuenta de que era más práctico y más reverente llevar preparadas de antemano las partículas. En el siglo XI ya tenemos constancia de las actuales formas “in modum denarii” (a manera de monedas). Como consecuencia de estos cambios se redujo el tamaño de las patenas que, provistas de un pie habían alcanzado los 60 cm de diámetro, con un peso de nueve kilos. Es la época en la que comienzan las “píxides” que con el tiempo se convertirán en nuestros copones actuales. Desde la reforma del 69 ha vuelto la tendencia hacia las píxides aunque desgraciadamente y en contra de las prescripciones han proliferado indignas canastillas de mimbre y paja recubiertas de servilletas o bandejas de cerámica del todo inapropiadas…

El vino

Menos cambios hay que registrar en el uso del vino. En Oriente se prefería generalmente el vino tinto por distinguirse mejor del agua y ser más semejante su color al de la sangre. Pero desde que se impuso el uso del purificador, a partir del siglo XVI, prefieren más bien vino blanco por más limpio. En España e Italia siempre hemos preferido un excelente vino dulce de uva base moscatel o vino de uva pasa, lo que en Italia se llama “vino appassito d´altare”. Ese procedimiento de elaboración se extendió a las regiones donde se hacía difícil conseguir vino, como en Etiopía, donde se procuraban uvas pasas que se mojaban hasta quedar bien empapadas, para luego exprimirlas en el lagar.

La deposición o colocación de ofrendas encima del altar

Veamos ahora cómo las acciones preparatorias sobre las materias, su traslado al altar y su colocación encima de él, dieron lugar a las diversas ceremonias en distintas liturgias.

El traslado de los dones al altar, que en nuestra liturgia romana nunca llegó a hacerse con ceremonia especial, en la liturgia bizantina sustituye prácticamente a nuestro ofertorio. Veamos como es esta preparación del pan y del vino encima de la mesa con las oraciones que la acompañan:

1º De las ofrendas que los fieles han depositado antes de la misa en una dependencia junto al templo, se preparan las hostias que hay que consagrar en una mesita especial llamada “prótesis”. Esta preparación llamada “proscomidia” exige 5 panes de los que se recortan determinadas partículas.

2º Del primer pan se separa la forma rectangular del celebrante llamada “cordero”, del segundo, una partícula en honor de la Virgen, del tercero nueve partículas para honrar la memoria de los santos, del cuarto un número indeterminado para encomendar a diversas personas y del quinto, finalmente, otra cantidad para recordar a los difuntos. A estas dos últimas series podían contribuir libremente los fieles.

3º Todas estas partículas se ordenan encima de una patena llamada “diskos”, que se traslada en solemne procesión al altar entrando en el presbiterio por la puerta principal del iconostasio. En Egipto se hace una procesión que da la vuelta al altar.

En la primitiva liturgia hispanovisigótica (mozárabe) se ordenaban sobre el mismo altar las partículas en forma de una o varias cruces, detallando San Ildefonso de Toledo en el año 845 cómo hacerlo. En la actual, después de la fracción, o sea inmediatamente antes de la comunión, se ordenan las partículas en forma de cruz para expresar el recuerdo de la pasión, resurrección, ascensión, y demás misterios de la glorificación.

Conviene explicar estos particulares para ilustrar con ellos ciertos detalles de nuestra liturgia romana, explicándonos mejor algunos aspectos secundarios del ofertorio.

En el culto estacional de la liturgia romana, el altar era una simple mesa pequeña, y sólo al final de la liturgia de la Palabra empezaban a prepararla. Hasta ese momento el altar estaba cubierto con un tapete de color (del que se derivó más tarde el antipendio o frontal). Inmediatamente antes de la misa sacrificial el diácono llevaba en una bolsa un mantel blanco, plegado y metido dentro. Es el corporal de entonces, que cubría casi todo el altar, como fue costumbre en las misas papales hasta hace poco. Huellas de esa costumbre permanecieron en la misa solemne hasta la reforma del 69 cuando el diácono durante el Credo llevaba los corporales al altar. La “palla corporalis” que así se llamaba el mantel, conservó aún más tarde, cuando era mucho más pequeña, un pliegue que permitía doblarla de tal modo que con su parte posterior se pudiera cubrir durante la misa el cáliz y la forma. En la baja Edad Media se separa esta parte del corporal para formar con ella la “palla” o palia, mientras que el trozo principal se convirtió en nuestro corporal.

Una vez preparado el altar se colocaban sobre él el pan y el vino, cosa que en el culto estacional pertenecía al archidiácono que, ayudado por subdiáconos, escogía de entre las oblaciones de los fieles aquellas que formarían parte del sacrificio eucarístico, colocándolas en orden fijo sobre el altar. También preparaba el cáliz al que uno de los cantores echaba unas gotas de agua. Acabado todo esto en silencio y sin rezar formula alguna, el papa abandonaba su cátedra, iba al altar lo besaba y recibía las ofrendas de los asistentes añadiendo la suya propia, depositándolas encima del altar. Luego hacía una señal a la schola para que terminara el canto y pudiera decir en voz alta la única oración del ofertorio, la “super oblata”, que más tarde se convirtió en la “secreta” y que con la reforma del 69 volvió a su denominación originaria.

En la próxima parte, que será la última dedicada al ofertorio, veremos en particular el origen de las oraciones sea del modo extraordinario (misal del 62) como del ordinario (misal del 69) así como su razón.

 

Capítulo 9º Parte 2ª: El ofertorio - 13/12/2008

La entrega de las ofrendas

Cuando aquí hablo de ofrendas, atiendo exclusivamente a aquellas que consta se ofrecían como intervención en el culto no como contribución al culto. No se trata aquí de las ofrendas recogidas para el sostenimiento del culto y del clero, antiguamente en especies y hoy en día mayormente en metálico, para el mantenimiento de la comunidad y sustento de los pobres. Me refiero únicamente a las ofrendas destinadas sólo a las materias sacrificiales.

En el culto estacional de los siglos VII y VIII se nos describe la entrega de ofrendas como rito de la misa. Después del evangelio baja el papa a la nave para recibir de los miembros de la nobleza la oblación de pan, que entrega a un subdiácono y éste la coloca en un paño grande sostenido por acólitos. La oblación del vino, ofrecida en vasijas especiales, la recibe el archidiácono para echarla en un cáliz, sostenido por un subdiácono, quien a su vez lo hacía en un vaso mayor llamado “scyphus”. El papa, después de recogida la oblación de la nobleza, recoge la de los dignatarios de su corte y finalmente la de las damas de la nobleza. Luego se vuelve hacia el altar y espera el final de la recogida. Una vez el archidiácono ha seleccionado una pequeña parte de las ofrendas para la consagración y la tiene dispuesta sobre el altar, el papa recibe las ofrendas añadiendo la suya de dos panes (que le había presentado el subdiácono oblacionario, colocándola encima del altar). Para el cáliz se toma sólo el vino de la oblación papal y de su asistencia, al que se añade mediante un colador un poco del vino recogido entre los fieles.

El resto de la oblación queda depositado en bandejas de plata que se llamaban altares y que después de la función se repartían entre el clero y los pobres. Los dones, aunque no tenían la categoría de “sacrificios litúrgicos”, se consideraban una oblación hecha a Dios, por eso más tarde se admitieron en la entrega dentro de la misa otros dones: flores, aves, etc.…

En general los sínodos lo prohíben, admitiendo a lo sumo aceite y cera por su empleo litúrgico. En cambio, a partir del siglo VIII, cuando por seguridad de las materias se empiezan a utilizar las conocidas formas de pan ázimo que son procuradas por fundaciones y monasterios, se puede decir que se da preferencia casi exclusiva a los otros dones. En la Edad Media hay muchos testimonios de oblaciones de objetos preciosos e incluso de fincas enteras mediante la entrega de las escrituras de propiedad. En el siglo XI, como sabemos por San Pedro Damián, se ofrecían hasta monedas de oro. Es el primer testimonio de sustitución de productos de la tierra por dinero.

Hay que decir que esta manera de entregar los dones en el culto estacional fue costumbre romana. Ni en la abandonada liturgia galicana ni en las liturgias orientales se conocía la ofrenda de la misa. Sólo en la liturgia norteafricana se habla de que los fieles podían llevar sus ofrendas al altar como también en la liturgia milanesa.

Los estipendios

A partir de la Edad Media ya no se habla de los pobres como destinatarios de las ofrendas. Estas toman cada vez más el carácter de contribución impuesta a los fieles para el sostenimiento del clero. Según el valor de los dones, se repartían entre el clero alto y el bajo. Las oblaciones se habían limitado hasta entonces al culto solemne, por esta causa cuando en la Edad Media se hicieron frecuentes las misas privadas, surgió una nueva forma en el enfoque de las ofrendas. La oblación, que ahora consistía cada vez con más frecuencia en monedas, la entregaban al celebrante antes de la misa con la condición de que les encomendaran su intención. No era todavía el estipendio en nuestro sentido actual, porque podía haber muchos oferentes. Tenía más bien alguna semejanza con la costumbre oriental de entregar antes de la misa un pan que luego se ponía sobre el “diskòs” (patena) con el fin de encomendar a Dios una intención del donante. De ahí a entregar una limosna con la condición de que la misa se ofrezca exclusivamente para la intención del donante, no hay más que un paso. Al principio sin reparo alguno lo llamaban “missam comparare” (comprar una misa). Como es natural se levantaron protestas contra estas prácticas hasta que se aclaró su sentido y sus límites: se encarga una intención de misa para la cual se entrega un donativo, sea para vivos como para difuntos.

Supervivencia de la entrega procesional hasta la reforma del 69

La entrega procesional aunque se fue reduciendo cada vez más, nunca desapareció por completo. En la Alta Edad Media se hacía cada domingo, en la Baja apenas algunas solemnidades del año. Luego sólo cuatro. Desde la reforma de San Pío V, en la que quedó suprimida la entrega de las ofrendas por el recuerdo de los muchos abusos a que había dado lugar, pervivió únicamente en las misas de ordenación episcopal o consagración de un abad, o en las de coronación de reyes o en las ceremonias de canonizaciones. En algunas regiones, se mantuvo en ocasión de algunas fiestas patronales y, lo más interesante, en las misas de difuntos.

Al principio del siglo XIV, el maestro de ceremonias de Roma, Burcardo de Estrasburgo, da unas normas detalladas para la oblación de las ofrendas. Estas fueron las que rigieron durante siglos y que registraron nuestros manuales de liturgia como el Martínez de Antoñana (Manual de Liturgia Sagrada, vol. I ).

En el nº 49 de la Ordenación General del Misal Romano de 1969 se especifica el sentido de la restauración de esa entrega de ofrendas. Más adelante en el nº 101 se habla de la conveniencia de esa procesión de ofrendas.

Es de notar como en muchos países a la entrada de la iglesia, especialmente los domingos, se puede encontrar una mesita con una patena grande y una cajita de formas con unas pinzas para que cada uno de los tienen intención de comulgar, deposite una forma en la patena. Acabada la colecta, los cestos del dinero y la patena con las hostias son llevadas procesionalmente al altar. Aunque tiene un tono de self-service por lo menos curioso, realmente no resulta para nada extraño al simbolismo más primitivo. De gustibus est disputandum.

No debe sin embargo escandalizarnos la práctica desaparición de la entrega procesional por espacio de muchos siglos: esta producía, según las personas que intervenían, una interrupción más o menos larga en el curso de la misa. Cuanto mayor era el número de fieles que asistían, más difícil se hacía la entrega de ofrendas: ¡y todos querían participar! De aquí que se fue reduciendo y limitando a muy contadas ocasiones, llegando a hacerlas sólo reducidas personas.

El canto de ofertorio

Pero todos estos factores tuvieron otra consecuencia. Igual que sucedió con el canto de entrada o introito, tuvo lugar en la procesión de ofrendas: se introdujo el canto de un salmo. Pero mientras que el canto del salmo por entero en el introito o la comunión acabó reduciéndose a un solo versículo, en el caso del ofertorio y prácticamente hasta el siglo XI, conservó varios versículos. Con la paulatina desaparición de la ceremonia a partir del siglo XI finalmente no quedó ni siquiera un versículo, sólo la antífona. En las misas de difuntos en cambio, por mantenerse allí durante más tiempo la entrega de ofrendas, su texto conservó una extensión notable.

Al principio fue un canto antifonal, es decir, alternado a dos coros sin que jamás interviniera el pueblo. Sorprende que mas tarde se convirtiera, como de hecho sucedió, en responsorial. Las razones del cambio fueron exclusivamente técnicas.

El texto del ofertorio se toma de los salmos, siendo raro que aluda a la misma acción de “ofrecer” que acompaña: por ser tan expresiva la ceremonia en sí misma, no hace falta expresar en palabras lo que la acción ya dice. Suele tener un carácter general o alude al tema especial de la celebración, como para ambientar la acción con pensamientos tomados al aire particular de la festividad.

Acabada la ceremonia, se hacía a los cantores una señal para que callasen y el papa pasaba a recitar él mismo la “oratio super oblata” (oración sobre las ofrendas). Acabada esa oración comenzaba un profundo silencio, el primero entre los tres grandes silencios comentados por los liturgistas medievales: en ese momento cada uno añadía su oración silenciosa antes de comenzar la oración eucarística: el “orate fratres” se dirigía al clero y se decía a media voz para no romper el silencio que sólo interrumpía el canto del prefacio seguido del Sanctus. Poco a poco fue perdiéndose la guarda de ese silencio del que sólo quedó constancia en la oración de las ofrendas que pasó a llamarse “secreta” y que el celebrante acabó rezando en voz apenas perceptible. Ese momento litúrgico fue objeto de interés por parte de los maestros de la polifonía que compusieron piezas para ese momento: el “horror vacui”, el miedo al vacío del bárroco, acabó también siendo “horror silentii”: horror al silencio. Aunque nunca como en los tiempos contemporáneos, donde resulta realmente difícil encontrar espacios de silencio en la gran mayoría de celebraciones litúrgicas.

 

 

Capitulo 9º Parte 1ª: El ofertorio - 06/12/2008

Estado de la cuestión

En primer lugar debo decir que, en contra de lo que una gran mayoría piensa, creo que es en el ofertorio de la Misa tras la reforma del Misal por Pablo VI, donde encontramos la mayor parte de los problemas que atañen a la celebración eucarística. Más si cabe que en las plegarias eucarísticas introducidas en el Misal del 69 y las que han estado y están en uso, especialmente, en las ediciones nacionales del Misal.

El problema es ya un problema antiguo, que viene de lejos y que estriba en comprender cómo un preámbulo al momento sacrificial, propiamente dicho de la celebración, tiene una apariencia más de oración que de acción exterior. La fe nos dice que la misa, además de ser sacrificio de Cristo, es sacrificio nuestro. ¿Cómo se solucionan esos dos aparentes problemas, es decir por una parte la de un preámbulo sacrificial que más que acción exterior como parecería exigir parece una oración y por otra la de evidenciar que también es sacrificio de los fieles?

Tuvieron que pasar siglos hasta que la Iglesia vio claro estos problemas, y todavía más tiempo hasta dar expresión litúrgica al carácter sacrificial de la institución de Cristo y a la intervención de la comunidad en el sacrificio del celebrante. La formación de esta legítima conciencia la podemos seguir en la historia del ofertorio que ahora nos proponemos.

El concepto de ofertorio

En los primeros siglos predominó un fuerte movimiento espiritualista, representado por los escritores cristianos conocidos bajo de nombre de “apologetas”, que poco o nada quería saber de ofrendas materiales. Sentían una fuerte repulsa y desconfianza hacia las prácticas de los sacrificios paganos, y aún judíos, que les impedía dar más relieve a la acción en la que intervenían cosas materiales ( pan, vino, agua…) De aquella época data la expresión “eucaristía” (acción de gracias) para caracterizar la celebración de los santos misterios.

Se necesitó que el péndulo se moviera hacia el error gnóstico, para que la joven Iglesia, especialmente San Ireneo empezara a dar importancia al hecho de que en la eucaristía intervenían el pan y el vino, como ofrecimiento de las primicias de la creación, pero simplemente como una cosa natural, previa, necesaria, exenta de acción simbólica de oblación. Por eso, a pesar de que San Hipólito llama a las materias sacrificiales “ofrendas” (oblata) e incluye en su anáfora (básicamente la plegaria eucaristica II del Misal del 69) expresiones de ofrecimiento, desconoce una entrega de ofrendas por parte de los fieles, previa a la celebración eucarística. Lo que traen para los pobres lo presentan después de la celebración.

Cuando en el siglo IV en Oriente se empieza a desplegar mayor esplendor en el ceremonial, transformarán en procesión solemne, no la entrega de las ofrendas por parte de los fieles, sino la traslación al altar, por parte del clero, de las materias sacrificiales. Esta ceremonia, que ocupa el sitio del ofertorio romano, no tiene carácter de oblación previa, sino de simple solemnización de las acciones preparatorias. Conviene fijarse en este aspecto pues también predominó en la liturgia romana hasta el siglo V.

La entrega de ofrendas por el pueblo

No fue en Roma donde apareció por vez primera la entrega de ofrendas incorporada al núcleo del culto, sino en el norte de África y en la liturgia milanesa. La entrega procesional de ofrendas entra a formar parte de una ceremonia que sólo llegara a Roma a partir del siglo VII cuando los Ordines Romani nos dicen que el Papa bajaba a la nave a recoger las ofrendas. La contribución de los fieles no llega a considerarse como ofrenda directamente a Dios en el altar, no es acto sacrificial. Por eso los fieles no se acercan al altar. Es el Papa el que baja para recibirlas.

Esto no es obstáculo, con todo, para que en Roma esta entrega de las ofrendas por parte de los fieles sirva de punto de partida para la formación del ofertorio.

Ciertamente, en la liturgia romana medieval ni siquiera se daba importancia a la preparación del cáliz que se hacía en algún momento de la liturgia de la palabra o incluso en la sacristía. En el actual rito dominicano se prepara el cáliz antes de empezar la misa, de lo que también es eco la costumbre hispánica de comenzar la misa (no la cantada ni la solemne) con el cáliz ya en el centro del altar sobre el corporal.

Pero el argumento más convincente de que la entrega de las ofrendas por parte de los fieles es el verdadero punto de arranque del ofertorio, la tenemos en la “oratio super oblata” (secreta) oración la más antigua del ofertorio que habla principalmente de las oraciones de los fieles, encomendándolas a Dios.

Resumiendo, la entrega de las ofrendas por parte de los fieles no es un acto sacrificial independiente sino participación del sacrificio de Cristo. Por eso de por sí, carece de valor sacrificial, y lo adquiere en el momento en que se realiza el sacrifico de Cristo. En todo esto hay que tener en cuenta que, para que se realice el sacrificio de Cristo, es necesaria la oblación humana: sin la entrega de las materias sacrificiales no es posible el acto sacrificial de Cristo. La concepción primitiva del ofertorio no es de un sacrificio previo, como los del Antiguo Testamento, sino una simple preparación para cuando Cristo entre en acción que no lo hace hasta la plegaria eucarística. Por eso no se debe, según el Papa San Inocencio, encomendar los nombres de los oferentes antes del canon, porque sólo en el canon la oblación se convierte en sacrificio. No es necesario esperar a la consagración: toda la plegaria eucarística forma una unidad indivisible. Además, para que se encomienden los nombres, basta que el sacrificio haya empezado, no que esté concluido.

El sentido del ofertorio es, pues, clarísimo: sin ser él sacrificio, es el punto dentro de la misa en que se da forma y expresión litúrgica al hecho de que el hombre, mediante sus ofrendas materiales de pan y vino, interviene en el sacrificio de Cristo. Bellamente ilustra este sentido la ceremonia de recogida de los dones en el culto estacional antiguo o en las procesiones de ofrendas después de la reforma del 69: el sacerdote, representante de Cristo, baja en persona a la nave para solicitar las aportaciones de los hombres, que en manos de Cristo se convertirán en ofrendas de valor infinito. La misma verdad ha quedado simbolizada en la mezcla del vino con agua y en su oración correspondiente.

Pero también quedaba expresada en la liturgia antes de la reforma del 69, en la que habían desaparecido la entrega de ofrendas. Y lo hacía en una serie de oraciones oblativas del ofertorio que formaban una especie de súplicas encarnadas en ofrendas. El “Suscipe Sancte Pater”, el “Offerimus tibi calicem” y muy especialmente el “Suscipe Sancta Trinitas”  eran justamente eso: ofrendas sustituyendo preces, oblaciones portadoras de las intenciones por las que luego se ofrece el sacrificio eucarístico.

En estas oraciones el tono no recaía sobre el “ofrecemos” sino en el “por”, o sea, el fin principal de las oraciones del ofertorio consiste en expresar nuestras peticiones, mientras preparamos nuestra intervención en el sacrificio de Cristo.

Por eso, y concluyendo por hoy, mi tesis es la siguiente: la presentación del pan y el vino con la bendición a Dios por esos dones que han de convertirse para nosotros “en pan de vida y bebida de salvación” está coja sin la procesión y recepción de ofrendas: acaban siendo una simple “bendición” judía por los dones pero no un ofertorio sacrificial.

Por eso en la liturgia romana el hecho de poner los dones encima del altar, y que data del siglo VIII, tiene aspecto en sí de ofrecimiento sacrificial, de ahí que ese momento se llenase pronto de oraciones, más allá del primer uso de tomar en sus manos las dos oblaciones, levantarlas un poco y mirando al cielo, rezar en silencio para luego colocarlas encima del ara, que sabemos fue el rito primitivo.

Las oraciones más evolucionadas posteriormente y que son las conservadas hasta la reforma del 69 no se limitaban a la expresión de las intenciones ni al ofrecimiento sino que indicaban también bendición de ofrendas expresada en forma de petición dirigida al Espíritu Santo para que baje sobre las ofrendas algo así como una epíclesis previa. Es la “Veni, Sancte Spiritus et benedic hoc sacrificium tuo sancto nomine praeparatum”

Resumiendo: la mayor profundización del misterio del sacrificio eucarístico, junto con una mayor conciencia de nuestro papel intervencionista en él, fue el terreno propicio para la creación de un conjunto de ceremonias previo al sacrificio de Cristo. Al llenar luego de oraciones el acto de depositar las materias sacrificiales sobre el altar, quedó completa la historia del ofertorio.

Todo bien hasta la reforma del 69, que plantea los problemas mencionados. A no ser que se desee desdibujar el aspecto sacrificial de la Misa, situación que nos introduciría en un problema aún mayor. Y más grave aún si fuese con la intención de acercamiento a los “hermanos separados” (protestantes, claro)…

 

 

Capitulo 8º: Un elemento restaurado y otro desaparecido: las preces y la despedida de los catecúmenos – 29/11/2008

El pasaje de la misa que más cambios ha sufrido a través de los siglos es, sin duda, el comprendido entre el evangelio y el prefacio. Más todavía. Mientras en otros trozos, p. ej. en la comunión, aunque trastocados se han conservado por lo menos los principales elementos primitivos, entre el evangelio y prefacio desaparecieron sin dejar apenas rastro de sí dos ritos de importancia. Nos referimos a la despedida de los catecúmenos y a la oración común de los fieles, restaurada con la reforma litúrgica de 1969.

Hurgar en la historia de estos dos ritos nos permite ver mejor algunos de los problemas, aunque quizá los de menor importancia comparados a otros, que hoy se plantean en el tema de la misa.

La despedida de los catecúmenos

Cuando las lecturas llegaron a formar una unidad más estrecha con el culto eucarístico, hubo que buscar una solución que permitiera a los catecúmenos seguir asistiendo a las lecturas sin que por esto estuvieran presentes en la parte sacrificial. Esto explica la introducción, entre lecturas y oración eucarística, de un acto especial para dar la bendición y la despedida de los catecúmenos. Pero como a las lecturas seguía un acto oracional de la comunidad, se planteó la cuestión de si se podía admitir a él a los catecúmenos o si sería mejor despedirlos antes, pensando que este acto era ya el ejercicio de una función exclusiva de los fieles por poseer estos al Espíritu Santo. Establecieron pues, una diferencia semejante entre la oración de un simple fiel y la del sacerdote.

Al principio se invitaba a los catecúmenos con una sencilla fórmula a que se retirasen, sin añadir más ceremonias. Algo más tarde, en el periodo mejor formado del catecumenado, al aviso se le hacía preceder una oración por los catecúmenos durante la cual debían postrarse en el suelo y el obispo les daba una bendición especial imponiéndoles las manos. En tiempos de San Juan Crisóstomo existía una serie de ceremonias para las diversas clases de catecúmenos, penitentes y energúmenos (con perdón). Entre estos últimos parece que se comprendía principalmente a los epilépticos, cuya enfermedad la atribuían a influencias demoníacas.

No faltaban nunca núcleos de curiosos que asistían casualmente o para ver qué hacían los cristianos. No se les rechazaba, por si, movidos por la gracia se determinaban a solicitar la admisión en el catecumenado. Por no pertenecer a ninguna clase dentro de los catecúmenos, se les despedía sin previa bendición.

En algunas liturgias se fundían los dos actos de oración común de los fieles y de intercesión por los catecúmenos antes de su despedida; es decir, se empezaba con las preces estando presentes los catecúmenos. Al llegar a las peticiones por los catecúmenos, se les daba la bendición y el aviso de que se retirasen. Luego continuaban los fieles en sus oraciones.

Más general, sin embargo, sobre todo en las liturgias africana y romana, se hizo la costumbre contraria, es decir la de despedir a los catecúmenos antes de empezar la oración general de los fieles (que por eso así se llamaba). Contribuiría a ello el “alto aprecio” que los cristianos tenían de su dignidad. La razón decisiva, sin embargo, era de orden práctico. La despedida, con sus varias bendiciones, tenía un carácter tan marcado de ceremonia final de la liturgia de la palabra, que las oraciones que la seguían quedaban enteramente separadas de la misma, constituyéndose en primera parte de la liturgia sacrificial. En consecuencia, se asemejaban cada vez más a la oración suprema eucarística.

Esta fase evolutiva se ha conservado en el rito hispánico o mozárabe. En el romano, explica cómo el papa Inocencio pudo trasladar la lectura de los nombres y otras oraciones intercesoras al canon mismo, y cómo ya antes llegaron a suprimir entre ambas oraciones el ósculo de la paz, que era ceremonia final de la liturgia de la palabra, para trasladarla hacia después del canon. En cambio en el rito hispánico, los dípticos o intercesión por los fieles y el ósculo de la paz se mantuvieron en su lugar original, es decir, entre la liturgia de la palabra y la sacrificial. La consulta que ahora Benedicto XVI ha realizado al episcopado para recolocar el rito de la paz en su lugar original no debe pues extrañarnos y más allá de su motivación práctica (evitar el alboroto y la perdida de la compostura antes de la comunión) enlaza con las más antiguas tradiciones litúrgicas.

La solemne despedida de los catecúmenos se llamaba “missa cathecumenorum” (despedida o dimisión de los catecúmenos). Solamente en el siglo XI, cuando ya no había catecúmenos, empezaron a usar esta expresión como sinónimo, primero de la liturgia de la palabra y después de toda la celebración. El anacronismo se debe seguramente a una falsa interpretación del término, que en su sentido primitivo era “despedida”. Insistiré en ello al tratar del “Ite missa est”.

En el Oriente cristiano este rito se ha mantenido todavía: “Que salgan, que salgan los catecúmenos” cantan los diáconos greco-bizantinos. Son reliquias de otros tiempos, sin actualidad aplicable, por lo menos por ahora. En Roma, como en la liturgia hispano-mozárabe, se suprimió muy pronto, a tono con la escasa importancia que allí se había dado siempre a este rito de despedida. Algo de ello se ha mantenido vivo en la liturgia del miércoles de la cuarta semana de cuaresma en las referencias que se hacen al “aurium apertio” (apertura de los oídos). Puramente residual.

La oración común de los fieles

EL modelo de esta “oración común” habría que buscarlo para la liturgia romana en las oraciones solemnes del Viernes Santo, mientras que en los ritos orientales y en la liturgia hispanomozárabe se centró, y aún se centra, en la letanía diaconal de los kyries.

En Oriente se hablaba comúnmente de la oración “después de levantarse de la homilía” como nos recuerda el Eucologio de Serapión.

Para Roma registra en el siglo III San Hipólito en su “Tradición Apostólica”, la existencia de una oración general, terminada la instrucción. “Oratio communis” es un concepto corriente en San Cipriano y en San Agustín. Este mismo santo acaba a menudo sus sermones con las palabras: Conversi ad Dominum… o sea, que después del sermón, dirigían sus miradas hacia Oriente, que era la postura general de la oración.

En las llamadas oraciones solemnes se alternaban el celebrante con toda la comunidad, algo más tarde, en Oriente, la rezaban el diácono y los fieles, mientras que en Roma la intervención del pueblo era escasa y sólo mediante sus plegarias en voz baja, para las que se hacía una pausa después de indicar las intenciones generales y antes de la oración final del celebrante. El texto de las actuales oraciones solemnes del Viernes Santo se remonta con toda probabilidad al siglo III. Sobre estas intenciones más tarde se enumeran otras: paz en el mundo, buena cosecha, protección de la patria, salud de los enfermos, pobres, viajeros, bienhechores, el templo, el eterno descanso de los difuntos, perdón de los pecados, una vida tranquila y un fin cristiano. En Egipto no faltaba nunca una oración para que el Nilo subiera a tiempo y viniesen las lluvias.

Llegó un tiempo en que este conjunto de oraciones desapareció de la liturgia romana, manteniéndose en la liturgia galicana hasta que esta se suprimió. Todavía en el siglo VII la liturgia galicana hacía mención de ellas.

Se conservaron sin embargo en el Misal Gótico de San Isidoro. El gran Isidoro, conforme a todos los formularios del llamado “Missale mixtum” divide estas oraciones en cuatro grupos:

a.- Oratio admonitio erga populum. Esta es una invitación a la oración seguida por el Trisagion del coro y otra invitación a orar por la Iglesia.

b.- Oratio invocationis ad Deum. Representa la oración final del sacerdote que concluye estas intercesiones:

c.- Oratio pro offerentibus sive pro defunctis fidelibus. Otra serie de peticiones intercesoras por los que ofrecen este sacrificio, en un sentido más amplio, en que se reza por el “Papa romano” y todo el clero. Aquí también se conmemoran a los santos (Apóstoles y demás santos) Todo este conjunto se cierra con la oración sacerdotal llamada “post nomina” (después de los nombres).

d.- Oratio pro osculo pacis. Se dice al beso de la paz, ceremonia con que termina este acto de oración común de los fieles.

¿Por qué desapareció durante muchos siglos la oración común de los fieles?

Hasta la Instrucción “Inter Oecumenici” de la Sag. Cong. De Ritos del 26 de septiembre de 1964 y su posterior inserción, ya en la nueva Ordenación General del MisaL Romano de 1969, esta oración común de los fieles había prácticamente desaparecido durante siglos de la liturgia ordinaria, salvo restos residuales presentes en las “prieres du prône” en Francia y en los llamados “kyrioleis” que se rezaban después de la homilía en Austria y Alemania.

No nos debe extrañar en modo alguno su desaparición. Influyeron ella factores decisivos:

a.- la profundización del sacrificio eucarístico que trajo consigo un mayor desarrollo del rito sacrificial

b.- la introducción de los kyries en las ceremonias introductorias

c.- la necesidad de no prolongar demasiado la función religiosa.

Así pues, en una primera fase, la misa sacrificial se limitaba casi exclusivamente a la plegaria eucarística y durante ella se pronunciaban las palabras de la consagración, es decir, que duraba prácticamente unos minutos. Más tarde y con el correr del tiempo se ahonda en el carácter sacrificial con participación de los fieles por medio de las ofrendas, sintiendo la necesidad de crear una ceremonia que exprese esta intervención. Esto sólo no explicaría el hecho de que el ofertorio tomara el lugar de las preces sin precisar, como dato explicativo, que cada ofrenda tenía carácter impetratorio, es decir, en cada don material (pan, vino, agua, luz,…) se encomendaban determinadas intenciones. Las ofrendas venían a ser, por tanto, algo así como oraciones concretadas en un don físico.

Además, íntimamente relacionado con la costumbre de ofrecer por alguna intención, está el hecho de incluir en el canon romano las oraciones intercesoras antes metidas en la oración general de los fieles. Mientras las liturgias galicanas e hispánica continuaron la costumbre de leer los nombres de los que habían contribuido con sus dones a la celebración, al papa Inocencio I (léase su Epístola 25 en Patrología Latina 20, 553 ss.) le pareció preferible leer los nombres durante la misma acción del sacrificio o lo que es lo mismo, durante el canon: son los mementos de vivos y de difuntos. Con ello la oración común de los fieles en su sitio originario se desmoronó por completo.

Cuando en un posterior avance se introdujeron los kyries, ya no era posible hacerla encajar en la oración común de los fieles, no solamente porque esta estaba en pleno proceso de disolución, sino también porque separada de la liturgia de la palabra o antemisa por la despedida de los catecúmenos, había perdido su carácter de oración popular pareciéndose mucho al canon, con que estaba íntimamente unida.

Hemos de considerar también que el tiempo que dura la función religiosa juega un papel importante en el culto. No se pueden rebasar ciertos límites so pena de que muchos fieles dejen de asistir a los cultos, sencillamente porque no pueden. De ahí el hecho, por ejemplo, de que en la reforma del Triduo Pascual llevada a cabo por Pío XII y que entró en vigor en la Semana Santa de 1956, la Iglesia, aleccionada por la experiencia de muchos siglos, redujo las lecturas de la Vigilia Pascual de doce a cuatro, que siguen siendo las estrictamente obligatorias en el Novus Ordo de Pablo VI. Así pues, de esta manera, el aumento progresivo de las oraciones del canon más la adición de los kyries al inicio de la celebración, sin indicar intención alguna, hacía imposible la oración general de los fieles.

En la nueva Ordenación General del Misal Romano (art. 45-46-47) se restaura esta oración en las misas con asistencia de fieles, con un orden determinado, correspondiendo al sacerdote dirigir estas preces invitando a la oración y concluyéndola con una plegaria. También expresa la conveniencia de que sea un diácono o un cantor quien lea las intenciones, expresando la asamblea sus suplicas con una invocación común o una oración en silencio. Esa práctica habitual en muchas celebraciones, especialmente en los días más solemnes, de una fila de gente con su papelito que pasa a leer “su plegaria” se antoja deleznable y desdibuja la intención inicial.

 

Capítulo 7º: Credo - 22/11/2008

Al evangelio sigue actualmente en muchas misas el Credo. Cuadra perfectamente con el final de la función dedicada a la instrucción religiosa el que los fieles, como contestación a la doctrina recibida, respondan a una pública profesión de fe.

No en todas las liturgias se dice el Credo después del evangelio; ni siquiera dentro de la liturgia romana se reza en todas las misas, únicamente los domingos y solemnidades. Tal vez indicio de que se introdujo bastante tardíamente no sin vencer paso a paso ciertas dificultades. En efecto, el Credo no es un texto propio de la liturgia. Su redacción en singular lo está diciendo: Creo…, que denota una profesión de fe personal e individual. Lo confirma la Historia, que pone fuera de duda que se trata de un texto que sirvió a los candidatos al Bautismo para profesar individualmente su fe.

El texto primitivo: el símbolo oriental y el occidental.

El Credo niceno-constantinopolitano (el más extenso de los dos hoy en día litúrgicamente aprobados para su recitación durante la misa) aparece por primera vez en las actas del Concilio de Calcedonia, como confesión de los ciento cincuenta Santos Padres reunidos en Constantinopla. Se trata de una combinación de las dos fórmulas de los dos concilios anteriores de Nicea (325) y Constantinopla (381). Sin embargo la fórmula de Nicea, que termina con la frase “Et in Spiritum Sanctum”, difiere notablemente aún en los demás del texto del Credo actual, y en las actas del Concilio de Constantinopla no se encuentra fórmula alguna. En consecuencia, en el actual Credo tenemos la fórmula que, entre las diversas redacciones, se divulgó más y fue aprobada por el concilio de Calcedonia.

El actual texto se encuentra en su mayor parte en 374 en San Epifanio y, con una redacción más sencilla, lo conoce ya hacia 350 San Cirilo de Jerusalén. Puede considerarse según esto como el símbolo para el bautismo que se usaba en Jerusalén, con lo cual resulta que tenía la misma finalidad que el símbolo apostólico en Roma. Los dos símbolos son, en efecto, representantes típicos de las profesiones de fe oriental y occidental.

Historia de su inclusión en la Misa

Las primeras noticias de meter el símbolo del bautismo en la Misa nos vienen de Oriente. El patriarca filomonofísista de Constantinopla, Timoteo (511-517), para mostrarse más celoso que su antecesor católico, dispuso que se rezase la profesión de fe en todas las misas. Por aquel mismo tiempo se empezó también en Siria a rezar el Credo en la misa y pronto se hizo costumbre en todo el Oriente. Solía ponerse al final de la oración común de los fieles que se rezaba después de la llamada Entrada Mayor (Ofertorio), con lo que pertenecía más bien al comienzo de la misa sacrificial que al final de la Liturgia de la Palabra o Antemisa; circunstancia fácilmente explicable, si se tiene en cuenta que el Credo siempre estaba comprendido en la disciplina del arcano.

De Oriente pasó pronto a España, cuya costa levantina estaba entonces en parte ocupada por los bizantinos. Cuando el rey Recaredo, después de haber abjurado del arrianismo, convocó el año 589 el III Concilio de Toledo, se dispuso en él que en adelante se dijera la profesión de fe en todas las misas delante del Paternóster. Prácticamente el símbolo servía entonces de oración preparatoria para la comunión.

Tendrán que pasar dos siglos para que lo encontremos en el Imperio de los francos. Probablemente pasó primero de España a Irlanda y de allí a la Iglesia anglo-sajona, de donde Alcuino lo trajo a Aquisgrán. Carlomagno obtuvo del Papa León el permiso de cantarlo en su residencia palatina, pero con la condición impuesta más tarde de no incluir el “Filioque”. Desde Aquisgrán no se propagó su uso sino de manera muy lenta por Alemania y Francia. Cuando el emperador Enrique II fue en 1014 a Roma, ya era muy general en el Norte, por lo que el emperador se mostró muy extrañado de que no lo cantaran también en Roma. Los clérigos romanos le contestaron que, como la Iglesia romana nunca había sido manchada por la herejía, no tenía necesidad de confesar su fe con tanta frecuencia. (PL, 142, 1060 ss.)

Más tarde el Papa Benedicto VIII (1012-1024) cedió a las instancias y desde entonces se reza el Credo en todo el rito romano. Hay que tener en cuenta que estamos en la época en que las modificaciones y las ampliaciones que los francos habían introducido en la misa romana se impusieron también en Roma. Su uso se restringió a los domingos y aquellas fiestas en las que se celebra algún misterio mencionado en el Credo. Como tales fiestas se consideran las del Señor, desde Navidad hasta Pentecostés, las solemnidades de la Santísima Virgen, Todos los Santos, etc... En el Novus Ordo de Pablo VI se reserva a los domingos y solemnidades. En la forma extraordinaria del rito romano (Misal de 1962) a los domingos y fiestas de I clase, que prácticamente se identifican con las “solemnidades” del misal del 69.

Los ritos que acompañan a la recitación del Credo

En la forma ordinaria del actual rito romano, el celebrante con sus asistentes inclina la cabeza al rezar el “et incarnatus est”. En la forma extraordinaria se arrodilla. Cosa que en Misal de Pablo VI únicamente es obligatoria en la Natividad del Señor. Ese ceremonia del arrodillarse no se advierte antes del siglo XIV. Durando habla de ella como de una cosa conocida. En cambio, la cruz que se traza al final de la frente con el Misal del 62 (forma extraordinaria) y que se ha suprimido en el Misal del 69, diciendo las palabras “et vitam venturi saeculi” es antiquísima, conociéndose ya cuando ese símbolo servía para la profesión de fe en el Bautismo. Se unía con las palabras “carnis resurrectionem” y era un gesto para señalar esta carne, cuya resurrección se esperaba, hasta que después con el tiempo quedó concretado en una cruz.

Participación del pueblo

El Credo se introdujo en la Misa para que lo rezara todo el pueblo. A veces, es verdad, la práctica no responde a lo propuesto en teoría, y resultó un poco difícil exigir al pueblo iletrado que aprendiese de memoria las oraciones principales en lengua extraña. Para facilitarlo, parece que por algún tiempo se dejó al pueblo rezar sencillamente el símbolo apostólico, como se hace en Oriente, o se cantaba en lengua vulgar un texto reducido y sencillo como profesión de fe en la Santísima Trinidad. Muchas veces se dejaba el canto del Credo al clero.

También en nuestros días, juzgándose excesivamente largo el Credo niceno-constantinopolitano se ha permitido rezar o cantar el Símbolo Apostólico mucho más breve y conciso.

De todas maneras, resulta emocionante que en muchas celebraciones de carácter internacional, sea en Roma, en Lourdes o en cualquier otro lugar del mundo, el pueblo aún llegue a cantar el Credo III dando un aspecto de universalidad al catolicismo realmente maravilloso.

 

Capítulo 6º: La homilía – 14/11/2008

Durante un largo periodo de tiempo el pueblo fiel se acostumbró tanto a las ceremonias de las llamadas “misas privadas” que llegó a tomarlas por norma, de tal manera que parecía que la homilía después del evangelio no formaba parte de la misa propiamente dicha, si no que era más bien una adición circunstancial y fortuita. La obligación de predicar en todas las misas de domingos y fiestas de precepto parecía eximir de hacerlo los restantes días del año litúrgico. Una de las novedades, a mi juicio maravillosamente positivas, de la reforma litúrgica es el fomento de la predicación homilética en las misas feriales especialmente en los llamados “tiempos fuertes” del año litúrgico. Aconsejable también, aunque sea muy brevemente, en todas las celebraciones. Sin embargo este fomento de la homilética se ha visto frustrado en doble vertiente: por el escaso interés de los sacerdotes en llevarlo a cabo y en la poca preparación y cultivo de las homilías en sí mismas, muchas veces convertidas en cualquier cosa menos en una auténtica homilía, a expensas de la formación de los creyentes y de la misma dignidad del culto.

Últimamente también Benedicto XVI y la misma “Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos” ha realizado exhortaciones precisas en la buena dirección y el puesto de honor que debe tener la ciencia homilética.

Los primeros cristianos tomaron de la antigua sinagoga la costumbre del que presidía la celebración de explicar las lecturas. La antigüedad cristiana miró con veneración a la homilía. Prueba elocuente de ello es que se reservaba al obispo. Desde luego, a veces se permitía también a los sacerdotes que predicasen, pero eran excepciones aisladas y sólo cuando las dotes de algunos sacerdotes se imponían, como por ejemplo, San Juan Crisóstomo en Alejandría o San Jerónimo, Orígenes y San Hipólito en Roma.

En Alejandría se renovó la prohibición de que predicaran los presbíteros cuando por la predicación de un simple sacerdote, Arrio, había surgido la peligrosa herejía del arrianismo. En el norte de África se mantuvo la prohibición hasta después de la época de San Agustín. Algo semejante debió ocurrir en Roma. Existe una carta del siglo V del Papa Celestino a un obispo del sur de Francia en este sentido. (Patrología Latina 50, 528-530).

Las razones de esta prevención ante la predicación de los simples sacerdotes son fáciles de comprender. Por una parte, el no muy alto nivel científico de los presbíteros, que en aquellos tiempos solían reclutarse de entre los miembros más piadosos de la parroquia, generalmente casados y sin formación especial (desde la primera mitad del siglo IV consta que los hombres casados que por una vida ejemplar habían merecido el sacerdocio, una vez ordenados ya no podían hacer uso del matrimonio). Por otra parte el hecho que en los países mediterráneos en cada ciudad, por pequeña que fuese, residía un obispo, consolidó esa costumbre. El principio de la unicidad del culto se urgía en aquella época con todo rigor, y por eso no permitían los domingos más culto en toda la ciudad que la misa del obispo, al que todos los presbíteros debían asistir. Esa costumbre, que como es explicable, no se podía aplicar con rigor en las grandes ciudades, se mantuvo en España hasta el siglo VIII, o sea hasta final del periodo visigótico como bien recuerda el P. García Villada en su Historia Eclesiástica de España. Un resto de la misma se conserva en el Triduo Pascual durante el cual no se permite más que un solo culto en cada parroquia, y una única celebración entorno al obispo el Jueves Santo en la mañana del Jueves Santo en la Misa Crismal (así se explica por qué el Jueves Santo no es día de precepto).

Variaba la situación en las Galias, donde no había tantas ciudades y consiguientemente muchos menos obispos. Si no se quería prescindir de la predicación, en las parroquias rurales había que admitir tener la homilía los presbíteros. La existencia de tal costumbre queda atestiguada por la carta de protesta del Papa Celestino. Un siglo más tarde San Cesáreo de Arlés abogaba con éxito en el Concilio de Vaisón (529) para que se permitiera a los simples sacerdotes la predicación. Este mismo Concilio determinó que en el caso de que los presbíteros estuvieran impedidos, los diáconos deberían leer durante la misa las homilías de los Santos Padres. Esto equivalía ya entonces a introducir una especie de traducción del latín culto al latín vulgar. Tal práctica la urgieron expresamente, siglos más tarde (siglo IX) los sínodos de reforma celebrados en varios sitios del Imperio Carolingio. Mencionan la lengua latina vulgar y la teutónica. Esto dio lugar a que se compusieran libros con tales traducciones. Las glosas silenses y emilianenses de los monasterios de Silos y San Millán de la Cogolla son anotaciones en latín, romance y euskera para hacer comprensible las homilías, también lo son las famosas Homilías de Organyà en la balbuciente lengua catalana del siglo IX.

En estas circunstancias la predicación se fue haciendo cada vez más rara al acabar la antigüedad, incluso en Roma, donde por ejemplo, los “Ordines” que describen detalladamente el culto estacional, no hablan para nada de la homilía. Refloreció la predicación cuando en el siglo XIII aparecieron las Ordenes Mendicantes. Pero entonces ya no era la homilía, es decir, la sencilla explicación del texto de la Sagrada Escritura, sino el sermón, que se tenía con frecuencia fuera de la misa y en los siglos XVI y XVII fue cuando más se propagó. Con todo, la lección sagrada, o sea la antigua homilía, siguió manteniéndose aún en este tiempo; si bien de ella apenas hablan los documentos.

El sitio

El paso de la homilía al sermón repercutió en el sitio donde tenía que predicarse y en la postura del orador sagrado. El obispo, para tener la homilía, se sentaba en su cátedra o a veces estaba en las gradas de su trono; los demás sacerdotes, como San Juan Crisóstomo, hablaban desde el ambón. Cuando luego el sermón se había independizado de la misa, el sitio desde donde se predicaba se fue alejando del presbiterio más en dirección a la nave, dando origen al púlpito. No sólo tenía una mayor altura que el antiguo ambón, sino que en él estaba el orador siempre de pie, favoreciendo el nuevo arte retórico en pleno auge en la predicación sagrada.

Los fieles, en cambio, solían estar de pie o apoyados en bastones, pues no había bancos. Su introducción en las iglesias data sólo de la época posterior a la Reforma.

También se conocía la costumbre de sentarse los oyentes. San Agustín habla una vez de la costumbre de sentarse los fieles, refiriéndose a los de los países al otro lado del Mediterráneo. (S Agustín, De catechizanis rudibus I,13, 19) …“in quibusdam ecclesiis transmarinis non solum antistites sedentes loquuntur ad populum, sed ipsi etiam populo sedilia subjacent, ne quisquam infirmior stando lassatus a saluberrima intentione avertatur, aut etiam cogatur abscedere.”

La homilía no tenía ningún marco especial. Después de leído el evangelio empezaba el obispo a hablar sin más ceremonias. A fines de la Edad Media se introduce la costumbre de rezar un avemaría, que luego se prescribió en el Caeremoniale Episcoporum. De aquella época tenemos noticias de que se rezaba o cantaba el “Veni Creador”. En España arraigó acabar con la jaculatoria “Ave Maria Purísima”, en Italia el “Sia lodato Gesù Cristo” o el santiguarse en Francia. Estas costumbres nacidas en los sermones que tenían lugar fuera de la misa, se aplicaron también a la predicación dentro de la misma. La costumbre de predicar mientras se celebraba la misa, la desaprobó Roma repetidas veces.

 

Capítulo 5º: Las lecturas Parte 3ª: El Evangelio – 07/11/2008

Con la lectura del evangelio, la llamada Liturgia de la Palabra llega a su punto culminante. Su situación al final de las otras lecturas subraya el sitio de honor que le está reservado. El aprecio de la lectura de la Buena Noticia se expresaba en los antiguos manuscritos con la escritura de su texto en letras mayores y más arcaicas, sobre más finos y dorados pergaminos así como con tapas de marfil, plata u oro puro en el evangeliario, libro este que era el único que podía descansar sobre el altar, lugar del sacrificio y trono del Santísimo Sacramento.

Su carácter especial y superior hizo que su lectura no se confiara desde el principio a un simple lector, sino al diácono, quien para ello, a partir del siglo VIII, se quitaba la planeta y enrollada se la ponía a modo de banda sobre el hombro izquierdo. De aquí después el uso diaconal de la estola atravesada sobre el pecho y espalda. En algunas liturgias antiguas y en ciertas ocasiones leía el evangelio el mismo obispo o celebrante. Leer el evangelio en la misa del Gallo era en la baja Edad Media privilegio de los emperadores.

Por la misma razón se distinguía ya en el solemne culto estacional su lectura mediante una serie de ceremonias. En primer lugar llevaba un diácono el evangeliario al altar para depositarlo encima del mismo. Luego otro diácono, después de pedir la bendición al Papa, cogía el evangeliario, y acompañado de dos acólitos con candelabros y dos subdiáconos de los que uno llevaba un incensario, se trasladaba procesionalmente al sitio donde había que cantar el evangelio. En la antigua liturgia galicana (no confundir con la liturgia galicanista de los siglos XVII-XVIII y parte del XIX) esta procesión era aún más solemne, cantándose durante la misma el trisagion. En la Edad Media este cortejo era precedido por un subdiácono o acólito con cruz alzada, y el evangeliario no lo cogía directamente con las manos, ni siquiera con la planeta como los demás objetos sagrados, sino que lo llevaban sobre un cojín. A estas muestras de respeto al evangeliario obedecía en la misa privada la prescripción de que el mismo celebrante trasladase el misal de un lado al otro.

Un síntoma o modo de expresar el respeto al evangelio es también la ceremonia de pedir el diácono la bendición. El celebrante le daba la bendición con las palabras “Dominus sit in corde tuo et in labiis tuis ut nunties competenter Evangelium suum” (El Señor esté en tu corazón y en tus labios para que competentemente anuncies su Evangelio). A partir del siglo XI el diácono se preparaba para esta bendición mediante la oración “Munda cor meum ac labia mea” (Limpia mi corazón y mis labios). En las misas privadas el celebrante solía rezar “Dominus sit in ore meo” (El Señor esté en mi boca) con el versículo 17 del salmo 50. Por el Ordo Missae de Juan Burcardo compuesto el año 1502, pasaron también a la misa privada el “Munda cor meum”, la petición de la bendición “Jube Domine benedicere” (Dígnate Señor, bendecir) y la bendición misma “Dominus sit in ore meo”.

Las aclamaciones, las incensaciones, el santiguarse y el ósculo.

Las muestras de veneración con que se rodeaba el evangeliario hicieron que el pueblo quisiera tomar parte en el homenaje. No contento con responder “Et cum spiritu tuo” al “Dominus vobiscum” del diácono, empezó a intervenir otra vez después de indicar el diácono el nombre del evangelista A partir del Imperio Carolíngio (siglo IX) encontramos por primera vez el “Gloria tibi Domine” (Gloria a Ti, Señor) que recuerda por ser una aclamación propia de un cortejo triunfal, la antigua procesión solemne. Al final de la lectura encontramos aún otra aclamación parecida, el “Laus tibi, Christe” (Alabanza a Ti, ¡oh Cristo!)

Pero no contentos con las aclamaciones expresaban su reverencia también durante la lectura misma del evangelio, poniéndose de pie; costumbre común a todos los ritos desde el siglo IV. Para hablar con precisión deberíamos decir que “se incorporaban”: miraban hacia el evangeliario, los príncipes se quitaban sus coronas y los caballeros las capas y guantes.

Este afán del pueblo de intervenir en el evangelio no se limitaba a expresiones de reverencia. Querían además participar de las bendiciones que emanaban de la palabra de Dios y por ello durante el periodo carolingio, después de incensar el evangeliario se llevaban uno o dos incensarios por toda la iglesia para que las nubes de incienso que habían envuelto el libro sagrado santificasen a todo el pueblo.

Otra ceremonia para atraer las bendiciones de la palabra divina la tenemos en la costumbre de santiguarse al principio de la lectura del evangelio (y durante algún tiempo al final). Los padres de la Iglesia lo interpretan ya como un sello con que se cierra el corazón para que el diablo no pueda quitar de allí la semilla de la palabra de Dios. Más tarde del santiguarse se pasó al persignarse simbolizando que lo que se acaba de escuchar se recuerde, se repita y se lleve en el corazón (frente, boca y pecho).

Señal de veneración, a la vez que expresión del deseo de santificación que emana de la palabra de Dios, es el beso del evangeliario, que en la Alta Edad Media era una ceremonia a la que se admitía también a los fieles. Iba unida a la otra de llevar los incensarios por toda la iglesia. Pronto, sin embargo, al crecer las asambleas litúrgicas (o todos o ninguno) quedó limitada al clero y a las autoridades civiles y finalmente (o todos o ninguno) únicamente al celebrante o al diácono que lo lee y al celebrante o prelado que preside o asiste.

La costumbre del cambio del misal de un lado a otro del altar para proceder a la lectura del evangelio en las misas rezadas o cantadas es como un calco de gestos de la misa solemne que siempre dio la pauta. A pesar de ello no podía quedar este gesto sin su explicación alegórica. Según un autor del siglo XII el traslado del misal significa que la predicación del evangelio pasó de los judíos a los paganos.

Próximo capítulo 6º: “La homilía”

 

Capítulo 5º: Las lecturas. Parte 2ª: La salmodia, el verso aleluyático y el tracto o aclamación al evangelio – 25/10/2008

Los cantos que hasta ahora hemos conocido deben todos su origen o a la necesidad de llenar pausas originadas por las procesiones (como el de entrada o introito) o son aclamaciones puestas en música posteriormente (como los kyries o el Gloria). En cambio, en el gradual o salmo responsorial y el verso aleluyático, nos encontramos por vez primera con auténticos cantos, que como tales se introdujeron desde el principio en la liturgia para expresar en forma poética los sentimientos de admiración y agradecimiento por la doctrina recibida en las lecturas. En estos cantos intermedios tenemos pues, los genuinos y más antiguos cantos litúrgicos. Prescindiendo de las misas feriales, nos encontramos hoy dos cantos antes del evangelio: el gradual o salmodia y el verso aleluyático o en sustitución suyo, el tracto o aclamación al evangelio. En principio el gradual o salmo seguiría a la primera lectura y el verso aleluyático a la epístola. Cuando únicamente hay una lectura, permanece la salmodia y el verso aleluyático uno detrás del otro, como permaneció durante el periodo en el que en las misas festivas y dominicales sólo quedó la lectura de la epístola y el evangelio (hasta el Novus Ordo de Pablo VI). Lo cual no impide que actualmente se considere el verso del aleluya más bien como anuncio del evangelio.

Salmodia responsorial

Estos cantos deben su origen a la salmodia. No sólo están tomados de los salmos, sino que la misma razón de ser de estos cantos es la salmodia, como elemento básico de la función religiosa. Como elemento que representa la parte afectiva del culto, respuesta del corazón humano a la llamada de la gracia durante las lecturas, su ejecución correspondía, naturalmente a todo el pueblo. El hecho de que muchos no sabían de memoria todos los salmos ni sus melodías, era ciertamente un obstáculo para el canto común. Los mismos salmos ofrecían la solución: había en algunos de ellos ciertas palabras o frases cortas que podía servir de estribillo a la asamblea, de modo que esta no debía cantar el salmo entero sino sólo el estribillo. El resto del salmo lo cantaba un cantor. Los santos Hipólito, Anastasio, Agustín, San Juan Crisóstomo y León mencionan este modo de cantar los salmos.

Cuando más tarde, con la libertad de la Iglesia, aumentó el esplendor del culto público, las formas artísticas reemplazaron cada vez más este canto sencillo. En Oriente la poesía convirtió el estribillo en verdaderas estrofas, el llamado “heirmos”, mientras que en Occidente las melodías cada vez más ricas y su ejecución artística ya no permitían la respuesta del pueblo. Fue entonces cuando se crearon las “schola cantorum”: grupo de cantores profesionales. Consecuencia de este enriquecimiento del canto es que se invertía mucho tiempo en el canto melismático de cada frase y aún de cada palabra, y esto llevó consigo la supresión de la mayor parte del salmo, puesto que de esta manera no era posible cantar el salmo entero.

Durante su interpretación no se hacía ceremonia alguna sino que todo el pueblo estaba pendiente de este canto, que en el desarrollo de las ceremonias era como un momento de descanso para dar expresión a los sentimientos de júbilo y gratitud por los beneficios divinos.

Al principio eran los diáconos los encargados de este canto, pero para evitar que en la provisión de las diaconías romanas influyera de modo decisivo el poseer una voz hermosa, el papa San Gregorio prohibió que en adelante lo cantasen los diáconos. En consecuencia, lo vinieron ejecutando los subdiáconos, hasta que por fin no se exigía ninguna de las órdenes y se dejó sencillamente a los cantores.

También el desarrollo en el lugar de ejecución de los mismos, refleja claramente el cambio que, al correr de los siglos, se obró en el aprecio de los mencionados cantos. Al principio el lugar era sencillamente el presbiterio, y algo más tarde, el ambón, el sitio donde se cantaban los dos, salmo y aleluya. En la liturgia francorromana ya no se permitía al subdiácono subir a lo alto del ambón, sino que los debía ejecutar en una de sus gradas. De allí le vino al salmo el nombre de gradual. Más tarde cuando se dejaba el canto a la schola, ni siquiera subían a las gradas del ambón, sino que cantaban en el mismo sitio en que estaba el coro de los cantores, o al lado del presbiterio o en la tribuna en el fondo de la nave.

Hasta la promulgación del Novus Ordo de Pablo VI apenas se advertía el primitivo carácter responsorial de estos cantos, especialmente en el gradual, que quedó reducido a un solo versículo, incluso suprimiendo al principio la indicación de versículo responsorial (marcado por la letra V/), es decir, del estribillo, al que solía seguir inmediatamente la repetición del mismo. La reforma litúrgica de San Pío X propició en 1908 la edición nueva del Graduale Romanum en la que se volvió a establecer la repetición del versículo responsorial. Durante muchos siglos, pues, se suprimió esta repetición y para evitar un final pobre, entraba todo el coro a las palabras finales del versículo del salmo que de suyo debía cantarlo solo el solista.

Con la reforma litúrgica postconciliar debía recuperarse el ritmo primitivo y responsorial de los salmos interleccionales aunque lastimosamente contemplamos como fácilmente el salmo es sustituido fácilmente por cualquier canto y en muy pocos sitios se ha reinstaurado la figura del salmista: el laico que lee la primera lectura, después del “Deo gratias” permanece en el ambón, sugiere la respuesta al salmo que raramente es cantada ni por él ni por la asamblea: lo máximo a lo que se llega es a una repetición más o menos entusiasta del estribillo. ¿Dónde resurgió y se restauró la figura del salmista, como era de esperar según lo auspiciado?

En el aleluya, en cambio, por ser más corto el estribillo, se ha conservado mejor su forma antigua. Primeramente el solista entona aleluya, lo cual corresponde a la indicación del estribillo. A continuación lo repite todo el pueblo o el coro. Vuelve el solista a cantar el versículo que representa el salmo, el coro responde con otro aleluya. Aunque en la actualidad por no haberse cultivado suficientemente, muchos leen el versículo después del canto del aleluya, cosa del todo inapropiada. O se canta o se reza todo leyéndolo.

En las misas en las que no se puede cantar el aleluya (Cuaresma) tenemos una aclamación que es la forma más antigua del gradual o salmo responsorial pero en el que sin embargo no se contesta aleluya. Es un canto que aún a pesar de la sencillez con la que se canta no debe expresar sentimientos de tristeza. Durante muchos siglos se llamó “tracto” (como siguió llamándose hasta el Misal de 1962) que es la traducción verbal de la palabra griega “heirmos”, que significa “trozo” (“trecho”) por ser una sencilla melodía típica que se repetía varias veces en el canto. En la tercera edición típica del Missale Romanum postconciliar aparece siempre unida al versículo sálmico la aclamación “¡Honor y gloria a Ti, Señor Jesús!” durante la Cuaresma.

La secuencia

No quiero acabar este capítulo dedicado a los cantos interleccionales sin hablar aún de otro elemento de ambientación emocional: la secuencia. Debe su origen a los ricos melismas con que se cantaba la ultima “a” del aleluya, llamada “jubilus”. Los pueblos del norte de Europa, a los que no les gustaba el canto melismático, empezaron a sostener la melodía de los melismas del aleluya con textos poéticos de modo que a cada nota correspondiera una sílaba. Es la misma evolución de la que hablé al explicar los “tropos” en los kyries. El nombre de secuencia se aplicaba en un principio a la misma melodía: era sinónimo de melisma. Pero de ahí pasó al texto independiente con que se llenó la melodía y que acabó cantándose después del aleluya, independizándose de la melodía del “jubilus”. Llegaron a tener una importancia enorme. Se han coleccionado más de cinco mil. Pero al penetrar en Italia, no prosperaron y en el Misal de San Pío V quedaron todas suprimidas menos cuatro: el “Victimae Paschali” compuesto hacía el siglo IX (durante la octava pascual), el “Veni Sante Spiritus” compuesto en 1228 por el arzobispo de Canterbury (en Pentecostés), el “Lauda Sion”, compuesto por Santo Tomás de Aquino en 1263 para la fiesta de Corpus Christi y el “Dies Irae” para las misas de difuntos y que es de autor desconocido. El “Stabat Mater” igualmente de autor desconocido no entró en el Misal hasta el año 1727 cuando Benedicto XIII extendió la fiesta de los Siete Dolores de María a toda la Iglesia. En el Misal de Pablo VI solo subsistieron tres de estas secuencias: la de Pascua y la de Pentecostés, así como la del 15 de septiembre, fiesta de Nª Sª de los Dolores, pero esta de manera potestativa (ad libitum). La supervivencia del “Dies Irae” como canto litúrgico ha quedado reducida a un himno más y parcialmente recortado para la Liturgia de las Horas de las últimas semanas del Tiempo Ordinario. La secuencia “Lauda Sion” quizá la más bella de las composiciones para la fiesta de Corpus Christi, compuesta por encargo del Papa Urbano IV por Santo Tomás de Aquino se ha perdido en el modo ordinario del rito romano. Una perdida incomprensible para una composición de inestimable belleza literaria y calidad musical.

Próximo día: Capitulo 5ª parte 3ª y última: el evangelio.

 

Capítulo 5º: La liturgia de la Palabra o lecturas. Parte 1ª: La epístola – 18/10/2008

El primer testimonio de un acto de oración previo a la celebración eucarística lo debemos a San Justino, que hacia el año 150 escribió lo siguiente en el capítulo 67 de su Apología: “…en el día que se llama del sol, se reúnen en un mismo lugar tanto los que habitan en las ciudades como en el campo y se leen los comentarios de los Apóstoles, o los escritos de los profetas por el tiempo que se puede. Después, cuando ha terminado el lector, el que preside toma la palabra para amonestar y exhortar a la imitación de cosas tan insignes. A continuación nos levantamos todos a la vez y elevamos preces y cuando dejamos de orar se traen pan, vino y agua”.

Por otro texto de Tertuliano del siglo II (De anima cap. 9) sabemos que ya entonces se añadía a estos actos de oración otro elemento: el canto o recitación de los salmos. Desde entonces vuelven siempre los mismos elementos en las descripciones que poseemos del culto cristiano en los primeros siglos, por ejemplo en las Constituciones Apostólicas, donde se encuentra la primera noticia de un solo cantor recitando el salmo entero.

No cabe duda de que las lecturas tienen por fin la instrucción de los fieles. Instrucción en un sentido moral y religioso, preparándoles para la asistencia digna al sacrificio eucarístico. Es pues necesario utilizar en las lecturas una lengua que entienda el pueblo. Ya al crecer en Roma el número de cristianos latinos comenzaron a traducirse las Sagradas Escrituras y a leerse en la lengua del pueblo: el latín común. Pero lo mismo que pasó en Roma tuvo lugar en todas las ciudades en las que había cristianos. Al perderse el uso del griego en la vida ordinaria, pasaron a traducir la Palabra de Dios a la lengua que más se hablaba: sirio, armenio, copto, árabe o eslavo.

Durante los años iniciales del Movimiento Litúrgico se hizo mucho con la traducción y amplia difusión del “Misal de los Fieles”.Más tarde durante el pontificado de Pío XII se fue implantando la costumbre, especialmente los domingos y días de gran concurrencia de fieles, de leer las lecturas en lengua vernácula, vuelto el sacerdote hacia el pueblo. Finalmente la costumbre se extendió y se hizo norma en la reforma litúrgica del Vaticano II como un paso de gigante para la comprensión de la Palabra de Dios y su aprovechamiento.

El número de lecturas

Durante los primeros siglos del cristianismo las lecturas pre-evangélicas, tomadas tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento eran muchas y variadas, especialmente en los tiempos de Cuaresma y en las Vigilias, como la del Sábado Santo o Pentecostés y en las Témporas.

Más tarde parece ser se redujeron únicamente a dos el número de lecturas leídas antes del Evangelio, una del Antiguo Testamento y otra de las Cartas de San Pablo o de otros Apóstoles. Por eso desde el siglo XIII esa segunda lectura se llamó sencillamente epístola, mientras la veterotestamentaria conservó la denominación de “lectio” (lección o lectura). Al final de cada una de las lecturas, y procedente su uso de la liturgia hispánica que lo había adoptado de la norteafricana, fue consolidándose el “Deo Gratias” (Demos gracias a Dios) no sólo como contestación a las lecturas, sino también a los avisos que se daban al final de cada función religiosa, anunciando las próximas reuniones. El mismo empleo pasó a Roma a partir del siglo VIII. El “Deo Gratias” servía para manifestar que uno había entendido bien lo que se le decía. Es el mismo sentido que aparece en la regla de San Benito al mandar a los monjes que contesten con el Deo Gratias cuando oigan llamar a la puerta.

Desde el siglo VII la lectura de la epístola correspondía al subdiácono; anteriormente cuando se leían todavía varias lecturas veterotestamentarias, un lector, que debía ser persona distinta del que presidía la asamblea, estaba encargado de su lectura. Y bien pronto el leer las lecciones constituyó un cargo especial entre el clero. A partir del siglo VI aparecen con frecuencia niños como lectores. Estos lectores jóvenes vivían en comunidad, formando el mejor plantel de vocaciones sacerdotales. Pero prevaleció el criterio de que, para más solemnidad, recitaran las lecturas clérigos de mayor categoría. Con esto, el grado de lector perdió su sentido originario y su actualidad, como orden menor.

Ni siquiera con la reforma litúrgica posterior al Vaticano II ha quedado suficientemente valorada y cuidada la figura del lector: hoy en día, a menudo y de manera más o menos improvisada, algunos seglares leen las lecturas sin mayor preparación y esmero que la que el propio talante les concede, desdiciendo tantas veces del decoro y belleza de la propia celebración.

El sitio

Las lecturas, epístola y evangelio, también se distinguían entre si, además de por el ministro que las leía y los ritos que la precedían y sucedían (“Dominus vobiscum”, incienso y beso litúrgico y “Laus tibi, Christe” para el evangelio y nada de ello para la epístola) por el lugar desde donde se proclamaban. Ya en los siglos III y IV se habla de un sitio más elevado para que todos entendiesen las lecturas. Esta conveniencia, mejor dicho necesidad, llevó con el tiempo a la introducción del ambón, especie de tarima con barandilla, situada en el límite que divide la nave con el presbiterio.

Al principio no había más que un solo ambón: por eso, para realzar la lectura del evangelio, debía leerse la epístola y la salmodia no en lo alto del ambón, sino en una de sus gradas. En la Edad Media comenzó la distinción entre lado del evangelio y de la epístola, aunque al mismo tiempo los ambones desaparecieron por completo, alejándose del presbiterio y convirtiéndose en púlpitos.

Entre las novedades recientemente introducidas por Benedicto XVI en la celebraciones de la Capilla Papal (Misa del Papa en la Basílica de San Pedro o en las otras basílicas romanas) figuran la colocación de la Cátedra Apostólica en el lado evangelio en el inicio de la nave y de un ambón entarimado a la manera medieval (como en la Basílica de Montserrat) en el lado epístola justo enfrente de la cátedra, desde donde se proclaman las lecturas. Todo en la más estricta línea de la tradición litúrgica romana.

Próximo capítulo: Salmodia, verso aleluyático y tracto (o aclamación al evangelio)

 

Capítulo 4º: La Colecta – 04/10/2008

La colecta es la primera oración exclusivamente sacerdotal que encontramos en la Misa. Oración que el celebrante debe decir no en nombre propio, sino en el de toda la comunidad, de toda la Iglesia. En el modo tradicional del rito romano (Edición del Misal de 1962) esa oración es introducida con el saludo litúrgico del “Dominus vobiscum” (o el “Pax vobis” del obispo) volviéndose hacia el pueblo con las manos abiertas, como insinuando un abrazo. El beso del altar que lo precede y que data del siglo XIII adquiere su simbolismo en el tomar la paz de Cristo para darla a la comunidad y es muy propio de la explicación alegórica de la Misa que tan en boga estuvo en la Edad Media.

Acto seguido y habiendo saludado a la comunidad, la invita a la oración diciendo o cantando “Oremus”. Esta fórmula se ha convertido en una invitación a adherirse mentalmente a la oración que reza o canta el sacerdote, pero antiguamente era sencillamente una exhortación a orar en voz baja y suponía por tanto, siempre una pausa más o menos larga entre la invitación y la colecta. Esto aparece con claridad en las oraciones más antiguas de esta clase, en las “orationes sollemnes” del Viernes Santo que primitivamente eran comunes a todas las misas. Pues en estas oraciones a la invitación de la intención… pro dilectissimo Papa nostro, etc.… seguía el aviso del diácono: flectamus genua (arrodillaos), palabras con las que se invitaba al pueblo a orar durante algunos momentos de rodillas, para después de sugerirles que se levantasen (levate), proceder a la oración sacerdotal con su Oremus. Esta antigua costumbre se restauró en el “Ordo Sabbati Sancti” por Pio XII en el año 1951.

El cuerpo de la colecta

El nombre de “colecta” no es de origen romano, sino que está tomado de la antigua tradición galicanoespañola. Así lo pone de manifiesto el hecho de que, existiendo en las liturgias galicana e hispana antiguas desde hacía varios siglos, aparece este nombre en la liturgia romana sólo después de haber sido esta adoptada por los francos. Significa “resumen de las oraciones dichas anteriormente”. Las primeras se fueron formando en los siglos IV y V, época en la que en Occidente tomaron cuerpo las fórmulas litúrgicas y en Roma se verificaba el cambio del griego al latín, en la lengua ritual. Antes de este tiempo, la composición de las oraciones dependía de cada celebrante. Unos las improvisaban mientras las iban pronunciando, otros las componían anticipadamente, calcándolas sobre algunos modelos. A partir del siglo IV su redacción ya no se deja al arbitrio del celebrante, por existir textos fijos en libros especiales, aunque el celebrante no los leía sino que los aprendía de memoria.

Aunque las oraciones romanas se caracterizan por su sobriedad eso no significa que en su composición se renunciase a emplear los recursos del arte retórico de la época. Ese arte no buscaba la emotividad en la acumulación de muchas expresiones, sino en el juego y en el corte de palabras, a lo que tanto se presta la lengua latina por su notable riqueza de matices de una misma palabra. Y así, resultan siempre las oraciones muy cortas, por una parte, y con perfecta correspondencia, por otra, a su carácter de bendición y de oraciones finales del acto. Con todo, no hay que pensar que la liturgia romana desconoce las oraciones largas: por ejemplo, los prefacios que se dicen al conferir el diaconado, el sacerdocio o la consagración episcopal, provenientes de los más antiguos documentos romanos.

Tipología de las colectas

Se pueden distinguir dos tipos. El primero representa la petición en su forma más sencilla. En primer lugar viene nombrado aquel a quién va dirigida la suplica con sus títulos más ordinarios: “Domine, Deus” (Señor Dios), a lo sumo se añade uno o dos epítetos más: Omnipotente y Eterno. Luego sigue la petición, redactada en pocas palabras. A este mismo tipo sencillo pertenecen también las oraciones en las que se razona la petición, indicando para qué fin pedimos la gracia (ut… - para que…).

El segundo tipo añade al título que se da a Dios, una oración en relativo, que sirve para aludir al misterio de la vida de Nuestro Señor o las gracias especiales concedidas por Dios al santo, mezclando a la súplica algún elemento de acción de gracias o de alabanza.

Este segundo tipo es el más abundante, ya que con el tiempo cada vez se formaron más fiestas de santos. No siempre, sin embargo, se ha conservado en las fiestas modernas el armonioso equilibrio entre la petición y la afirmación laudatoria. Falla sobre todo cuando se describe en ella la vida del santo o se desarrollan pensamientos teológicos bastante complicados. Por ejemplo: las fiestas de los santos mártires de Corea (20 de septiembre) o los santos mártires de Nagasaki (6 de febrero) o la festividad de Nuestra Señora de los Dolores (15 de septiembre).

Las formas más clásicas de la colecta no las encontramos, sin embargo, en las fiestas, sino en los domingos después de Pentecostés, llamados en el Novus Ordo de Pablo VI “domingos per annum” (ordinarios, en la más que deficiente traducción castellana). Como se trata de días en que no hay motivo particular para la celebración de la misa, y la colecta es oración que comprende las intenciones de todos, su contenido es necesariamente muy general. A veces, ni siquiera se indica intención alguna, sino que se ruega a Dios que nos escuche, es decir, que atienda las peticiones que cada uno en particular le propone. El secreto de la armonía de tales colectas reside en que reflejan a menudo una antítesis: lucha continua entre el bien y el mal, las fuerzas que en el hombre tienden hacia arriba y las que le quieren sumergir, alma y cuerpo, propósito y ejecución, esfuerzo propio y ayuda de la gracia, confesar e imitar, fe y realidad, miserias de la vida terrenal y goce de la celestial.

La recitación: “cursus” y “accentus”

La belleza de las antiguas oraciones romanas no yace exclusivamente en la dicción. Ha llamado siempre la atención su fluidez y su ritmo. Quienes las compusieron habían recibido su formación en las escuelas del antiguo arte retórico y sobre este arte ejercían gran influjo a fines de la antigüedad las leyes de la poética clásica, con su métrica, basada en la cantidad de sílabas. Sin embargo, el factor principal de su armonía está en el “cursus”, usado en la prosa artística de los siglos IV y V. El “cursus” es el ritmo de las cadencias finales, fundado en la sucesión ordenada de sílabas acentuadas y no acentuadas. Son normas observadas con tanta fidelidad, por ejemplo en los sermones de San León Magno, que hoy nos sirven de criterio para la autenticidad de sermones enteros o trozos parciales de sus sermones. No hemos de olvidar que es muy probable que el cuerpo de las antiguas colectas sean creaciones de este papa o procedan al menos de su época.

El modelo más perfecto de colecta en el que se encuentran los tres cursus (planus, velox, tardus) lo tenemos en la colecta del domingo XXX del tiempo ordinario, que figuraba en el Misal del 1962 como colecta del domingo XIII después de Pentecostés:

“Omnipotens sempiterne Deus, da nobis fidei spei et caritatis augméntum, (planus)
et ut mereamus ássequi quod promíttis (velox) ;
fac nos amare quod praécipis. (tardus)"

(Padre todopoderoso y eterno, aumenta en nosotros la fe, la esperanza y la caridad, y para que podamos conseguir lo que prometes, ayúdanos a amar lo que nos mandas.)

Otros giros que con frecuencia encontramos en las colectas son, por ejemplo: ésse consórtes (planus), méritis adjuvémur (velox) y sémper obtíneat (tardus).

Para la recitación de estas oraciones se formó muy pronto un modo especial, el llamado “accentus”. Consiste en recitar la oración en un tono determinado, entreverando al final de cada frase o división de frase, cadencias diferentes según las diversas clases de oraciones. Como se ve, existen relaciones íntimas entre el accentus y la puntuación moderna, ya que ambos son expresión de la estructura lógica de la frase. Y así, no es de extrañar que ambos, accentus y puntuación, se sirvan de los mismos signos: los dos puntos ( :) para el metrum y el punto y coma (;) llamado flexa para señalar el medio tono antes de una oración en “ut” ( para que…). Es interesante observar que este modo sencillo de amenizar la recitación de la oración se ha mantenido desde los primeros tiempos hasta la actualidad, en contraste manifiesto con los cantos que evolucionaron hacia formas cada vez más artísticas y complicadas. Se nota aquí algo del respeto contenido que siente el hombre cuando habla directamente con Dios, y que no permite formas artificiosas.

El rito exterior

El sacerdote recita la colecta de pie con las manos extendidas. Hasta muy entrada la Edad Media se exigía que mirase hacia Oriente. El estar de pie parecía la postura más propia para la oración pública en el sentir de toda la antigüedad. De ahí el sustantivo “statio”, derivado del verbo “stare”: estar de pie. Aún hoy en día en castellano la palabra “estación” significa la visita que se hace a las iglesias para orar en ellas algún tiempo.

Después de tener las manos levantadas, el sacerdote junta las manos como para expresar la entrega del propio ser en manos de un superior. El gesto es de origen germano y penetró en la liturgia durante la innovación franca como modo de tener las manos durante las oraciones privadas al principio de la misa y durante la comunión.

Con el “amén” después de la colecta termina el rito de entrada. El Amén se encuentra en todas las liturgias sin traducir. Y San Justino lo interpreta con las palabras: “Así se haga, así sea” (Apología 65). Mediante esta palabra el pueblo expresa su asentimiento a lo que acaba de decir en su nombre el celebrante. El que lo dijera todo el pueblo lo atestiguan ya los santos Agustín y Jerónimo. (Patrología Latina, 26 , 355)

 

N.B.: En el transcurso de la conferencia que el viernes 5 de septiembre, S.E. el cardenal Gottfried Danneels impartió durante el Congreso Litúrgico que tuvo lugar en Barcelona para conmemorar el 50º aniversario del C.P.L., el emérito Arzobispo de Bruselas abogó por la supresión, en una próxima reforma litúrgica, de lo que aún queda de las antiguas “colectas romanas” en el Misal, por ser “propias de una mentalidad jurídica como la mentalidad romana” (sic). La colecta con la que ejemplarizó tal teoría fue precisamente la que he detallado anteriormente, la más perfecta y bella de las antiguas colectas romanas.

También abogó por la supresión de todas las apologías (oraciones que el sacerdote reza en silencio: como la de antes del evangelio o antes de la comunión) por ser restos de la separación entre el “presidente” y la “asamblea. De hecho entra dentro de la lógica de estos “reformadores litúrgicos”, si como confiesa Mons. Piero Marini no existe diferencia ontológica entre el sacerdocio ministerial y el común de los fieles. Ambos serían diversas modalidades de un único sacerdocio de los bautizados. Por ello bromeó sobre la presencia en el Aula de algún miembro de la Congregación para la Doctrina de la Fe, porque bien sabía Marini que la proposición fue condenada por herética en el Concilio de Trento.

 

Capítulo 3º: Gloria - 27/09/2008

En el año 799 Carlomagno va a Roma para recibir de manos del Papa la corona del renovado Imperio Romano. Al acercarse a la Ciudad Eterna, el papa León III sale a su encuentro, le saluda con el “Gloria in excelsis Deo”, cantado por todo el clero que le acompaña. Terminado el canto, el Papa reza una colecta como oración final. Era el modo litúrgico de recibir fuera de las murallas de Roma al futuro emperador. Por este ejemplo, tomado de una época que debe considerarse aún el periodo clásico de formación de la liturgia romana, aparece que también el Gloria, cantado con toda solemnidad, exigía como conclusión una oración sacerdotal.

El Gloria no fue creado para la Misa. Su primer destino fue el de servir a los cristianos de oración matutina, o más en general, como himno de alabanza a Dios. Lo podemos comparar con el “Te Deum” que tiene el mismo origen y las mismas características. Son los dos himnos más antiguos, no sacados de la Sagrada Escritura, sino nacidos del fervor de los primeros siglos; restos de los llamados “psalmi idiotici”, es decir compuestos por los mismos cristianos. Creaciones en general sin arte, pero de un encendido fervor, datan de los tiempos más primitivos. En el siglo IV se levantó una fuerte corriente contraria a tales himnos. Testimonios de esa oposición quedaron reflejado en las actas del Concilio de Laodicea del siglo IV y del IV Concilio de Toledo del siglo VII, que prohibieron se cantasen himnos no inspirados por el Espíritu Santo. De esta prohibición se salvaron el Gloria, el Te Deum y el “Te decet laus”, así como algún que otro himno griego.

Del Gloria primitivo conocemos las siguientes redacciones: una siria, dos griegas (la de las Constituciones Apostólicas y la del códice Alejandrino de la Sagrada Escritura) y tres latinas, a saber, la del antifonario de Bangor, la del antifonario mozárabe de León y la de la liturgia milanesa.

Su incorporación en la Misa

La incorporación del Gloria en la Misa se debe a circunstancias de segundo orden. En primer lugar fueron sus primeras palabras, tomadas de Lucas 2,14, mensaje angélico de paz en el nacimiento del Salvador, las que dieron ocasión para que se cantara primeramente en la Misa de Medianoche de Navidad (o del Gallo). Así lo atestigua, y como costumbre antigua, el “Liber Pontificalis” escrito en Roma hacia el año 530. El mismo libro añade que el Papa Símaco (romano pontífice entre el 498 y el 514) permitió a los obispos entonarlo también en las fiestas de los mártires y todos los domingos. El Gloria pues, se cantaba solamente en las misas solemnes celebrada por el Papa o los obispos, con el fin de solemnizarlas más. Y esta norma prevaleció por muchos siglos. Pero cuando el rito romano pasa al norte de los Alpes, donde había pocas ciudades y por lo mismo pocos obispos, pero en cambio muchas aldeas y pueblos, son los sacerdotes que ejercían la cura de almas los que empiezan a sentir la necesidad de decir el Gloria en sus parroquias.

El camino que se siguió para implantarse fue el siguiente: Primeramente se permitió al simple presbítero cantar el Gloria en la mayor de todas las solemnidades, el día de Pascua de Resurrección. Todavía duraba esto durante el siglo XI, ya que el liturgista Berno de Reichenau se quejaba de que no se le permitiera al simple sacerdote cantar este himno el día de Navidad (Patrología Latina 142, 1058 ss) A fines de ese mismo siglo ya no se hace, en cuanto al Gloria, distinción alguna entre el simple sacerdote y el obispo. También es verdad que tales prescripciones no se observaban con mucho rigor en el territorio de los francos. Un documento del siglo VIII avisa que se suprima el Gloria durante la Cuaresma, lo que nos induce a creer que se decía las demás misas.

El sitio

El Papa entonaba este himno desde su cátedra, mirando hacia el pueblo. El simple sacerdote lo entonaba siempre en el lado de la epístola, como lo han continuado haciendo los cartujos en su rito propio hasta nuestros días. Más tarde por influencias alegóricas, empezaron a cantarlo en el centro del altar.

Aunque la sencillez y la recitación silábica de las primeras y más antiguas melodías del Gloria hacen pensar que el fue el pueblo quien cantaba este himno, no tenemos ninguna noticia en las fuentes más antiguas de que así fuese efectivamente. Eran los clérigos los encargados de su canto, que lo ejecutaban o cantando todos el texto íntegro o alternándole a dos coros. En Roma lo solía cantar la “schola”, institución de tan antigua tradición que bien merecía este privilegio.

Los “tropos”

También en el Gloria se introdujeron los tropos. El más difundido, también en España, era uno en honor de la Virgen que decía hacia el final: “Tu solus sanctus, Mariam sanctificans, Tu solus Dominus, Mariam gubernans, Tu solus Altísimus, Mariam coronans (Tu sólo el Santo, que santificas a María, sólo tu Señor que guías a Maria, sólo tu el Altísimo que coronas a María). A pesar de su antigüedad veneranda y su gran popularidad, fueron todos suprimidos en la reforma del misal de Pío V.

 

Capitulo 2º: Los Kyries – 20/09/2008

El Introito o canto de ingreso es la primera y más antigua pieza del rito de entrada. Es la salmodia que abre la función religiosa, y como tal, lo mismo que las lecturas y las letanías, exige que se la cierre con una oración sacerdotal. Pero esta conclusión no es tan rotunda y hermética como para que no se le puedan añadir otros elementos litúrgicos, como de hecho sucedió con los que ahora vamos a estudiar: los kyries.

Kyrios (Señor) era el título que se daba a personas de quienes se creía habían llegado a dioses y cuyo culto podía hacer partícipes a los hombres de una felicidad semejante. San Pablo utiliza esa denominación para hacer ver a los neocristianos que el verdadero Kyrios (el hombre también verdaderamente Dios) es Cristo.

Los kyries (Señor, ten piedad) constituyen el único elemento griego del ordinario de la Misa, no porque sea un resto de la época en la que la liturgia romana se celebraba en griego sino porque se tomó posteriormente de ritos orientales tras la impresión que había causado entre los occidentales este nuevo modo de orar en común usado en Oriente. Por eso lo adoptaron sin apenas cambiarlo.

En Oriente aparece el “Kyrie eleison” por vez primera a fines del siglo IV. La peregrina hispana Eteria cuenta de la liturgia de Jerusalén que mientras el diácono decía los nombres de cada uno de las personas por las que se rezaba a modo de letanías mientras los niños respondían continuamente Kyrie eleison con voces infinitas.

Ya las Constituciones Apostólicas (Const. Apost., VIII, 6.9) de esta misma época, dan el texto de estas letanías, siendo el primer documento que reporta el texto litúrgico ya formado.

Pero lo verdaderamente interesante es conocer las razones que movieron al Occidente a hacer suya esta plegaria sin traducirla.

La primera noticia que tenemos sobre los kyries en Occidente es el canon 3 del Concilio de Vaison del año 529. El occidente católico había sufrido durante la última centuria nada menos que cuatro invasiones de los bárbaros. Cuatro veces en menos de cien años los germanos y los hunos habían devastado a Italia. La Iglesia occidental gemía pues bajo el yugo duro de los bárbaros y también del arrianismo, religión de la mayor parte de los pueblos germánicos y que precisamente niega el “Señorio divino” de Cristo. Fue precisamente San Cesáreo de Arles, uno de los padres del Concilio de Vaison, quién más persecuciones tuvo que sufrir de los reyes arrianos. Cantar “Kyrie eleison” refiriéndose a Cristo es afirmar su naturaleza divina: es una profesión de fe antiarriana.

Junto a esta cuestión teológica debemos recordar además que los católicos de Occidente miraban con nostalgia y algo de envidia hacia Oriente donde en el año 517 subía al poder un emperador católico, Justino, quien ayudado por su pariente Justiniano, echaba los cimientos de una nueva edad de oro para el Imperio bizantino.

Sea como fuere y según el canon del concilio de Vaison, la letanía de los kyries debió introducirse en la liturgia romana hacia el año 500 pero no directamente para la misa. En efecto, entre los textos litúrgicos aislados de la Misa que conservamos, encontramos la “Deprecatio Gelasii” (492-496) atribuida al Papa Gelasio.Tal letanía se rezaba de la siguiente manera: uno de los clérigos indicaba la contestación al pueblo, después se invocaba a la Santísima Trinidad y venían 16 intenciones (por la Iglesia, los sacerdotes, la paz, las cosechas, los fieles…) a las que se contestaba con el Kyrie eleison. A partir de la 15 la respuesta era “Praesta, Domine, praesta” (Concédelo, Señor, concédelo) terminando con “Domine, miserere” (Señor, apiádate).

Lo más probable es que durante la mayor parte del siglo VI esta letanía se usase sólo en las procesiones penitenciales.

Lo que sí sabemos es que diciéndose aún entonces en la misa la antigua oración común de los fieles (reinstaurada en el Novus Ordo de Pablo VI del 69) esta acabó asimilada como respuesta a los kyries. Posteriormente San Gregorio Magno, queriendo abreviar la letanía, substituyó la oración común de los fieles por los Kyries en el rito de entrada.

El que no se pusiera en el lugar preciso de la antigua oración de los fieles, es debido a las innovaciones introducidas después del Evangelio, cuando en ese lugar se formó y colocó el ofertorio, como veremos más adelante. Pero también debido a la circunstancia de que al entrar en la iglesia, en el rito de entrada, se cantaba la letanía los días de penitencia.

Al trasladarse la liturgia romana al Imperio carolingio se fija el número de repeticiones del Kyrie y del Christe eleison en nueve por influjo de la desaparecida liturgia galicana deseosa de demostrar en sus ceremonias el misterio de la Santísima Trinidad y determinando que cada invocación se repita 3 veces: triple invocación del Kyrie atribuyéndolo al Padre, triple Christe al Hijo y triple Kyrie al final atribuido al Espíritu Santo. Además determina que se canten los kyries a dos coros.

Esta triple repetición de las tres invocaciones fue reducida a doble repetición en el Misal del 69.

El canto de los kyries en la Edad Media: los “tropos”.

Al enriquecerse en la Edad Media las melodías se introdujeron melismas en abundancia (muchas notas con una sílaba). Este cantar era muy familiar a los pueblos latinos, pero muy desagradable a los pueblos nórdicos. Para hacer desaparecer esta impresión, se introdujeron los tropos: mientras medio coro canta el melisma con una sílaba, el resto recita con la misma melodía una ampliación de los kyries hasta coincidir en la palabra final “eleison”. Al suprimirse en el siglo XV esos tropos sobrevivieron únicamente en los nombres de las diversas misas gregorianas: Lux et origo, Cunctipotens genitor Deus, Orbis factor, etc (las primeras palabras de los antiguos tropos). Ejemplo: Kyrie, lux et origo, eleison (Señor, luz y origen, ten piedad) Kyrie, orbis factor, eleison (Señor, creador del mundo, ten piedad) y así todas.

De todas maneras, por muchos siglos no rezó el celebrante los kyries, como no rezaba otros textos que no fueran propios suyos. En la época carolingia suplía el celebrante este silencio suyo mientras la schola cantaba, con una o varias apologías. Pero cuando estas se suprimieron, empezó el celebrante a rezar los kyries en voz baja, y como solían alternarse entre dos coros, también en el altar los alternaba el celebrante con sus ministros. El modo no era uniforme. Decía, por ejemplo, el celebrante dos veces el Kyrie eleison y los ministros contestaban el tercero.

Tanto en la misa solemne como en la privada el sitio donde se recitaban los kyries no era el medio del altar como acabó consolidándose sino el lado de la epístola, como lo conservaron los dominicos en su rito propio.

Actualmente según el Novus Ordo del 69 el celebrante los recita o canta desde la sede.

 

 

Capítulo 1º: Las oraciones preparatorias - 13/09/2008

Comienza hoy, tras el periodo vacacional, una larga serie de artículos en los que, a manera de síntesis teológica e histórica de la Liturgia Eucarística Romana, trataré de explicar todas y cada una de las partes esenciales de la Misa. Incluyo no sólo las particularidades del Misal Romano de 1969 que constituye hoy en día el modo ordinario de la celebración de la Misa si no también del Misal Romano de 1962 que tras la promulgación del Motu Proprio de Benedicto XVI “Summorum Pontificum”, es el texto litúrgico en vigor para la celebración de la Santa Misa en su modo extraordinario.

Espero satisfaga a cuantos, más allá de la curiosidad, buscáis un conocimiento más profundo y riguroso de la Liturgia católica.

Entre las oraciones privadas de preparación del celebrante, introducidas en el ordinario de la Misa por los francos, podemos distinguir tres grupos:

1º Preparación privada antes de la celebración ( algunos salmos como el 50, el 83,el 84 y 85 , el salmo 115  que se añadió en el siglo XI, y el 129 un siglo más tarde, más una hermosa oración de San Ambrosio dividida entre los siete días de la semana y llena de súplicas humildes.)

2º Fórmulas para revestirse los ornamentos (existía en la Edad Media una ilimitada variedad de fórmulas cortas para el momento de revestírselos: encontramos hermosísimas en los pontificales de Cambrai, Amiens y Moissac. Las que al final prevalecieron y que empezaron a editarse en los misales a partir de Trento hasta nuestros días se remontan a un periodo que va de los siglos IX a XI y proceden de esos tres pontificales francos mencionados.)

3º Oraciones camino del altar, que más tarde se convirtieron en la primera parte de las oraciones ante las gradas, hoy día eliminadas en el modo ordinario del Rito Romano pero mantenidas en el extraordinario.

De estos tres grupos quedaron como cosa privada los dos primeros, pasando el tercero a formar parte de la misa misma. Es por eso que empezaré a ocuparme de este último grupo.

Las oraciones ante las gradas

A partir del siglo X se introduce el salmo 42 con sus versículos, el Confiteor y la oración “Aufer a nobis” que precede al beso del altar. Todos estos elementos acabaron formando un núcleo compacto, en la conciencia de que el sacrificio debía empezar con una súplica de perdón por los pecados, súplica que adquirió la forma de una verdadera confesión. Ya en los primeros documentos litúrgicos (Didaché, cap XIV) hablan de una confesión de los pecados al principio de las reuniones eucarísticas. En las ceremonias estacionales, el pontífice, en ceremonia manifiestamente penitencial, al llegar al altar se postraba ante él. Cuando en época carolingia, se empezaron a llenar con apologías (oraciones silenciosas del celebrante) todos los intervalos y acciones exteriores que el celebrante según la antigua liturgia romana permanecía pasivamente en silencio, la apología que aquí se introdujo era de compunción y arrepentimiento y muy parecida al Confiteor actual. A partir del siglo XI vemos en los misales la combinación de un verdadero acto penitencial unido al salmo 42  (Judica me). De estos dos elementos, el más importante fue sin duda el Confiteor. Signo de ello es que las liturgias monacales de cartujos, carmelitas y dominicos nunca asumieron el salmo 42 pero si el Confiteor. Si al fin la reforma de San Pío V impuso el salmo, fue por la antigua tradición del misal de la curia romana, y porque el salmo, una vez que su recitación se trasladó al presbiterio, resaltaba entre las demás oraciones preparatorias, dejándolo así más estrechamente unido al Confíteor. Su uso pasó a España ya en el siglo XI cuando el ordinario que se impuso para sustituir la liturgia mozárabe fue el misal de la curia romana, por eso al restaurarla el cardenal Cisneros en Toledo, penetró en la misa hispánica.

Al principio de las oraciones, como hoy en el inicio de la celebración eucarística en el Misal Romano de 1969 tras besar el altar, está la señal de la cruz acompañada de las palabras “In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti” tomadas del mandato de bautizar a todo el mundo. Esta fórmula nos recuerda el poder que nos ha sido concedido de participar en el sacrificio eucarístico. Hace pues, esta fórmula, de puente entre los dos sacramentos del bautismo y la eucaristía.

Introibo ad altare Dei (Me acercaré al altar de Dios…) y salmo 42: No nos debe extrañar que entre las diversas fórmulas que se podían rezar camino del altar o de pie ante él, como acabo cuajando, se impusiera el salmo 42. Si hay que escoger un salmo difícilmente podemos encontrar otro más apto. El salmo va trazando la evolución psicológica del que entra en la casa de Dios para orar o para ofrecer el sacrificio. El hombre pasa del modo de pensar del que sólo piensa en sí mismo y en sus necesidades a otro que, iluminado desde arriba, hace propósito de entrar en la casa de Dios a cumplir sus deberes religiosos. No es fácil, continuamente le llega el recuerdo de sus aflicciones, pero se sobrepone definitivamente para sólo atender al culto divino.

Y llega el Confíteor. Ya en el siglo XI la postura corporal con que se rezaba era la inclinación profunda con sus tres golpes de pecho al “mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa” primero por el celebrante seguida de la oración Misereatur (El Señor tenga misericordia de ti…) recitada por los fieles y muy especialmente por el acólito y después por los fieles y seguida del Misereatur y del Indulgentiam pronunciado por el sacerdote (Que el Señor nos conceda la indulgencia, la absolución y la remisión de nuestros pecados….) Posteriormente y antes de subir las tres gradas del altar se rezan unos versículos desde el siglo XII que nos preparan al beso u ósculo del altar: Deus tu conversus, Ostende y Domine exaudi (Oh Dios, vuélvete hacia nosotros, muéstranos Señor, tu misericordia).

Aufer a nobis: es una fórmula antigua, completamente en silencio que pide Al Señor que aleje nuestras iniquidades para que con pura mente podamos entrar en el santuario. Posteriormente al besar el ara del altar, con las reliquias de los mártires que allí están depositadas se reza la plegaria “Oramus te Domine, per merita sanctorum tuorum quórum reliquiae hic sunt et ómnibus sanctis ut indulgere digneris omnia peccata mea” (Te pedimos Señor por el merito de tus santos cuyas reliquias están aquí y de todos los santos, te dignes perdonar mis pecados).

Este beso del altar, que es el primer gesto con el que comienza el Novus Ordo de Pablo VI, es una alegoría del saludo a Cristo del celebrante, que representa al pueblo, pero también el beso del altar, al estar allí las reliquias de los mártires, es un símbolo de Cristo, que por medio de quien lo representa (el sacerdote), saluda a su Iglesia. Hasta el final del siglo XII no se conocen más ósculos al altar que al principio y al final de la misa y en un sitio dentro del canon. Pero a partir del siglo XIII aparecen cada vez que el sacerdote se vuelve hacia el pueblo. Esto es señal de que prevaleció una significación por encima de la otra, a saber, la renovación de la unión con Cristo (el altar) antes de saludar al pueblo. Sin entrar en una u otra, hay que recordar que el sentido primitivo del ósculo es el de venerar el lugar sagrado del sacrificio. Al saludo del altar sigue, en las misas solemnes y cantadas, la incensación del altar, que la Iglesia adoptó cuando el significado pagano de adoración idolátrica dejó de ser peligroso y su simbolismo tan elocuente, de nubes de incienso que pausadamente se levantan de la tierra al cielo en signo de adoración, se impuso sobre los antiguos reparos. Además adquiere el incienso el simbolismo de la purificación y santificación. Ese significado se impone a partir del siglo X y se inciensan no sólo el altar, sino el evangeliario, los ministros y también el pueblo, ungiendo de homenaje y veneración los objetos sagrados y constituyéndose en portador de bendiciones para los hombres.

En el Novus Ordo del 69 aparece aquí el saludo al pueblo bajo diversas fórmulas con que se inicia la celebración, cuya base es el “Dominus vobiscum” (El Señor esté con vosotros) Es un saludo, lo mismo que el “Pax Vobis” (La Paz con vosotros) que dice en su lugar el Obispo y que encuentra su paralela desde el siglo IV en Oriente con el “Irina Pasin” (La Paz con vosotros): su fin es establecer contacto con la comunidad antes de establecer comunicación con ella, o para invitarles al acto penitencial o para anunciarles la Palabra de Dios o llegado el caso, invitarla a la oración.

En el modo extraordinario del rito romano (Misal de Juan XXIII 1962) ese saludo aparece por primera vez únicamente antes de la Colecta. (El primer “Dominus vobiscum” antes del “Aufer a nobis” tiene una significación muy distinta de la que tiene en el resto de la misa: la de pedir a los circunstantes que recen por él antes de subir al altar)

Próximo capítulo: Los Kyries.