SEMPER IDEM

Por Aurelius Augustinus

 

¡Ojalá vuelva el sacerdocio de antes! (5/11/2009)

“¿Torna el capellà d’abans?” (“¿Vuelve el sacerdote de antes?”). Con este título –que esconde mal el disgusto que causa a su autor esta posibilidad– comienza un artículo publicado en “El Pregó eclesial d’informació i opinió” (n. 373, del 1º de octubre de 2009), que es una glosa de otro aparecido en el sitio virtual italiano “Adista”. (Pueden clicar las imágenes para verlas en tamaño real)La reacción instintiva que nos provocó su lectura fue responder al interrogante: ¡ojalá! Porque la verdad es que si dependemos de la idea del sacerdocio católico que subyace a lo escrito por mossèn Totosaus estamos arreglados. Afortunadamente, hay signos esperanzadores de que el espíritu trabucaire que se puso en boga en los años salvajes del post-concilio (y que, todo hay que decirlo, ya se incubaba en época pre-conciliar) se va extinguiendo inexorablemente. Es una cuestión natural de edad. Lo mismo que en los años sesenta y setenta parte del clero que entonces conformaba la generación joven miraba con altanería y hasta desdén a los venerables sacerdotes y religiosos ancianos que conservaban sus sotanas y hábitos y su fidelidad inquebrantable a Roma y a la Tradición como si fueran carcamales que nada tenían ya que aportar, de modo semejante ahora es aquel mismo clero, envejecido y en declive el que ha quedado completamente desfasado. Pero con una gran diferencia: sus mayores defendían unos valores que, después de la experiencia de una hermenéutica de la ruptura dominante durante décadas, han demostrado ser más que nunca convenientes, necesarios y eficaces. Los revolucionarios de antaño, en cambio, han fracasado estrepitosamente en su intento de imponer un modelo de Iglesia (y de sacerdocio), diseñado en sus laboratorios, que nada tiene que ver con la evolución homogénea del catolicismo a lo largo de casi dos mil años de historia. Ahí están sus frutos: deserción sin precedentes de los efectivos del clero (tanto secular como regular) y descenso de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Las cifras no mienten.

Monseñor Jean-Louis Bruguès, el arzobispo francés de origen catalán que es secretario de la Congregación para la Educación Católica (cuya cita al principio del artículo de mossèn Totosaus da pie a éste para su reflexión), aporta la clave para comprender el problema del sacerdocio católico en nuestros días: se trata de un asunto de identidad, es decir, ¿cómo se ve a sí mismo el sacerdote? ¿Qué noción tiene de lo que es y lo que representa? La cuestión de la identidad cristiana, pero sobre todo de la identidad sacerdotal, se plantea hoy en torno al fenómeno de la secularización. Una corriente llamada de componenda intenta descubrir en el secularismo valores que reivindica como de origen cristiano y, a partir de allí, llegar a una convivencia normal y adaptarse al mundo. Otra corriente llamada de contestación sostiene que las diferencias entre el cristianismo y el secularismo tienden a ser cada vez mayores, haciéndolos irreconciliables, por lo cual es necesario conformar un modelo cristiano alternativo al modelo secularista dominante, aunque se trate de una minoría. Esta diferencia de actitudes se observa, siempre según monseñor Bruguès, en los candidatos al sacerdocio que llaman a las puertas de los seminarios, advirtiéndose que son sensiblemente más los que se muestran partidarios de la corriente contestataria, mientras los de la corriente de componenda son cada vez menos. Mossèn Totosaus, ante este planteamiento de los “contestatarios” de la necesidad de afirmar la identidad cristiana y sacerdotal frente al peligro de confusión con el espíritu del secularismo, se pregunta: “¿en qué nos hemos de distinguir de aquellos que no comparten nuestra fe?”.

Pues la respuesta es que en mucho, ya que hay una radical separación entre el espíritu cristiano y el espíritu del mundo, tal y como lo estableció el mismo Jesucristo, constituido como “signo de contradicción” (Luc. II, 34), el cual dijo a sus discípulos: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió” (Ioann. XV, 18-21). Y lo mismo en la oración sacerdotal: “No ruego por el mundo, sino por los que Tú me diste; porque son tuyos, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y yo he sido glorificado en ellos. Y yo ya no estoy en el mundo; pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a Ti. (…) Yo les he dado tu palabra, y el mundo les aborreció; porque no eran del mundo, como yo no soy del mundo. No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como no soy del mundo yo. Santíficalos, en la verdad, pues tu palabra es verdad. Como Tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo. Y yo por ellos me santifico, para que ellos sean santificados por la verdad. Pero no ruego solamente por éstos, sino por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo en Ti, para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que Tú me has enviado”. (Ioann. Cap. XVII).

Incluso en épocas de cristianismo oficial, cada vez que el fervor y la exigencia moral de la Ley de Jesucristo se amortiguaban, se hacía patente la necesidad de marcar las distancias entre el espíritu cristiano y el del siglo. Pasó, por ejemplo, en el siglo IV, cuando, tras el Edicto de Milán, la Iglesia experimentó el advenimiento en masa de nuevos adeptos, lo que provocó una depauperación en la radicalidad de la observancia cristiana. Fue entonces cuando Antonio de Egipto, vendiendo sus ricas posesiones para darlas a los pobres y huyendo al desierto de la Tebaida, inauguró el gran movimiento del monacato, que salvó al Cristianismo de la mediocridad y del conformismo. Lo mismo dígase de la importantísima reforma del siglo XI, iniciada en Cluny contra la decadencia de la “centuria de hierro” y llevada a cabo a costa de muchas vicisitudes y choques con el poder temporal por San Gregorio VII. Lo interesante de este ejemplo es que los tiempos de los que se trataba eran los de la Edad de la Fe y, no obstante, la Iglesia vio la necesidad de demarcar los ámbitos, distinguiendo claramente el ámbito espiritual del dominio de lo temporal, combatiendo especialmente el aseglaramiento de los clérigos y su asimilación al mundo. La célebre Querella de las Investiduras es muy ilustrativa al respecto. En fin, un tercer caso es el de Francia cuyo alto clero no escapaba  a la tentación temporalista bajo el Ancien Régime. La Revolución sirvió al menos para galvanizar el espíritu propiamente religioso de sus miembros, privados por ella de sus privilegios y sometidos a cruel persecución. La prodigiosa regeneración católica de Francia durante del siglo XIX se debió precisamente a la neta oposición al espíritu del mundo.

Digámoslo alto y claro: si no se tiene clara consciencia de que un cristiano –y a fortiori un sacerdote– ha de distinguirse del mundo aun estando inmerso en él, se acaba por perder la propia identidad, que deja de ser la sal y el fermento de ese mismo mundo  para convertirse en algo soso y sin substancia, como un espectro evanescente. Estamos en el mundo, pero no somos del mundo. El Reino de Cristo no es de este mundo ahora, pero está en este mundo y está para interpelarlo desde su radical heterogeneidad con él. Si los cristianos no nos distinguimos de una sociedad tibia, indiferente u hostil, ¿cómo podemos ser luz del mundo y sal de la tierra? ¿Qué valores vamos a predicar? Porque “la libertad, la igualdad, la solidaridad, la responsabilidad” invocadas por mossèn Totosaus son valores bien distintos según los conciba un cristiano o un agnóstico. Tomemos la libertad, por ejemplo: para la Iglesia la libertad está en los medios y no en los fines, de modo que el hombre libre es el que sabe escoger el medio que considera más apto para la consecución de un fin determinado, que no puede ser sino bueno y nos es indicado por la Ley eterna, a la que debe adecuarse la conciencia; para el liberalismo radical, en cambio, la libertad está en los fines, en el hecho mismo de escoger, aunque lo que se escoja sea malo, pues no se reconoce una Ley eterna (relativismo) y en consecuencia prima la conciencia (subjetivismo). De aquí la enorme diferencia y el contraste existente, por ejemplo, entre la actitud cristiana y la secularista frente al aborto: para la primera no existe libertad para abortar, pues va contra la Ley de Dios y la ley natural; para la segunda, el aborto es una manifestación de la libertad de la madre para hacer con su cuerpo lo que quiera. Es evidente que se trata de dos conceptos irreconciliables. ¿Dónde está, pues, “la fuerte densidad cristiana” de la libertad según la entiende la sociedad agnóstica actual?

Pasemos al comentario que hace el autor del artículo a la indicción del año sacerdotal 2009-2010 en conmemoración del 150º aniversario de la piadosa muerte del Santo Cura de Ars, patrono de los párrocos de todo el mundo declarado por Pío XI y modelo de sacerdotes propuesto por Benedicto XVI. Según mossèn Totosaus “es lícito preguntarse si no es arriesgado acudir al cura de Ars para aspectos muy importantes del testimonio evangélico de los sacerdotes en el mundo de hoy”. Y cita la carta del Papa cuando habla del sacramento de la penitencia: “Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental”. Dice que estas palabras “chirrían” (grinyolen) porque Roma y los obispos se oponen a la recuperación del perdido sentido comunitario de la Penitencia y, además, es ilusorio pensar en largas colas ante los confesionarios cuando no hay ni de lejos “un sacerdote para cada campanario”.

Es evidente que el articulista se refiere a las absoluciones colectivas sin confesión auricular personal (cosa justamente prohibida), pues las celebraciones comunitarias de la Penitencia con confesión personal sí están permitidas. Aquí se hace gala de ese obstinado “arqueologismo” que condenaba tan acertadamente Pío XII en su encíclica Mediator Dei (1947) sobre Sagrada Liturgia. Porque, vamos a ver, ¿por qué recuperar un solo aspecto del pasado, sacándolo de su contexto, y no rescatar también toda la praxis penitencial de la Antigüedad, con los catálogos de pecados y sus severísimas penas respectivas, las penitencias públicas, etc.? La Iglesia sabiamente transformó la administración del sacramento de la confesión para facilitar su recepción por los fieles. En cuanto a que no hay ya hoy esas largas colas ante los confesionarios es el pez que se muerde la cola. Si los sacerdotes no hablan del pecado, si no son asequibles a los fieles, si muchas iglesias permanecen cerradas la mayor parte del día (abriéndose sólo para las misas), los penitentes no acudirán. Y si no acuden, los sacerdotes se desentienden fácilmente del confesionario. Y así se crea un círculo vicioso. No importa si hay o no muchos sacerdotes: no es cuestión de la cantidad de clero, sino de su actitud. El cura de Ars estaba solo y venían a confesarse con él a millares de muchas partes de Francia, atraídos por su celo por las almas, sobre todo en el santo tribunal de la penitencia.

Pero no se detiene aquí la crítica de mossèn Totosaus. Dice que es inútil buscar una dimensión comunitaria en la concepción que de la Eucaristía tiene San Juan María Vianney, centrada como está en la presencia real, la adoración y la comunión, lo cual supone una visión centrada en la devoción personal. Esto no ayuda –según él– a que la Eucaristía sea “el centro de la vida de las comunidades” ni “a renovar su lenguaje para que se adapte mejor al mundo en el que vivimos”. Aquí se demuestra una ignorancia supina –e injustificable en un sacerdote– acerca de lo que es la Eucaristía. Sin la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino no hay Eucaristía en el sentido católico y, por lo tanto, no tendría sentido ni la adoración ni la comunión. Pero para que haya presencia real es necesario que haya sacrificio y eso es precisamente lo que constituye la esencia de la Misa. La Eucaristía es, pues, sacrifico y sacramento, y no cualquier sacramento, sino el magnum sacramentum, el mysterium fidei. Ahora bien, la misa es el supremo acto del culto litúrgico y, en cuanto tal, es siempre un acto público, que compromete a toda la Iglesia, aunque sea celebrado a solas por el sacerdote. El sacrificio eucarístico no es, pues, ni puede ser un asunto personal o privado y es per se el centro de la vida espiritual de toda comunidad católica.

Por lo que respecta a los aspectos de presencia real, de adoración y de comunión, no implica ello necesariamente una piedad personal contrapuesta a la piedad comunitaria. El solo hecho de cantar juntos el Tantum ergo, de rezar en común la estación del Santísimo Sacramento, de entonar cánticos eucarísticos en lengua vernácula (de los que existen ricos muestrarios precisamente de la época en la que vivió el santo párroco) ya testimonian un sentido de comunidad en la fe y en la devoción. Por otra parte, ¿qué tiene de malo recogerse también en oración personal, en diálogo íntimo con Dios? El Evangelio nos dice que Jesucristo solía retirarse a orar a solas. ¿Significa ello que no tenía sentido de comunidad con sus discípulos? Aquella machacona insistencia en el lenguaje y su necesaria adaptación al mundo moderno es contraria al ethos religioso y, especialmente, al litúrgico. Las Ciencias de la Religión, especialmente la Fenomenología, muestran cómo el ser humano entra en relación con la divinidad precisamente en el terreno de lo sagrado, en el que se percibe una clara discontinuidad con la vida común y corriente. Por eso, en todas las religiones el ceremonial y, en general, todo lo que tiene que ver con lo Absolutamente Otro, se expresa en categorías distintas de la existencia ordinaria: lengua litúrgica (frecuentemente arcaica e ininteligible para el pueblo), vestiduras especiales y de exclusivo uso cultual, elementos que no se emplean nunca en la existencia cotidiana, etc.). Las iglesias orientales son un buen y cercano ejemplo de cuanto decimos. ¿Debemos considerarlas desfasadas o inadaptadas al mundo en que vivimos? El culto religioso, especialmente el católico, no es un asunto de estar à la page, sino de Tradición (que no es conservadurismo): la Iglesia, como el paterfamilias del Evangelio, saca de su tesoro “nova et vetera”.

Quizás lo más lamentable del artículo que comentamos es la burla ácida que hace su autor de las expresiones del cura de Ars sobre el sacerdocio, diciendo que consideraciones de ese tipo hacían reír ya en los años cincuenta a los seminaristas. Y, ¿cuáles son esas consideraciones? Básicamente dos: el sacerdocio como producto del amor del Corazón de Jesús y la absoluta necesidad del sacerdocio para comunicar la vida de la gracia. Pero resulta que Jesucristo instituye juntamente el sacramento de la Eucaristía y del Orden precisamente en un contexto de amor. San Juan dice, en efecto, al comenzar su relato de la Última Cena, que Jesucristo, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Ioann. XIII, 1). Es el testimonio del que se llamaba a sí mismo “el discípulo amado”, del apóstol que reclinó su cabeza en el pecho de Jesús (por lo que se considera el precursor de la devoción al Sagrado Corazón), el mismo que al final de sus días, cuando le preguntaban por las enseñanzas que oyera al Maestro, respondía invariablemente insistiendo en el amor. Bien puede, pues, considerarse que el sacerdocio, al igual que la Eucaristía, es un don del amor del Corazón de Jesús. En cuanto al sacerdocio como vehículo de la vida sobrenatural, baste citar la Epístola a los Hebreos (V, 1-3): “Porque todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados; para que se muestre paciente con los ignorantes y extraviados, puesto que él también está rodeado de debilidad; y por causa de ella debe ofrecer por los pecados, tanto por sí mismo como también por el pueblo”. También a San Pablo: “Que todo hombre nos considere como servidores de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios” (I Cor. IV, 1). El sacerdote, pues, es un sacrificador y un santificador: ésa es su esencia y no otra. Toda función que sea distinta a aquellas dos es accesoria y secundaria. ¿Es esto risible? Sería grave considerarlo así.

Lo malo es que mossèn Totosaus no se refiere sólo al lenguaje, al que considera obsoleto (lo que no invalida la vigencia del contenido, de modo semejante a como la mística de Santa Teresa es siempre vigente aunque esté expresada en el castellano del siglo XVI, que hoy nadie usaría). El problema es que eran las consideraciones subyacentes a él las que provocaban sus sonrisas en los años cincuenta. Las considera una “mitificación” del sacerdote. O sea que sostener que el sacerdote es ordenado para el sacrifico y para administrar los sacramentos y con ello distribuir la gracia de Dios es un mito, una patraña, una conseja de vieja beata, que el Concilio Vaticano II se encargó de disipar… Entonces, ¿qué diantres es el sacerdote, mossèn? Díganoslo Su Reverencia. Porque, por lo visto, el actual papa está demasiado contaminado de “cultura tridentina” con todo su “imaginario siniestro” (el clerical preconciliar). ¡Cómo se nota que no le perdonan a Benedicto XVI que esté intentando pasar página a décadas de dictadura progre propiciando así una necesaria “reconciliación interna en el seno de la Iglesia” (Carta a los Obispos que acompaña el motu proprio Summorum Pontificum)! Lo hace serenamente, sin celo indiscreto, con extrema delicadeza para no herir susceptibilidades (todo lo contrario a como hace cuarenta años se impusieron abusivamente reformas supuestamente queridas por el Vaticano II), pero es inútil. Los partidarios de la hermenéutica de la ruptura no quieren tregua ni la darán. Y esperan como agua de mayo la muerte del odiado papa Ratzinger para tomarse revancha. No es una impresión: hay sacerdotes que no se avergüenzan de decirlo en alta voz. Nuestro único consuelo está en saber que se trata de los resentidos del inmediato postconcilio, gente ya caduca cuyo ejemplo estéril ya no es capaz (si alguna vez lo fue) de entusiasmar a los jóvenes con vocación. Ellos mismos lo admiten: los candidatos al sacerdocio partidarios de la corriente de componenda con la secularización (y de la hermenéutica de la ruptura) “se vuelven cada vez más escasos, con gran disgusto de los sacerdotes de las generaciones mayores”. Dios quiera conservarnos al gran Benedicto XVI largos años (después de todo León XIII vivió hasta los 93 y el papa Luna hasta los 95), pero en todo caso, su pontificado ya está dejando huella y no será fácil deshacer lo que él ha logrado.

Como colofón a estas líneas y aunque la cita sea un poco larga, vale la pena recordar la doctrina sobre el sacerdocio de un papa a cuya memoria se sienten tan apegados muchos obispos y sacerdotes de la cuerda de mosén Totosaus y que ha tenido la mala fortuna de ser el gran incomprendido del siglo XX: Pablo VI. En su preciosa encíclica sobre el celibato (publicada después del Concilio) tiene unas frases que, como picas implacables, derriban todos los argumentos de los enemigos de la “siniestra mitificación clerical tridentina” del sacerdocio. Helas aquí:

“El sacerdote, dedicándose al servicio del Señor Jesús y de su cuerpo místico en completa libertad, facilita su total ofrecimiento, realiza más plenamente la unidad y la armonía de su vida sacerdotal. Crece en él la idoneidad para oír la palabra de Dios y para la oración. De hecho, la palabra de Dios, custodiada por la Iglesia, suscita en el sacerdote que diariamente la medita, la vive y la anuncia a los fieles, los ecos más vibrantes y profundos.

“Así, dedicado total y exclusivamente a las cosas de Dios y de la Iglesia como Cristo, su ministro, a imitación del sumo sacerdote, siempre vivo en la presencia de Dios para interceder en favor nuestro, recibe del atento y devoto rezo del oficio divino, con el que él presta su voz a la Iglesia que ora juntamente con su Esposo, alegría e impulso incesantes, y experimenta la necesidad de prolongar su asiduidad en la oración, que es una función exquisitamente sacerdotal.

“Y todo el resto de la vida del sacerdote adquiere mayor plenitud de significado y de eficacia santificadora. Su especial empeño en la propia santificación encuentra efectivamente nuevos incentivos en el ministerio de la gracia y en el ministerio de la eucaristía, en la que se encierra todo el bien de la Iglesia. Actuando en persona de Cristo, el sacerdote se une más íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar su vida entera, que lleva las señales del holocausto” (Encíclica Sacerdotalis coelibatus de 1967, 27-29).

Conclusión: ¡ojalá vuelvan los sacerdotes de antes!


 

Prelados pasivos ante el error (16/10/2009)

La amonestación de la que ha sido objeto Sor Teresa Forcades por parte de Su Eminencia el cardenal Rodé, prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, a causa de sus posturas públicas favorables al aborto y al uso de la píldora abortiva, pone el dedo en la llaga del problema de fondo que subyace a esta lamentable cuestión: la pasividad de la autoridad episcopal. Problema grave, gravísimo, porque se trata de una verdadera y propia dejación de la misión que tiene todo obispo de enseñar: munus et potestas docendi, oficio y consiguiente poder, otorgado por Jesucristo a sus Apóstoles y a sus sucesores. Nos preguntamos si habría habido necesidad de la intervención de Roma si la televisiva hermana benedictina hubiera sido convenientemente interpelada por quienes tenían la autoridad y la obligación de hacerlo, es decir, el correspondiente Ordinario diocesano Mons. Agustín Cortés, obispo de Sant Feliu, así como también Su Eminencia el cardenal Martínez Sistach, en cuya jurisdicción, como metropolitano, no sólo se halla el monasterio de Sant Benet, al que pertenece la monja contestataria, sino también es en la que se han difundido sus opiniones. El palio arzobispal no sólo es de adorno y para lucimiento y la más que discutida y redicha "Conferencia Episcopal Tarraconense" para hablar de raíces e identidades nacionales...

Respecto del asunto del aborto parece ser que estos prelados no quieren coger al toro por los cuernos, es como si oyesen llover. En el caso de Sistach, ya se desentendió hace un año del escándalo Pousa, el del sacerdote que pagaba abortos a "muchas mujeres" y lo dijo tan suelto de huesos a un periódico no precisamente católico. Al final  Sisyachcaló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada. En estos días, el Institut Borja de Bioética, entidad federada de pleno derecho a la Universidad Ramón Llull (después de haber estado adscrita durante 8 años a la Facultad de Teología de Cataluña), fundada y presidida por un jesuita (el Dr. Francesc Abel i Fabre), ha publicado un vergonzoso informe favorable al proyecto de ley del aborto del actual gobierno español. Se esperaría que el Sr. Cardenal-Arzobispo alzara su voz para desautorizar semejante barbaridad, pero hasta ahora no ha dicho “esta boca es mía”, siendo así que vuelve a tratarse de un escándalo que atañe a su archidiócesis directamente.

¿En qué papel queda la autoridad episcopal en la Iglesia que peregrina en esta desafortunada Cataluña? Pareciera como si todos aquellos que atacan la doctrina moral católica se sintieran a sus anchas aquí, pues no hay ejemplos tan flagrantes de público disenso del magisterio eclesiástico en otras diócesis como los que se producen aquí. Será que saben que el báculo de Sistach y de sus mudos obispos sufragáneos es como espada de Bernardo, que ni pincha ni corta. Al menos no a ellos, a los díscolos y a los revoltosos, con los que los purpurados no se atreven, por que lo que es con los otros, con los timoratos, fieles y débiles, ¡vaya si son implacables! Convendría que alguien  recordara especialmente a nuestro prelado estos pasajes del Directorio Apostolorum Succesores de la Congregación de los Obispos, cada uno de los cuales es un mentís a la actitud del Sr. Cardenal de San Sebastián en las Catacumbas. Desde aquí lo hacemos, en virtud del derecho que asiste a las ovejas de interpelar a su pastor cuando no cumple con su deber de apacentar al rebaño.

“119. Entre los diferentes ministerios del Obispo, sobresale el de anunciar, como los Apóstoles, la Palabra de Dios (cf. Rm 1, 1), proclamándola con coraje (cf. Rm 1, 16) y defendiendo al pueblo cristiano de los errores que lo amenazan (cf. Hch 20, 29; Flp 1, 16). El Obispo, en comunión con la Cabeza y los miembros del Colegio, es maestro auténtico, es decir, está revestido de la autoridad de Cristo, tanto cuando enseña individualmente como cuando lo hace junto con los otros Obispos, y por esto los fieles deben adherir con religioso respeto a su enseñanza”.

Pero si el Obispo no se muestra como el maestro auténtico que es y debe ser y calla, permitiendo la difusión del error y de la inmoralidad, ¿qué respeto puede esperar a sus enseñanzas por parte de los fieles?

“120. También es tarea del Obispo proclamar dondequiera y siempre los principios morales del orden social, anunciando así la liberación auténtica del hombre, traída al mundo por la Encarnación del Verbo. Cuando los derechos de la persona humana o la salvación de las almas lo exijan, es su deber dar un juicio, fundado sobre la Revelación, acerca de las realidades concretas de la vida humana: en particular, cuanto concierne al valor de la vida, el significado de la libertad, la unidad y la estabilidad de la familia, la procreación y la educación de los hijos, la contribución al bien común y al trabajo, el significado de la técnica y la utilización de los bienes materiales, la pacífica y fraterna convivencia de todos los pueblos”.

No parece que el valor de la vida interese mucho al magisterio sistachiano, puesto que no se ocupa de defenderlo contra sus atacantes, revestidos con carácter sacerdotal y religioso para más INRI.

“122. El Obispo no descuide ninguna posibilidad de transmitir la doctrina salvífica, también a través de los distintos medios de comunicación social: artículos en los periódicos, transmisiones televisivas y radiofónicas, encuentros o conferencias sobre temas religiosos, dirigidos de manera especial a los responsables de la difusión de las ideas, como son los profesionales de la educación y de la información”.

El cardenal Martínez Sistach cuenta con una columna dominical en “La Vanguardia”, órgano de prensa de gran difusión en Cataluña. ¿Por qué no ha aprovechado para hacer prevalecer la doctrina moral de la Iglesia sobre el aborto y condenar sin ambages a los Pousas, Forcades y Abeles? Dígase lo mismo respecto de “Catalunya Cristiana”, Radio Estel, “la nostra” (TV3, donde ya ha sido visitante), etc., etc.

“123. Tarea del Obispo no es solamente atender personalmente al anuncio del Evangelio, sino también presidir todo el ministerio de la predicación en la diócesis, y vigilar sobre todo la integridad doctrinal de su rebaño y la observancia diligente de las normas canónicas en este ámbito”.

¡Menuda vigilancia! El pobre rebaño no sabe ya ni qué creer porque sus pastores no desautorizan a los que contradicen al magisterio de la Iglesia, atentando así contra la integridad doctrinal de los fieles.

“140. El Obispo, consciente de la grande influencia de estos instrumentos en las personas, intensifique la propia acción con las competentes instituciones sociales para que los medios de comunicación social, y en particular los programas televisivos y radiofónicos, sean conformes a la dignidad humana y respetuosos de la Iglesia, y transmita tal preocupación a toda la comunidad cristiana. No deje además, de exhortar a los Pastores y a los padres de familia para que en ésta y en los ambientes cristianos tales medios sean usados con prudencia y moderación, y se evite cuanto pueda dañar a la fe y al comportamiento de los fieles, especialmente de los más jóvenes. Si el caso lo requiere, censure públicamente los programas que resulten dañosos”.

Pero si un Pousa hace declaraciones a El Periódico y una sor Forcades habla para la televisión y la radio sin pelos en la lengua y contra lo que la Iglesia enseña y aquí no ha pasado nada… el Sr. Arzobispo tiene la responsabilidad del escándalo. ¿Se le tendrán que aplicar las palabras terribles de Isaías dirigidas a los malos dirigentes de Israel: perros mudos, soñolientos, que aman el dormir, no conocen altura, cada uno mira a sus caminos, cada uno saca su propio provecho”?


Católicos de granja: Las élites catalanas y su descatolización (2/09/2009)

Hubo un tiempo en que las élites catalanas (léase: nobleza y burguesía) eran católicas de tradición y convicción. Las grandes familias tenían sus capellanes y oratorios privados (de éstos se ven todavía algunos de valor artístico en las masías). Enviaban a sus hijos a educarse en los colegios (en régimen de internado o externado) de las grandes órdenes y congregaciones religiosas de enseñanza, entre las cuales destacaban: los jesuitas, los escolapios, los lasalianos y los maristas para los muchachos, y las religiosas de la Compañía de María, las dominicas de la Enseñanza, las adoratrices y otras de fundación francesa. Frecuentaban la amistad de prelados y de religiosos ilustres y tenían conexiones estrechas con los principales centros monásticos catalanes (Montserrat, Poblet, Pedralbes). Pertenecían a asociaciones y círculos católicos y se asesoraban y hacían dirigir por sacerdotes y religiosos de prestigio. Eran benefactoras de instituciones, promovían obras de caridad, establecían fundaciones piadosas.

Un ejemplo de cómo existía una gran corriente católica en las clases altas lo constituye el origen del Templo Expiatorio del Tibidabo a finales del siglo XIX. Por entonces el protestantismo se estaba difundiendo en ciertos ambientes catalanes. Se corrió entonces la voz de que se pensaba abrir un templo protestante y un hotel-casino en la cima de esta montaña de la Sierra de Collserola. Constituyóse entonces una “Junta de Caballeros Católicos”, entre los cuales se hallaban el célebre Dr. Salvador Andreu (que tenía su laboratorio farmacológico en la zona) y otros distinguidos miembros de la sociedad barcelonesa. La Junta adquirió la propiedad del terreno, cedido en 1886 a San Juan Bosco, que se hallaba de visita en Barcelona invitado por la mecenas católica Dorotea de Chopitea, la cual se constituyó en promotora del proyecto de construcción de un santuario con casa aneja de Salesianos. Así, gracias a la iniciativa de un grupo de católicos influyentes, pudo erigirse el que es uno de los emblemas característicos de la Ciudad Condal.

Otro ejemplo de cómo la educación católica fue provechosa y formó generaciones de fe firme y convencida y de acción intrépida entre las clases dirigentes y emprendedoras fue el que dieron muchos hombres y mujeres distinguidos durante la Guerra de España, ocultando sacerdotes, religiosos y religiosas en sus casas con peligro de la vida, entre ellos la familia de joyeros Tort Reixach, que alojaron en su domicilio de la calle del Call al obispo Irurita y corrieron con él la suerte del martirio. Su sangre fue fecunda para una Iglesia catalana que se demostró ser de las más pujantes y dinámicas de España en los años de la postguerra, bajo el sabio y gran pontificado del Dr. Modrego. La sociedad era católica porque había santos sacerdotes y religiosos y porque las clases altas y la burguesía daban ejemplo, y no de un catolicismo ñoño, sino ilustrado y preocupado por el bienestar integral de todos.

Pero hoy son precisamente esas mismas clases, particularmente la burguesía, las que, si no se han vuelto escépticas, son afines a un catolicismo pijo-progre, blandengue y contemporizador con el siglo. La sociedad catalana –para utilizar la famosa frase de Azaña referida a la España de la Segunda República– realmente ha dejado de ser católica, lo cual se nota especialmente en Barcelona, ciudad neo-pagana donde las haya y donde otras religiones, sectas y supersticiones están ganándole terreno a la Iglesia (con la pasividad de la jerarquía y del clero hay que decir). ¿Dónde están los seglares que antes defendían a capa y espada su fe? Desde luego no en los estamentos en los que tradicionalmente se hallaban, y ello porque desde hace unos cuarenta, cincuenta años los que hoy dirigen la vida social y pública sufren las consecuencias de una educación inficionada de relativismo doctrinal y moral, recibida paradójicamente en los mismos colegios y escuelas que antes formaron generaciones que hacían honor al nombre de católico.

Como en el caso de los Keneddy, de John Kerry, de Kathleen Sebelius y de muchos otros católicos estadounidenses partidarios de políticas contrarias a la doctrina y la moral de la Iglesia, la actual burguesía catalana es víctima del asesoramiento envenenado de sus directores espirituales y de sus asesores teológicos, completamente alineados al llamado “progresismo eclesial”. Maria Kennedy Shriver se definió como “Cafeteria Catholic”; en Catalunya se hablaría de “Catòlics de Granja”, es decir de aquellos para los que la religión es cosa de buffet libre o de platos combinados pero que paradójicamente, como la Bofill  y sus amigas de “chocolate suizo y melindros”, nacen y se reúnen en la proverbial Granja de la Calle Madrazo y en otras de la zona chic de la Barcelona más arriba de la Diagonal. No es casualidad que el santón de los barceloneses en los setenta, ochenta y noventa fuera el capuchino Padre Jordi Llimona (del cuyo fallecimiento se acaban de cumplir diez años). Este religioso contestatario, al que ni el cardenal Jubany ni el cardenal Carles se atrevieron a pararle los pies (Don Marcelo González sí le amonestó, pero se le dio un ardite al fraile y el arzobispo acabó marchándose), a finales de los sesenta ya enseñaba públicamente doctrinas reñidas con el magisterio de la Iglesia, incluso en campo dogmático vinculante.

El Padre Llimona (en la fotografía) puede considerarse como el prócer del catolicismo progre catalán. Defendía la relatividad de los dogmas, la accidentalidad de la Eucaristía, la indiferencia del sexo de Jesucristo, el sacerdocio femenino, el matrimonio de los sacerdotes, la minimización del culto mariano, la moral de situación, postulados sociales prestados al análisis marxista y otras lindezas. En realidad el suyo era un rechazo global de la Iglesia como medio de salvación, como lo atestigua este pasaje suyo: “Es preciso crear una teología nueva. Toda la Palabra de Dios es un camino, algo que debe ser nuevo cada día. El hombre crítico y libre no se siente ya un niño y no necesita de intermediarios. Hoy la idea de mediación entre Dios y el hombre está en crisis. El hombre que se siente personalmente pecador quiere ser también autoliberado”. Es decir, la suya es una tendencia protestantizante y marxista, que, desgraciadamente, dada su ascendencia y predicamento como frare de capçalera”(fraile de familia) sobre las élites barcelonesas, influyó decisivamente en su viraje progre.

Concomitantemente, los hijos de estas élites eran educados de modo diametralmente opuesto al de sus antepasados en colegios religiosos penetrados de las mismas ideas de Fray Llimona. No es extraño, pues, que lo que prima ahora sea un catolicismo light, muy tenue, transigente, de fachada, relativista, progresista y… de granja. Y eso cuando lo hay, pues las generaciones más jóvenes, en su gran mayoría, simplemente pasan de la Iglesia. ¿Extraña, pues, que no se vea casi nunca a grandes figuras de la política y de la sociedad catalanas destacar en la defensa de la vida, de la familia, de los principios rectores del orden cristiano? ¿O que, por el contrario, se muestren condescendientes con los enemigos del catolicismo y pacten con ellos y les rían las gracias? Algunas familias de la antigua nobleza catalana conservan los antiguos principios, pero viven en un pesimista y discreto retiro, sumidos en la nostalgia de tiempos idos.

“Piscis a capite foetet”: el pueblo suele ser el último en abandonar la religión porque la podredumbre comienza por la cabeza, es decir por los dirigentes, que son los que tendrían que dar ejemplo. Si los maestros espirituales siguen siendo guías ciegos, si los que deben educar desorientan, pocas esperanzas quedan de una regeneración en nuestra languideciente sociedad. Y si Cataluña deja de ser católica, simplemente no será.


Ted Kennedy o los estragos del Catolicismo a la carta (4/09/2009)

Cómo teólogos modernistas desviaron la carrera de un político católico.

El pasado 25 de agosto, murió Edward Moore Kennedy, más conocido por su diminutivo Ted, a sólo dos semanas del fallecimiento de su hermana Eunice Kennedy Shriver. De esta manera, ha vuelto a saltar a la actualidad el clan más famoso de los Estados Unidos, al cual siempre se lo ha considerado lo más cercano a una familia real que tiene ese país. Lástima que, como sucede con gran parte de las antiguas dinastías europeas, la irlando-americana de los Kennedy haya perdido la consciencia de sus obligaciones históricas y morales, cuyo cumplimiento fue en otro tiempo su timbre de gloria y la razón de su encumbramiento. ¿Cómo es posible que los que llegaron a ser hijos predilectos de la Iglesia se hayan convertido en promotores de causas contrarias a las enseñanzas del magisterio católico? El propio senador Kennedy, que fuera en la primera época de su vida un firme defensor de la vida desde el instante mismo de la concepción terminó sus días apoyando la opción que en los Estados Unidos se llama “pro-choice”, es decir la que defiende la completa libertad de la mujer para controlar su fertilidad y decidir la continuación o la interrupción de su embarazo (lo cual implica el aborto libre). Desgraciadamente, la tercera generación Kennedy sigue sus pasos: el gobernador de California Arnold Schwarzenegger, marido de Maria Owings Shriver (hija de Eunice Kennedy Shriver), es también un abanderado de la opción “pro-choice”, y Caroline Kennedy Schlossberg, hija del asesinado presidente Kennedy, ambiciona el puesto de senadora por Nueva York, dejado vacante por Hillary Clinton, defendiendo, entre otras cosas, el aborto y los “matrimonios” homosexuales. 

Ted Kennedy escribió poco antes de morir una carta a Benedicto XVI, que Barack Obama entregó personalmente al Papa durante su visita del 10 de julio pasado. En ella, el senador afirmaba: “Siempre traté de ser un católico fiel, Su Santidad, y aunque mis debilidades me hicieron fallar, nunca dejé de creer y respetar las enseñanzas fundamentales de mi fe”. Todos los Kennedy se confiesan igualmente católicos, pero no parecen tener escrúpulos de conciencia por su defensa de ciertos principios contrarios al magisterio de la Iglesia. Se les ve en misa, en compañía de prelados y clérigos, presiden obras de caridad y beneficencia católicas… ¿cómo se compadecen conductas tan contradictorias? Quizás la respuesta esté en una reciente declaración de la ya citada  Maria Shriver, que dijo considerarse una “Cafeteria Catholic” (“católica a la carta”). Es ésta una expresión que define a aquellos fieles que seleccionan las enseñanzas de la Iglesia en las que quieren creer y rechazan otras, normalmente las relativas a la Moral (que suelen ser las más incómodas porque exigen una coherencia de fe y vida, una traducción de las creencias en las conductas, cosa no siempre fácil, sobre todo cuando se es un personaje público, sujeto a la atención de la opinión pública y a los discutibles imperativos de los políticamente correcto). 

El “catolicismo a la carta” no es sino el resultado del llamado “progresismo”, que hizo fortuna en el catolicismo norteamericano desde mediados de los años Sesenta del siglo pasado, época de grandes cambios en lo religioso, político y cultural y de importantes convulsiones sociales, propicia a los activismos de toda clase. Lo explica muy bien Patrick W. Carey en su libro Catholics in America: a history. La aplicación del Concilio Vaticano II y sus reformas comenzó a transformar la conciencia de la comunidad católica, pero su impacto se vio amplificado por los movimientos reivindicativos de aquellos años: las protestas radicales contra la guerra del Vietnam, los disturbios raciales, la rebeldía estudiantil, las campañas para la emancipación sexual y la liberación de la mujer, etc. Sacerdotes, religiosos, monjas y seglares se vieron involucrados en ellos. Se dio un verdadero giro a la izquierda en las élites católicas. ¿Cómo se llegó a esto? 

Cuando en 1960 John Fitzgerald Kennedy llegó al poder, convirtiéndose en el 35º presidente de la Unión, se rompió un prejuicio reinante en la sociedad norteamericana: “en una América democrática una religión autoritaria como la católica es cosa extraña”. Fue realmente un gran impacto el que un católico romano pudiera gobernar un país de mayoría protestante, impacto incluso mayor que el que ha tenido la elección de Barack Obama, un afroamericano, como presidente de un país en el que hasta hace cuarenta años se practicaba el segregacionismo. Kennedy era, sin embargo, el resultado del gran desarrollo experimentado por la Iglesia Católica desde el último tercio del siglo XIX y durante la primera mitad del XX, gracias, sobre todo, a dos factores fundamentales: la importante inmigración católica y una sabia organización, que la convirtieron en la minoría religiosa más influyente y eficaz de la sociedad norteamericana. Buena parte del mérito corresponde al cardenal Gibbons, arzobispo de Baltimore, que supo aprovechar inteligentemente a favor de la Iglesia el principio de libertad religiosa consagrado en la Constitución norteamericana. Roma vio con gran complacencia el crecimiento de la Iglesia en los Estados Unidos, que pudo comprobar personalmente el entonces cardenal Pacelli (futuro papa Pío XII) en viaje privado a todo lo largo y ancho del país en 1936, durante el cual, por cierto, trabó conocimiento y amistad con Joseph P. Kennedy, el patriarca del clan Kennedy. 

Durante el pontificado pacelliano la jerarquía católica estadounidense fue un ejemplo de fidelidad a Roma y de gobierno ejemplar: en este capítulo quedan nombres como el del cardenal Edward Mooney, arzobispo de Detroit (gran benefactor de las clases trabajadoras); el del cardenal Samuel Stritch, arzobispo de Chicago (para quien Pío XII tenía importantes planes, truncados por una prematura e inesperada muerte); el del cardenal Francis Spellman, arzobispo de Nueva York (gran amigo del papa Pacelli) y su obispo auxiliar Fulton J. Sheen (excelente comunicador de masas); el del cardenal James Francis McIntyre, arzobispo de Los Angeles (decisivo impulsor de las escuelas católicas); en fin, el del arzobispo (más tarde cardenal) Richard Cushing de Boston (amigo de la familia Kennedy, a varios de cuyos miembros bautizó). Pero esto era el panorama externo del catolicismo estadounidense. En esos mismos años, ya antes del Concilio Vaticano II, se incubaba el germen del cambio. 

El jesuita John Courtney Murray (1904-1967), profesor de Filosofía de la Universidad de Yale, lanzó durante el curso 1951-1952, en colaboración con Robert Morrison MacIver, de la Universidad de Columbia, un proyecto para garantizar la libertad académica y la enseñanza religiosa en las universidades públicas. El principio era en sí positivo y pretendía contribuir a una mejor preparación de las élites católicas para la acción (típico objetivo jesuita), pero la libertad académica se tradujo en la realidad en un progresivo distanciamiento del magisterio oficial de la Iglesia. El mismo Murray tuvo problemas con el Santo Oficio, siendo interpelado por el cardenal Ottaviani por sostener que una nueva verdad moral había emergido fuera de la Iglesia y que todo ciudadano, por su dignidad como persona, tenía derecho a asumir el control moral sobre sus propias creencias. El jesuita renunció en 1954 a seguir escribiendo sobre libertad religiosa, pero ya había creado escuela. Su principio de libertad académica sería más tarde invocado por teólogos como Charles Curran, Robert Drinan y Hans Küng para justificar su oposición a la doctrina católica oficial, a la cual oponían su “fiel disenso”. Ahora se puede comprender cómo pudo ser posible el giro a la izquierda de las élites católicas en los años Sesenta al que nos referíamos líneas atrás. 

La postura del P. Murray –según la cual se ha de distinguir entre los aspectos morales de una cuestión y la viabilidad de promulgar legislación acerca de tal cuestión– fue decisiva durante el coloquio que tuvo lugar en Hyannisport (Massachusetts), en el cuartel general de verano de los Kennedy, en el verano de 1964. En él participaron los ya mencionados Charles Curran y Robert Drinan, como también los jesuitas Joseph Fuchs, John Giles Milhaven, Richard A. McCormick y Albert R. Jonsen. El momento era importante porque Robert Kennedy, que no gozaba de la confianza de Lyndon B. Johnson, iba a dejar en septiembre la Fiscalía General de los Estados Unidos para presentarse como candidato a senador por Nueva York en las elecciones de noviembre, con la perspectiva de presentarse a las presidenciales de 1968. Por su parte, Ted, que había cobrado mayor importancia en la familia tras el asesinato de su hermano el Presidente, era senador por Massachusetts desde noviembre de 1962 y se preparaba a mayores responsabilidades. Ahora bien, ambos Kennedy, si querían que sus carreras políticas prosperasen, debían contar con el apoyo del electorado demócrata y del electorado católico liberal, ambos favorecedores de las reivindicaciones más en contraste con el magisterio oficial de la Iglesia, especialmente la del aborto. Los teólogos reunidos en Hyannisport dieron a los Kennedy y a sus asesores y aliados la justificación para poder aceptar, dado el caso, la promoción de una política abortista con tranquilidad de conciencia. 

Robert Kennedy se ocupó preferentemente de los derechos civiles y los derechos humanos (de los que ya se había ocupado como Fiscal General) siendo asesinado en plena campaña para las elecciones presidenciales en junio de 1968. No se sabe qué actitud iba a adoptar frente al aborto. Su hermano Edward, convertido en jefe de la familia (su anciano padre Joseph se hallaba impedido por una parálisis), veía así ante él desplegado el camino hacia la presidencia, pero en julio del año siguiente ocurrió el accidente de Chappaquidick con resultado de muerte para su secretaria Mary Jo Kopechne, cuyas extrañas circunstancias suscitaron una controversia que acabó con las posibilidades de elección del senador, al menos por el momento. El hecho es que todavía en 1971, Ted Kennedy se manifestaba contrario al aborto, como queda documentado por una carta de respuesta al activista de la Liga Católica de New York Tom Dennelly, en la cual se leen frases como las siguientes: 

“Creo que la vida humana, incluso en sus etapas más tempranas, tiene ciertos derechos que deben ser reconocidos: el derecho a nacer, el derecho a amar, el derecho a envejecer”. 

“Una vez la vida ha empezado, sin importar en qué estadio de desarrollo se encuentre, creo que no se puede decidir que termine por un mero deseo”. 

“Cuando la Historia vuelva los ojos hacia esta época, debería reconocer a esta generación como la que se preocupó por los seres humanos lo suficiente como para acabar con la práctica de la guerra, para ofrecer una vida decente a cada familia y para cumplir con sus responsabilidades frente a sus hijos desde el momento mismo de la concepción”. 

Sin embargo, en los Ochenta el senador Kennedy emprendió una activa campaña contra la política de Ronald Reagan, haciéndose abanderado del feminismo y de los derechos de los homosexuales. ¿Y el aborto? El P. Milhaven, que había participado en el coloquio de Hyannisport de 1964, informó que veinte años después, en 1984, hubo otra reunión de teólogos en la misma localidad. Se trataba de una sesión informativa para el grupo Catholics for Free Choice (Católicos para la libre elección), en la que participaron varios miembros del clan Kennedy (entre ellos Ted y su cuñado Sargent Shriver, esposo de Eunice), a cuyas preguntas sobre varios puntos controvertidos respondieron los teólogos. Éstos, en palabras del P. Milhaven, “aunque disintieron en muchos puntos, coincidieron en uno básico y fue éste: que un político católico podía en buena conciencia votar a favor del aborto” (citado por Ann Hendershott en la edición del The Wall Street Journal del 2 de enero de 2009). Desde entonces fue cuando Edward Kennedy se mostró abiertamente favorable a la política pro-choice, de la cual no se distanció el resto de su vida, ni siquiera en la carta a Benedicto XVI a la que hemos hecho referencia. 

Sin pretender disminuir la innegable responsabilidad personal de este político en la promoción del aborto hay que decir que, en última instancia, la culpa es del “catolicismo a la carta” propiciado por los que tenían la grave responsabilidad de educar a las élites católicas norteamericanas. Y es que cuando los guías son ciegos, ¿a dónde van los guiados? Es una pena que una familia católica como la de los Kennedy, que pudo haber influido decisivamente en la sociedad estadounidense a favor de los valores predicados por la Iglesia, perdiera tan tristemente el rumbo. Y es tanta más lástima si se considera que tuvieron el excelente ejemplo de su devota matriarca: Rose Fitzgerald Kennedy, que llegó a sacrificar su afecto maternal antes de aprobar la unión ilícita desde el punto de vista católico de su hija Kathleen y que nunca desmintió su profunda religiosidad. Ted Kennedy, además, tuvo el privilegio de recibir la primera comunión de un santo: Pío XII (fue durante un viaje con su familia a Roma, siendo su padre embajador de los Estados Unidos en el Reino Unido). Quiera Dios en su Misericordia que la intercesión de Eugenio Pacelli y la de Rose Fitzgerald Kennedy, en unión de las plegarias que pidió a Benedicto XVI hayan logrado que el senador Edwrad Moore Kennedy, contrito de sus pasados errores, tuviera una buena muerte.


Hay que ser hombres de Fe (21/08/2009)

Jesús ya reprochó a sus discípulos su poca fe. En el Evangelio encontramos dos pasajes. En el primero les increpa por haberse desesperado al pensar que se hundía la barca en la que iban en medio de una tempestad, diciéndoles: “Quid timidi estis, modicae fidei?” (¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?). En el segundo se dirige particularmente a san Pedro, que se hundía después de caminar un trecho sobre la superficie del mar: “Modicae fidei, quare dubistasti?” (¿Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?). Las circunstancias de ambos episodios son las mismas: el mar, la barca, los elementos. El símbolo es claro: la Iglesia (la barca) está en medio de las gentes (el mar) y debe enfrentarse al ataque de sus enemigos (los elementos). ¿Qué es lo que mantiene a salvo a los discípulos? El poder de Jesucristo. ¿Qué es lo que sostiene a los hombres de Iglesia en medio de los avatares por los que ésta ha de atravesar? La fe en Jesucristo. No poca sino mucha, una fe inquebrantable y a toda prueba, una fe capaz de mover las montañas. 

¿En qué consiste esa fe? Consiste en creer y confesar a Jesucristo. Creer en Él y creerle a Él. Reconocer que sin Él nada somos ni nada podemos. Sin su virtud todo cuanto emprendamos está destinado a hundirse en el más estrepitoso fracaso, como san Pedro en medio de las aguas agitadas por el viento. Ya lo dice el rey salmista:Nisi Dominus aedificaverit domum: in vanum laboraverunt qui aedificant eam. Nisi Dominus custodierit civitatem: frustra vigilat qui custodit eam”. Si el Señor no está detrás de nuestras obras, sustentándolas y corroborándolas, nada valen, son futilidades. Y Jesucristo no edifica la casa ni vigila la ciudadela si no se cree en Él o, si creyendo, no le damos importancia. Por desgracia, parece que es lo que pasa hoy en día, cuando se halla difundido entre el clero un pelagianismo pernicioso, que pone su confianza en los medios humanos antes que en la fe en Jesucristo, olvidándose de la terrible sentencia del profeta Jeremías: “¡Maldito el hombre que confía en el hombre!”. 

Todo cristiano ha de ser persona de fe. El mismo nombre de “cristiano”, según el catecismo que aprendimos de pequeños significa “hombre que tiene la fe de Jesucristo”. Es decir la fe que salva, la fe eficaz, la fe que da la vida sobrenatural y que granjea la vida eterna. Con mayor razón, los obispos y los sacerdotes deben ser hombres de fe. Ellos son los que comunican mediante su ministerio la fe y la gracia de Dios, pero lo hacen en virtud del sacerdocio único de Jesucristo, del que participan de manera especial y peculiar a ellos, distinta de la manera como participan de ese sacerdocio el resto de los fieles. Desgraciadamente, vemos muchas veces sacerdotes y, lo que es peor, obispos que no parecen ser hombres de fe, que piensan y proceden según las categorías del mundo, inclusive cuando acaso su intención es buena: la de hacer el bien. 

Los fines humanos se consiguen con medios humanos; los fines divinos, con medios divinos. Pero no se puede pretender conseguir fines divinos con medios humanos. Hoy estamos enfrascados en una vorágine de activismo que todo lo invade. Se hacen seminarios para potenciar el apostolado, se organizan conferencias, se planifica la acción pastoral, se proyectan estrategias, se echa mano de todas las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías (comunicación, internet, etc.)… Se quiere mayor efectividad; se pretende llegar a más gente; se desea optimizar el trabajo apostólico… Todo ello está muy bien, a condición, claro, que se empiece por lo más importante: la vida de la fe, sin la cual “es imposible agradar a Dios”. No se presta a menudo suficiente atención a la vida espiritual de los agentes del apostolado y, sin embargo, es lo esencial, pues es lo que da valor y vigor a la acción. 

Los Apóstoles no emprendieron la gran misión de evangelizar el mundo sino sólo después de haberse llenado del Espíritu Santo en Pentecostés. Esta Divina Persona es la que les daba la fuerza y la que les inspiraba lo que tenían que hacer y decir. Recordemos que cuando viene a ellos en el Cenáculo, “perseveraban en la oración”. El presupuesto de todo apostolado es, pues, una vida interior intensa y profunda, que es lo que la Iglesia siempre quiso y dispuso para sus ministros. El sacerdote, antes de nada, debe configurarse con Cristo para llevar a Cristo a las almas. Tiene para ello los medios tradicionales, que nunca han sido desmentidos: la misa celebrada con unción, el rezo del breviario, la oración mental, el santo rosario, la recta administración de los sacramentos (que es también para él fuente de santificación), especialmente de la penitencia. No es casual que este año sacerdotal haya sido proclamado por Benedicto XVI coincidiendo con el sesquicentenario del Santo Cura de Ars, ejemplo de sacerdotes donde los haya. 

La vida de San Juan Bautista María Vianney no fue un despliegue espectacular de apostolado exitoso y de gran activismo. Fue, en cambio, un ejemplo de observancia sacerdotal, de fe viva, de vida espiritual perseverante, de modo que se puede decir que vivía el santo más en medio de las realidades sobrenaturales que de las del siglo. Decía fervorosamente su misa, pasaba horas en el confesionario, reconciliando a las almas con Dios, se enfrascaba en el rezo del oficio y a duras penas se despegaba del sagrario. Y su parroquia quedó transformada prodigiosamente: de un pueblo sin grandes pretensiones espirituales en una comunidad ferviente como pocas, y ejemplar. Y es que cuando el pastor es un hombre de fe, las ovejas se entregan gustosas a Dios. 

Hace un tiempo supimos con tristeza de un obispo que se confió a un conocido diciéndole que, en realidad era ateo pues había perdido la fe, pero que no abandonaba el ministerio para, al menos, hacer bien a la gente manteniendo la ilusión. Obviamente la Iglesia, gracias a Dios, suple en casos como éste, pero es penoso pensar en el fracaso personal de este prelado, cuya acción no tiene una raíz sobrenatural, sino una motivación puramente humana, filantrópica todo lo más, pero carente de toda dimensión divina. No. Obispos y sacerdotes no pueden ser sino hombres de Dios, hombres de fe si quieren que su apostolado tenga consistencia verdadera. De lo contrario, se convierten en meros funcionarios, en asalariados, en burócratas de traje negro y maletín… y así no se conquistan almas para el cielo, las parroquias se mueren y las diócesis languidecen.


¡Quién los viera y quién los ve! (6/08/2009)

Como se sabe, el pasado 3 de junio dio Su Eminencia Reverendísima el Sr. cardenal Martínez Sistach un decreto nombrando canónigos del capítulo catedral a cuatro sacerdotes de la archidiócesis: los reverendos Mn. Sergi Gordo Rodríguez, Mn. Josep Serra Colomer, Mn. Josep M. Turull Garriga i Mn. Josep Vives Trabal. Ya se ha tratado en las páginas virtuales de Germinans sobre este asunto, poniendo en claro cómo estas designaciones del Cardenal-Arzobispo no son sino un blindaje ofrecido a sus incondicionales para los tiempos –que llegarán– de las vacas flacas, es decir para cuando un nuevo prelado ocupe el trono de San Severo (cosa que sucederá en unos tres años, Dios mediante).

 

Aquí nos queremos ocupar más bien de la contradicción que supone el que personas que (con la honrosa excepción de Mn. Vives) eran hasta la víspera progres declarados y se les daba un ardite la institución del cabildo, considerada como cosa trasnochada y resabio de los tiempos monolíticos preconciliares, vengan ahora a vestirse con los capisayos canonicales. ¡Cuántas veces no habremos oído las burlas crueles de tantos exponentes del llamado “cristianismo de base” a costa de los pobres canónigos a la antigua, que, contra viento y marea, prestaban su servicio en la catedral, manteniendo el culto oficial de la Iglesia, confesando a los penitentes, rodeando al Sr. Arzobispo en las grandes ocasiones!

 

Y es que los capítulos catedrales y las colegiatas  han sido de las instituciones más golpeadas por la hermenéutica de la ruptura en nombre de una mal entendida colegialidad. La constitución de la Iglesia es monárquica por voluntad de Jesucristo, mal que les pese a los adalides de la pretendida “Iglesia popular”. La potestad de enseñar, santificar y gobernar a los fieles corresponde al Papa y a los obispos en comunión con él y sólo a ellos. El Romano Pontífice en la Iglesia universal y cada obispo en su respectiva diócesis son las autoridades máximas, a las que se debe acatamiento. El conjunto de todos los obispos del mundo forma un colegio que participa también en el gobierno de toda la Iglesia, pero nunca separado del sucesor de Pedro.

 

Históricamente, sin embargo, surgieron algunas instituciones que, sin ser de derecho divino, se revelaron muy útiles para un mejor cumplimiento de la triple misión encomendada por Jesucristo a su Iglesia. Así, los sucesivos Papas crearon cardenales (que en su origen fueron los rectores de las parroquias y las diaconías de Roma) para que le asesoraran y ayudaran en sus supremas funciones para el bien espiritual de las almas. Se formó así el Sacro Colegio, que constituía una especie de senado del Romano Pontífice (con el nuevo código de derecho canónico desapareció esa designación). Algunos de sus miembros presidían –y  presiden aún hoy– los diferentes dicasterios de la Curia Romana y contribuían al esplendor del culto de la Capilla Papal.

 

De manera semejante, los obispos se rodearon de colaboradores próximos, a los que confiaron diferentes aspectos de la administración y del gobierno de las diócesis y se encargaban de mantener el culto diario y solemne de las iglesias donde estaban las sedes o cátedras episcopales (de ahí el nombre de “iglesia catedral”). Estos colaboradores, escogidos por cada obispo entre los más destacados de su clero diocesano, formaron también, como los cardenales, una especie de colegio llamado capítulo (de donde procede la palabra “cabildo”), con personalidad jurídica propia (al igual también que el Sacro Colegio), siendo sus miembros designados con el nombre de “canónigos”. En ciertas iglesias especialmente importantes, aun cuando no fueran sedes episcopales, se constituyeron también capítulos para su servicio, por lo cual se las llamó “colegiatas”, para distinguirlas de las catedrales.

 

Los canónigos tienen distintas dignidades, correspondientes a las funciones que originalmente desempeñaron: lectoral (el que explicaba la lectio en las solemnes funciones), doctoral (el que defendía las causas del cabildo, para lo cual debía tener el título de doctor in utraque iure), magistral (el maestro de doctrina), chantre (el encargado del canto en el coro),  penitenciario (el dotado con la facultad de absolver de pecados reservados y de censuras). El título por el que se pertenece al cabildo se conoce como “canonjía” y se trata de una prebenda o beneficio eclesiástico, que da derecho a una congrua sustentación a cargo de la mensa capitular.

 

Cierto es que en esto, como en todo, se introdujeron abusos y relajaciones disciplinares, de manera que muchos canónigos se convirtieron en meros funcionarios interesados más en acumular bienes que en cumplir sus deberes de oficio. De ahí el dicho popular “vivir como un canónigo” para expresar la idea de una vida regalada, con pocas obligaciones o ninguna. Pero también los hubo observantes, escrupulosos en el cumplimiento de sus deberes y con gran celo de las almas. No pocos, además, eran hombres ilustrados y de gran cultura, como el canónigo magistral vallisoletano D. Santiago José García Mazo, miembro de la Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción y escritor prolífico, que pasó a la posteridad gracias a su excelente Catecismo de la Doctrina Cristiana.

 

En época postconciliar se puso de moda poner en entredicho los capítulos catedrales, aduciendo que no eran ya útiles desde el momento que los Obispos en sus diócesis contaban ahora, para el gobierno de sus diócesis, con los consejos presbiterales, cuyos miembros se designaban de manera más democrática. También la reforma litúrgica, con la “desclerización” del culto, hacía innecesaria la función ritual de los cabildos. Los canónigos quedaban convertidos de esta manera en una casta inútil y gravosa, reliquia de tiempos ya superados que no tenía sentido mantener. Los llamados progresistas hacían mofa de las vestiduras canonicales, como si de disfraces de carnaval se tratara.

 

Arrinconados y despreciados, los canónigos se replegaron en el reducto más recóndito de sus catedrales. Despojados en su mayoría de toda función se consejo y asesoramiento al obispo, ya sólo les quedaba el culto público en nombre de la Iglesia, pero éste, depauperado, se hizo cada vez más ramplón y expeditivo. Los coros de las catedrales y colegiatas se convirtieron en atracción turística, mientras el capítulo se reunía a rezar y a celebrar su misa conventual como en las catacumbas. Sólo se les sacaba a relucir para dar relumbrón al obispo en alguna efeméride u ocasión especial. La decadencia prácticamente total de la institución capitular hizo pensar en la conveniencia de su disolución. Nuevas iglesias locales que se fueron fundando ni siquiera fueron dotadas de cabildo.

 

En realidad, hoy en día las canonjías sólo sirven para gratificar a los protegidos y asegurar el porvenir a los incondicionales, que es para lo que las ha empleado el cardenal Martínez Sistach al conferirlas a los suyos, sobre todo a Mn. Turull, para quien la sotana canonical será, si Dios quiere, lo más parecido a unas vestiduras episcopales que vea. ¡Quién los viera y quién los ve! Los mismos que miraban por debajo del hombro a “viejos carcas” como Mn. Francesc Campreciós vestidos ahora con los mismos capisayos, aunque suponemos que será sólo para la foto, como las sotanas de quita y pon cuando van a la Roma de Benedicto XVI a fin de hacer el paripé. ¿Quién lo iba a decir del agitador del megáfono? Vivir para ver…

 


De la conquista de la luna al horror de la maldad (23/07/2009)

 

Los años Sesenta entre ilusión y desengaño

 

El cuadragésimo aniversario de la llegada del Hombre a la Luna nos da pie a una reflexión sobre una época efervescente como pocas en la Historia y que se vivió como un período de optimismo, de cambio, de euforia…: los años Sesenta.

 

Hacía tres lustros que el mundo había salido de una guerra particularmente mortífera y en la que se había colmado la medida del horror. Durante ese tiempo se había tenido que reconstruir prácticamente todo. Europa, privada de su antigua hegemonía, se había dislocado en dos bloques: el occidental y el comunista y esa división iba a exportarse a escala planetaria. La Revolución China y la Guerra de Corea mostraron lo precario que era el orden salido de la Carta de las Naciones Unidas de 1945. Los Estados Unidos se irguieron definitivamente como la potencia indiscutible del llamado mundo libre y como su gendarme contra la ambición soviética de expandir el comunismo por todas partes. Sobre la humanidad se cernía el fantasma atómico que había hecho ya su aparición exterminadora como jinete apocalíptico en Hiroshima y Nagasaki. Todo el orbe se sentía pendiente de un hilo, el que conectaba el mítico botón rojo con el mecanismo que debía poner en marcha el holocausto nuclear.

 

A diferencia de la primera postguerra, durante la cual se buscó el aturdimiento, la evasión y la despreocupación que caracterizaron a los locos años Veinte, en el período de la segunda postguerra se quiso volver por un momento al orden, a la responsabilidad, a la formalidad. La segunda mitad de la década de los Cuarenta se dedicó a la reconstrucción; los años Cincuenta fueron los de estabilización de una situación de relativa tranquilidad y acomodo. En España las cosas eran más difíciles e iban con mucha más lentitud porque se hallaba aislada internacionalmente desde el fin de la segunda conflagración y se estaba teniendo que recuperar sola de su propia guerra. Para ella no hubo un Plan Marshall, aunque es verdad que bajo cuerda contaba con el apoyo del gigante norteamericano, que sabía perfectamente que la Península Ibérica era un punto demasiado estratégico como para ser descuidado y Franco, al fin y al cabo, un importante puntal contra el comunismo.

 

¿Y la Iglesia? Había sido la única potencia (para decirlo humanamente) que salió incólume de la general debacle de 1939-1945 y ello sin las famosas divisiones a las que hizo alusión socarronamente Stalin en Yalta. Como su antecesor Benedicto XV, Pío XII había intentado parar la locura bélica, pero al no lograrlo al menos pudo dedicarse a paliar de modo eficaz los desastres sin cuento y sin precedentes que sobrevinieron. No es el caso en estas líneas referirnos a la polémica de sus supuestos “silencios” ante la persecución antisemita y el holocausto. Baste decir que si hubo silencio éste le posibilitó poder actuar al amparo del estatuto internacional de la Santa Sede y de su red diplomática. De todos modos, la polémica es posterior a su muerte y ya veremos por qué pudo prosperar. Ahora nos interesa señalar que la Iglesia se irguió con gran autoridad moral como la guía de un mundo desorientado que buscaba referentes después de haberlos perdido todos en medio de un horror inédito.

 

1950 es un año clave que nos puede dar la pauta del prestigio que alcanzó la Iglesia Católica. Fue año jubilar y una inmensa marea de peregrinos mostró al mundo que aún había instituciones sólidas en las que se podía confiar. Pío XII era unánimemente reconocido como un gran hombre, prescindiendo de lo fuera por católicos o no. Se prodigaba con todos y los dejaba impresionados con su presencia mayestática, etérea, pero al mismo tiempo cercana y cordial. Las vocaciones fluían abundantemente, llenaban los seminarios; las misiones católicas progresaban en el mundo entero y en muchos países lejanos se podía ya establecer una jerarquía autóctona; la práctica religiosa era elevada y había una fuerte adhesión de todos –pastores y fieles– a la Sede de Pedro. Eugenio Pacelli era un pontífice que reeditaba los fastos de los grandes papas de la Edad Media: Gregorio VII, Alejandro III, Inocencio III… La Iglesia se mostraba al mundo en todo su esplendor. Los que vivieron esos años cincuenta pensaban que todo iba a discurrir así siempre, pero se equivocaban. Nuevos aires iban a correr que lo iban a trastornar todo en el mundo político, civil y religioso.

 

De pronto, como despertando de un sueño letárgico, hubo una agitación en las mentes y en los corazones. Un afán de novedades se difundió por doquier en medio de una sociedad cansada del bienestar y de la apacible vida de los años Cincuenta. La industria hacía más fácil la existencia, la televisión entró en los hogares y empezó a barrer las viejas costumbres de la vida en familia. La música se volvió frenética e incitante por obra de un nuevo ritmo llamado rock’n roll difundido por un cantante llamado Elvis Presley, el primer fenómeno de masas alrededor del cual se creó el concepto de “fan”. Poco después, la balada romántica fue desplazada por el ritmo contagiante de la música pop, nacida en el Reino Unido con los Beatles. La moda fue revolucionada por un nuevo destierro de los encorsetamientos y estereotipos semejante al que en los años Veinte liquidó la elegancia eduardiana. La fantasía más desencadenada y el afán de experiencia invadieron el Arte que llegó a manifestaciones delirantes (psicodelia). Las costumbres también fueron alteradas y comenzó a vivirse al día y sin constricciones de tipo moral o de conveniencia, lo que desembocó en la llamada “revolución sexual”, favorecida por la popularización de la píldora anticonceptiva, que hacía posible el llamado “amor libre”, la promiscuidad y la huida de todo compromiso.

 

Puede decirse que hubo la irrupción de una “neaniamanía”, un obsesivo culto de la juventud. Hasta el inicio de los años Sesenta la senectud había sido vista como un valor, tal y como había ocurrido en las grandes civilizaciones y como seguía ocurriendo en Oriente (donde el culto a los antepasados es sagrado). Los ancianos representaban la prudencia, la sabiduría, la experiencia, la madurez a la que había que aspirar. Ahora había que “estar en la onda”. Eran los jóvenes los que marcaban la pauta y todo se hacía ahora a su medida y a su gusto. La elección de un joven presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, en substitución del viejo héroe de guerra Eisenhower fue todo un símbolo para la sociedad de entonces. Por su edad y por su religión –los Kennedy eran católicos– acababa por romper los esquemas de una sociedad norteamericana en ebullición y que era el espejo de Occidente. No es extraño que comenzaran a caer viejos tabúes –y esto hay que reconocerlo como un logro– como el de la segregación racial (recuérdese la lucha de Martin Luther King) y la restricción de los derechos civiles (objeto de la cruzada del senador Robert Kennedy). En el resto del mundo, las naciones de los antiguos imperios coloniales veían llegada la hora de su mayoría de edad y declaraban su emancipación. Nuevos y jóvenes países surgían de los restos de la antigua gloria de las potencias europeas en un mundo sediento de novedad y juventud.

 

En España comenzaba la era del desarrollismo, gracias al final del ostracismo y al espaldarazo de los Estados Unidos a Franco, simbolizado en el abrazo de Eisenhower al Caudillo en visita a España en 1959. Los viejos líderes de la Cruzada fueron siendo substituidos por jóvenes tecnócratas salidos no pocos de ellos del Opus Dei, un movimiento católico pujante que abordaba los antiguos valores religiosos desde la una novedosa perspectiva: el estar en el mundo y aprovecharse de sus aportes y adelantos para la gloria de Dios y el propio crecimiento espiritual (un poco como lo que había significado la Compañía de Jesús en el siglo XVI). También hay que decir que las generaciones jóvenes que no habían conocido la guerra y las penurias de sus padres se preparaban en las universidades para el relevo no muy lejano del régimen. El ministro Manuel Fraga propició el llamado “aperturismo”: la proyección de España al extranjero y su descubrimiento como meta privilegiada y barata de turismo, factores que no dejaron de influir en las costumbres de los españoles por mimetismo, como se refleja en el cine de la época, que ya empezaba a tratar temas de comedia picante, impensables poco antes (pero que comparado con el de hoy puede considerarse como de cuentos infantiles). En Cataluña, enriquecida económicamente por el auge de sus industrias y humanamente por el fenómeno de la inmigración, había un dinamismo social y cultural de escala cosmopolita. De hecho, el llamado boom de la novela latinoamericana nació aquí. En realidad, en la España de Franco se había pasado de una dictadura a una “dictablanda”. Paradójicamente esto hizo que el régimen tuviera las horas contadas.

 

La Iglesia pagó su tributo a la época. El beato Juan XXIII abrió de par en par las ventanas del vetusto pero sólido edificio milenario del catolicismo con la cándida esperanza de que al airear bien sus estancias, todo quedaría impregnado de nueva vitalidad. Quizás no previó que lo que vino no fue la suave brisa que él esperaba sino un auténtico vendaval. Le pasó como a Luis XVI, que preguntaba ingenuamente al duque de la Rochefoucauld-Liancourt si la toma de la Bastilla era una simple revuelta, a lo que éste le contestó lúcidamente: “No, Sire; es una Revolución”. Y es que, como en la Francia pre-revolucionaria, en el seno de la Iglesia se habían estado incubando los huevos del cambio, que sólo esperaban la ocasión propicia para eclosionar. Esa ocasión fue el Concilio Vaticano II, que se desarrolló en un mundo en plena euforia Sesentera: de 1962 a 1965. Cierto que había habido la crisis de los misiles, cierto que el presidente Kennedy había sido asesinado, pero el optimismo ya no había nada que lo obnubilara. Como en los tiempos de Leibniz, todo iba bien en el mejor de los mundos posibles. Los hombres de Iglesia quisieron dar un voto de confianza al mundo y se comportaron como hombres de su tiempo, sin pensar que lo que se espera de ellos es que se comporten como hombres a prueba del tiempo. No decimos que el Concilio fuera un error, de ninguna manera. Pero la manera como se ventilaron las discusiones en el aula, la ósmosis con el espíritu del siglo (diríamos de la década) y la falta de adopción de medidas para que el lenguaje de compromiso de sus textos no fuera manipulado por los rupturistas (como sucedió en varias de las reformas salidas de él) fueron golpes de ariete que resquebrajaron la antigua fortaleza, Es sintomático que fuera precisamente en este contexto en el que nació y se nutrió la campaña de calumnias contra Pío XII, favorecida por aquellos a los que el modelo de Iglesia por él representado era odioso y que iban a hacerla padecer una de sus más graves crisis.

 

Sí, los Sesenta fueron una época como pocas en las que la humanidad creyó en sus propias posibilidades, ilusión que fue coronada con la llegada del ser humano a la Luna, conquista ciertamente admirable de la ciencia y la tecnología, que hacía realidad las fantasías del barón de Munchhausen y las anticipaciones de Julio Verne. El mundo creía liberarse de toda clase de tabúes (religiosos, morales, sociales, sexuales) y estaba invadido por una general ilusión de cambio para mejor, que se puso de manifiesto en la Revolución de Mayo del 68. Pero, a semejanza del siglo XVIII, cuando el terremoto de Lisboa horrorizó a toda una Europa sumida en el optimismo leibniziano y la volvió de golpe escéptica y cínica, los años Sesenta fueron marcados hacia el final de la década por algunos acontecimientos que recordaron a todo el mundo lo falible y lo frágil de todo lo humano: la Guerra de Biafra, el aplastamiento de la Primavera de Praga y el espeluznante asesinato de Sharon Tate y otras siete personas a manos de la “familia” Manson. Este último hecho –del cual se cumplirán en agosto 40 años– llenó de escalofrío a la generación que de él fue testigo e hizo olvidar la gesta de Armstrong, Aldrin y Collins. También hizo entrever la siniestra tendencia satánica que late en una sociedad olvidada de Dios y de sus mandamientos. ¿No es sintomático que lo que debiera causar repulsión y rechazo instintivos sea en cambio objeto de admiración y de culto? Charles Manson tiene miles de fans y seguidores, un engendro llamado Marilyn Manson le rinde luciferino homenaje y arrastra tras de sí a multitudes exultantes de rockeros de los que cabe preguntarse si son conscientes de aquello que están admirando. Todo ello nos lleva a la reflexión de que no importa lo bien que creamos estar: la nuestra es una naturaleza caída y sin la ayuda de Dios nuestras ilusiones y esperanzas más halagüeñas se desvanecen, nuestras más fabulosas conquistas se quedan en nada, nuestros sueños más lisonjeros se disipan ante la realidad de nuestra miseria. Nisi Dominus aedificaverit domum in vanum laborant qui aedificant eam.


Un hombre sin dobleces (9/07/2009)

El 19 de junio pasado moría en su amada India Vicente Ferrer, un buen hombre, un varón justo para utilizar el lenguaje de la Biblia. A sus 89 años podía mirar con satisfacción hacia atrás y ver que el surco que había labrado medio siglo antes se había convertido en una obra floreciente y consolidada, que está considerada como uno de los mejores ejemplos de organización y eficacia. Quien entre en la página web de la fundación Vicente Ferrer se percatará de su envergadura. 

Triste fue que a las exequias de este español y catalán universal no asistieran representantes de nuestra clase política. Resulta especialmente chocante la ausencia de todos aquellos que ostentan la catalanidad. Extraña particularmente la de un caballero cristiano como es Duran i Lleida. En cuanto a la de ERC, IC y el PSOE, tendrán que explicar cómo es que cuando se trata de pagarse viajes de turismo a Tierra Santa para burlarse de los símbolos del cristianismo hay tiempo y dinero, mientras que para ir a rendir el último homenaje a una persona que se ha pasado la vida haciendo el bien entonces todo son excusas para escurrirse de esta que nos parece una obligación moral. 

Tampoco la Jerarquía española y catalana ha estado a la altura de las circunstancias. Ni una nota, ni un enviado oficial ni una referencia a quien después de todo encarnó como ninguno el ideal de acción propio de la Compañía de Jesús y que, a pesar de haberse secularizado, no negó nunca su inspiración cristiana. Vicente Ferrer, no lo olvidemos, fue hasta los cincuenta años sacerdote jesuita y eso deja huella y marca en la persona y en sus manifestaciones. Al fin y al cabo, a su modo hizo realidad el valor cristiano de la caridad bien entendida, que es querencia, que es compasión (en el sentido de padecer junto al que sufre), que es misericordia (poner el corazón), que es solidaridad (hacerse uno con aquel a quien se ayuda). Y eso es algo que debería haberse tenido en cuenta. Aunque hubiese colgado los hábitos. Nadie le puede reprochar esto. Si descubrió que no servía para la vida religiosa ni podía mantener el celibato, fue muy honrado por su parte dejar el ejercicio del orden para casarse. Al menos no puso en entredicho ni atacó la ley de la Iglesia. Otros pretenden cambiarla para justificar su defección y seguir instalados en el sacerdocio como si sólo de una profesión se tratase. 

No se insistirá bastante en la inspiración cristiana y jesuítica de Vicente Ferrer, basada en la primacía de la acción. Los Padres de la Compañía siempre se distinguieron por un gran conocimiento de la naturaleza humana y una gran comprensión de nuestras flaquezas. Su tolerancia práctica sin desmedro de la norma moral provocó que se los considerara “laxistas”, pero en realidad eran simplemente humanos y podían decir con Terencio: “Homo sum, nihil humani a me alienum puto”; es decir, conociendo el barro del que estamos todos hechos eran accesibles y daban confianza al pecador, lo que no significaba que no lo dirigieran a Dios. No se anduvieron nunca con muchos misticismos (por eso eran antipáticos a gente como los de Port-Royal), pero apreciaron la verdadera mística (por eso hay entre ellos grandes almas favorecidas por las gracias sobrenaturales: los venerables Padres Hoyos y Cardaveraz son un buen ejemplo). 

Los jesuitas fueron maestros en la capacidad de organizar y de obrar, atendiendo a las circunstancias de tiempo y lugar y a las costumbres de las gentes. Ahí tenemos al eximio Padre Matteo Ricci, que misionó en la China y cuya obra hubiera concoido quién sabe qué vuelos si no se hubiera interpuesto la lamentable controversia de los ritos chinos, que hartó al Emperador hasta el punto que decidió proscribir el Cristianismo en el Imperio Celeste. También debemos recordar las reducciones jesuíticas del Paraguay, ejemplo de excelente organización, utopía hecha realidad y desgraciadamente ahogada por la codicia de intendentes y bandeirantes. Innumerables congregaciones religiosas e institutos establecidos durante la gran floración religiosa del siglo XIX tuvieron por fundadores a jesuitas, por ejemplo, el Venerable Padre Butinyà, catalán que fundó con la beata Bonifacia Rodríguez Castro la benemérita congregación de las Siervas de San José. En tiempos más modernos tenemos la figura del Padre Riccardo Lombardi, impulsor del movimiento Por un mundo mejor bajo el patrocinio y con el apoyo personal de Pío XII. En fin, ¿cómo olvidar al gran impulsor de la Unión Seglar en Barcelona, el inolvidable Padre José María Alba Cereceda? 

Vicente Ferrer si no canónicamente, siguió siendo en el fondo un jesuita, en su pensamiento, en su forma de obrar y en la acción. Jesuita ignaciano, hay que aclarar, pues otra de las razones de su abandono de la Compañía fue cuando en el seno de ésta empezaron a prevalecer los criterios políticos de cambios de estructuras revolucionarios, con los cuales siempre fue muy crítico. San Ignacio no pretendió nunca cambiar las estructuras, sino cambiar al hombre, mediante la educación y el poder de la gracia. Pero la educación de los jesuitas estaba dirigida a la acción directa, a través de la cual las cosas podían mejorarse sin suscitar odios ni divisiones. Los Padres fueron grandes preparadores de líderes de acción. Y uno de ellos ha sido Vicente Ferrer 

Quizás algún aspecto de su obra pudiera despertar cierto recelo, como la cuestión de la planificación familiar (en la India es un tema obligatorio por imposición del gobierno), pero no podemos desacreditar en conciencia el conjunto de una obra que, sin ninguna rebelión, sin atizar el odio de clases (como los teólogos de la Liberación, curiosamente todos intelectuales salidos de aulas europeas y con los que fue muy crítico Ferrer), fomentando la acción persona a persona, el apostolado del hombre por el hombre, es sin duda una manifestación del Espíritu de Dios, que “sopla donde quiere”. Por lo demás, Vicente Ferrer fue siempre muy respetuoso con la Iglesia. Cuando en una entrevista en la televisión catalana la periodista intentó provocarle para que hablara mal del Papa, él no cayó en la trampa y habló con encomio de Benedicto XVI, a quien sin duda, por cierto, habría felicitado por su flamante encíclica Veritas in caritate, que recoge muchas de las inquietudes que siempre tuvo en vida. 

¡Qué diferencia la de este gran hombre, que apostó por la vida en abundancia que vino a traer Cristo al mundo, con otros que van pagando abortos, se pavonean públicamente de ello y después escurren el bulto desviando la atención sobre una pobre fundación de laicos y cargándole el muerto! Ojalá hubiera más Vicentes Ferrer en el mundo. Que Dios haya premiado a este hijo suyo, a quien no dudamos que San Ignacio habrá acogido como a un hijo, aunque hubiera abandonado la casa paterna. En diferentes planos, él y la Beata Teresa de Calcuta, quedarán en los anales de la Iglesia como los grandes apóstoles modernos de la India, seguidores del gran San Francisco Javier.


Una reflexión al empezar el año sacerdotal (25/06/2009)

El 19 de junio pasado, en la festividad del Sagrado Corazón de Jesús, el Santo Padre inauguró solemnemente el Año Sacerdotal, proclamado para conmemorar el 150º aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars. Es muy significativo que sea precisamente la figura de San Juan María Vianney la que Benedicto XVI ha querido poner de relieve como modelo en estos tiempos en los que el sacerdocio católico pasa por una innegable crisis, que no es sino una consecuencia de otra grave crisis: la que en los últimos cuarenta años ha experimentado la fe y el culto eucarísticos en la Iglesia. Si no se tiene en cuenta que la Eucaristía y el sacerdocio van unidos y son, por así decirlo, consubstanciales, es que no se ha entendido nada de lo que es el Catolicismo. Si algo falla en la manera como se ofrece la Eucaristía, ello no dejará de repercutir en el sacerdocio. Porque el sacerdocio es por y para la Eucaristía. Por eso Jesucristo instituyó en la Última Cena el sacramento de Su Cuerpo y de Su Sangre e inmediatamente después el del orden sagrado.  

La Eucaristía es a la vez sacrificio y sacramento. Por medio de ella se ofrece el pan y el vino, que se transubstancian en el Cuerpo y la Sangre del Señor, reproduciéndose así, mística pero realmente, el mismo y único sacrificio del Calvario. Jesucristo, presente en virtud del sacrificio de la misa en las especies consagradas, se da en la Eucaristía como “pan de vida eterna y cáliz de salvación perpetua” (canon de la misa) y esto es el sacramento, el gran mysterium fidei, por el que se nos mantiene y se nos aumenta la vida divina y sobrenatural. Este sacramento es aquel del que en cierta manera dependen todos los demás. El bautismo nos da la vida de la gracia, pero la gracia no puede mantenerse sin la Eucaristía: “si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”. Toda la Iglesia reposa sobre la Eucaristía. Bossuet decía que “la Iglesia es Jesucristo extendido y comunicado”. Es decir, que su misión consiste en hacer que todos tengan vida en Jesucristo y esto se realiza mediante la Eucaristía.  

Pero ella no es posible sin el sacerdocio, al que Nuestro Señor ha vinculado la reproducción de su único sacrificio salvífico sobre nuestros altares, para ser ofrecido “en todo lugar, desde oriente a occidente” (Malaquías), que hace, a su vez, posible el sacramento y todo el culto y devoción que lo rodea. El sacerdote es otro Cristo, pues actúa en su persona en virtud de la gracia unitiva, peculiar del sacramento del orden, y con poderes que le son privativos y que, como muy bien explicaba Romano Amerio, hacen de él un hombre distinto de los demás, con un plus ontológico, de modo que no es ya simplemente un “hombre”, sino un “hombre-sacerdote”, “secundum ordinem Melchisedec”, esto es, para siempre. El sacerdote católico es, por lo tanto, sacrificador y santificador y ésa es su esencia. Cualquier otra noción distinta de estos dos caracteres es, en todo caso, adjetiva y complementaria. Promotor de la comunidad, agente de desarrollo, asistente social, filántropo, monitor cultural, comunicador y tantas otras facetas en las que se desarrolla el trabajo humano cara a los demás pueden ser muy laudables y útiles, pero son accesorias por lo que a la misión del sacerdote se refiere. Por supuesto podrá éste darles un lugar en su apostolado, pero lo prioritario es su doble función sacrificadora y santificadora.  

De cuarenta años a esta parte, coincidiendo con la introducción de un nuevo rito de la misa en la Iglesia de rito latino (el Novus Ordo Missae de Pablo VI), ha habido una innegable crisis de fe en la Eucaristía y del sacerdocio, de la que hablábamos al comenzar estas líneas. Entiéndasenos bien: no queremos decir que la crisis haya sido causada por la reforma litúrgica en sí, sino por el fermento revolucionario que iba detrás y que la monopolizó e instrumentalizó para sus fines, que no eran otros que la mutación de la religión y la evolución en clave transformista de la Iglesia. Adaptar la vida de la Iglesia a los tiempos corrientes como quería el beato Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II no es cosa mala en sí: la Iglesia es una maestra en la adaptación a las circunstancias y en ello reside uno de los secretos de su prodigiosa supervivencia (prometida por su Fundador). Lo malo es cuando de la adaptación se pasa a la claudicación. Hay cosas irrenunciables y que no admiten negociación.  

El último concilio ecuménico fue asistido por el Espíritu Santo como todos los anteriores. Esta asistencia se manifestó especialmente en la salvación, a veces, in extremis (como la famosa nota explicativa previa de la constitución Lumen gentium) de la verdad católica, sujeta a vivas discusiones en el aula. Los documentos conciliares, según su categoría respectiva, son parte del magisterio de la Iglesia y fueron firmados por todos los Padres, incluso por los más ardientes defensores de la ortodoxia . El problema vino con la llamada “hermenéutica de la ruptura” denunciada por Benedicto XVI y que en los años del inmediato postconcilio se impuso, promoviendo reformas no siempre afortunadas o de modo traumático, como precisamente fue el caso de la reforma litúrgica. Yendo más allá de lo querido por el Concilio y por los Papas, se introdujo toda suerte de abusos, con escándalo y desedificación de los fieles. En esta dinámica de discontinuidad respecto al pasado, éstos acabaron por no entender nada: muchos abandonaron la práctica religiosa, otros simplemente se conformaron, una minoría se arrimó al poder eclesial y otra no se resignó a los cambios. En esta última se dieron todas las tendencias: desde la resistencia pasiva hasta la abierta rebeldía. Muchas veces la ciega y terca incomprensión de los innovadores empujó a ciertos tradicionalistas a actitudes extremas y desesperadas.  

Lo cierto es que la misa, centro neurálgico y corazón del Catolicismo, sufrió toda clase de ataques con la imposición de novedades no siempre concordes con el espíritu con el que se había propuesto su reforma. Con el pretexto de la renovación se colaron concepciones bien poco católicas y hasta heterodoxas de su naturaleza. Se insistió tanto en el aspecto de convite y en el social de la celebración eucarística que su esencial carácter sacrificial quedó por completo obnubilado, y no se diga el aspecto personal e íntimo de adoración al Señor, censurado como “piedad individualista”. Una verdadera ola iconoclasta barrió la belleza que rodeaba antaño el culto, despachada como “triunfalismo” (cuando, en realidad, el elemento estético es un importante vehículo de teofanía). Muchas celebraciones eucarísticas dejaron de ser “sacramento de unidad” para ser piedra de escándalo y ocasión de confusión y discordia con desmedro de la fe. Se permitió toda experimentación en campo litúrgico, menos, claro está, “la experiencia de la Tradición”.  

El sacerdocio obviamente se resintió de esta crisis de la misa. Concomitantemente a ella se produjo una profunda crisis de identidad en el clero católico (no en todo, gracias a Dios, pero sí en amplios sectores). El sacerdote se consideraba más como un líder de la comunidad, abocado a la justicia social, que como el “dispensador de los misterios de Jesucristo” (que como debe ser considerado según San Pablo). En este sentido, no hay motivo para no pensar que es “un hombre como todos los demás”. Consecuentemente, se comenzó a objetar la disciplina eclesiástica relativa al sacerdocio, empezando por la ley del celibato. Se dieron muchos abandonos y deserciones, tanto entre los sacerdotes diocesanos como en los institutos religiosos. Las vocaciones, por supuesto, se fueron enrareciendo hasta llegar a proporciones dramáticas (sea en números absolutos que relativos). La vida consagrada a Dios dejó claramente de ser atractiva para la mayoría de los jóvenes, a quienes ya no se predicaba una alternativa distinta y desafiante a la del mundo y la rutina que conocían. La juventud es generosa cuando se halla frente a un ideal que le entusiasme y que constituya un reto para ella; no se contenta con mediocridad y conformismo. Y hacerse sacerdote –sacerdote católico, sacerdote por y para la misa– es todo menos conformista. Si no se tiene clara la idea de la misa, la idea del sacerdocio cae. Una cosa lleva a la otra.  

Pero, además, si no hay sacerdocio se acaba la vida espiritual de los fieles. Son éstos las principales víctimas de la crisis, porque, ¿cómo mantener la gracia sin el necesario ministerio sacerdotal? La tercera crisis (la crisis de fe, la que se manifiesta en el actual indiferentismo y en el proceso de secularización galopante y de apostasía inmanente) dimana de las otras dos. Los fieles –que no son idiotas, sino que están dotados del sensus fidei– notan en seguida cuando las cosas van mal. Y desgraciadamente desertan ellos también si no ven coherencia en sus pastores. No todos tienen una fe a toda prueba y su defección es una grave responsabilidad de aquellos que no han sabido ganárselos y retenerlos mediante un apostolado católico y serio. Detrás del clero van siempre los fieles. Si aquél se convierte en una caterva de guías ciegos, éstos corren el riesgo de despeñarse.  

Gracias a Dios, cuarenta años no han pasado de balde y la dura experiencia de la crisis espiritual por la que hemos atravesado nos ha enseñado verdades. Tenemos ahora un papa que afronta sin tapujos ni falsos pudores una realidad que no es halagüeña ciertamente, pero que es salvable. Poco a poco, suaviter sed fortiter, va poniendo todo en su justa perspectiva y aplicando los remedios que cree convenientes y necesarios. No le incomoda poner el dedo en la llaga para restañar la herida. Pero lo hace con delicadeza y caridad. Ha comenzado por recordar y recalcar la importancia y centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia, a devolverle la dignidad y la belleza a su celebración, a promover todo lo que contribuya a una mayor reverencia y adoración. También ha devuelto la paz litúrgica a la Iglesia, al liberalizar la liturgia clásica, la anterior a las reformas postconciliares, “que nunca fue abrogada”, y que nunca más debe ser motivo de divisiones. Paralelamente, ataja la crisis del sacerdocio, saneando sus filas, extirpando abusos intolerables, reafirmando el celibato y los otros valores de la vida dedicada a Dios y señalando claramente, mediante el año sacerdotal, cuál es el ideal que debe guiar a los escogidos del Señor. El Santo Cura de Ars fue, ante todo, un hombre de Dios, que pasó toda su vida hablando de Dios a sus feligreses y dándoles las cosas de Dios, arrebatando las almas al influjo del demonio para dárselas a Dios. Y lo hizo centralizando su vida en el altar sobre el que ofrecía cotidianamente la Santa Misa.  

Pero no caigamos en el error de creer que la crisis no puede volver. En la dinámica histórica de la Iglesia está comprobado cómo cuando pasa el primer entusiasmo después de un resurgir de fe, se cae en atavismos y la religión se convierte en pura rutina y en convencionalismo. No, la crisis de los últimos cuarenta años no vino por una conjura de los enemigos de la Iglesia (algo de eso también hubo); vino, sobre todo, por la tibieza y el conformismo de todos: clero y laicado. La misa  era despachada muchas veces como un trámite; no había mucho amor por la liturgia; los fieles se contentaban con un mínimo necesario y no aspiraban a más porque nada más les era ofrecido; la mayoría se conformaba con un catolicismo de fachada y de formulismos. Hay que reconocerlo también. Si fue fácil quitar la misa antigua a los que la amaban, fue precisamente porque no la amaron lo suficiente. Y esto es un punto importante a la hora de hacer un examen de conciencia. El Concilio Vaticano II quiso despertar a los espíritus adormilados en un sopor y una languidez peligrosos e infecundos y eso era bueno. Ése es el verdadero espíritu y la lección del Concilio –en continuidad con la Tradición– que puede salvarnos ahora de una crisis que ojalá continúe retrocediendo bajo la inteligente e inspirada iniciativa de Benedicto XVI.  


Padre Alberto: A pesar de todo, Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedec (4/06/2009)

El lamentable caso del famoso Padre Alberto, popular comunicador del mundo televisivo hispano de los Estados Unidos, ha puesto de relieve y de plena actualidad la cuestión de la noción del sacerdocio católico. Uno se pregunta cómo es posible que un  hombre de Dios, que hablaba de las verdades católicas con un convencimiento y una capacidad de persuasión tales que arrastraba en pos de sí audiencias que hacían la envidia de los más avezados presentadores televisivos, haya podido, en el giro de pocos días y con ocasión de un lío de faldas, pasar a sostener lo contrario de lo que antes defendió. Pues ahora resulta que, como el Reverendo Cutié quiere casarse con su novia y eso no es posible en el seno de la Iglesia Católica Romana, se ha pasado a la confesión Episcopaliana, que no obliga al celibato a sus ministros. De sacerdote a pastor…  

Sacerdotes católicos que se enamoran y no son capaces de mantener la promesa de celibato que formularon el día de su ordenación los hay y no pocos: unos simplemente cierran los ojos y se amanceban; otros prefieren renunciar al ejercicio del orden y piden a la Santa Sede la reducción al estado laical; otros, en fin, deciden atacar la ley misma que quebrantan para justificar su conducta y desembarazar su conciencia y se organizan en asociaciones combativas de sacerdotes casados (civilmente, claro está) que no están dispuestos a escoger entre la Iglesia y su mujer. El Padre Alberto no ha optado por ninguno de estos tres caminos, sino que ha ido bastante más lejos y por el atajo de la apostasía. 

Como Enrique VIII de Inglaterra (cuya pasión irracional por Ana Bolena le hizo llevar a la Iglesia de Inglaterra al cisma, renegando de su antigua y filial devoción a Roma y al Papa) o como el príncipe Alberto de Brandeburgo (que secularizó la Orden Teutónica y pasó al luteranismo para casarse y formar una dinastía reinante en Prusia) Cutié ahora “quema lo que ha adorado y adora lo que ha quemado” sólo que no como el fiero sicambro, que dobló la cerviz ante san Remigio, sino con la arrogancia del infatuado por el aplauso fácil y del que halaga sus pasiones en lugar de domarlas. 

Lo grave en toda esta historia es lo que subyace al hecho de que un sacerdote católico aparentemente ortodoxo y convencido cuelgue tan alegremente sus hábitos y pase a otra religión con la facilidad con la que se cambia de camisa. Cabe preguntarse qué noción del sacerdocio tenía porque no es normal que asuma ese paso con la naturalidad con que lo ha hecho y sin problematizarse sobre su identidad. Todo parece reducirse para él a un cambio de temas, de público y de escenario para sus prédicas (en lo que es muy ducho por lo visto). Pero la cosa es muchísimo más delicada, ya que un sacerdote no es simplemente un predicador (aunque, a la luz de la conducta del Padre Alberto, parece que éste, en realidad, siempre lo consideró así). Analicemos qué es lo que puede haber llevado al reverendo en cuestión a dar un paso que tanto daño acarreará a muchos que creyeron en él. 

Un primer factor a considerar es el de un posible favoritismo por parte de los superiores en el seminario. El Padre Alberto casa muy bien con el tipo de clérigo apuesto, listo, popular y con carácter, mimado por sus profesores y que suele convertirse en el ojito derecho del obispo, que le ríe las gracias y no le ahorra prebendas y mercedes. Los que están familiarizados con la vida en los seminarios y en las curias diocesanas saben muy bien de lo que hablamos. A falta de un sólido anclaje en la vida sobrenatural, ello lleva inevitablemente al sacerdote al engreimiento y a la vanagloria, que nunca son buenos consejeros. Llega a creerse que todo lo que hace está bien hecho y que todos los demás tienen la obligación de aceptarlo. El Padre Alberto tuvo al parecer una carrera fulgurante y ello le llevó a pensar que podía tentar fortuna en los medios de comunicación, donde arrasó por su telegenia, su verbo fácil, su sentido del espectáculo y un estilo al que son muy sensibles los auditorios creyentes norteamericanos: el de telepredicador. Halagado por el aplauso popular y una vez probadas las mieles del éxito mediático era difícil que no cayera en la tentación del orgullo y que le cogiera un gusto desmedido a la fama catódica y terminó por creer que se debía a su público, olvidando que un sacerdote ante todo y por sobre todo se debe a Dios y a la Iglesia. 

En segundo lugar, hemos de tomar en cuenta ciertos puntos débiles del catolicismo norteamericano, debido a las peculiares circunstancias en las que se desarrolló la Iglesia en los Estados Unidos, país nacido como fruto de una revolución liberal y abanderado del capitalismo. Empecemos por referirnos a la tendencia, a menudo desmesurada, de trabajar y hacer cosas. Por supuesto se persigue con ello la gloria de Dios y el bien de las almas, pero tanto activismo esconde un cierto pelagianismo, sobre todo cuando se descuida la vida espiritual y se resta tiempo a la oración, a la contemplación, a la intimidad con el Señor. El sacerdote enfrascado en un frenético apostolado exterior comienza por arrinconar las prácticas piadosas para ganar tiempo y termina por olvidar que “si Dios no edifica la casa, en vano trabajan los que la levantan”. De ahí a considerar que todo se debe a su esfuerzo personal hay un paso que se franquea fácilmente. Mientras las cosas ruedan, bien; pero cuando algo va mal llegan las dudas, las depresiones, el preguntarse: “Pero, ¿qué he hecho mal?”… y hasta el echar la culpa a Dios o a la Iglesia. 

Esto nos lleva a otro punto que consiste en la mentalidad del éxito propia del capitalismo (y de raíz calvinista como muy bien demostró Max Weber en su célebre ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo). La estadounidense es la cultura del éxito; su ideal es el self-made man (el hombre hecho a sí mismo), el triunfador, el que se ha hecho rico desde la nada. En contrapartida no hay peor cosa que el fracasado, el que no ha sabido gestionar su vida para obtener logros concretos y enriquecerse. Esta manera de ver las cosas ha contagiado también a muchos hombres de Iglesia, que pretenden un apostolado que dé resultados. Se ve a la Iglesia como una gran empresa en la que más alto se llega y tanta mayor consideración se obtiene cuanto mayores son los beneficios que se reportan. Pero esto conlleva un grave peligro: el de no reparar en los métodos con tal de obtener óptimos resultados. 

Como de lo que se trata es de trabajar y trabajar para conseguir el éxito del apostolado, se viene a pensar que se pueden sacrificar las conveniencias a favor de la efectividad. Entonces se soslayan las normas de la Iglesia (como si fueran un incómodo encorsetamiento, inadaptado para los tiempos modernos) no sólo en lo disciplinario sino hasta en lo doctrinal para caer bien y no desentonar y mejor atraer a la gente. Se adoptan las formas y el aparato de propaganda propias de la sociedad liberal y se abordan los asuntos de Dios como si de unas elecciones presidenciales se tratara. Por otro lado, en un entorno muy marcado por el protestantismo, se le copian a éste formas y estrategias de difusión para el apostolado. En este sentido, no es extraño que el Padre Alberto se convirtiera en una suerte de Billy Graham católico: sus intervenciones televisivas tenían ese sabor inconfundible de telepredicador al que hemos aludido antes. Todo esto no es sino americanismo, que condenó y contra el que puso en guardia hace ya 110 años el sabio y perspicaz León XIII en su carta Testem benevolentiae al cardenal Gibbons. Recomendamos su lectura porque ayuda a comprender no sólo el trasfondo del caso Cutié, sino muchos de los problemas por los que ha atravesado recientemente la iglesia norteamericana. 

Pero vayamos a lo que nos parece el factor capital de la triste defección del Padre Alberto: una insuficiente y deficiente formación en la teología católica del sacerdocio. Desgraciadamente se trata de algo muy difundido, como puede deducirse de la noción que de sí mismos tienen muchos sacerdotes en cuanto tales. Si uno fuera e hiciera una encuesta a los ordenados de presbíteros preguntándoles cómo se definirían nos tememos que pocos darían en el clavo. Los más quizás se identificarían como “animadores de la comunidad”, “agentes de koinonía”, “presidentes de la asamblea”, “trabajadores de la Iglesia”, “testigos cualificados de Cristo”, “servidores del pueblo de Dios”, etc., cosas todas ellas que también pueden ser, desde luego, pero que están subordinadas a lo esencial: el sacerdote como sacrificador y santificador. 

Lo dice la epístola a los Hebreos (V, 1): Omnis namque pontifex ex hominibus assumptus pro hominibus constituitur in his, quae sunt ad Deum, ut offerat dona et sacrificia pro peccatis (Pues todo pontífice, tomado de entre los hombres, es constituido a favor de los hombres en cuanto a las cosas de Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados”). El sacerdote es, pues, el que tiende puentes (pontifex) entre Dios y los hombres y lo hace dispensando la gracia que mana del sacrificio propiciatorio (pro peccatis) de la misa y se distribuye por medio de los sacramentos. Por eso San Pablo dice en la primera epístola a los Corintios (IV, 1): Sic nos existimet homo ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei” (Así nos considere el hombre: como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios). El sacerdote actúa por encargo y mandato de Cristo y en su persona dispensa los misterios de Dios, es decir la misa y los sacramentos, vehículos de la gracia y de la justificación. Los sacerdotes tienen en sus manos la vida sobrenatural del pueblo de Dios y para esto son ordenados, recibiendo un carácter indeleble que es –como muy bien decía Romano Amerio– un plus ontológico que los hace distintos a los demás hombres. No entender esto es no entender el fundamento del sacerdocio católico. 

Y, por lo visto, el Padre Alberto no lo ha entendido. De otro modo, no pasaría tan alegremente a una confesión religiosa que niega ese mismo fundamento. Los episcopalianos a los que ha adherido apostatando del catolicismo forman parte de la comunión anglicana, que es doctrinalmente luterana, Como tal, no cree que la misa sea un sacrificio propiciatorio ni, por consiguiente, que se ordene a los sacerdotes con poderes privativos a ellos para ofrecerlo por los fieles. Bien decía Lutero que toda la Iglesia Católica se apoyaba sobre la misa y que destruyendo ésta se acabaría con aquélla. Y es verdad, si no hay misa, no hay sacerdocio, y si no hay sacerdocio sálvese el que pueda y como pueda: cualquier salida es válida. Si el reverendo Cutié no ve una profunda contradicción en su vida al dar el paso que ha dado es que no tenía claras las cosas antes y si no las tenía claras él, que era el abanderado de la Iglesia y que parecía ortodoxo, ello quiere decir que algo falló en su formación. Los obispos y los responsables de la educación católica deberían preguntarse en qué medida se está transmitiendo la verdadera noción y la doctrina de la Iglesia sobre el sacerdocio a los que a él se preparan. 

La reflexión no puede ser más oportuna en este jueves de Pentecostés en el que en España y en el mundo hispánico se celebra la festividad de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Fue éste un importantísimo aporte del santo arzobispo don José María García Lahiguera (1903-1989), padre conciliar del Vaticano II y gran apóstol del sacerdocio católico, para fomentar el cual fundó la congregación de Oblatas de Cristo Sacerdote. En el misal romano clásico (el llamado comúnmente “tridentino”), existía ciertamente la misa de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, pero como votiva. Se la solía (y se la suele) tomar para santificar los primeros jueves de mes o jueves sacerdotales, en los que se pide por las vocaciones sacerdotales y religiosas y la santificación y perseverancia del clero. Pero monseñor García Lahiguera logró con sus instancias al Papa que se introdujera la festividad en el calendario litúrgico post-conciliar. 

Es, sin embargo, sintomático que, siendo una fiesta obligatoria y no una memoria libre, esta misa no se celebre en según qué lugares. Por ejemplo en Cataluña pasa prácticamente desapercibida, tal vez en parte porque se trata del “Propio de España” (y los catalanistas prescinden abiertamente de ella como harían con las misas que recuerdan la batalla de Clavijo y la de Catalañazor), pero también porque en muchos se ha perdido ya el sentido del sacerdocio eterno de Jesucristo que comparten, quiéranlo o no, y les resulta algo incómodo y fuera de lugar. De hecho ya en otro lugar de la Península se ha descartado abiertamente celebrar esta misa: los monjes cistercienses del monasterio de Santa María de Huerta en Soria han declarado que la han eliminado de su calendario por incidir sus textos demasiado en el carácter sacrificial del sacerdocio y dejar en la sombra el aspecto de Cristo como hermano. Dato más que revelador de una mentalidad que de católica tiene bien poco y que, a nuestro juicio, es la que hace que se produzcan casos como el del Padre Alberto, por quien no dejamos de rezar a pesar de todo.


El obispo: ¿Buen pastor o asalariado? (21/05/2009)

El Concilio Vaticano II en su afán de renovación de la Iglesia trazó el ideal de lo que deben ser los obispos en el decreto Christus Dominus, promulgado el 28 de octubre de 1965: 

“En el ejercicio de su ministerio de padre y pastor, compórtense los Obispos en medio de los suyos como los que sirven, pastores buenos que conocen a sus ovejas y son conocidos por ellas, verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y preocupación para con todos, y a cuya autoridad, confiada por Dios, todos se someten gustosamente. Congreguen y formen a toda la familia de su grey, de modo que todos, conscientes de sus deberes, vivan y obren en unión de caridad. 

“Para realizar esto eficazmente los Obispos, "dispuestos para toda buena obra" (2 Tim., 2,21) y "soportándose todo por el amor de los elegidos" (2 Tim., 2,10), ordenen su vida y forma que responda a las necesidades de los tiempos.

“Traten siempre con caridad especial a los sacerdotes, puesto que reciben parte de sus obligaciones y cuidados y los realizan celosamente con el trabajo diario, considerándolos siempre como hijos y amigos, y, por tanto, estén siempre dispuestos a oírlos, y tratando confidencialmente con ellos, procuren promover la labor pastoral íntegra de toda la diócesis.

“Vivan preocupados de su condición espiritual, intelectual y material, para que ellos puedan vivir santa y piadosamente, cumpliendo su ministerio con fidelidad y éxito. Por lo cual han de fomentar las instituciones y establecer reuniones especiales, de las que los sacerdotes participen algunas veces, bien para practicar algunos ejercicios espirituales más prolongados para la renovación de la vida, o bien para adquirir un conocimiento más profundo de las disciplinas eclesiásticas, sobre todo de la Sagrada Escritura y de la Teología, de las cuestiones sociales de mayor importancia, de los nuevos métodos de acción pastoral.

“Ayuden con activa misericordia a los sacerdotes que vean en cualquier peligro o que hubieran faltado en algo.

“Para procurar mejor el bien de los fieles, según la condición de cada uno, esfuércense en conocer bien sus necesidades, las condiciones sociales en que viven, usando de medios oportunos, sobre todo de investigación social. Muéstrense interesados por todos, cualquiera que sea su edad, condición, nacionalidad, ya sean naturales del país, ya advenedizos, ya forasteros. En la aplicación de este cuidado pastoral por sus fieles guarden el papel reservado a ellos en las cosas de la Iglesia, reconociendo también la obligación y el derecho que ellos tienen de colaborar en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo”.

Desgraciadamente, en el pasado no pocos obispos hubo que, consideraban su misión más como un poder (potestas) –que lo es en virtud de la plenitud del sacerdocio– que como un oficio (munus) –que también lo es como consecuencia de ese poder sacerdotal– y se comportaban a la manera de los príncipes temporales, pero, además, con sus defectos: con altanería, despóticamente, rodeándose de una camarilla cortesana y adulona, favoreciendo a paniaguados y recomendados sin mérito. Gobernaban a mitra alta y golpe de báculo. Como entonces se debía vestir conforme al propio estado y rango, aparecían imponentes envueltos en sus atuendos pontificales, que inspiraban un temor reverencial –y, a veces, servil– en sus (nunca mejor dicho) súbditos. Como no se prodigaban fuera de sus palacios y de los restringidos círculos de la selecta sociedad que solían frecuentar, se hallaban rodeados de un halo de misterio que podía ser confundido fácilmente con la grandeza por los observadores incautos (y es que la distancia hace el respeto: recuérdese aquello de Talleyrand de que “nadie es un gran hombre para su ayuda de cámara”). 

Sin justificar a este tipo de pastores de la cristiana grey, hay que decir, sin embargo, que, a pesar de su discutible estilo, al menos sabían, en la mayoría de los casos, cumplir con su obligación de defender la verdad católica, preservar la moral cristiana y asegurar a los fieles los medios de salvación. Por soberbio, antipático y autoritario que fuera un obispo y a pesar de ello, la vida espiritual de su diócesis seguía por lo común su curso normal, seguían fluyendo las vocaciones, los sacerdotes piadosos y celosos de las almas podían desempeñar en paz su apostolado, las órdenes y congregaciones religiosas desarrollaban sus carismas sin mayores cortapisas, los seglares recibían la buena doctrina y los sacramentos… Quizás la curia diocesana fuera un nido de aprovechados y convenencieros, pero ello no solía repercutir más allá del reducido entorno del poder. Por supuesto, no es esto una defensa de ese estado de cosas: lo ideal es que el obispo sea un pastor bonus, a imitación de Jesucristo, pero cuando ello no es así en la realidad, al menos se le exige que cumpla como maestro, santificador y gobernante de la iglesia particular que le ha sido confiada. De su personal conducta ya dará cuenta a Dios “que escruta el corazón y los riñones”. 

Lo que es imperdonable es que hoy haya obispos preconizados según el espíritu del Concilio, pero que parecen no haberse enterado del decreto Christus Dominus. Pero es que tampoco recuerdan ya cuál es su deber y a qué cosa les obliga el orden que han recibido con la consagración episcopal.  De este modo se junta el hambre con las ganas de comer y el resultado es desastroso: tenemos entonces prelados que no sólo son orgullosos y desagradables como personas o intolerantes y despóticos en su estilo de gobierno, sino que, por si fuera poco, son negligentes y descuidados de sus deberes como pastores. Lo peor es que tanto les da. Obran como el juez inicuo, que no temía ni a Dios ni a los hombres. Pero lo más irónico es que en ciertos casos se han aupado al poder gracias a determinados sectores que antes criticaban ásperamente aquello mismo que hoy practican. Ejemplo de esto de lo que venimos tratando es, cómo no, el actual establishment sistachino enquistado en la archidiócesis de Barcelona. 

¡Cuántas veces criticaron al cardenal Carles acusándole de proceder como un obispo “a la antigua”, sin consultar, con autoritarismo y fomentando el nepotismo y el clientelismo! Sin entrar en la justicia o no de algunos o de todos estos reproches, hay que decir que el anterior arzobispo barcinonense fue sensible en algunas ocasiones a las acerbas críticas que se le dirigieron y dio marcha atrás en algunas medidas (por otra parte plausibles) como el nombramiento del Dr. Corts como rector del Seminario Conciliar. Es decir, en este aspecto, al menos, Carles no fue tan tiránico como se le ha querido hacer aparecer. Pero es que esos mismos son los que ahora hosanan a su sucesor y le ríen las gracias, aunque de graciosas no tengan nada. Digámoslo francamente: el cardenal Martínez Sistach no es simpático. Pero ser simpático o antipático depende del natural de cada uno y nadie está obligado a agradar a todos. Pero aun de un obispo  antipático se espera que gobierne al menos con rectitud y, hoy, de acuerdo con el ideal conciliar, con una cierta flexibilidad. Ya los antiguos decían que el poder no debe hacer odioso por un ejercicio duro del mismo. Sin embargo, hete aquí que el cardenal Martínez Sistach se comporta como aquellos monarcas déspotas, pues tiene amedrantada a buena parte de su clero (según nos consta). Sólo le falta decir en el mejor estilo del Rey Sol (del que es curiosamente tocayo): “L’Église c’es moi”, sólo que ni tiene el estilo de Luis XIV ni éste parece haber pronunciado nunca la frase que se le atribuye como expresión acabada del absolutismo. 

Otra frase que podría hacer suya nuestro purpurado y que sí consta que se pronunció es la de otro Luis, el que fue llamado el Bienamado  (como nuestro bien amado arzobispo), es decir Luis XV. Presagiando a dónde iba a conducir la crisis moral que azotaba la Francia del siglo iluminista, dijo: “Après nous le déluge”: fue un rapto de lucidez del rey que se sentía demasiado viejo y cansado para salvar su trono. Pues bien, la situación de la archidiócesis de Barcelona es tan desastrosa que se podría perfectamente predecir un diluvio, es decir, su hundimiento total, si no fuera porque tenemos fe en Dios y esperanza de que no nos dejará de su mano. 

Al cardenal Martínez Sistach no le importa el estado de languidez espiritual en el que se halla su circunscripción; no le quita el sueño que las vocaciones estén en mínimos absolutos y relativos sin precedentes y que no haya renuevo generacional del clero; se le da un ardite que los centros religiosos de otras denominaciones vayan a superar pronto el número de santuarios católicos; le despreocupa totalmente el hecho de que haya sectores de población, como los gitanos y los inmigrantes, que se sienten ajenos a la realidad católica barcelonesa y prefieren adscribirse a otras confesiones… Podríamos abundar en la materia, pero nos deprimiríamos. Mientras tanto, un cura abortista confeso sigue en la gracia del cardenal, los contestatarios de Roma campan por sus respetos al abrigo de su capa magna (que ni la tiene ni la usa) y sus favoritos y cortesanos tratan a la archidiócesis como hacienda propia. Y esto sí es intolerable en un obispo. Quousque tandem, Catilina? 

A pesar de todo, oramos “pro antistite nostro Ludovico” para que Dios le ilumine y le dé su gracia, con la cual todo es posible, incluso que se enderece algo tan torcido como el actual gobierno espiritual de Barcelona. Nos encantaría poder sumarnos a los que aplauden al señor cardenal, aunque por motivos bien distintos: que hubiera un remonte de vocaciones, que el clero se comportase acorde con su misión de comunicar la vida sobrenatural, que las parroquias florecieran, que se acabara la impunidad de los curas que hacen público escarnio de la fe y la moral de la Iglesia, que se actuara la hermenéutica de la continuidad en sintonía con el Papa, que se erradicaran los abusos litúrgicos y tantas otras cosas que corresponden a la misión de un obispo, entonces no nos importará si nuestro bienamado arzobispo es antipático o un tanto dictadorcillo; contará que habrá cumplido cabalmente con el cometido para el que fue consagrado.


Diezmos, primicias e impuestos (6/05/2009)

¿Por qué los católicos españoles somos tan agarrados?  

Antiguamente decían los catecismos que el quinto precepto general de la Iglesia era “pagar los diezmos y primicias a la Iglesia de Dios”. Esta formulación tenía una clara inspiración bíblica: el diezmo o décima parte de las cosechas y el ganado y las primicias o frutos nuevos y crías primogénitas fueron establecidos por la Ley Mosaica y se mencionan en el Levítico, los Números y el Deuteronomio, así como en los libros de Samuel, Reyes y Paralipómenos. El origen de la práctica de dar el diezmo al sacerdocio lo atribuye la Sagrada Escritura a Abraham con respecto a Melquisedec. El ofrecimiento de los primeros nacidos incluía a los niños del pueblo elegido, por los cuales se pagaba un rescate consistente en una ofrenda de substitución (el Niño Jesús fue por ello presentado en el Templo). 

Entre los primeros cristianos no se consideró necesario renovar los mandatos de la Ley concernientes a los diezmos y primicias porque los fieles daban liberalmente de sus bienes para el sostenimiento de la comunidad; hasta el punto que Orígenes y San Cipriano de Cartago negaron esa obligación. Sin embargo, al comenzar a enfriarse la generosidad de los cristianos y, por otro lado, crecer las necesidades de la Iglesia con su cada vez mayor extensión y organización, fue preciso asegurar los medios de su subsistencia mediante la demanda a los cristianos de un impuesto bajo obligación de precepto. Como la sociedad de la Edad Media era eminentemente patrimonial y agraria se recurrió al sistema de diezmos y primicias, que, sin embargo causó alguna confusión en el contexto del feudalismo, sobre todo cuando la propietaria de tierras era directamente la potestad espiritual, ya que no se distinguía convenientemente lo que eran derechos reales del señor o verdaderos y propios impuestos. 

La revolución urbana y el auge de la artesanía y el comercio monetizaron la percepción de los diezmos y primicias por parte de la Iglesia. Los teólogos clásicos justificaron el derecho de Aquélla a recaudar impuestos recurriendo a la noción de sociedad perfecta, es decir la que tiene en sí misma los medios necesarios para la consecución de su fin. La doctrina católica sólo reconoce como perfectas y paralelas dos sociedades: el Estado (sociedad política) y la Iglesia (sociedad espiritual), que corresponden a la naturaleza humana, que es doble, pues consta de un principio material (cuerpo) y un principio inmaterial (alma). Si en cada una de ellas las partes han de contribuir al todo para que los medios de la consecución del fin propio de cada una sean aptos, es claro que tanto el Estado como la Iglesia pueden exigir impuestos bajo la forma que más se adapte a las circunstancias de tiempo y lugar. El problema es que esta sencilla y clara explicación no la entienden muchos católicos, que creen que porque la Iglesia es sobre todo espiritual vive del aire. 

La Iglesia Católica acumuló, es cierto, muchas riquezas a lo largo de la Historia, sobre todo en los siglos de fe. Llegó a ser propietaria de un ingente patrimonio; pero hay que considerar también que gracias a la garantía que éste representaba podía sostener su inmensa obra de beneficencia independientemente de la potestad temporal. Es más: el Estado normalmente quedó eximido de no pocas de sus obligaciones asistenciales gracias a que la Iglesia se encargaba de atenderlas mediante la organización de la caridad (orfanatos, hospitales, escuelas, asilos, cementerios, etc.). Los misioneros, además de llevar la fe a pueblos remotos, fueron los primeros en implantar la civilización y sus avances positivos (abriendo caminos, excavando pozos, construyendo dispensarios, enseñando a cultivar la tierra…), mucho antes de que llegaran los funcionarios estatales con su burocracia y sus estructuras (y, no pocas veces, desgraciadamente, también sus abusos). Por otra parte, las tan discutidas riquezas de la Iglesia, en su mayor parte, es imposible convertirlas en líquido porque se trata de patrimonio artístico y cultural, que sería imposible e injusto enajenar. Las turbas que, durante la persecución religiosa en España destruían los tesoros de los santuarios y conventos no hicieron tanto daño a la Iglesia cuanto a la Cultura, pues mientras aquélla se rehízo ésta sufrió irreparables pérdidas. 

En nuestro país existe, además, un prejuicio muy extendido entre los fieles y que consiste en creer que “el Estado paga a la Iglesia”. Esto proviene en primer lugar de siglos de concordia entre el trono y el altar en una nación, como la española, eminentemente católica, lo que originó la idea de que era natural que un Estado católico sostuviera a la Iglesia: pero esto es sencillamente falso. Un Estado puede ser católico y prestar su colaboración con la Iglesia, pero no por ello deja de subsistir la obligación de los fieles de subvenir a las necesidades de ésta mediante su óbolo (antiguamente, los diezmos y las primicias). Por otra parte, en concordato de 1953 entre el Estado español y la Santa Sede garantizó el pago de la llamada “congrua” destinada al mantenimiento del culto y clero de la religión católica, que era entonces la del Estado. Ello dio la impresión de que el Estado, por ser confesional, se encargaba de sostener a la Iglesia. Nada más erróneo: en España bajo el régimen concordatario anterior el Estado no pagaba a la Iglesia por ser confesional sino por haber sido ladrón, así de sencillo. La congrua se abonaba en concepto de indemnización por las sucesivas desamortizaciones y confiscaciones de que había sido víctima el patrimonio eclesiástico y no en virtud del llamado “nacional-catolicismo”. Lo que pasa es que como la Iglesia supo administrarse y no hizo pesar su derecho a percibir el óbolo de los fieles, éstos se acostumbraron a pensar que estaban exentos de pagar y que era una obligación del Estado y no de ellos el mantener a la Iglesia. 

Con el nuevo sistema de asignación tributaria (mediante la famosa crucecita en la casilla de la Iglesia de los modelos de declaración de la renta) no han cambiado las ideas: se sigue creyendo que “el Estado paga a la Iglesia”, pero no hay tal. El Estado lo que hace ahora –extinguida por mutuo acuerdo la obligación de la antigua congrua– es simplemente actuar como recaudador intermediario entre la Iglesia y sus fieles, que libremente pueden elegir destinarle un mínimo porcentaje de sus impuestos. El Estado no está regalando nada a la Iglesia, como tampoco lo hacía antes. Simplemente distribuye la parte de los impuestos de libre disposición de los contribuyentes entre sus destinatarios (organizaciones de beneficencia, ONG y también la Iglesia). Y esto lo hace el gobierno socialista, como podría hacerlo un gobierno del PP o incluso uno comunista y ateo porque así lo marca la Ley. No es cuestión aquí de confesionalidad o no confesionalidad, de laicismo o de indiferentismo religioso. Es una solución práctica que a la Iglesia le viene muy bien porque, desgraciadamente, si tuviera que depender de la iniciativa y empuje de sus hijos, hay que decir con pena que podría esperar sentada y se moriría de hambre: así de mal acostumbrados estamos por nefastos atavismos.

Y es que hasta hace poco a los católicos en España todo les venía ya dado. En este país la religión católica –como dirían los franceses– allait de soi (se daba por hecha). La cara de la medalla es que estuvimos históricamente exentos de las guerras de religión y de las controversias y polémicas que azotaron otros países de Europa. El siglo XIX y el XX se dio, sí, una ofensiva de una minoría política contra la Iglesia, pero siempre se volvía al redil. La última persecución fue sangrienta pero seguida de una extraordinaria floración religiosa. Si se hace un balance de nuestra historia religiosa, aquí no hemos tenido que sobrevivir como católicos más que en momentos muy puntuales, a diferencia de otras importantes naciones. Piénsese Inglaterra, donde la implantación de la Reforma protestante fue mortífera para el catolicismo; en los países escandinavos, en los cuales prácticamente no quedó rastro de la antigua fe; en Alemania, en que la Cristiandad se escindió en dos bandos que se hicieron una sangrienta guerra hasta que la Iglesia Católica quedó reducida a la tercera parte de la población; en Francia, que fue azotada no sólo por las guerras de religión, sino por los embates de la Revolución y de la República jacobina; en los Estados Unidos, donde el Catolicismo se hizo a sí mismo desde una posición de desventaja y exigua minoría…Pues bien, ¿no es sintomático el hecho comprobado que precisamente allí donde la Iglesia se ha tenido que buscar la vida los fieles sean más generosos (con gran diferencia) que en los países tradicionalmente católicos? 

Reconozcámoslo: los españoles no somos generosos con nuestra Santa Madre: es triste pero es así. En los cepillos y las bandejas de la limosna dominical echamos la calderilla que nos molesta y nos cuesta sacar un billete aunque sea de cinco euros. Total, “el Estado paga” (lo cual ya hemos visto que es falso). Otro detalle, cuando se trata de bautizar a un hijo o casarse o cuando viene la época de las primeras comuniones echamos la casa por la ventana y hasta nos endeudamos para sufragar los gastos extrínsecos a lo que es la substancia del acto sacramental (aderezos, vestidos, banquetes, regalos, reportaje fotográfico y hasta bomboneras de recuerdo). Sin embargo, cuando viene la hora de abonar la justa compensación, no por el rito en sí (que no tiene precio ni se puede pagar bajo pecado de simonía), sino por el trabajo de los que lo hacen posible, entonces todo es llorar miseria y acusar a la Iglesia de pesetera. Nos gastamos de buena gana diez mil euros en los aspectos mundanos del evento y nos quejamos si tenemos que pagar pero que ni la vigésima parte de esa cantidad, lo que no es sino de mera justicia si no de delicadeza, la que deberíamos tener para con la Iglesia. No es extraño que seamos de las comunidades católicas más lánguidas y conformistas y menos pujantes del mundo. Cómo se ve que no nos hemos tenido que buscar la vida como otros hermanos en la fe. 

Cierto es también que, a veces, vistos ciertos personajes del clero (purpurados, mitrados y condecorados incluidos) y dadas ciertas conductas escandalosas, no apetezca dar ni un duro partido por la mitad, pero, ¿quiénes somos para juzgar? En la época de la vida terrenal de Jesucristo, la religión mosaica contaba con su buen número de hipócritas y sinvergüenzas (a los que no se retuvo en recriminar ásperamente el Maestro) y, no obstante, jamás enseñó que había que abstenerse de pagar los diezmos y las primicias u ofrecer el óbolo. Dios es juez de cada uno y ve el corazón y la intención de quien da de lo suyo para su gloria y el bien de la comunidad. Los malos administradores ya le darán cuenta, pero no debemos dejar de sostener por causa de ellos a la que nos da la vida espiritual y nos facilita con ello los medios de salvarnos, que, a la postre, es lo que importa. Reflexionemos en esto durante esta época de la declaración de la renta y que nuestra generosidad vaya más allá aún y sobrepase los límites de los formalismos legales. Al fin y al cabo, si, como se nos dice “Hacienda somos todos”, tanta más verdad hay en aquello de que “todos somos Iglesia”.


La Creu de Sant Jordi: una condecoración devaluada que debería abolirse (24/04/2009)

En 1802, el Gran Cónsul Bonaparte instituía la Legión de Honor, la condecoración más alta de la Francia revolucionaria. Ni rastro en ella de cristianismo: la insignia era y ha sido desde entonces una estrella de cinco rayos dobles. Incluso el grado de Gran Cruz de la Legión de Honor es puramente retórico porque no está representado por una cruz. Esta orden honorífica fue creada para reemplazar las antiguas órdenes de caballería y de mérito del Antiguo Régimen: la del Espíritu Santo y la de San Miguel (las Órdenes del Rey) y la de San Luis (al mérito militar), suprimidas por la Revolución. La tercera fue la última en desaparecer después de habérsele cambiado el nombre por el de “Condecoración Militar” para borrar el nombre del rey –Luis IX– que recordaba demasiado la antigua alianza del altar y el trono, que fue la que hizo a Francia. Los emblemas de todas estas órdenes antiguas tenían la forma inequívocamente cristiana de cruz y se hallaban adornados con imágenes propias del catolicismo. Era, pues, lógico que una revolución anticristiana como lo fue la francesa aboliera esos resabios confesionales y los substituyera por una condecoración meramente civil sin ninguna reminiscencia religiosa. 

Viene esto a colación de la reciente concesión de la Creu de Sant Jordi (Cruz de San Jorge), la mayor distinción civil catalana después de la Medalla d’Or de la Generalitat, a mosén Manel Pousa, el cura pro-abortista confeso, lo cual pone de manifiesto una incongruencia más entre las muchas de nuestra actual sociedad, que reniega de sus raíces y referentes católicos –que fueron los que hicieron a Cataluña– y, sin embargo, es incapaz de prescindir de ellos, aunque sea para hacer escarnio o para caer en el esperpento (como en el caso que nos ocupa). Jordi Pujol, católico (montiniano, según se precia en llamarse), intentó desde la creación de este premio que hubiera una representación eclesiástica entre los galardonados de cada año, quizás debido a que la Creu tiene por objeto “distinguir a las personas naturales o jurídicas que, por sus méritos, hayan prestado servicios destacados a Cataluña en la defensa de su identidad” (Decreto de la Generalitat Catalana 457/1981 de 18 de diciembre) y, claro, la catolicidad es, velis nolis, una seña esencial de la identidad de Cataluña, aunque los actuales gobernantes se empeñen en desmentirlo. 

Que se haya concedido la Creu de Sant Jordi a mosén Pousa es sencillamente demencial y escandaloso. Demencial porque se trata de una persona que –prescindiendo por ahora de su condición de sacerdote– está colaborando en impedir que haya más catalanes en el mundo, pues financia abortos de nascituros en Barcelona. ¿Es eso prestar un servicio destacado a Cataluña? Eso es anticatalanismo puro: es un crimen contra la nación. Escandaloso es, además, porque con esta distinción se está premiando a la cultura de la muerte mediante un símbolo cristiano (por muy secularizado que esté). La Cruz, en efecto, no tiene otra connotación que la cristiana (por eso los musulmanes no tienen “Cruz Roja” sino “Medialuna Roja”). Y esta connotación se halla redoblada con la titularidad de San Jorge, patrono de la caballería cristiana, una de cuyas misiones es la protección de los débiles, llevada a cabo mediante la fe en Dios y el valor intrépido. Lo simboliza la escena de San Jorge venciendo al dragón que amenaza la vida de los inocentes. ¿Qué ha hecho Pousa? Todo lo contrario: sacrificar a Moloch la vida de esos niños cuyos gritos de desamparo son ahogados en las entrañas mismas de sus madres. 

El gobierno del Tripartito se ha cubierto de “gloria” con esta concesión y ha cubierto de sangre una condecoración que, en lo sucesivo, ya no puede ser considerada honrosa por ningún católico que se precie. Esperamos que la coherencia de aquellos sacerdotes y cristianos destacados que han recibido anteriormente la Creu de Sant Jordi los lleve a realizar el único acto que cabe como señal de protesta por su otorgamiento al cura abortista: devolverla incontinenti a la Generalitat y que con su pan se la coma. Para ellos ya no puede ser un motivo de legítimo orgullo sino de vergüenza, vista la degradación en la que ha caído. Ahora es cuando veremos en más de uno si es mayor la vanidad que los principios. Pero la reacción que más se impone es la del Sr. Cardenal Arzobispo, superior jerárquico de mosén Pousa. Ya que no puede impedir que la Generalitat galardone a su díscolo diocesano, sí que puede y debería elevar una protesta formal y pública manifestando inequívocamente su total desacuerdo y explicando las razones de éste. Pero claro, si después de que el año pasado este sacerdote de la parroquia de la Santísima Trinidad de Nou Barris dijera públicamente que había pagado abortos sin que ello le acarreara castigo canónico alguno, ¿qué se puede esperar del que se comporta como los perros mudos de Isaías? Son, pues, las organizaciones católicas las que tienen ahora la voz. Que no nos defrauden. 

En cuanto a las autoridades políticas, bien harían en suprimir la Creu de Sant Jordi, que, por lo visto, ya no responde a sus connotaciones simbólicas ni a la realidad que quieren imponer los descreídos a Cataluña, llamada eufemísticamente plural, pero en verdad anticristiana. Que hagan como la Revolución: que creen su distinción civil sin simbología religiosa y que se la den a quienes les venga en gana. Pero a lo que no tienen derecho es a ensuciar emblemas cristianos destinándolos a distinguir lo contrario de lo que representan. Ya han demostrado, por lo demás, los señores del Tripartito el respeto que les merece la Religión mayoritaria de Cataluña durante la famosa visita a Jerusalén en la que Pasqual Maragall y Carod Rovira hicieron el payaso a costa de los símbolos de nuestra fe. Así pues, ya que no va de una cruz y un santo, que funden su Legión de Honor catalana y adopten una barretina o una hoz de segador o lo que sea, pero que nos dejen en paz a los católicos con lo que para nosotros es sagrado. Al menos, así darían alguna muestra de coherencia como los jacobinos franceses… aunque, ¿se puede pedir peras al olmo?

 


 Evocaciones de la Semana Santa (3/04/2009)

Cuando España se gloriaba del título de católica la Semana Santa era el período más importante del año no sólo religioso sino civil. Y de esto no hace mucho. Las generaciones que hoy son de mediana edad todavía recordarán una niñez marcada por las tradiciones de la que era llamada con razón la “Semana Mayor”. En las distintas partes de España, la conmemoración de los grandes misterios de nuestra redención se preparaba ya con antelación según el genio y las costumbres de cada región: en Andalucía, por ejemplo, las cofradías aderezaban los pasos de las procesiones; en Valencia la cremà de las Fallas en el día de San José marcaba el final de los festejos de la primavera y el ingreso real y de lleno en la cuaresma; en Cataluña, donde las procesiones no son tan vistosas ni están tan arraigadas como en el sur, la vida cotidiana, sin embargo, estaba imbuida del espíritu austero del tiempo penitencial.

La Semana Santa iba precedida de la Semana de Pasión, caracterizada por cubrirse con velos morados los crucifijos y las imágenes de las iglesias como señal de luto anticipado por la Muerte de Jesucristo, próxima a conmemorarse. El Viernes llamado de Dolores, dedicado a los padecimientos y la soledad de la Virgen, era ya la antesala de la Semana Santa. En estos días que la precedían las familias se apresuraban a adquirir las palmas y palmones para el gran día del Domingo de Ramos. Los niños se entusiasmaban con la perspectiva de llevar esos entrelazados adornos que constituían para ellos una experiencia fuera de lo común en un tiempo en el que la imaginación infantil se bastaba con las cosas sencillas.

En muchas parroquias, la bendición y distribución de los ramos se llevaba a cabo en un oratorio, capilla o ermita de su circunscripción para, a continuación andar en procesión hasta la iglesia principal. Algunas veces, se montaba sobre un borriquito una imagen de Nuestro Señor bendiciente, que iba delante del clero, siguiendo el desfile de los fieles, que iban agitando sus palmas. Una ceremonia que desapareció con las reformas litúrgicas, pero que era muy impresionante consistía en golpear tres veces las puertas cerrada del templo de destino con el astil de la cruz procesional, hasta que a la tercera se abrían, dejando paso al Rey de la Gloria, acompañado de los procesionantes. Entretanto, un coro dentro de la iglesia había ido cantando alternadamente con otro que iba en la procesión las hermosas antífonas gregorianas, produciendo un efecto dramático y sobrenatural. Durante el evangelio de la misa, los fieles volvían a agitar sus ramos y palmas.

El Lunes, Martes y Miércoles  Santos se destinaban preferentemente a las confesiones para prepararse a cumplir con el precepto de la comunión pascual. Las sacristías conocían un ritmo vertiginoso debido a que los sacristanes debían preparar minuciosamente todo lo necesario para las ceremonias del Triduo Sacro. Los monaguillos debían ensayar una y otra vez para no equivocarse en medio de los largos y complejos ritos que se avecinaban. Los mayores se dedicaban a organizar las procesiones que debían ir saliendo según el caso: la del Silencio, la del Santo Sepulcro, la de la Soledad, etc. En las parroquias bullía como nunca la vida pastoral, tos era un ir y venir y los sacerdotes muchas veces nos e daban abasto entre confesiones, prédicas y ensayos de las sagradas funciones.

Antes de la reforma de Pío XII de 1955, todos los ritos del Triduo Sacro tenían lugar por la mañana. La víspera de cada uno de esos tres días –Jueves Santo, Viernes de Parasceve y Sábado de Gloria–  se celebrara por la tarde el llamado “Oficio de Tinieblas”, que recibía tal nombre por la progresiva extinción de las luces del candelabro triangular de quince velas o lucernario y la iluminación de la iglesia, de modo que ésta quedaba al final completamente a obscuras. Las personas piadosas solían acudir a dicho oficio y, más de una vez, llevaban a sus niños, que quedaban imbuidos de un sentimiento de sobrecogimiento y misterio: ¡tanta era la plasticidad y simbolismo de la liturgia! El Jueves Santo tenía lugar la Misa de la Última Cena (después de la reforma de Pío XII la mañana fue dedicada a la misa crismal, en la catedral, donde el obispo, rodeado de su clero, bendice los santos óleos). Después del Gloria de la misa, en el que se tañían alegremente las campanas y el órgano, éstos callaban hasta la Misa de la Vigilia Pascual. Al acabar la comunión, se realizaba la procesión eucarística y quedaba instalado el monumento, en el que se reservaba el sacramento que sería consumido en la sagrada función del día siguiente. Se denudaban los altares (el despojo) y se dejaba el sagrario vacío. La Iglesia desde este momento estaba oficialmente de luto por su Divino Esposo.

El duelo se reflejaba en la vida civil de manera palpable. Cerraban los espectáculos y locales de diversión. Si acaso los cines pasaban películas sobre la Pasión, la historia Sagrada y “de Romanos”. Las señoras vestían de negro y los señores de obscuro. A los niños se les instaba a abandonar los juegos o dedicarse a los que no eran ruidosos y se les llevaba a visitar los monumentos, a lo que se dedicaba la tarde del Jueves Santo. Se solían hacer siete visitas, como las que se hacían en Roma en tiempos de peregrinación y jubileo a sus basílicas (las cuatro patriarcales y las tres menores). Ante cada monumento se rezaba la llamada estación: seis padrenuestros, avemarías y gloriapatri (aunque litúrgicamente el gloria patri se suprimía en todo el tiempo de Pasión). Era todo un espectáculo ver el silencioso discurrir por las calles de señoras enlutadas, con peineta y mantilla las más pudientes, con sus hijos y, a veces, también con sus esposos, yendo de iglesia en iglesia, en ciudades en las que parecía haberse detenido el tiempo y la actividad humana.

El viernes Santo tenía lugar la “Misa de Presantificados”, que era, en realidad, una misa seca, pues no había consagración en ella. Era un día alitúrgico. Se cantaba la Pasión y se adoraba la Cruz. Para la comunión se usaban las formas consagradas el día anterior y guardadas en los monumentos. Éste era el día en que se lucían los oradores sagrados con el famoso “sermón de las siete Palabras de Cristo en la Cruz” o de las Tres Horas (porque comenzaba a mediodía y concluía hacia las tres, la hora en que murió Nuestro Señor). Hay quien se atrevía con todo el sermón, pero generalmente se dividía entre varios predicadores. Como en aquel tiempo sólo subían al púlpito los que estaban capacitados para ello y tenían licencia del obispo, resultaban piezas de calidad y muy sentidas, que llegaban a arrancar lágrimas a los oyentes. Después de las tres de la tarde, se organizaba el Vía Crucis, a cuyo término, se daba pie a otra manifestación de destreza oratoria: el pésame dado a la Santísima Virgen Dolorosa en su soledad. También se solía rezar la corona servita o Septenario de los Siete Dolores de Nuestra Señora. Por supuesto, en la comida se observaban estrictos ayuno y abstinencia. Por la noche salía la procesión del Santo Sepulcro y de la Soledad.

El día siguiente, Sabado Santo, era también llamado Sábado de Gloria, pues en él se anticipaba la Vigilia Pascual a la mañana (por no haber misas vespertinas). Después de la misa ya se felicitaba la Pascua Florida y se dejaba el luto. Al igual que en el jueves Santo, al Gloria, tañían camanas y órgano esta vez con júbilo por la Resurrección. El Viernes Santo, en lugar de las campanas se había hecho sonar un instrumento de madera que daba un sonido seco: la matraca, que suscitaba la curiosidad infantil. Los que habían asistido al Oficio de Tinieblas habían podido experimentar el momento del “terremoto”, un ruido confuso que daban los clérigos con sus breviarios sobre los escaños del coro y que semejaba al de un movimiento sísmico en recuerdo del terremoto que se produjo en la muerte de Jesús. El Sábado de Gloria, que naturalmente debía ser un día de luto, se convertía por imperativo de las rúbricas en una pre-Pascua. No quedaban en él ni vestigios del duelo por Cristo muerto, cuya gloriosa Resurrección se había anticipado.

El Domingo de Pascua, día de comunión general (para cumplir con el precepto) se daban y se dan en Cataluña las “monas de Pascua”, hechas de chocolate con mayor o menor arte. Es tradición que la regale el padrino a su ahijado. También se bendicen los huevos de Pascua, que simbolizan la vida latente bajo la apariencia de inercia, para lo cual hay un rito especial en el Rituale Romanum. En Italia se come el Agnelo Pasquale, que está hecho de bizcocho con frutos secos y azúcar. Tradiciones todas con un profundo simbolismo y sentido religioso que, rodeaba antaño la Semana Santa y que se va perdiendo a favor de una consideración totalmente profana de la misma como un período de ocio, sin ningún referente a los misterios cristianos. Son estos días propicios para que los obispos y pastores mediten en qué parte de culpa pueden tener en esto y qué ha de hacerse para paliar o remediar la galopante desacralización de estos días tan trascendentales para los católicos.

 

Reflexión en el día del seminario – 19/03/2009

Hoy celebra la Iglesia la solemnidad de san José, patrón de la Iglesia universal. Hoy es también el Día del Seminario porque al glorioso patriarca han sido confiados los tesoros de su Señor, que son las vocaciones. Como el José del Antiguo Testamento, de quien el faraón de Egipto hizo virrey, otorgándole el gobierno del reino y la gestión de su hacienda, así también podemos considerar al José del Nuevo Testamento (de quien el primero es tipo y figura) como el administrador que Dios ha dispuesto para velar por su Iglesia. Del José del Génesis se narra en las páginas sagradas que sabiamente hizo almacenar el grano excedente de los años de abundancia en silos para que hubiera suficiente en tiempo de carestía y el pueblo egipcio no muriera de hambruna. Puede decirse que el José evangélico tiene a su cargo los silos donde se guarda el grano espiritual que garantiza que el pueblo cristiano tenga siempre su sustento espiritual: los seminarios. Esto nos lleva a una seria reflexión sobre esta institución tan decisiva y necesaria para el Pueblo de Dios, pues sin vocaciones no hay sacerdotes y sin sacerdotes, que son los dispensadores de los misterios de Nuestro Señor Jesucristo, ¿cómo se comunicaría la vida sobrenatural de la gracia a los fieles?

Los seminarios fueron una sabia creación del concilio de Trento, que dio resultados muy positivos durante cuatro siglos. Se trataba de concentrar a los aspirantes al sacerdocio en un lugar al abrigo de las tentaciones del siglo, que fuera propicio al recogimiento necesario para el estudio y la piedad. Las debilidades del antiguo modo de prepararse las vocaciones seculares para recibir las sagradas órdenes –es decir por libre, con el solo requisito de un currículum académico y el favor del obispo (y, muchas veces, debido a las interferencias del temporalismo ni eso)– habían quedado de manifiesto ya en el siglo XIII, con la aparición de los goliardos, clérigos vagos de vida irregular y hasta licenciosa, que se zafaban de toda sujeción legítima y pululaban por los caminos de la Cristiandad sin norte ni guía, para desedificación de los cristianos. La Peste Negra, que a mediados del siglo XIV acabó con la tercera parte de la población europea, diezmó también gravemente al clero: capítulos catedrales y colegiatas enteras (por no hablar de abadías, monasterios, conventos y beaterios) se vieron abruptamente desiertos. Al querer revitalizarlos se admitió a la vida eclesiástica a gente a menudo indigna y sin vocación ni preparación, lo que condujo a un creciente deterioro y una progresiva mundanización del clero católico, factor de no poca importancia de la gran crisis del siglo XVI.

Uno de los frutos de la gran reforma tridentina fue precisamente el saneamiento y santificación de ese mismo clero. En España el cardenal Cisneros se había adelantado gracias al apoyo de los Reyes Católicos, por lo que no es de extrañar que fueran precisamente españoles varios de los grandes reformadores de la vida eclesiástica por la época de Trento: san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Jesús, san Francisco de Alcántara, san Juan de Ávila… Este último fue el gran promotor de la nueva institución de los seminarios en España, otro de cuyos grandes propagadores fue el arzobispo valentino san Juan de Ribera, fundador del ejemplar Real Colegio del Corpus Christi (conocido popularmente como el Colegio del Patriarca). En Italia fue san Carlos Borromeo, arzobispo de Milán y nepote del papa Pío IV, su difusor. En Francia el beato Juan Jacobo Olier estableció, al inicio del Grand Siècle, el famoso modelo sulpiciano, que tanta influencia iba a tener en la formación de las vocaciones en el ámbito católico.
Cierto es que no desaparecieron por completo los clérigos sin vocación, producto de una época en la que los segundones de las grandes familias, eran destinados invariablemente a la Iglesia y en la que ésta era un factor importante de movilidad social en el contexto de una sociedad estamentaria. Gracias a la alianza entre el altar y el trono, además, los clérigos inteligentes y hábiles gozaban de gran aceptación, naciendo así el tipo de los abates de corte (abbés de Cour), que, sin llegar a la licencia y aseglaramiento de otras épocas, llevaban una vida bastante libre. A pesar de cierta mundanidad hay que decir que, al menos, se trataba de hombres instruidos e ilustrados y que no ponían en tela de juicio el sistema mismo.

Con el proceso de secularización empezado con la Revolución Francesa, los seminarios, junto con los monasterios y conventos, fueron las víctimas favoritas de las sucesivas políticas anticatólicas. San Sulpicio constituyó significativamente la primicia martirial de todas las persecuciones religiosas que ha habido desde entonces. Es lógico: para suprimir la Religión hay que atacar directamente aquello que supone su principio de difusión: el sacerdocio. Y son los seminarios los que garantizan la continuidad del sacerdocio y con ello la pervivencia de la vida sacramental. En España se vio claramente en cada estallido persecutorio, como por ejemplo en Barcelona, cuyo seminario mayor sufrió los embates de la Semana Trágica de 1909 y de la guerra civil de 1936-1939. Durante esta última, además de ser saqueado y desacralizado, su rector el beato José María Peris Polo y varios de los formadores y estudiantes perecieron martirizados.

Pero precisamente han sido estas sangrías las que después han llenado de vocaciones los seminarios, según aquello de Tertuliano: sanguis martyrum, semen Christianorum. Se vio después de las persecuciones anticlericales decimonónicas, que produjeron una extraordinaria floración del clero, tanto secular como regular (se fundaron muchos institutos de vida consagrada, sobre todo en Cataluña, que fue una auténtica cantera de religiosos). También quedó patente después de la persecución de los años treinta del siglo pasado. Si Azaña en 1931 decía: “España ha dejado de ser católica” y los sectarios se dedicaron con ahínco y saña a traducir esto en hechos durante ocho años, la década siguiente vio el prodigioso resurgir de la religión que hizo a España y sin la cual nuestra nación es ininteligible (del mismo modo como Cataluña, en palabras de Torras i Bages, “será cristiana o no será”).

Una verdadera oleada de vocaciones volvió a llenar los seminarios, que la guerra y la cruenta persecución habían dejado desiertos. Muchos de ellos hubieron de ser reconstruidos a toda prisa para albergar a los estudiantes que no cesaban de acudir y hasta hubo que realizar nuevos y más amplios proyectos, como el del seminario de Moncada en la archidiócesis de Valencia: tal era la afluencia de los candidatos al sacerdocio. Fruto visible de este auge vocacional fue la gran cosecha de sacerdotes que tuvo lugar con motivo del XXXV Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona en 1952. Toda una nutrida generación de sacerdotes de la postguerra nació en esa ocasión, cuando 820 nuevos presbíteros recibieron la ordenación en el estadio de Montjuich. Fue ciertamente apoteósico, aunque una amenaza mucho más peligrosa que la abierta persecución estaba incubándose, no sólo en España, sino en todo el orbe católico.

El concilio ecuménico Vaticano II fue convocado por el beato Juan XXIII para poner al día la Iglesia, lo cual no es nada extraño en la historia del Catolicismo. También Trento puso al día a la Iglesia de su tiempo y los seminarios habían sido parte de ese aggiornamento, constituyendo en su día una novedad, entre otras, que respondía, sin embargo, a las urgentes necesidades de entonces. Qué duda cabe que en la segunda mitad del siglo XX se planteaban nuevos retos que demandaban soluciones nuevas y la adaptación de las instituciones a la marcha de los tiempos. La Iglesia ha sido maestra en el arte de adaptarse a las distintas circunstancias y ello es parte del secreto de su supervivencia desde el punto de vista humano. En materia de seminarios, por ejemplo, existían retos que era necesario asumir: un mejor discernimiento vocacional, el sano diálogo con la cultura contemporánea, la formación litúrgica, un trato particular para las vocaciones tardías, etc. Desgraciadamente, como en otros ámbitos de la labor conciliar, una cosa fue la teoría y otra la aplicación que de ella se hizo en la práctica. El decreto Optatam totius de 20 de octubre de 1965 sobre la formación sacerdotal era un documento muy positivo que, de haberse llevado a cabo en continuidad con la Tradición habría dado muy buenos frutos. Pero fue al contrario.

La institución de los seminarios fue despreciada y desacreditada. La disciplina en ellos se relajó grandemente, reduciéndose de modo significativo el espacio dedicado a lo espiritual y ascético. Se abolió el signo visible de la consagración como es el hábito talar o eclesiástico. Se llegaron a emprender experimentos inauditos, como los de la convivencia de pequeños grupos de candidatos al sacerdocio en casas particulares, con un amplio margen de libertad (hubo casos de seminaristas con novia) y con una dirección mínima de parte del superior. Hubo una fuerte asimilación del espíritu del mundo (lo que antiguamente se llamaba aseglaramiento) y una consiguiente pérdida de identidad, en la cual entraba también una noción errónea y protestantizante del sacerdocio (que ya no era la configuración con Cristo para ofrecer su sacrificio por los pecadores y administrar en su nombre los sacramentos para la salvación de las almas, sino la simple habilitación para una imprecisa “animación pastoral”).

En Cataluña, antaño tierra de sacerdotes y religiosos, se hizo sentir especialmente la crisis de los seminarios y de modo particular, cómo no, en Barcelona. Una iniciativa que habría podido ser interesante, a saber la del Dr. Rubio de Castarlenas de un seminario adaptado a las vocaciones tardías (que efectivamente requieren un trato especial), degeneró en el experimento progre de la Casa de Santiago, que ya se sabe cómo acabó y que aportó una gran confusión al panorama ya delicado de la formación sacerdotal en la archidiócesis. Un tímido intento de llamada al orden fracasó bajo el pontificado de Ricard María Carles (el efímero rectorado del Dr. Corts). Hoy la situación del seminario conciliar es de languidez. Dato anecdótico muy significativo: hace unos años se fijó una placa en el muro de entrada con la leyenda: “Edifici del Seminari Conciliar”, lo cual denotaba que aquello de seminario ya sólo tenía el edificio. Seguro que alguien cayó en la cuenta del revelador despiste y la placa ahora reza “Seminari Conciliar”. Mucho nos tememos, sin embargo, que la primera inscripción iba más acertada.

Barcelona es de las circunscripciones eclesiásticas con menos porvenir de todas las de España. Cierto es que la ganan en decadencia diócesis como Calahorra, Coria-Cáceres y el Burgo de Osma, pero no se puede comparar la gran metrópoli catalana a las ciudades a las que corresponden las tres sedes mencionadas. En números relativos, lo de Barcelona es un verdadero desastre. Máxime considerando que una diócesis recién desgajada de su territorio –la de Terrassa–, como muy bien informa el blog amigo La Cigüeña de la Torre, ya tiene más seminaristas que Barcelona. Esta es una situación que debería hacer pensar al Señor Cardenal Arzobispo. Algo anda mal en su gobierno cuando escasean las vocaciones. Ellas constituyen el termómetro infalible de la vida de una iglesia particular y mucho nos tememos que, a la vista de los grados ínfimos de temperatura que marca el de la iglesia barcinonense, ésta se halle en estado crítico o cataléptico, si no ya in articulo mortis.

 

Contra un nuevo clericalismo – 05/03/2009

Decíase de los Borbones que volvieron a Francia desde el exilio después de la Revolución y la aventura napoleónica que no habían olvidado nada, pero tampoco habían aprendido nada. Mutatis mutandis, esto mismo se podría aplicar a buena parte de nuestros prelados, que no han olvidado nada del concilio Vaticano II, pero parece que tampoco han aprendido nada de él. Qué duda cabe de que este evento fue una auténtica revolución para la Iglesia en muchos aspectos. Y no lo digo yo: fue el cardenal Suenens (nada sospechoso de integrismo) el que lo comparó a 1789. A pesar de ello, persisten determinados atavismos en el modo de comportarse de ciertos jerarcas que hacen pensar que, en realidad, no se han dado por enterados y creen estar en épocas tridentinas. Por supuesto, me estoy refiriendo a las actitudes y no a los contenidos, pues no es en absoluto malo ser doctrinalmente tridentino, como no es malo ser doctrinalmente conciliar, cosas ambas que están en perfecta armonía y continuidad gracias a la Tradición.

A la Iglesia histórica se la ha acusado de muchas cosas, reprochándosele algunas conductas del pasado juzgadas poco acordes con el espíritu cristiano: triunfalismo, mundanidad, temporalismo, etc. A veces puede que haya un fondo de verdad en estos reproches; otras veces se trata de prejuicios debidos a la ignorancia histórica o a una mala comprensión de la naturaleza del Catolicismo; otras, en fin, son simples falsedades propaladas por los enemigos de la religión. Hoy quiero detenerme a considerar el fenómeno del clericalismo, que pareciera historia ya vieja y superada, pero que, en cambio, está muy viva aquí y ahora. Para que no haya confusiones y no se me recrimine por lo que no he dicho, declararé lo que entiendo por clericalismo: una tendencia a creerse las personas eclesiásticas por encima de los demás mortales por una conciencia excesiva de la dignidad y el estado de la clericatura.

Se es clericalista inmiscuyéndose el clero indebidamente y sin autoridad en los asuntos temporales de la sociedad civil aun cuando éstos no sean materia mixta. Se es clericalista cuando se pretende obediencia en materia que no cae bajo esta obligación sólo porque lo manda el jerarca. Se es clericalista cuando no se deja opinar a los laicos o, cuando éstos opinan, se pretende hacerlos callar simplemente porque disienten de la línea marcada por el clero y no por razones válidas y substantivas. Se es clericalista cuando se gobierna en la Iglesia con los métodos y las maneras del mundo, mediante camarillas de la misma cuerda que suelen estar enquistadas en las curias y tienden a perpetuarse. Se es clericalista cuando el único argumento que se utiliza para gobernar al pueblo de Dios es el argumentum baculinum, es decir, cuando se manda a golpe de báculo y “porque lo digo yo”. Se es clericalista cuando se suplanta el verdadero sentir de los simples fieles y se pretende saber mejor que ellos lo que quieren, esperan y necesitan.

El clericalismo nace y se alimenta en las curias, empezando por la romana y siguiendo por las episcopales, para terminar en las mini-curias de las parroquias. Dado el carácter monárquico de la Iglesia (por otra parte, esencial a ella, útil y necesario), se tiende a concentrar el poder mediante una tupida red de fidelidades y clientelismos que propician la formación de verdaderas cortes, las cuales sirven para proteger los intereses del señor y, por consiguiente, los propios intereses. Es éste el ambiente propicio para el nepotismo, que no necesariamente significa favorecer al pariente (aunque también), sino favorecer a los amigos y afines, entre quienes se establecen a veces vínculos más fuertes que los consanguíneos. El jerarca se hace inaccesible: todo pasa por sus visires, secretarios y edecanes. Se crea toda una etiqueta alrededor de él y ¡ay de quien se atreva a quebrantarla! La continua adulación, la ciega obsecuencia y la sumisión rastrera de los cortesanos propician en el señor la soberbia, la autosuficiencia y la prepotencia. ¡Cuántos prelados pagados de sí mismos, altaneros y despectivos no ha habido en el pasado! Pero el caso es que los sigue habiendo hoy porque, aunque el estilo puede haber cambiado, el sistema sigue siendo el mismo.

No quiero decir con esto que no sea normal ni natural que un jerarca se rodee de gente de su confianza. Todo lo contrario: incluso el nepotismo de los Papas de antaño era comprensible en tiempos en los que no se podía uno fiar sino en los que, por razones de parentesco, no iban a traicionarle. Pero para ello es necesario tener un sentido sobrenatural de las cosas y una virtud personal a toda prueba. Otra cosa indispensable es no hacer nunca pesar el propio poder. De san Francisco de Sales se cuenta que le impacientaban los importunos y la gente pesada, pero nunca lo dio a entender por la gran delicadeza de espíritu que lo distinguía. Un día alguien se dio cuenta de que los brazos de su trono se hallaban muy gastados, como si hubieran sido roídos. Se vino a saber que se trataba de las marcas dejadas por el santo, el cual se hacía violencia a sí mismo, clavando las uñas en el mueble para contenerse y no ofender a sus visitantes con alguna destemplanza.

Conducta diametralmente opuesta a la de esos prelados que gustan de que sus visitantes hagan una larga e ingrata antecámara, que esperan la rendida pleitesía de quienes se le aproximan, que se muestran déspotas con sus subordinados, caprichosos y engreídos. De esos hay en el mundo tradicionalista y en el mundo progre, como de los otros –de los virtuosos– los ha habido asimismo en ambos campos. No es cuestión de orientaciones ideológicas sino de formación –o deformación– profesional y, sobre todo, de índole. Ello explica por qué hay curias copadas por la vanguardia de los revolucionarios que se comportan, sin embargo, como la más recalcitrante carcundia cuando de acaparar poder y honores se trata. Y vemos a los frondistas que aún ayer despotricaban contra la jerarquía cómodamente instalados hoy en el establishment clerical, mangoneando en la medida de su parcela de poder, adquirida a base de saber caer en gracia al mandamás de turno. En esto, no hay peor conservador que el liberal que medra.

Cierto es que pasan estas cosas porque el que tiene la autoridad lo permite y lo fomenta: cuando promueve no a los dignos, sino a los trepadores y carreristas; no a los que tienen mejor conciencia, sino a los de más hábil y diserta lengua, que saben halagar y agradar; no a los que tienen mayores dotes pastorales, sino a los rabadanes asalariados, que se desentienden y huyen cuando es cuestión de defender al rebaño, o aun peor, a los lobos rapaces, dispuestos a devorar a las ovejas. Como se siente inseguro entre tanto aprovechado (porque se sabe temido pero no sinceramente amado), favorece y estimula la delación, prestando oídos propicios a chismes y habladurías de unos contra otros (y bien sabe Dios que un pecado típico del clero es la detracción del prójimo, especialmente si es colega, que proviene de la envidia). Tiene a sus paniaguados, estómagos agradecidos que pelearán por él con quien sea con celo indiscreto y rabioso y se encargarán de desbrozar el campo de cualquier disidencia o crítica. Porque, claro, el señor no se mancha las manos descendiendo a la liza.

Tengo que confesar que, por razones de estética y buen gusto, prefiero a los clericalistas del pasado. Un cardenal Tedeschini o un arzobispo Olaechea tenían al menos clase y elegancia. No eran vulgares. Hoy, ¿qué se puede decir de esos monseñores vestidos de hombres de negocios con el pectoral vergonzante escondido en el bolsillo de la chaqueta y sin ningún porte ni carisma? Para antipáticos y soberbios me quedo con los que, al menos, tienen una fachada que los identifica, porque se les ve venir. Pero esos mitrados que van de “enrollados”, que promueven el buenismo y que parecen que no matan ni una mosca y después le descargan a uno todo el peso de su báculo para hacerle saber quién es el que manda, esos que Dios me guarde de ellos. En esto tengo que decir también que prefiero a los “anarquistas” y outsiders que los hay, tipo monseñor Casaldáliga, con el que no se estará de acuerdo en lo doctrinal ni pastoral, pero que es alguien consecuente con su marginalidad y, desde luego, no se ha instalado en la comodidad de las curias tiranizadas por los revolucionarios de seminario y cursillo.

El concilio Vaticano II quiso dar un estilo más moderno a la Iglesia sin renunciar un ápice a lo fundamental, que nos es transmitido por la Tradición. Pero pasa que los que tanto se llenan la boca con el concilio para arriba y el concilio para abajo, han hecho exactamente al revés: mantienen el viejo estilo curialesco (en la peor de sus versiones) mientras se han cargado alegremente lo que realmente importa, que es la transmisión de la Verdad, la que nos hace libres y salvos. ¡Curiosa paradoja!

 

Tiempo de Carnaval - 19/02/2009

Estamos en pleno período de carnaval. Aunque estrictamente hablando los tres días de Carnestolendas (ad carnes tollendas: literalmente “para retirar las carnes”, de donde viene el catalán Carnestoltes) son el domingo, lunes y martes de la antigua Quincuagésima (es decir, los que preceden al miércoles de Ceniza), la costumbre popular los ha alargado sea anticipando los festejos como prolongándolos. En Venecia, desde la época de la Serenísima República, era carnaval gran parte del año, debido a las peculiares características de la ciudad de los canales, puente entre Occidente y el lujuriante y sibarita Oriente. Durante el carnaval la gente se comporta de manera más desenvuelta que en el resto del año; podría decirse que se aflojan las bridas de la moral, lo cual en no pocas ocasiones lleva a un verdadero y auténtico desenfreno, amparado por el anonimato de las máscaras y los disfraces. La Iglesia toleró no, por supuesto, el libertinaje, pero sí la desenvoltura y cierto desahogo del rigor en las costumbres. Y lo hizo porque es sabia Madre que conoce la naturaleza humana, con la cual a veces hay que aflojar. Para que después digan que ha sido represora y tirana de las conciencias…

El carnaval juega con el equívoco y la ambigüedad: de ahí la costumbre de embozarse o disfrazarse y hasta de travestirse. Hay carnavales que se han hecho célebres por el despliegue de refinamiento en los atuendos, como el ya citado de Venecia, el de Viareggio y el de Niza. En Cataluña tenemos el ya célebre carnaval de Sitges, mientras en el resto de España los más importantes, sin duda, son los de Cádiz y las Canarias. En todos ellos se llevan a cabo desfiles con carros alegóricos, que imitan a los antiguos corsi italianos (en roma, la Via del Corso recuerda el empleo que se daba a esta importante arteria de la Urbe). Otro carnaval célebre –y a nivel mundial– son los de Rio de Janeiro en el Brasil, aunque en éste predomina la sensualidad desbocada sobre lo artístico. En fin, queda por referirse a las paradas festivas y reivindicativas de ciertos colectivos inspiradas en el carnaval y que normalmente degeneran en ataques contra el orden tradicional y la Iglesia. De lo lúdico, elegante e insinuante se termina por desembocar en lo agresivo, zafio y descarado.

Antiguamente, para contrarrestar los excesos que podían producirse durante estas fiestas se organizaba en nuestras iglesias la exposición de las Cuarenta Horas, en desagravio al Santísimo Sacramento y como alternativa para los fieles que no querían tomar parte en ellas. Era una manera de interceder por tantas almas que se disipaban en esos días para que no se perdieran o volvieran al recto camino. Se tenía adoración continua hasta el miércoles de Ceniza de manera ininterrumpida o al menos durante todo el día dese la mañana a la noche, reservándose el Sacramento antes de cerrar la Iglesia durante las horas nocturnas para volver a exponerlo al día siguiente después de la primera misa. Se hacían tandas de adoradores para asegurarse que no quedaba sola la custodia e incluso se organizaba la guardia de honor. Era el tiempo propicio para rezar los Siete Salmos Penitenciales y las Letanías de los Santos, preciosas preces de intercesión que desgraciadamente han desaparecido prácticamente de la vida litúrgica y de piedad. Ni qué decir tiene que los predicadores tronaban en los púlpitos contra la relajación y la disolución del momento (quizás con un tanto de exageración).

Hoy, por supuesto, no queda ya nada de eso. Si recorremos las iglesias de nuestra diócesis, rarísima será la que tenga el jubileo de las Cuarenta Horas (a no ser que le toque por turno). La idea de que hay que reparar los pecados que se cometen en este período está completamente desacreditada. Tanto más en una ciudad como Barcelona, que se ha convertido desgraciadamente en lo opuesto de la urbe cristiana y discreta que fuera en tiempos. Parece ser que hoy se trata de lo contrario: de hacer gala de descreimiento y de disipación. Y ya no sólo pasa con motivo del carnaval: cualquier festividad por muy religiosa que sea se convierte en una simple ocasión de entregarse al ocio, pero no al otium nobile de los Antiguos para enriquecer el espíritu, ni al descanso festivo que prescribía la Religión para honrar a Dios, sino al ocio del que se ha hecho una cultura sin ningún referente a la sabiduría clásica ni al cristianismo. Pareciera que toda la vida se ha vuelto un carnaval en el peor de sus sentidos.

Nos encantaría que en el Arzobispado, en el que hay tantas comisiones que todo lo estudian, se tomaran alguna vez la molestia de considerar la oportunidad de volver a establecer los ejercicios de desagravio en tiempo de carnaval. Hoy más que nunca es necesario volverse a Jesucristo en la Eucaristía de donde nos viene la fuerza para combatir el bonum certamen. Y ello es así porque no se puede negar que existe un espíritu de inspiración luciferina que todo lo invade y con tanta más eficacia cuanto que la gente, por lo común, ni siquiera cree ya en el Diablo. En todas las edades y tiempos ha habido maldad. Hoy hay maldad recrudecida, pero, además hay el cinismo de la maldad. Antes el obrar mal estaba mal visto; hoy es al contrario. Y es que nos hemos acostumbrado al mal y a que crímenes horrendos como el aborto ocurran todos los días dejándonos impertérritos. No es casual tampoco que mocosos llegados de golpe y abruptamente a la adultez sin pasar por la adolescencia cometan barbaridades y maten a sangre fría, quedándose después tan tranquilos: como si jugaran al carnaval, ni más ni menos, pero un carnaval siniestro.

Nuestros pastores deben tomar el toro por las astas y volver a advertirnos contra el pecado y el desorden moral y estos días son los propicios. No vale que miren a otro lado porque su palabra es incómoda a “esta generación perversa”, ni vale que piensen –con falso optimismo– que después de todo la cosa no está tan mal: está peor. Hoy la penitencia y el sacrificio no están de moda. Sacrificio y abnegación son los que hacen que todo se perdone y se soporte mutuamente. Quitemos estas ideas y no queda más que la rabia contenida que desfoga por donde menos se piensa. Cuando nadie quiere sacrificar nada ni renunciar a nada no hay ya esperanza y vienen las incomprensiones, los abusos, los maltratos y los asesinatos. Por eso, es necesario reconquistar al pueblo cristiano mediante la prédica y la práctica de la penitencia y el fomento del espíritu de sacrificio, el que nos enseña Jesucristo, víctima del sacrificio de la Cruz y del altar, que se queda en la Hostia para darnos ejemplo y señalarnos el camino estrecho que lleva a la salvación. Adorémosle en estos días, si no en público, privadamente, pero no dejemos de visitarle y, aunque suene trasnochado, de orar por los que le olvidan especialmente en estos días del año.

 

 

¡Qué difícil es confesarse en Barcelona! – 05/02/2009

Y hablo por experiencia propia. Es domingo por la tarde, cuando las iglesias están más llenas, porque las misas vespertinas son ideales para que los retardatarios que dejan todo para última hora o los que vuelven de un fin de semana fuera de la ciudad puedan cumplir el precepto. Se supone que habrá sacerdotes disponibles para confesar… Estoy en el Eixample, con varias iglesias para escoger. La que me queda más cerca es la de los Teatinos en Consejo de Ciento y allá nos encaminamos. Es todavía temprano: son las 6 de la tarde. Cuando llego, un chasco: la iglesia está cerrada. Resulta que hasta las 8 no hay misa. ¡Paciencia! Probaré con los Redentoristas de la calle Balmes. Llego y veo a un par de personas rezando, pero los confesionarios están vacíos. Me acerco a la sacristía para pedir un sacerdote y me la encuentro cerrada. La misa empieza a las 7, así que probablemente media hora antes –en unos minutos– se ponga alguno de los religiosos a confesar. Tengo tiempo de probar en San Raimundo de Peñafort, en la Rambla de Cataluña. Allí también la misa es a las 7, así que el paseíto me servirá para repasar el examen de conciencia.

Al llegar, después de sortear las obras que hay en la calle, entro en la iglesia y, aunque hay movimiento de gente, nadie me sabe dar razón de dónde puede haber un sacerdote. Pregunto a alguien que parece habitual y me dice que el párroco no está y no hay nadie de momento que confiese. Vuelvo sobre mis pasos a los Redentoristas, pensando que encontraré esta vez confesor, pero la iglesia está tan solitaria como antes. Espero y no sale nadie. Otra persona quiere confesarse y me dice que a veces no salen. Son las 7 menos cuarto. Decido ir a Nuestra Señora de los Ángeles, en la confluencia de Balmes con Valencia. ¡Lástima! No sabía que había misa a las 5:30, si no me venía antes y aprovechaba la tarde. La próxima es a las 7:30. La iglesia está vacía, pero voy en busca de confesor. ¡Inútil! No se ve a nadie. Voy a hacer una visita a la capilla del Santísimo: hay cuatro personas, pero nadie que sepa darme indicación de si hay confesiones. La cosa se complica. Decido dar el salto hasta la Concepción en la calle Aragón: ¡ahí sí que seguro hay confesiones!

Después de atravesar Paseo de Gracia y llegar por Roger de Llúria entro por el claustro para acceder a la capilla del Santísimo, donde están habitualmente los confesores. ¡Desierta! ¡Ah, claro! Hay misa en la iglesia grande; seguro que allí logro confesarme. Entro y sólo al final, en un rincón descubro que hay un sacerdote revestido de alba, cíngulo y estola y se halla impartiendo el sacramento de la penitencia: ¡aleluya! Pero el gozo en un pozo: cuando me voy a acercar, me señalan amablemente que hay una fila. Pido turno y resulta que hay unas diez personas antes que yo. ¡Qué se le va a hacer! Esperaré. Pero el reloj empieza a correr y el sacerdote sigue con el penitente que he visto al principio: lleva ya diez minutos. A este paso, me confesaré el día del juicio… por la tarde. Me da tiempo de ir a los Jesuitas de la calle Caspe. Allí con toda seguridad hay confesores. Y varios. A todo esto ya son las 7 y media pasadas.

Llegado a la iglesia del Sagrado Corazón, la misa está ya empezada, así que me dirijo a la capilla de la penitencia, convenientemente acristalada para ayudar al recogimiento. Hay personas esperando a confesarse… ¡pero ningún confesor! Pregunto y me responden que normalmente los hay a aquella hora, pero que algo debe haber pasado. Voy hacia la sacristía con cuidado de no interrumpir con pasos fuertes la sagrada función. Allí veo que efectivamente el horario indica confesiones a esa hora. Toco el timbre y nadie acude. Uno de los que están ayudando la misa se me acerca para ver qué deseo y le pregunto si no va a bajar algún padre para confesar. Me dice que ya tendría que estar, pero que seguro que no tarda. Vuelvo a la capilla de la penitencia y espero, espero, espero… Los penitentes se van retirando frustrados. La verdad es que me voy a tener que confesar de ira, porque estoy muy enfadado y así lo manifiesto a la persona que se ha quedado aguardando como yo. Al ver mi nerviosismo, me dice que me calme y que pruebe en los Dominicos de la calle Ausías March, que tienen misas hasta bien tarde y siempre hay algún fraile confesando. Hacia allí me encamino.

Son las 8 pasadas. Al llegar voy directamente a los bancos detrás del altar mayor y veo finalmente un confesionario con una lucecita encendida: ¡albricias! Esta vez sí que hay confesor disponible y puedo al fin recibir el sacramento. Bendigo al sacerdote que me da la paz y la tranquilidad de conciencia y me olvido del periplo involuntario que he hecho por varias iglesias del Eixample de Barcelona. Pero me queda un resquemor y es que, como yo, otros fieles se pueden haber encontrado y se encuentran con la misma situación. Yo ese domingo quería y debía confesarme y hubiera sido capaz de detener a un sacerdote por la calle para que me oyera (si es que, por ventura, hubiera podido reconocerlo). Pienso, en cambio, en tantas personas que tal vez forman un propósito de poner en paz su conciencia y acuden a la iglesia con la mejor voluntad del mundo… para irse de vacío y quizás con las buenas intenciones en el cesto del olvido.

Antes los sacerdotes ocupaban el confesionario horas y horas. Aprovechaban para decir su breviario, rezar el rosario, meditar, preparar un sermón, repasar la clase de catecismo para los niños, en fin, tantas cosas que su devoción y su solicitud pastoral podían inspirarle. Los fieles sabían que siempre podían encontrar un confesor cómodamente, en horarios diurnos y vespertinos, antes, durante y después de las misas. El santo Cura de Ars era un ejemplo a seguir… Siempre encontraba tiempo para el tribunal de la penitencia porque sabía lo importante que es arrebatar las almas al influjo del mal, hacerlas recuperar la gracia santificante (sin la cual no hay vida sobrenatural), consolarlas en sus aflicciones. Los confesores eran los psicoanalistas de entonces… mejor que los de ahora porque no había que sacar cita previa ni cobraba. ¡La de conversiones y vueltas a la Iglesia gracias a que un sacerdote ha estado disponible en el momento oportuno! Allí, encerrado en su cubículo de madera, esperando pacientemente a sus hijos pródigos.

La confesión ha sido una de las instituciones más atacadas por el modernismo clerical. Eso del pecado personal desagrada profundamente a los teólogos hodiernos y liberacionistas: el pecado es social y socialmente tiene que ser perdonado. Por eso, en los años setenta y ochenta (la época más salvaje y contestataria en la Iglesia) se pusieron de moda los ritos comunes de penitencia y las absoluciones colectivas. Los señores curas estaban demasiado ocupados en sus conferencias, seminarios, círculos de estudio, planificaciones pastorales, cursillos, simposios, etc. como para perder el tiempo escuchando las tonterías y las manías de la gente, especialmente de los beatos y los santurrones. Además, eso de declarar pecados preestablecidos como infracciones de los mandamientos y preceptos sonaba demasiado jurídico: ¡pura casuística a lo san Alfonso María de Ligorio! Tipificaciones más propias de un código penal… Eso de la confesión es influjo del Imperio Romano y su obsesión por el Derecho. Jesucristo despachaba a todos con sencillez… y no tenía necesidad de oír a nadie en confesión… Cosas como ésta se decían y, desgraciadamente, aún se dicen. Claro, las dicen los “sesentayochinos” nostálgicos y recalcitrantes (que los hay), que ya no pueden presentarse precisamente como la vanguardia de la Iglesia, pero que todavía mandan.

No sé cómo será en Madrid o en Sevilla o en Zaragoza. En Valencia, donde voy a menudo, la cosa es parecida, aunque menos dramática que en Barcelona. No digo que aquí sea imposible confesarse, pero no es nada fácil. Ya en días de semana, o va uno directo a la catedral (y sólo durante un par de horas en la mañana) o lo tiene claro. Pocas iglesias se salvan del reproche de la poca asequibilidad de confesiones (la mayoría de ellas están cerradas fuera del horario de misas). Dirán que es que no hay penitentes, pero es que no los habrá ciertamente si no hay confesores disponibles. Es el pez que se muerde la cola. La archidiócesis debería plantearse este problema real, que toca un nervio especialmente sensible de la vida espiritual, cual es la tranquilidad de la conciencia y el estado de gracia. Se impone una pastoral renovada del sacramento de la penitencia, recordar a los fieles la obligación de confesarse, ponérselo más a mano a los que no la hemos olvidado y poner en práctica lo que siempre ha querido la Iglesia en la administración de este sacramento. Vuelvan los sacerdotes a los confesionarios y verán volver a los fieles.

 

 

Probablemente Dios no existe: sácale el jugo a la vida o pégate un tiro – 12/01/2009

Creo que los señores ateos y librepensadores que han iniciado su batallita de los autobuses habrían hecho mejor en escribir el encabezado que preside este artículo en lugar del eslogan que han escogido, pues al fin y al cabo, despreocuparse y ser feliz no es tan sencillo como nos lo pretenden hacer creer. Y, si no, que se lo cuenten a todos los que no tienen trabajo o lo tienen precario, a los que se las ven y se las desean para llegar a final de mes, a los que tienen que ingeniárselas en cómo mantener a su familia, a los enfermos crónicos, a los desahuciados, a los inválidos, a los que son víctimas de adicciones, a los que vegetan tristemente en las cárceles, a las víctimas del terrorismo, a las de de las guerras, a los damnificados de las catástrofes naturales, a los ancianos despreciados o abandonados, a los niños sin infancia, a los explotados, a las mujeres maltratadas, a los menores acosados, a los que sufren depresión, a los perseguidos, a los inmigrantes de las pateras, a los marginados, a los sin techo, a los esclavos (que los hay todavía), a los prostituidos, a los que nadie quiere…

Si el único consuelo que toda esta pobre gente puede tener en la creencia en Dios se le quita, la verdad es que la vida se convierte en un auténtico callejón sin salida y una broma de muy mal gusto de sabe Dios (¡con perdón!) quién o qué (que responda Mr. Dawkins, que, al parecer, fue testigo presencial del Big Bang y certifica que no había allí nada que se pareciera a Dios). O sea que, encima de venir a este valle de lágrimas a padecer sin cuento (que eso es para muchos la existencia), ni siquiera queda la esperanza de que al menos, al final del camino, valió la pena. Tantos sacrificios, tantas abnegaciones, tanta paciencia, tanto aguante, tantos suplicios, tantos dolores morales y físicos… ¿en nombre de qué o para qué? Si todo se acaba con la muerte y después de la muerte no hay nada… ¿Amor, honor, heroicidad, deber, virtud? No son más que el producto de impulsos y reacciones físico-químicas del cerebro. ¿El amor más sublime del mundo, el de una madre? Depende de secreciones glandulares. Una vez que se apaga la chispa de la vida en un organismo humano, todo eso ya no tiene sentido… si es que alguna vez lo tuvo.

Si esto es así, entonces una de dos: o uno se convierte en el sinvergüenza más redomado y le saca el jugo a la vida o más vale acabar de una vez y suicidarse. No es razonable penar indefinidamente cuando se puede encontrar el alivio definitivo: total es un instante y después la nada. Pasar del ser al no ser no se siente en absoluto: si deja se existir el sujeto, dejan de existir sus operaciones. Pero de lo que se trata es de disfrutar y ser feliz si se puede, así que antes de una solución tan drástica se puede probar a ser uno de los pocos afortunados. Así pues, como nadie le va a regalar a uno nada, habrá que tomar los medios de se ser feliz por las buenas o por las malas. Pero en esta perspectiva, ¿qué es lo bueno y qué es lo malo? La ley moral, puesto que no hay un Dios que la haya impreso en la naturaleza humana (¿qué es eso?) y la haya decretado, no existe. No se deduce tampoco de un universo salido del caos y abocado a él. El bien o el mal no es, pues, algo extrínseco a uno, sino que está determinado por la utilidad o provecho de cada quien. En realidad, pues, tomarse el mundo por montera y medrar sin escrúpulos y a costa de quien sea o de lo que sea, no es ser sinvergüenza sino ser más listo. Y es, desde luego, moral porque se adecua al criterio subjetivo de bien y de mal que, si no hay Dios, es el único válido y sensato.

Además, es de lo más acorde con la teoría de la evolución de las especies y de la supervivencia del más apto. Desde el materialismo darwinista la vida en este planeta sólo puede verse en términos de lucha y competencia y de extinción de los más débiles. No se puede, pues, echar en cara a nadie que se emplee a fondo en desarrollar su instinto de supervivencia empleando la ventaja de una mejor secreción glandular o un mejor funcionamiento electroquímico de su cerebro (lo que se llama “inteligencia”) para ponerla a su servicio y poder despreocuparse y ser feliz. Si como consecuencia de ello tienen que sufrir o ser liquidados los más débiles, ¡qué se le va a hacer! Es ley de vida. Así pues, la filantropía, el espíritu de solidaridad, la hermandad universal, la tolerancia, la camaradería, el voluntariado, el humanitarismo y todo lo que, sin mancharse con el nombre desafortunado de “caridad” (que huele demasiado a Dios) promueve la colaboración entre los congéneres humanos no son más que monsergas y estupideces y van en contra de la selección natural.

De modo que Calígula, Nerón, Iván el Terrible, Lenin, Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot y otros tiranos semejantes (de muchos de los cuales abominan los ateos), en realidad no es que hayan sido malvados, sino mucho más avispados y capaces que sus semejantes, más aptos para la supervivencia, en mejores condiciones para disfrutar y ser felices. Durante más o menos tiempo, todos ellos gozaron de un poder omnímodo y pudieron satisfacer sus apetitos, sus instintos y sus deseos; algunos de ellos murieron en la cama; otros acabaron desastrosamente, pero ¡que les quiten lo bailado! Ahora, en la nada en la que se han convertido, ¿qué les importa de la execración de la que son objeto? Ni se enteran. Y como no hay ni cielo ni infierno, pues al final resulta que se han ido de rositas. Pero entonces, en lugar de vituperarlos, habría que admirarlos y tratar de imitarlos: son los que mejor han entendido el asunto.

Hitler, por ejemplo, es admirable. No era ni un junker prusiano como Bismarck, ni un acaudalado como los Krupp, ni un señorito de alta prosapia como cualquiera de los príncipes que poblaban las páginas del Gotha. Era un pobre cabo austríaco, destinado a ser un paria, un muerto de hambre en la República de Weimar. Hubiera podido acabar como tantísimos de sus coetáneos: prostituido y alcoholizado. Sin embargo, desde su nada y después de haber eliminado a sus competidores (Ernst Röhm, por ejemplo), se alzó con toda Alemania en el giro de pocos años y acabó sometiendo a los Junkers, a los industriales y a los aristócratas, y de cabo se convirtió en Führer, al que los mariscales de campo obedecían temblando. Hitler es un ejemplar interesantísimo desde el punto de vista de la superación en la evolución de las especies y desde el punto de vista de la despreocupación ante la probable inexistencia de Dios. Gracias a ello disfrutó como un enano y, a su modo, fue feliz. Y encima no les dio a sus enemigos el gusto de capturarlo vivo cuando la fortuna se le torció.

Stalin es todavía más sorprendente. Un superviviente nato a base de selección natural y eliminación de competidores a escala colosal mediante sus célebres “purgas”. La humanidad le debe la supresión de millones y millones de bocas que alimentar con el consiguiente ahorro de recursos (cuya escasez tanto alarmaba al bueno de Malthus). El hombre que se mofaba de Pío XII, preguntando socarronamente en Yalta cuántas divisiones tenía el Papa, y que refinó la más inexorable maquinaria de ateísmo en la Historia, se lo pasó en grande en este mundo. Total, desde los tiempos en que colgó la sotana de seminarista, la improbable existencia de Dios le tuvo al pairo. Y encima se murió en la cama y en la cima del poder. ¡Qué importa que después se le denostara y Rusia se desestalinizara! A él, convertido en un cúmulo de materia desorganizada conservada en mojama, ya no podía afectarle. Podríamos multiplicar los ejemplos, pero con estos dos bastan. Hitler y Stalin sí que conocían el secreto de vivir y menudo jugo le sacaron a la vida. Total, no habiendo Dios, todo está permitido.

Así pues, o va uno a por todas y así realmente se despreocupa y puede disfrutar de la vida y ser feliz, o más le vale pegarse un tiro y, aunque no pueda disfrutar y ser feliz, al menos se le acaban las preocupaciones de golpe. Y si no, pues a resignarse a llevar una vida mediocre y cansina, que nunca se verá libre de cuidados cada vez más acuciantes y que la harán tanto más pesada e insoportable cuanto más larga. Pero, cosa curiosa, nadie parece dispuesto a una solución radical. Existe un miedo a lo desconocido radicado en el ser humano que lo retiene de precipitarse en los brazos de la muerte. Lo expresó Shakesperare de una manera muy gráfica en su comedia Medida por medida:

¡Sí!… Pero morir e ir no sabemos adónde; yacer en frías cavidades y quedar allí para pudrirse; este calor, esta sensibilidad, este movimiento, convertirse en un puñado de blanda arcilla; esta inteligencia deliciosa, bañarse en olas de fuego, o residir en alguna región escalofriante, de murallas de hielos espesos; estar aprisionado, en vientos invisibles y arremolinarse, con violencia sin tregua, en derredor de un mundo suspendido en el espacio; o volverse más miserable que el más miserable de esos seres que imaginan aullando pensamientos inciertos y desarreglados. ¡Es demasiado horrible! La vida terrenal más penosa y más maldita que la vejez, la enfermedad, la miseria o la prisión puedan imponer a una criatura, es un paraíso en comparación a lo que tememos de la muerte”.

Todas las elucubraciones filosóficas (desde las de Heráclito, pasando por Demócrito, Helvetius, el barón de Holbach y Feuerbach, hasta llegar al “materialismo científico” y al moderno ateísmo humanista), incluso vestidas de ciencia, podrán decir lo que les dé la gana sobre que no hay trascendencia, que todo se resuelve en la realidad intramundana y que no somos más que máquinas más perfeccionadas o animales más evolucionados en el universo, destinados a la postre a disgregarnos en átomos y moléculas que se transforman. No podrán, sin embargo, jamás, tranquilizar a los seres humanos en cuanto a sus más íntimos temores y repugnancias. Y el más poderoso de ellos es el temor a la muerte.

¿No será quizás esto un indicio de que probablemente sí hay Dios? ¿Por qué la naturaleza en su evolución iba a crear en nosotros un temor tal que nos hace preferir una vida miserable a la muerte si efectivamente no tuviéramos una sed de eternidad? Y, como sabemos que todo instinto natural tiene un objeto real que lo satisface, esa sed de eternidad sólo la puede saciar el Eterno. Por cierto, ser feliz implica también la eternidad porque una felicidad que no es colmada por su objeto y se puede perder, ni es felicidad ni es nada. Sólo es contento pasajero, un paréntesis entre dos congojas. Así que, en fin de cuentas, o se sabe ser un redomado bribón o se manda mudar uno al otro barrio, pero como esto último parece que pocos están dispuestos a hacerlo, sale más rentable pensar que probablemente Dios exista. Total, al final todo se aclarará. Si resulta que Dios no existe, dará igual cuando nos muramos porque ni nos percataremos. Pero, ¡menudo chasco si, después de todo Él existe y nos hemos empeñado en negarle! Entonces sí que nos enteraremos y, en ese caso, más vale que nos pille confesados.

 

 

Cuando los hombres de Dios son malignos – 08/01/2009

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros ni permitís entrar a los que querrían entrar.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que diezmáis la menta, el anís y el comino, y dejáis lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la lealtad! Bien sería hacer aquello, pero sin omitir esto. Guías ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que os parecéis a sepulcros encalados, hermosos por fuera, mas por dentro llenos de huesos de muertos y de toda suerte de inmundicia! Así también vosotros por fuera parecéis justos a los hombres, más por dentro estáis llenos de iniquidad”.

No cabe duda que las palabras que dirige Nuestro Señor a los profesionales de la religión de su tiempo son duras. Por el tono y la severidad se ve que Jesús, tan paciente y misericordioso con todos, pero especialmente con los pecadores, no los tragaba. Por supuesto, no hemos de entender que el Divino Maestro condenara en bloque a escribas y fariseos; después de todo, también entre ellos tuvo discípulos, admiradores y seguidores. Pero hay que admitir que pretender el monopolio de la santidad –como aquellos grupos religiosos hacían– inclinaba poderosamente a caer en la tentación del orgullo, pecado especialmente desagradable, ya que por él entró el mal en el mundo.

Como si quisiera prevenir contra él a los ministros de la Iglesia que iba a fundar, Cristo quiso hacer apóstoles suyos a hombres no exentos de debilidades y defectos morales; y si no, hagamos el recuento: Pedro, al que constituyó en jefe del grupo, le negó reiteradamente en los momentos decisivos; Santiago y Juan pecaban de ansia de honores (parece que su madre los había consentido demasiado); Mateo era publicano, tenido como una suerte de pecador público por su profesión de recaudador de impuestos por cuenta del Estado Romano (y sabe Dios si habría cometido más de una defraudación contra el prójimo, como su colega Zaqueo, convertido también en discípulo); el Iscariote robaba de la bolsa común (y, curiosamente, era el más rígido a la hora de juzgar a los demás); el resto de los Doce se evaporó como sus compañeros (excepto Juan, todo hay que decirlo) cuando fue la hora de dar la talla como amigos y seguidores, dejando al Señor enfrentarse solo a su Pasión y Muerte. Saulo de Tarso, perseguidor de cristianos, fue hecho vaso de elección por Cristo resucitado, que se le apareció en el camino de Damasco. Si no hubiera sido por la gracia de Dios, capaz de transformar la naturaleza humana, y la asistencia del Espíritu Santo, ¡arreglada estaba la Iglesia naciente con semejantes columnas! Pero los apóstoles supieron corresponder a la gracia con humildad y por eso pudieron dar testimonio y hacer discípulos y conquistar el mundo para Dios.

La Iglesia es una institución divina y humana; divina lo es por su Fundador, por sus fines y sus medios; humana por los miembros que la componen en este mundo, los cuales, aunque justificados por el bautismo, no dejan de ser seres débiles, con propensión a hacer el mal y dificultad para obrar el bien (lo que los teólogos llaman el fomes peccati) y acechados por las tentaciones de los enemigos del alma, que, sin embargo, no prevalecen si se confía en Dios, “que no permite que seamos tentados sobre nuestras fuerzas”, como dice san Pablo, pero que respeta hasta el final la libertad del hombre, aunque éste haga abuso de ella. Como institución divina, es pues la Iglesia es una virgen sin mancilla, aunque su rostro, en tanto institución humana, se halle afeado por los pecados de sus miembros, comenzando por los de sus jerarcas.

Si hay un espectáculo especialmente triste es el que han ofrecido y ofrecen los que están llamados a dirigir la grey del Señor. Ha habido incluso papas (afortunadamente ninguno en nuestra época) que han sido grandísimos pecadores y consiguiente motivo de escándalo para los cristianos. Cardenales y obispos también, desgraciadamente. Y no digamos párrocos y sacerdotes de ambos cleros (cosa tanto más grave en los miembros del regular cuanto que están ligados por los peculiares votos de la vida consagrada): concubinarios, nicolaítas, simoníacos, sacrílegos… Gracias a Dios, en contrapartida ha habido también muchos santos de talla gigantesca –observantes, piadosos, fieles y celosos de la gloria de Dios y de la salvación de las almas– que han ceñido la tiara o el capelo, que han empuñado el báculo y han vestido el hábito talar o el sayal. Por un maravilloso y misterioso equilibrio sobrenatural, el mal, a lo largo de la Historia de la Iglesia, siempre ha sido compensado por abundancia de bien.

El clero es especialmente presa de las tentaciones del Maligno porque detrás de cada prelado, sacerdote o religioso hay muchas almas en juego y, si se nos permite decirlo de este modo, el pecado de un hombre de Dios es bocado especialmente refinado para Satán, del cual sabemos que es un auténtico gourmet en materia de maldad. Por eso afina su puntería con mayor empeño y busca y sabe hallar los señuelos más sutiles para cazar este tipo de presas. En realidad, los pecados carnales, con ser graves, no le interesan tanto como los que tienen que ver más con las actitudes del espíritu. Se puede pecar de gula o lujuria por debilidad, por propensión, por costumbre, por desajustes psicosomáticos. Por supuesto, no dejan de ser pecados y si en cualquier cristiano son censurables, en los clérigos lo son aún más por razón del especial carácter sagrado de su estado, que se supone más proficiente que el de los simples seglares. Sin embargo, muchas veces entran en juego circunstancias que hacen juzgar estos pecados con mayor indulgencia incluso por parte de los fieles.

¡Cuántos de nosotros conocemos casos de párrocos que viven en remotos lugares, a los cuales la soledad les ha llevado al alcoholismo! O sacerdotes que se ven privados de afecto o calor humano y violan su celibato. O religiosos que se dan a la glotonería como una manera de compensar carencias de diferentes tipos. Cierto es que la mayor parte de las veces se llega a estas situaciones por abandonar la disciplina que la Iglesia sabiamente ha trazado para sus ministros: la misa diaria, la meditación, el breviario, el santo rosario, la adoración eucarística, el ministerio penitencial, etc. Se acaba haciendo el mal que no se quiere y no haciendo el bien que se quiere. Y, desde luego, dado el primer paso hacia abajo, es difícil poder remontar, y la pequeña bola de nieve acaba por convertirse en un alud que todo lo arrasa a su paso, hasta las resoluciones más santas y firmes. Pero Dios es misericordioso con sus hijos cuando éstos reconocen su miseria y le piden sinceramente perdón, aunque vuelvan a caer y tengan que levantarse más dolorosamente.

Sin embargo, hay otra especie de pecados especialmente dañinos y maliciosos, que son aquellos en los que se regodea Lucifer con auténtica fruición, a saber: los que provienen del orgullo de creerse santos sin serlo en verdad, que es precisamente el pecado de los escribas y fariseos, a los que Nuestro Señor tan severamente apostrofó. La auténtica santidad está reñida con la soberbia; es, por el contrario, humilde, pues reconoce que de sí no tiene nada, sino que todo es gracia de la misericordia divina. La pretensión de pureza ha conducido a verdaderos desvaríos como los de los albigenses, los cátaros y los “espirituales”, que han derivado a la postre en el desenfreno. Y es que por la puerta de la soberbia entran todos los demás pecados. En tiempos más recientes hubo el triste caso de las monjas jansenistas de la abadía francesa de Port-Royal, de las cuales dijo un arzobispo de París que eran “puras como ángeles y orgullosas como demonios”. Y es que es peligroso el tenerse en una opinión propia mejor que la que se tiene del prójimo, al cual se tiene la tendencia de juzgar con mucha facilidad porque el amor propio desmesurado obnubila por completo la caridad que debemos al prójimo y acaba por marchitar el amor a Dios.

Es éste un pecado al que el clero es particularmente propicio precisamente por la visible profesión que se hace de la religión, sea cual sea la noción que de ella se tenga (por eso caen en él individuos de todas las tendencias: lo mismo tradicionalistas que progres). La arrogancia que procura la consciencia (por otra parte errónea) de estar en lo justo, en lo que Dios manda, infla el propio ego y hace que se mire a los demás, ya no con la conmiseración que inspira la verdadera piedad, sino con el desprecio y el odio que son el fruto de espíritus pagados de sí, que se erigen en jueces implacables de sus hermanos, como si fueran los comisarios de Dios y no los dispensadores de su clemencia. Su rigor los lleva a un celo amargo que, en lugar de atraer, ahuyenta. Se convierten en personas áridas y secas, de trato huraño o falsamente cordial (porque, cuando son inteligentes, saben disfrazar de amabilidad espuria sus procederes sinuosos y recovecos). Lo peor es su malignidad y mezquindad, capaz de emponzoñar irremediablemente las mejores disposiciones de las personas. Pagados como están de sí mismos, refugiados en sus ritos y rúbricas o en sus conferencias y cursillos (para el caso da igual), desde la comodidad de sus prebendas y al calor del benefactor ocasional o del poder de turno, o simplemente situados gracias a una sonriente fortuna, se permiten escudriñar e intrigar, planeando fríamente cómo pueden hacer más daño al prójimo, convencidos, eso sí, que hacen la obra de Dios (y esto constituye el refinamiento de la perversión).

La serpiente, cuando tentó a nuestros primeros padres en el Paraíso, no mintió al decirles que se harían como dioses (“Eritis sicut dii”), sino que los embrolló en su malicia y los hizo caer. En realidad, Dios tenía planeado que fuéramos como dioses, participando en su vida divina mediante la gracia sobrenatural, en la cual hubiéramos sido todos confirmados en Adán y Eva si no hubieran cedido a la tentación. De modo semejante, los clérigos malignos, como los fariseos y los escribas del Evangelio, son aparentemente justos y cumplen materialmente los mandamientos y preceptos, pero en lo íntimo están llenos de soberbia, la misma del demonio, la que hace de ellos sepulcros blanqueados, que tienen un bello aspecto, pero por dentro guardan carroña (y, desgraciadamente, encarroñan todo lo que tocan). Bien les estaría aplicarse a oír la Palabra de Dios y guardarla en su corazón; aprender de Jesús, manso y humilde de corazón, que, siendo el Justo por excelencia y el cordero sin mancha, no condenaba a nadie, sino que despedía benignamente a los pecadores exhortándoles a no pecar más. Pero, “con la medida que midieres serás medido”: que no sea en el día del Juicio para ellos la que ellos aplican tan fácil como inexorablemente a sus hermanos.

 

 

Un congreso de liturgia previsible… lamentablemente (y III) – 09/10/2008

El cardenal Godfried Danneels, arzobispo de Malinas-Bruselas, cerró con su intervención los turnos de ponencias del Congreso Internacional de Liturgia de Barcelona. La prensa lo ha presentado como aperturista y ha destacado “su impecable trayectoria de compromiso doctrinal y pastoral a favor del aggiornamento del concilio Vaticano II”. Dados los antecedentes de franca hostilidad hacia sus fieles diocesanos de sensibilidad tradicional (para quienes no ha habido de su parte esa comprensión que pedía el papa Juan Pablo II que se les dispensara), es necesario matizar –y mucho– ese “aperturismo” del primado belga, tan acogedor, sin embargo para los ajenos a la Iglesia de la que es pastor y pontífice. También hay que precisar en qué consiste su compromiso doctrinal y pastoral conciliar, ya que las cosas que sostuvo en su intervención hacen pensar que se adscribe a la línea de la hermenéutica de la ruptura.

Ruptura, en efecto, es lo que él ve –aunque no lo exprese con este término– en la reforma litúrgica postconciliar: “Se ha realizado una enorme revolución en la praxis de la liturgia en los cuarenta últimos años”. Lo que el arzobispo Piero Marini se resistía a admitir (a saber: que la reforma litúrgica había significado una verdadera revolución) lo afirma con toda claridad y sin tapujos el purpurado, y se agradece su franqueza. Viene ella a corroborar lo que ya el artífice de dicha reforma –Annibale Bugnini– había hecho entender: que el trabajo del Consilium había consistido no sólo en una revisión, sino en dar a los ritos estructuras nuevas. Danneels no sólo habla de revolución, sino que la califica de “enorme” y en esto es fiel a la visión de su inmediato antecesor en la sede mechliniense, el cardenal Suenens, que definió al Vaticano II como “1789 para la Iglesia”, es decir, como si por ésta hubiera pasado la Revolución Francesa.

Es interesante que el disertante hable de “revolución en la praxis litúrgica” ya que ratifica nuestra creencia de que nada en el documento conciliar sobre sagrada liturgia justificaba lo que en su nombre se puso por obra. Además, se trata de una sugestiva frase de típico corte marxista: primero viene la acción y después la reflexión sobre ésta y su teorización. Que es precisamente lo que se ha producido. El Consilium plasmó una reforma que fue mucho más allá de lo que realmente habían consensuado los Padres conciliares y, a partir de ella, la praxis se encargó de producir lo que el cardenal llama “una aceleración inaudita en muchos dominios”, y ello porque se había intervenido “en el corazón mismo de la vida del cristianismo: el culto”. Si para Danneels se puede hablar de revolución litúrgica y ésta ha tenido su lógica repercusión –“inaudita” según sus propias palabras– en otros campos del catolicismo, no se está lejos de aquello que en su famosa declaración de 1974 sostuvo monseñor Lefebvre con gran escándalo de los políticamente correctos de entonces: “A misa nueva corresponde catecismo nuevo, sacerdocio nuevo, seminarios nuevos, universidades nuevas, Iglesia carismática, pentecostalista”. De hecho, el disertante hace referencia explícita al “cisma del obispo Marcel Lefebvre”, al que reconoce que dio lugar esa “aceleración inaudita”.

La trascendencia de la liturgia como motor de una transformación más amplia queda remachada con estas palabras: “la renovación litúrgica aporta un cambio importante en la relación de la Iglesia con la civilización, el mundo y la cultura”. Lo que nos hace pensar en esa “superación” del estado de Cristiandad y de Contrarreforma de la que hablaba monseñor Piero Marini en este mismo Congreso, según vimos anteriormente. También el ex ceremoniero papal había sostenido que la Constitución sobre Sagrada Liturgia no sólo fue cronológicamente el primer documento conciliar, sino que dio el tono a todos los demás, como si la reforma litúrgica fuera el punto de inflexión de toda la renovación de la Iglesia. Lo que pasa es que realmente, como vimos, del texto de la Sacrosanctum Concilium no se seguía lo que vino después como hecho en su nombre; de modo semejante, muchas de las aplicaciones prácticas de los demás documentos del Vaticano II no se condicen con la letra de los mismos. Y ello es precisamente porque se impuso una hermenéutica de ruptura, de “revolución enorme”, de innovación, en lugar de la obligada continuidad y fidelidad a la Tradición de la Iglesia. No hubo en muchos casos una evolución homogénea, sino un transformismo de corte darwiniano, cualitativo, per saltum, como lo propugnado por el marxismo. Lo que pasa es que este tipo de cambio no es católico.

En el dominio específicamente litúrgico, el cardenal Danneels aseguró que “el gran regalo del Concilio a la Iglesia” es la participación activa, la actuosa participatio de los fieles en la liturgia que borra “la distancia entre el sacerdote y el pueblo”, marca distintiva “de la cultura litúrgica anterior al Vaticano II”, manifestada en “la disposición material del espacio y sobre todo el empleo del latín”. Esta participación activa es el “concepto clave del Concilio en relación con la liturgia”. Habría que decirle al arzobispo-primado de los Belgas que lo que la cultura litúrgica de la Tradición señala no es la distancia, sino la distinción entre el sacerdocio ministerial y el común de los fieles, que es real y se encuentra también plasmada –y más sensiblemente aún– en la tradición de las iglesias orientales. A menos, claro está, que el señor cardenal subscriba la negación de esta distinción por parte del arzobispo Marini en su disertación. Sin embargo, la orientación común en un mismo sentido del clero celebrante y los fieles, su unánime posición ad orientem, subrayaban la comunidad del ofrecimiento, la trascendencia de la acción litúrgica, finalizada en Dios. Por el contrario, si hemos de hacer caso al signo externo, el volverse el celebrante hacia los fieles encierra la acción litúrgica en sí misma, hace del sacerdote el protagonista (cuya centralidad llega a desplazar incluso la atención del crucifijo y del sagrario, relegados a un lado de la presidencia) y reduce el culto a un diálogo que ni siquiera es espontáneo sino impuesto y, que, a pesar de ser sostenido en una lengua inteligible tiene necesidad de moniciones y explicaciones, que lo hacen cansino y pesado.

Al hablar el cardenal del latín como si fuera una barrera en la liturgia que distancia a los fieles no cae en la cuenta que está haciendo gala de racionalismo y anti-ecumenismo. La liturgia es una vivencia de toda la realidad antropológica del hombre, que apela no sólo a su entendimiento, sino a su sensibilidad y afectividad. El latín ha sido atacado por hacer ininteligible el signo sacramental, pero esto es cartesianismo puro, porque pone la inteligibilidad únicamente en lo que aparece claro y distinto. La inteligibilidad litúrgica trasciende la mera comprensión racional, lo cognoscitivo; por eso es accesible incluso a los no letrados (lo curioso es que en otro momento de su intervención, Danneels, contradiciéndose, admite este carácter suprarracional de la comprensión litúrgica). La Iglesia, pues, habría hecho inaccesible la liturgia a los fieles durante siglos, pero esto es como confesar que no habría cumplido con su misión de enseñar y santificar, lo cual es inadmisible. Por otra parte, el ataque al latín supone también necesariamente un ataque a las venerables liturgias orientales, tanto católicas como ortodoxas, pues, como se sabe, las lenguas empleadas en ellas son tan incomprensibles para los fieles de las respectivas iglesias como lo es el latín para los de rito latino. Es más: en la mayoría de ellas la acción litúrgica es hurtada a la visión del pueblo mediante el iconostasio, que marca todavía más netamente que en Occidente la distinción del sacerdocio ministerial y el de los fieles. Flaco favor, pues, se hace al ecumenismo con los hermanos separados de Oriente al emplear contra la liturgia tradicional romana los mismos argumentos que son aplicables a las liturgias orientales.

Que el concepto de participación activa de los fieles en la liturgia haya sido un descubrimiento y regalo del Vaticano II a la Iglesia es falso, como ya tuvimos ocasión de ver al comentar lo que el arzobispo Marini dijo acerca de la misma cuestión y que coincide con lo sostenido por el cardenal Danneels. Baste repetir aquí que ya el gran Pío XII trató de esta participación activa en su inmortal y nunca bien ponderada encíclica Mediator Dei. Por lo demás, alguien nada sospechoso de “veleidades tradicionalistas” como monseñor Julián López, obispo de León y presidente de la Comisión Episcopal de Liturgia de la Conferencia episcopal Española, muestra claramente cómo el Concilio es deudor del magisterio pacelliano precisamente en este punto concreto. Vale la pena reproducir íntegros dos párrafos de un interesantísimo artículo suyo publicado como homenaje a Pío XII en el presente cincuentenario de su tránsito, en los cuales explica muy bien lo de la “participación activa”:

“La encíclica Mediator Dei enseñó expresamente que la Eucaristía es centro y fuente de la verdadera piedad cristiana, ocupándose también de la participación de los fieles en el sacrificio eucarístico para poder obtener sus frutos de salvación. Con todo detalle analizó Pío XII el significado y el alcance de la participación. Ésta constituye un deber de los fieles, "no con un espíritu pasivo y negligente, discurriendo o divagando por otras cosas, sino de un modo tan intenso y tan activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote". La participación ha de ser, ante todo, interna, es decir, "ejercitada con ánimo piadoso y atento, a fin de unirse íntimamente al Sumo Sacerdote... y con él y por él ofrecer el sacrificio". Los fieles participan de modo activo al ofrecer el sacrificio eucarístico por ministerio del sacerdote, y en cuanto ellos mismos se ofrecen unidos a Cristo. La encíclica alaba a quienes "se afanan porque la liturgia, incluso externamente, sea una acción sagrada en la que tomen realmente parte todos los presentes".

“La Encíclica describe también los modos de participar en la Misa: las respuestas al sacerdote, los cantos del Ordinario y de las partes propias de la solemnidad. En estos modos consiste la participación externa, que se hace activa cuando se une a la participación interna, y perfecta o plena cuando se produce la participación sacramental en la Comunión, por la que los fieles alcanzan más abundantemente el fruto del sacrificio eucarístico. Este modo de referirse a la participación de los fieles, subrayando la dimensión interna, es tomado por la Constitución litúrgica del Vaticano II y ha sido puesto de relieve también en la Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum caritatis del Papa Benedicto XVI (n. 52).” (cfr. Ecclesia Digital, 30 de septiembre de 2008).

No se puede ser más claro y ni podría haberse rebatido mejor y con mayor autoridad los asertos de Danneels.

En otro momento, el cardenal primado declaró que “Cristo es el sujeto de la liturgia y no la comunidad celebrante”, es “Cristo quien preside el culto” siendo la liturgia “la epifanía o manifestación de los misterios de Cristo” y concretamente la Eucaristía “la actualización de la última cena de Cristo con los apóstoles”. Ojo: la liturgia es el culto del Cristo total, de la cabeza y sus miembros, es obra del Cristo Místico y por lo tanto, obra de la Iglesia, por supuesto de la Iglesia en dependencia total y absoluta de su divino Fundador y Esposo. A través del misterio de la Iglesia, Cristo hace participar a sus ministros de su única potestad sacerdotal de manera que éstos, al presidir en su nombre el culto, actúan “in persona Christi”. Vemos, pues, una ausencia total de toda referencia a un sacerdocio peculiar que no es sino la participación del único sacerdocio de Cristo, pero que hace del ordenado un hombre con Él configurado, con un plus ontológico que lo hace específicamente distinto de los demás hombres, de entre los que es tomado, como dice la Carta a los Hebreos (V, 1), “para las cosas que miran a Dios” y a favor de ellos, “para ofrecer dones y sacrificios por los pecados”. Esta omisión del sacerdocio ministerial es peligrosamente concorde con la omisión de lo que es la esencia de la Eucaristía, a saber: la renovación y actualización del sacrificio de la Cruz. Danneels se detiene en la Última Cena, cuando ésta no adquiere sentido sino en la perspectiva de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. La misa es ciertamente un banquete, porque en ella se da de comer y beber, pero se da de comer y beber a la Víctima del sacrificio que se realiza en ella sacramental, mística, incruenta pero realmente. Y esa Víctima no es otra que Cristo, inmolado no por repetición, como si se tratara cada vez de un sacrificio nuevo, sino por reproducción verdadera, aquí y ahora, del único sacrificio ya cumplido históricamente sobre el Calvario. No hay Jueves sin Viernes Santo, como ni Jueves ni Viernes Santo tendrían sentido sin el Domingo de Resurrección.

El cardenal habló de la “incomprensibilidad de la liturgia antes del Concilio”, no sólo por la barrera lingüística, sino por el desconocimiento de la Sagrada Escritura, especialmente del Antiguo Testamento, “que no nos es familiar”. Durante siglos la comprensión de la liturgia fue global, aunque no lo fuera en cada una de sus partes. Cualquier cristiano que asistiera a misa sabía que asistía al sacrificio de Cristo y podía identificar sus momentos esenciales; cualquier cristiano que llevara a bautizar a sus hijos sabía que se les iba a borrar el pecado original; cualquier cristiano que asistiera a un funeral sabía que se rezaba para que el alma del difunto fuera lo más pronto posible al cielo. Y sabía estas cosas porque su párroco le había enseñado el catecismo y les explicaba la Sagrada Escritura en el sermón. Hoy, con los ritos en lengua vernácula, con tantas introducciones y moniciones, con tantos cursillos y charlas, dudamos que se tenga una fe tan firme como la sencilla fe de antaño. Tómense la molestia los pastores de preguntar a su grey acerca de lo que piensan que es la misa y los demás sacramentos y se quedarán estupefactos de las respuestas. Y lo decimos porque hay estudios serios que indican que, a pesar de tanta “asequibilidad” a la liturgia, la mayoría de fieles ya no tienen sentido católico de las cosas (sacrificio, pecado original, gracia santificante, sufragios, novísimos, etc.) o lo tienen muy amortiguado.

Otra cuestión la constituye la llamada “inculturación de la liturgia”. Godfried Danneels insistió en este tema, especialmente por lo que se refiere a África y Asia, aunque con énfasis en este último continente. Para el primado, África ya ha encontrado su propio camino, mientras que es ahora Asia el gran reto. Por supuesto habría primero que matizar, puesto que tanto Asia como África son continentes heterogéneos. En cuanto a África, hay que distinguir entre las poblaciones de cultura árabe, las de cultura tribal y las de cultura europeizada. Suponemos que, el cardenal se refiere concretamente al África negra. Pero lo curioso es que precisamente la mentalidad de ésta siempre fue muy adaptable a los usos latinos. A los misioneros europeos les fue relativamente sencillo introducir la liturgia católica tradicional, que fascinó a las poblaciones africanas negras, imbuidas de un gran sentido de lo sagrado, de lo patriarcal y de lo ancestral. El clero autóctono africano fue uno de los que creció más rápidamente sin sentir la acuciante necesidad de una inculturación y no es casual que los obispos africanos sean de los más conservadores del mundo. En cuanto a Asia, la cuestión es más compleja porque existen en ella varias culturas que durante siglos han estado cerradas en sí mismas y fueron impermeables a toda influencia foránea (la indostánica, la china, la japonesa, etc.), netamente diferenciadas de otras que entraron en la corriente que formó la civilización occidental (la sumeria, la mesopotámica, la medo-persa, la fenicia, la hebrea, la hitita, etc.). En Asia el problema de la inculturación consiste precisamente en adoptar y pretender adaptar elementos que son celosamente reivindicados por aquellas culturas como propios y exclusivos. En muchos casos, ello ha sido percibido por los autóctonos como un robo de identidad, como una usurpación. La auténtica inculturación en Asia pasa no por la apropiación de elementos culturales, sino por la sintonía con actitudes básicas del genio asiático, como muy bien lo ha explicado recientemente alguien que sabe perfectamente de lo que habla porque es asiático: el cingalés arzobispo Albert Malcolm Ranjith Patabendige Don, secretario de la Congregación para el Culto Divino. El cardenal Danneels ha caído en la tentación de muchos europeos de creer que conocen la mentalidad no europea mejor que los propios interesados, lo que en el fondo esconde una actitud atávica e inconsciente de etnocentrismo.

Concluiremos con un punto que nos parece grave: la convicción que tiene el arzobispo de Malinas-Bruselas de que el motu proprio Summorum Pontificum “se hizo para acercar a los lefebvristas, pero esto no ha tenido ningún resultado. Quizá algunos que se habrían acercado a los lefebvristas no lo han hecho, pero los seguidores de Lefebvre no han vuelto. No ha ido bien. Además, es un problema que se reduce a Francia”. No se puede decir tantas insensateces en tan pocas frases. El motu proprio no se ha promulgado para acercar a los lefebvristas, entre otras cosas porque la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X ha considerado siempre que, con ser importante, la cuestión de la liturgia no es la única en juego. Que el Papa haya querido dirigirse también a ellos es, por supuesto, natural, pero ha dejado bien claro que la liturgia en la forma extraordinaria del rito romano es un bien para toda la Iglesia y no el patrimonio exclusivo a título de excepción de grupos problemáticos. Que los “lefebvristas” (como los llama con no velada antipatía) no hayan vuelto todavía a la plena comunión visible con Roma no significa que Summorum Pontificum haya fracasado. Fracasa allí donde, como en su archidiócesis o en la de Barcelona, los jerarcas se empeñan en ponerle cortapisas, pero allí donde no hay la oposición de los obispos (oposición que no necesita ser abierta, sino que puede ser muy sutil e insidiosa), su aplicación es normal y fructuosa. En fin, no es un problema exclusivo de Francia. No debería ni siquiera ser un problema porque el rito tradicional, en palabras del propio Benedicto XVI, nunca fue abrogado. Lo que constituye un problema es el empecinamiento de no pocos prelados en estorbar su uso normal y en haber mantenido a los fieles engañados por más de cuarenta años diciéndoles que estaba prohibido. El florecimiento de lugares de culto donde se practica la liturgia según los libros litúrgicos anteriores a la reforma postconciliar alrededor del mundo es un mentís estentóreo a lo aseverado por el cardenal Danneels.

Creemos que con esto nuestros lectores se habrán hecho una idea de lo que ha sido el Congreso Internacional de Liturgia de Barcelona. Sobran más explicaciones.

 

 

Un congreso de liturgia previsible… lamentablemente (II) – 25/09/2008

Las intervenciones de monseñor Pere Tena y el diácono mosén Urdeix fueron, por supuesto, las esperadas. Después de todo, ya conocemos cuál es su línea en materia de liturgia. Por otro lado, dado que en el simposio sobre el motu proprio Summorum Pontificum de hace algunos meses ya expresaron sus opiniones al respecto, parecía inútil sobreabundar en el tema. Lo que ahora nos interesa son las ponencias (por orden cronológico) del arzobispo Piero Marini y del cardenal Gottfried Daneels, de quienes ya hemos apuntado algunos datos reveladores en la primera parte del presente artículo. Vaya por delante, de todos modos, que todo cuanto vamos a referir en estas líneas está basado en lo que sabemos ex auditu por haber estado presentes en ambas exposiciones, a reserva, por supuesto, de la publicación de las actas correspondientes, en las que quizás pueda omitirse algún momento –digamos– “coloquial” (pero muy revelador) que pueda parecer menos adecuado para figurar impreso.

Comencemos por monseñor Marini. El título de su disertación era el mismo de su libro Liturgia e Bellezza. Nobilis Pulchritudo, que había sido presentado la víspera en su traducción española, editada por la Desclée de Brouwer en 2006 bajo el título Liturgia y Belleza. Nobilis Pulchritudo. El objeto del discurso del ex ceremoniero papal era el de discernir el criterio fundamental de la belleza en la liturgia, más allá de los gustos y las modas. De acuerdo con él, la consideración de la belleza en la liturgia parte del carácter de ésta como signo, es decir, como algo de carácter sensible que nos remite a una realidad espiritual. La nuestra es una religión de encarnación: lo espiritual se hace accesible a los sentidos por medio del signo; se encarna en lo material; “el Verbo se hizo carne”. Ahora bien, este concepto de encarnación comporta necesariamente una dimensión estética.

Quizás el arzobispo Marini debería haber precisado que la belleza existe previamente a su expresión plástica. Es uno de los trascendentales del Ser y es intercambiable con el Bien y la Verdad (in unum simpliciter convertuntur). Tener en cuenta esto es ubicar la belleza en la justa perspectiva y librarla de la sujeción de las realizaciones estéticas concretas, que no son sino participación de ella. Como sostiene San Agustín, Dios es bello y la belleza de las criaturas procede de Él (“Nulla essent pulchra nisi essent abs Te”). Así pues, la belleza en la liturgia no sólo proviene del hecho de que ésta es signo en virtud de la encarnación, sino también porque es culto a Dios, autor de la belleza y él mismo belleza infinita. Entonces se comprende que el signo material no es sino una mediación para captar la belleza absoluta de Dios, inseparable de su Bondad y Verdad. De otro modo, caeríamos en una noción materialista y empirista de lo bello. La encarnación comporta necesariamente una dimensión estética no por lo que tiene de material, sino por lo que tiene de espejo que refleja –aunque imperfectamente– la Belleza increada y eterna.

El conferenciante desarrolló su tema en cuatro partes: 1) Liturgia, belleza e Iglesia, 2) La liturgia como acción divina y humana, 3) La actuación de la belleza en la liturgia querida por el Concilio Vaticano II y 4) Belleza y santidad. No vamos a detenernos en un desarrollo pormenorizado de estos temas, sobre los que monseñor Marini dijo muchas cosas ciertamente interesantes y que podrían ser subscritas por cualquiera de nosotros (como, por ejemplo: que la liturgia prolonga y actualiza los gestos de Jesucristo, el carácter teándrico de la acción litúrgica, la necesidad de no confundir el papel del que preside la celebración con el de un animador de la asamblea, o que la participación en la liturgia debe ser consciente, activa y piadosa). Sí queremos llamar la atención sobre ciertas afirmaciones que se deslizaron sutilmente como cabezas de playa de una doctrina menos ortodoxa, que subyace a todo el planteamiento de los fautores de la revolución litúrgica (expresión ésta que rechazó, por cierto, el arzobispo aunque corresponda a la más aplastante realidad).

En primer lugar, nos referiremos a la idea de que el Concilio Vaticano II fue como un borrón y cuenta nueva, como un ricominciare da capo para decirlo a la italiana. En palabras de Marini, gracias a él la Iglesia salió de un estado de Cristiandad y de Contrarreforma para proyectarse hacia una verdadera unidad y universalidad. Así pues, la Iglesia preconciliar no habría sido auténticamente una y universal, sino que se habría convertido en reducto de exclusivismo y restricción. Los veinte concilios ecuménicos anteriores, en su afán de precisar la doctrina católica contra los errores y herejías, habrían suscitado la división e impedido que la Iglesia cumpliera su misión de evangelizar a todas las gentes, es decir, habrían anulado su carácter universal. Por otra parte, parece como si la Cristiandad, es decir, la concordia (que no confusión) entre el poder espiritual y el poder temporal hubiera sido algo indeseable y hasta nocivo para la sociedad. Además, ¿por qué esa alergia a la Contrarreforma? El espíritu de Trento –como ya se dijo en estas líneas– produjo óptimos frutos de santidad y genuina renovación y los produjo precisamente por la reafirmación de la doctrina y la disciplina católicas frente a los ataques de los novadores del siglo XVI. Nadie duda de que la Iglesia, institución tan humana como es divina, necesita de vez en cuando un a puesta a punto, pero siempre dentro de una línea de continuidad y no de ruptura. Se puede adivinar a cuál línea se adscribe Monseñor Marini.

Por lo que respecta concretamente al campo litúrgico, el Concilio Vaticano II es pionero en opinión del arzobispo, ya que no sólo ha redescubierto la liturgia, sino que la ha puesto en el centro de la vida cristiana, siendo la primera asamblea de su tipo que se ocupó de ella en su globalidad. En realidad, la liturgia venía redescubriéndose en la Iglesia desde mediados del siglo XIX gracias a dom Prosper Guéranger y el movimiento litúrgico que él inició desde su abadía de Solesmes para contrarrestar los efectos de la que él llamó “herejía antilitúrgica”, imbuida de galicanismo y jansenismo. El renacimiento litúrgico, además, tuvo dos grandes impulsores en los papas San Pío X y Pío XII. El primero restauró la música sacra y dictó una sabia reforma del breviario romano; el segundo, es el autor de la carta magna de la liturgia católica cual es la encíclica Mediator Dei (que, por cierto, cita Marini falseándola, como veremos) –en la que su augusto autor se ocupa del tema litúrgico en su globalidad– y de una serie de reformas litúrgicas en la línea tradicional y ortodoxa que se juzgaron útiles en su momento. Así pues, bastante antes del Vaticano II ya había recuperado la liturgia su centralidad en la vida cristiana. Prueba de ello es que nunca como en la primera mitad del siglo XX se editaron tantos misales bilingües para uso de los fieles (ni se editarían en tanta proporción después del supuesto redescubrimiento conciliar). Con esto no queremos restar méritos a la constitución Sacrosanctum Concilium, que efectivamente es una enseñanza magistral sobre sagrada liturgia, pero no es por ello menos deudora de la Tradición y, concretamente, de la Mediator Dei.

Según Marini, algunos piensan que con el Concilio Vaticano II hubo una “revolución litúrgica”, cosa que a su juicio no es cierta, pues se pueden rastrear los mismos temas de la reforma conciliar en una fuente tan temprana como Rosmini, que trata de ellos en su célebre tratado Le cinque piaghe della Chiesa (Las cinco llagas de la Iglesia). A este punto debemos replicar que hay que aclarar primero qué es lo que se está atribuyendo al Concilio. Estamos plenamente de acuerdo en negar que el Concilio promoviera una “revolución conciliar”: ésta vino después, por obra del Consilium, instituido al margen de la Sagrada Congregación de Ritos (la instancia verdaderamente competente en la materia) y que filtró todos los principios deletéreos que habían estado introduciéndose solapadamente en el movimiento litúrgico (principalmente: ecumenismo irenista y modernismo). Y esto no sólo lo afirman los “tradicionalistas recalcitrantes y nostálgicos”, sino que lo dejó claramente reflejado en sus notas el cardenal Antonelli, miembro del Consilium. En realidad, no hay contradicción más patente entre un texto conciliar y su aplicación concreta postconciliar que en el caso de la Sacrosanctum Concilium y la reforma salida del Consilium, ésta sí, velis nolis,una verdadera revolución, cuyos antecedentes más que en Rosmini se pueden encontrar en los documentos del sínodo jansenista y josefinista de Pistoya (1786), cuyos errores condenara Pío VI en 1794.

Abundando en el ditirambo, el ponente afirmó que el del Concilio es un tiempo privilegiado y de magnífica renovación de la liturgia. Es más: en él quedó establecido el criterio de belleza que la caracteriza como tal. En la constitución conciliar se dice, en efecto, de los ritos que “deben resplandecer con noble sencillez”: aquí tenemos la nobilis simplicitas de la que es un abanderado y tan entusiasta se muestra monseñor Marini. Sin embargo, cuidado: se trata de una expresión que hay que coger con pinzas, pues en el dominio litúrgico no significa necesariamente lo mismo que en el campo de la estética. Cualquiera con una cierta formación de historia de las ideas artísticas sabe que eso de “noble sencillez” (nobilis simplicitas) no lo inventó el Concilio, sino que es la manera como Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) –uniéndolo al concepto de “serena grandeza”– caracterizó al arte de la Antigüedad clásica, definiendo así un criterio de belleza que inspiraría la reacción neoclásica contra el Barroco y el Rococó.

El peligro de este tipo de definiciones es que dependen mucho del gusto del día y acaban justificando verdaderas barbaridades. Recordemos la furia iconoclasta de los partidarios del frío y abstracto neoclasicismo, que en España se abatió sobre retablos barrocos para rehacerlos según los cánones que se pensaban que eran grecorromanos (sin la gracia de la originalidad clásica o tan siquiera de la de su recreación renacentista). Cuando el Barroco volvió a revalorizarse ya era tarde para muchas obras en él inspiradas. No deja de ser sintomático que Marini sea precisamente alérgico a la Contrarreforma (cuya expresión artística es justamente aquel estilo). Por otra parte, sencillez no significa necesariamente despojo, pero es precisamente de despojo de lo que hay que hablar cuando consideramos la aplicación práctica de la revolución litúrgica. Además, precisamente fue bajo el período de Marini como ceremoniero papal cuando las celebraciones litúrgicas pontificias estuvieron más sujetas a tendencias inspiradas en principios efímeros y más que discutibles, para nada clásicos o sea dignos de imitación (asimetrías, colores pastel, motivos decorativos insólitos, elementos chocantes con el entorno, etc.). Para ser revolucionario y sentar escuela se debe ser una Coco Chanel o una Mary Quant, pero un Piero Marini no puede pretenderlo: ni era el papel que le correspondía ni se condice con la dignidad de la capilla del Papa.

Un punto que suponemos que no emergerá a la luz (dada la gravedad de lo afirmado por el disertante), pero que escuchamos atenta y perfectamente durante la exposición que nos ocupa fue el que hacía referencia al sacerdocio. Prueba de que monseñor Marini era consciente de la enormidad que iba a proferir lo constituye el comentario que, a guisa de provocación medio jocosa, hizo como exordio: “Supongo que entre los presentes no habrá ningun teólogo de la Congregación de la Fe”. Así pues, muy suelto de huesos, sostuvo que el sacerdocio es único para el culto y que el Nuevo Testamento lo atribuye a Cristo y al Pueblo de Dios, sin que se hable en ningún momento de las personas individuales. Según él no hay dos sacerdocios, sino dos modalidades de participación en el único sacerdocio, modalidades que, por lo tanto, se diferenciarían simplemente por grado. De esto se deduciría que el sacerdocio ministerial no es sino una forma eminente del sacerdocio común, pero no otorgaría al hombre que está de él investido ese plus ontológico que hace de él hombre-sacerdote, con carácter indeleble como tal y con los mismos poderes de Cristo, en cuya persona actúa. Para Marini el sacerdocio ministerial tiene tan sólo un rol creativo, en el sentido de hacer emerger la belleza en la acción litúrgica (que es lo propio de un showman). Nada, pues, de sacerdote como sacrificador y santificador una cum Christo, in persona Christi. Pero esto ya está en el terreno de la herejía. Lo más grave no fue que esto se llegara a decir en un congreso católico, sino que los muchos sacerdotes –jóvenes y ancianos– que asistían asintieran complacidos con la cabeza, como hacían a cada cierto trecho de la conferencia. Esto nos lleva a plantear una pregunta de grave trascendencia: ¿qué idea tienen nuestros sacerdotes de sí mismos? Porque según la respuesta las consecuencias pueden ser tremendas.

Por cierto, no podemos dejar de recordar un pasaje de la Mediator Dei que parece profético a este respecto: “Hay en efecto, en nuestros días, algunos que, acercándose a errores ya condenados, enseñan que en el Nuevo Testamento, con el nombre de Sacerdocio, se entiende solamente algo común a todos los que han sido purificados en la fuente sagrada del Bautismo; y que el precepto dado por Jesús a los Apóstoles en la última Cena de que hiciesen lo que El había hecho, se refiere directamente a toda la Iglesia de fieles; y que el Sacerdocio jerárquico no se introdujo hasta más tarde. Sostienen por esto que el pueblo goza de una verdadera potestad sacerdotal, mientras que el Sacerdote actúa únicamente por oficio delegado de la comunidad. Creen, en consecuencia, que el Sacrificio Eucarístico es una verdadera y propia «concelebración», y que es mejor que los sacerdotes «concelebren» juntamente con el pueblo presente, que el que ofrezcan privadamente el Sacrificio en ausencia de éstos”.

Para concluir con este muestrario de las “perlas” del arzobispo Piero Marini consignaremos lo que dijo acerca de la actuosa participatio (participación activa) de los fieles en la Liturgia. Para él el Concilio Vaticano II sólo reconoce una única modalidad de participación definida en el artículo 30 de la Sacrosanctum Concilium: “Para promover la participación activa se fomentarán las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos y también las acciones o gestos y posturas corporales. Guárdese, además, a su debido tiempo, un silencio sagrado”. A este ideal contrapuso lo que él tiene por “única forma de participación” admitida en la Iglesia anterior al concilio, citando parcialmente la Mediator Dei: los fieles pueden ciertamente participar en la liturgia “de otras maneras, que a algunos les resultan fáciles, como por ejemplo, meditando piadosamente los misterios de Jesucristo o realizando ejercicios de piedad y rezando otras oraciones, que, aunque diferentes en la forma de los sagrados ritos, corresponden a ellos por su naturaleza”. Pero esto estaba dicho en tiempos en los que la mayoría de la gente era poco letrada o incluso analfabeta (como en muchos pueblos de España e Italia, por ejemplo) y que, por lo tanto, les hubiera sido imposible o muy difícil captar el sentido de las ceremonias, pero ni tan siquiera seguir las explicaciones de un misal. La Iglesia, que siempre ha sido una maestra muy sabia, comprendió que la liturgia no es un discurso meramente intelectivo, sino una vivencia espiritual en la que está involucrada toda la persona y que ésta se acerca a ella con los recursos que buenamente tiene. Por eso, en épocas de ignorancia, evangelizó con la piedra, con los vidrios coloreados, con las devociones populares (las cuales, de todos modos, siempre estuvieron en relación con la liturgia, con sus ciclos y sus motivos).

Bien se cuidó de decir monseñor Marini, por otra parte, que en los párrafos inmediatamente anteriores de su encíclica, Pío XII enumeraba otros modos de participación, siendo el primero el que expresaba con estas palabras (que, por cierto, anticipan al Vaticano II): “Son, pues, dignos de alabanza aquellos que, a fin de hacer más factible y fructuosa para el pueblo cristiano la participación en el Sacrificio Eucarístico, se esfuerzan en poner oportunamente entre las manos del pueblo el «Misal Romano», de forma que los fieles, unidos con el Sacerdote, rueguen con él, con sus mismas palabras y con los mismos sentimientos de la Iglesia, y aquellos que tienden a hacer de la Liturgia, aun externamente, una acción sagrada en la que comuniquen de hecho todos los asistentes. Esto puede realizarse de varias formas, a saber: cuando todo el pueblo, según las normas rituales, o bien responde disciplinadamente a las palabras del Sacerdote, o sigue los cantos correspondientes a las distintas partes del Sacrificio, o hace las dos cosas, o, finalmente, cuando en las Misas solemnes responde alternativamente a las oraciones del Ministro de Jesucristo y se asocia al canto litúrgico”.

 

Un congreso de liturgia previsible… lamentablemente (I) – 18/09/2008

En nuestro artículo anterior anunciábamos la celebración del Congreso Internacional de Liturgia de Barcelona, que tuvo lugar los días 4 y 5 de este mes en el Aula Magna de la Facultad de Teología de Cataluña (Seminario Conciliar). El evento se organizó en el marco del cincuentenario del Centro Pastoral de Liturgia (CPL) de Barcelona (fundado el mismo año de la muerte de Pío XII, cuya encíclica Mediator Dei de 1947 le mereció sin duda el título de Doctor Liturgicus).Dados los ponentes y las personalidades invitadas nos figurábamos por dónde iban a ir los tiros, pero la verdad es que nuestros temores no sólo han sido confirmados, sino excedidos por la realidad. Ha sido una demostración de triunfalismo (para emplear un término tan caro a los modernistas desde que Mons. De Smedt lo acuñó durante el Vaticano II para atacar a la Iglesia tradicional) por parte de los entusiastas de la revolución litúrgica postconciliar, triunfalismo tanto más incomprensible cuanto que por doquier pueden verse los ciertamente acerbos frutos engendrados por ésta.

Que se fuera triunfalista en los siglos XVI y XVII, a continuación del Concilio de Trento, se explica. Tras una gravísima crisis de fe que llevó a la escisión de la Cristiandad en dos confesiones irreconciliables, después de un lamentable período de relajación y corrupción de gran parte del clero, al cabo de una época de pobreza y decadencia del culto, he aquí que la Iglesia Católica emprendió su propia reforma in capite et in membris y, no sin los contratiempos propios de un siglo en el que la injerencia de lo temporal era poderosa, la sacó adelante. Los efectos no tardaron en manifestarse. Surgieron nuevas órdenes y congregaciones (jesuitas, teatinos, oratorianos, somascos, clérigos regulares de la Madre de Dios, camilianos…), se emprendieron importantes reformas de las ya existentes (carmelitas, franciscanos, capuchinos, benedictinos…), la enseñanza católica de la niñez y la juventud se organizó y extendió prodigiosamente. La liturgia romana, sometida a una cuidadosa revisión encargada por los Padres tridentinos al Papa, produjo un gran esplendor del culto divino (durante demasiado tiempo descuidado) y una importante renovación de la espiritualidad, de lo que se siguió que las vocaciones se incrementaron en calidad y en cantidad y hubo una extraordinaria floración de grandes santos. El arte y la música, inspirados en la Contrarreforma produjeron obras sublimes que aún hoy son la admiración de las almas sensibles.

Por supuesto no vamos a echar abajo el Concilio Vaticano II porque nada de esto que acabamos de señalar ocurrió después de su celebración. Un concilio ecuménico puede tardar bastante en dar los resultados esperados (el de Nicea, por ejemplo, reafirmó la fe católica en la divinidad de Jesucristo contra Arrio, pero el arrianismo arreció justo después de su celebración y tardó en ser desarraigado; mientras tanto hizo tanto daño que San Jerónimo no pudo sino exclamar que “el mundo se despertó de repente con estupor arriano”). Mucho depende el éxito de su aplicación de los hombres de Iglesia y de si tienen miras sobrenaturales o mundanas (a veces, también de los hombres de Estado y, desgraciadamente, de los politiqueos y manejos temporales). Creemos que el concilio querido por el beato Juan XXIII y continuado por Pablo VI aún tiene que dar lo mejor de sí, sobre todo ahora cuando, después de décadas de predominio de un espíritu espurio de ruptura se va abriendo paso la hermenéutica de la continuidad, promovida abiertamente por el Santo Padre Benedicto XVI.

Conviene, por otra parte, distinguir el Concilio Vaticano II y las reformas que en su nombre se han llevado a cabo. Hay casos de una clarísima solución de continuidad entre un texto conciliar y su aplicación post-conciliar. En ninguno es más flagrante no ya la discontinuidad, sino la abierta contradicción que en el de la reforma litúrgica. Basta leer la constitución Sacrosanctum Concilium para percatarse que la mayor parte de lo que ella establece no sólo no se ha cumplido, sino que ha sido contradicha en su aplicación concreta. Recordemos que dicho documento, a pesar de las encendidas discusiones que suscitó en el aula conciliar, acabó siendo aprobado por la inmensa mayoría de Padres (entre ellos, por cierto, Mons. Lefebvre). Desgraciadamente, a poco de aprobarse, la Sacrosanctum Conciliumfue dejada en manos del Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, organismo independiente de la entonces Sagrada Congregación de Ritos (lo cual substrajo sus trabajos al control de la Curia Romana) y presidido por el cardenal Lercaro, conocido por su posición más bien inconformista en este campo. Fue en su seno donde se fraguó lo que se puede llamar con toda propiedad la “revolución litúrgica”, en la que trabajaron con denuedo y con un celo digno de mejor causa exponentes del movimiento litúrgico, pero no el de Dom Guéranger y San Pío X, sino el desviado, inficionado de modernismo y ecumenismo irenista. Entre ellos se encontraba el P. Annibale Bugnini, vicentino, secretario del Consilium, el cual se convertiría en el verdadero mandamás de la reforma. Y junto a él trabajaron dos sacerdotes que se convertirían en significados epígonos suyos: Pere Tena (hoy obispo auxiliar emérito de Barcelona) y Piero Marini (hoy arzobispo titular al frente del Comité Pontificio para la preparación de los Congresos Eucarísticos Internacionales).

Precisamente Mons. Tena y Mons. Marini estuvieron entre los disertantes del Congreso Internacional de Liturgia de Barcelona, el primero como anfitrión y el segundo como invitado. Otro participante estrella, aparte del ex ceremoniero papal, fue el cardenal Godfried Danneels, arzobispo de Malinas-Bruselas. Antes de abordar el tema de sus respectivas exposiciones será interesante consignar algunos datos reveladores sobre los personajes en cuestión. Empecemos por la púrpura. El cardenal belga se ha distinguido por ser una actitud tan acogedora hacia las manifestaciones de otras religiones como implacable para con los católicos vinculados al usus antiquior. Así, mientras las comunidades de Ecclesia Dei y las agrupaciones afinesson reducidas al silencio y a un práctico ostracismo (cuando no rechazadas, como pasó con la Fraternidad de San Pedro) por el Señor Cardenal y sus consejeros, hete aquí que las iglesias bruselenses son abiertas de par en par para ceremonias musulmanas y manifestaciones gay o para homenajear a sacerdotes refractarios al magisterio papal. El arzobispado tiene prohibido, por ejemplo, que se haga propaganda del único lugar donde se celebra la misa gregoriana desde la época del motu proprio de Juan Pablo II (ni Su Eminencia ni su curia parecen haberse enterado que ahora hay otro motu proprio, el de Benedicto XVI, que ha sido como el Edicto de Milán para los católicos tradicionales, tanto tiempo injustamente proscritos).

Vayamos ahora a los monseñores Tena y Marini. Aunque este último es arzobispo y, por lo tanto, tiene precedencia de honor respecto del primero, observemos la deferencia debida a la edad. El ahora obispo auxiliar emérito de Barcelona vino de Roma poseído de un auténtico espíritu de iconoclastia (y no exageramos). En Cataluña hizo lo que en Roma Virgilio Noè: desmantelar iglesias y altares de manera que no quedaran reminiscencias consideradas peligrosas del antiguo rito romano, tarea en la que fue eficazmente ayudado por algún monje de Poblet (antigua gloria de la Iglesia catalana y hoy sumido en la decadencia litúrgica). Monseñor Tena hizo incursión en el capítulo canonical de la catedral barcinonense suprimiendo la misa en latín que en él se decía: no, por cierto, la tridentina o gregoriana, sino la del Novus Ordode Pablo VI (para que después nos venga con que los afectos a la liturgia extraordinaria se deberían contentar con la misa de rito ordinario en latín, como aseguró hace algunos meses en un simposio que tuvo lugar a propósito de Summorum Pontificum). El obispo, secundado por el diácono Josep Urdeix, fiel adlátere, no se retiene a la hora de sugerir (como hizo en esa misma ocasión) que el acto de Benedicto XVI a favor de la liturgia anterior a la revolución conciliar es una concesión para nostálgicos, que acabará siendo superado. Ya se encargan en la curia archidiocesana (a la que aún llega su longa manus) de que el motu proprio tenga una prácticamente nula aplicación en Barcelona.

El arzobispo Piero Marini pertenece a la línea de ceremonieros pontificios responsables de la depauperación y degradación de las liturgias papales, que detentaron el poder en la Capilla del Romano Pontífice entre 1968 y 2007: ¡casi cuarenta años de dictadura del feísmo y la falsa sencillez! Felizmente acabados, hay que decirlo, con el nombramiento de Mons. Guido Marini (que afortunadamente sólo tiene en común el apellido con su predecesor), el cual está recuperado en la medida de lo posible la gran tradición de los grandes maestros de ceremonias al servicio de los Papas, que parecía irremisiblemente muerta con el cardenal Enrico Dante, el insigne liturgo de Pío XII, el beato Juan XXIII y Pablo VI. Monseñor Marini (Piero) es un declarado enemigo de la liturgia anterior a la de la reforma post-conciliar, como lo atestigua esta declaración suya: “El rito Tridentino o de San Pío V fue dejado en vigor bajo ciertas condiciones para evitar que fuera traumático el paso del viejo al nuevo rito para los fieles más ancianos. Después el papa Wojtyla permitió que se pudiese celebrar en ciertas iglesias dicho rito, pero ya está. Ir más allá de esto es ir más allá de la Iglesia y esto no se puede”. Coincidencia de pensamiento con Mons. Tena: la liturgia extraordinaria es cosa de viejos nostálgicos y recalcitrantes. Lo que pasa es que es el propio Papa (el actual) el que ha ido más allá de las estrechas miras de su ex ceremoniero al publicar su motu proprio, a menos que piense Monseñor que Benedicto XVI se ha salido de la Iglesia… El arzobispo publicó en 2005 un libro que lleva el título italiano de Liturgia e bellezza. Nobilis pulchritudo. Admitamos que hay que tener coraje para atreverse a escribir sobre la belleza en la liturgia cuando se ha dedicado uno sistemáticamente a conculcarla, como hizo esta criatura de Bugnini. Sobre todo cuando se piensa en el clímax de mal gusto desplegado durante las ceremonias del año santo 2000…

Al hilo de este artículo vamos a añadir una breve semblanza de otro invitado al Congreso de Barcelona: el P. Juan María Canals, claretiano, secretario de la Comisión Episcopal de Liturgia de la Conferencia Episcopal Española. Una sola frase suya al final de un documento que parecía más o menos ponderado sobre el motu proprio Summorum Pontificum (in cauda venenum) revela cuál es su verdadera actitud (de antipatía) hacia la misa tradicional: “donde la misa celebrada en su forma ordinaria se haga bien, no habrá tentación de pasar a la forma extraordinaria”. La forma extraordinaria, luego, es para el Padre Canals objeto de tentación, es decir, algo que debería evitarse. Después de todo, es ésta la tónica dominante en la comisión de la que es secretario, a tenor de las declaraciones que su presidente, el obispo de León, que en su día se refirió al motu proprio con no bien disimulada incomodidad (por decir lo menos).

 

La resistencia pasiva de los obispos españoles al motu proprio SVMMORVM PONTIFICVM – 04/09/2008

Acercándose el primer aniversario de la entrada en vigor del motu proprio Summorum Pontificum y al hilo de una interesante entrada que hizo hace algunas semanas en su muy seguida bitácora nuestro querido amigo don Francisco José Fernández de la Cigoña a propósito de su prácticamente nula implementación en España, nos ha parecido oportuno ocuparnos hoy de la actitud de nuestros obispos frente a tan trascendental documento papal, la cual bien puede caracterizarse como de resistencia pasiva.

Sin llegar al extremo del hoy dimisionario obispo de Gerona Mons. Carles Soler Perdigó, que, asesorado por Mn Joan Baburés (su factótum en materia litúrgica), puso una barrera infranqueable en su diócesis a la liberalización –querida expresamente por Benedicto XVI– del uso de la liturgia precedente a la revolución postconciliar, hay que decir que la tónica general del episcopado español es de una suerte de resistencia pasiva. No se oponen frontalmente a la voluntad del Papa, pero tampoco hacen nada para que se cumpla. Quizás peor: disimuladamente le ponen cortapisas, refugiándose en subterfugios tales como: sutiles –y no tan sutiles– presiones sobre el clero favorable a la forma extraordinaria del rito romano, exigencias abusivas que el motu proprio no contempla y fiscalización de las concesiones mediante la imposición de condiciones de tiempo y lugar poco cómodas y hasta inverosímiles. Cierto es que todo esto no es privativo de España, pues en otros países ocurre algo semejante, pero aquí adquiere tintes dramáticos.

De toda la jerarquía española, sólo los cardenales Cañizares de Toledo, Rouco de Madrid y Amigo de Sevilla y, si acaso, el Sr. Arzobispo de Santiago, Mons. Barrio, puede decirse que se han mostrado receptivos a las demandas de sus fieles diocesanos. El blogger cita también al Cardenal Martínez Sistach de Barcelona en el número de los “acogedores”, pero en esto –y lamentamos tener que enmendarle la plana– se equivoca. Nuestro prelado barcinonense es cierto que acudió hace un año al Oasis de Jesús Sacerdote para recibir los votos perpetuos de algunas de las monjas de dicho monasterio sui iuris. Recordemos, sin embargo, que el Oasis nada le debe al hoy cardenal-arzobispo, habiendo sido declarado de derecho pontificio sin su concurso, por una decisión de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei. La misa que regularmente se oficia allí no es, por tanto, ninguna muestra de un supuesto espíritu acogedor del purpurado.

Lo mismo dígase de las misas que se celebran en la Capilla de la Virgen de la Merced y de San Pedro Apóstol de la calle Laforja, que fue una concesión del cardenal Carles a través de su obispo auxiliar Mons. Carrera (de todos modos, se trata de un oratorio de propiedad privada, en el que los sacerdotes tienen ahora plena libertad de celebrar la misa siguiendo el Misal del beato Juan XXIII y los fieles que quieran espontáneamente unirse a esa celebración pueden ser admitidos). Otra misa, la de la parroquia de San Juan María Vianney (producto de la buena voluntad del párroco), está programada en horario poco cómodo para los fieles. No nos consta que hayan prosperado otras iniciativas en la archidiócesis.

Barcelona, no lo olvidemos, es aún –litúrgicamente hablando– un feudo de los bugninianos, con Mons. Pere Tena a la cabeza, secundado por el inefable diácono Urdeix, los cuales no han acabado de digerir el motu proprio Summorum Pontificum o, mejor dicho, se les debe haber atragantado. Sin embargo, más inteligentes que Mons. Soler y Mn Baburés, no han manifestado una oposición frontal a aquél, sino que sibilinamente lo pretenden neutralizar, restándole importancia, tergiversando sus alcances y, sobre todo, ganando tiempo (ya que piensan que si logran evitar una implementación oficial en la arquidiócesis, dentro de tres años podrán decir muy sueltos de huesos que aquí no ha pasado nada). Léase, si no, atentamente lo que escriben en el número 280 de la revista Phase, publicada por el Centro Pastoral de Liturgia de Barcelona (CPL). Pero esto es asunto de otro artículo que publicaremos próximamente. Mientras tanto, estamos a la expectativa de lo que se va a decir en el Congreso Internacional de Liturgia, que se celebra estos días en Barcelona coincidiendo con los 50 años del CPL. Intervendrá, por supuesto, la plana mayor de los bugninianos (infaltable), que contará con la presencia de nada menos que el arzobispo Piero Marini, responsable durante muchos años de la degradación de las ceremonias papales (a lo que su sucesor y colombroño, monseñor Guido, se está encargando de poner saludable remedio). Promete ser interesante… y revelador.

Tanto en Barcelona como en la gran mayoría de diócesis españolas los Sres. Obispos no se han enterado que el Papa no les ha dado a ellos el poder de decisión en cuanto a retomar el usus antiquior de la liturgia romana. Es asunto privativo:

- de cada sacerdote (sea de clero secular como regular) por lo que toca a las misas rezadas (llamadas hoy sine populo, aunque admiten la asistencia espontánea de fieles);

- de los párrocos y rectores de iglesias en lo que se refiere a las celebraciones públicas dentro de sus respectivos horarios, y, en fin,

- de las comunidades pertenecientes a sociedades de vida apostólica e institutos de vida consagrada que quieran acogerse puntual, frecuente o permanentemente a los libros litúrgicos antiguos.

Los Obispos sólo tienen funciones:

- de vigilancia de que todo se lleve a cabo de la mejor manera,

- de segunda instancia para los casos en los que los párrocos no puedan o no quieran resolver y

- de información a la Santa Sede al cabo de un trienio de vigencia del motu proprio.

Cualquier pretensión de salirse de esto va ultra vires de lo que el Papa ha establecido. Sin embargo, se presupone lo contrario y se actúa, de hecho, como si los Ordinarios tuvieran el poder de decisión.

Desgraciadamente, aun en los casos en los que los Obispos no se muestran claramente renuentes a dejar que se implemente el motu proprio, dejan ver con sus palabras y actos que si por ellos fuera, éste no se aplicaría. Tales son los casos del presidente y secretario de la Comisión Episcopal de Liturgia de la Conferencia Episcopal Española , Mons. Julián López Martín y el claretiano Josep María Canals, que no disimulan bien su antipatía a la disposición pontificia, con el agravante de ser los responsables máximos de la vida litúrgica de la Iglesia Española , como se deduce por sus antedichos cargos. No se puede, de otro lado, dejar de considerar que los Obispos tienen el poder efectivo de neutralizar la posible decisión de los párrocos, mediante el chantaje: en sus manos está, en efecto, cortar en seco una carrera prometedora, trasladar de su oficio al imprudente, quitarle la prebenda y mil maneras que tiene el poderoso para disuadir eficazmente a sus subordinados y quitarles de la cabeza las veleidades que no son de su agrado.

Los demás prelados de nuestra patria callan o hacen como si la cosa no fuera con ellos. En algunos, los más veteranos que están a punto de jubilarse (como el cardenal-arzobispo de Valencia), es quizás una actitud que obedece tal vez a la desidia propia de la edad o al interés de no comprometerse al final de su cursus honorum: dejan la patata caliente a su sucesor. Por otra parte, en no pocos de esos ancianos mitrados, de la generación católico-existencialista montiniana, se tratará de una personal aversión a la liturgia tradicional: están todavía muy marcados por los años salvajes del postconcilio. Los obispos de menos edad no son lo suficientemente jóvenes como para tener esa saludable falta de prejuicios que caracteriza a las modernas generaciones de clérigos (formados bajo Juan Pablo II y Benedicto XVI); están, por tanto hipotecados por la pesada herencia de los decanos. Pero tampoco hay que excluir el factor representado por la mediocridad, que afecta a no pocos de nuestros actuales pastores y que les impide “mojarse” porque ni entienden nada ni desean entender.

Así, pues, en España la resistencia pasiva de la mayor parte de los Obispos a Summorum Pontificum está provocando que una vez más estemos a la cola de Europa y de Occidente en cuanto a la cuestión -esencial– de la Liturgia. Mientras por todas partes florecen y se multiplican las celebraciones según los libros litúrgicos previos a la revolución postconciliar (véase, por ejemplo, la crónica diaria y documentada del excelente sitio de UNA VOCE MÁLAGA sobre la aplicación del motu proprio alrededor del mundo), mientras desde la mismísima Roma el Santo Padre da espléndidas catequesis visuales de lo que debe ser el culto tributado a Dios, aquí languidecemos en un páramo de espiritualidad y encima nuestros dirigentes religiosos se creen leibnizianamente que todo va bien en el mejor de los mundos posibles. ¡Que venga Dios y lo vea!

 

Ni podemos, ni debemos, ni queremos olvidarlos - 24/07/2008

Julio es un mes que trae inevitablemente el recuerdo de aquel verano ardiente de 1936, cuando en España se desató la etapa más cruel y sangrienta de la persecución religiosa que venía teniendo lugar sistemáticamente desde 1931, bajo la Segunda República. Porque a todo lo largo de ese período de vorágine política no faltaron estallidos de furia anticatólica, que se tradujeron en quemas de iglesias y conventos, maltrato y hasta asesinato de sacerdotes y religiosos, destrucción de ingente patrimonio artístico y cultural por el solo hecho de su carácter religioso. Un ensayo general a escala local de lo que sería la gran oleada persecutoria que inundaría media España algún tiempo después lo constituyó la Revolución de Asturias de 1934, aquella intentona de los socialistas y comunistas de tomar el poder por la fuerza al no resignarse a la victoria limpia y legal de las derechas en las elecciones del año anterior (dicho sea de paso, fue ese golpe de Estado frustrado y no el Alzamiento del 18 de Julio lo que condenó irremisiblemente y acabó por dar al traste con la República).

Se ha dicho más de una vez que la Iglesia Católica había dado pábulo a sus enemigos para que se cebaran contra ella en aquella década tan decisiva de los años Treinta del siglo pasado. Ello es ignorar los hechos. En primer lugar, el advenimiento de la República fue recibido por los católicos serenamente. Bien es cierto que había obispos afectos a la Monarquía que acababa de caer (el más destacado fue el Cardenal Segura, entonces arzobispo-primado de Toledo), pero la jerarquía española recordó que la Iglesia no aprueba, como cuestión de principio, ninguna forma de gobierno más que otra, sino que apoya a cualquiera que cumpla con el deber esencial del Estado, cual es el de procurar el bien común. Los católicos fueron libres de participar activamente en política ocupando cargos y puestos bajo la República, cuyo primer presidente, Niceto Alcalá Zamora, era practicante. Así pues, la acusación de hostilidad hacia el nuevo régimen por nostalgia y apego al anterior, bajo el cual se habría sentido más cómoda la Iglesia no se ajusta en modo alguno a la verdad.

En segundo lugar, lejos de observar una actitud provocadora o desafiante, la Iglesia Católica se mostró prudente, a veces hasta en exceso frente a un Estado agresivo e intolerante. La actitud del Nuncio Apostólico, Mons. Federico Tedeschini (más tarde cardenal) fue juzgada demasiado apaciguadora y condescendiente con un poder político que no demostraba consideración hacia la religión mayoritaria de España. Idéntica postura fue la observada por el Cardenal catalán Vidal i Barraquer. Es más: se sacrificó a los prelados más valientes –el Cardenal Segura y el obispo Múgica de Vitoria– por bien de paz, que se demostró al final ser completamente ilusorio. A pesar de la Carta de los Metropolitanos de 1931 y de la Pastoral Colectiva del Episcopado Español de 1932, los Obispos se mantuvieron por lo general en un silencio expectante, que fue funesto para los católicos, que esperaban de ellos una guía para la acción y se vieron en consecuencia desorientados, sin saber cómo proceder y dejándose ganar el terreno por los sindiós. La Acción Católica, que habría podido ser una fuerza determinante y disuasoria a la hora de enfrentarse a las políticas antirreligiosas del gobierno como correa de transmisión de las directivas del episcopado, adolecía de falta de organización y de empuje y quedó completamente neutralizada. No hubo, pues, una fuerte y concertada oposición católica a los desmanes de los sectarios y la Iglesia acabó yendo como oveja al matadero.

Otro mito a destruir es el de que la Iglesia española se negara a perder su situación de privilegio y de grandes riquezas y que se hallara alejada de las clases populares. A todo lo largo del siglo XIX fue ella precisamente a cuyas expensas mayormente se produjeron los cambios políticos que convulsionaron a España. Después de la Revolución de 1789 ya nada fue igual en Europa y el liberalismo burgués se impuso sin respeto alguno por tronos y altares. La Iglesia aquí no fue ya ni sombra de lo que fue bajo los Austrias, que es cuando mayor esplendor e influencia alcanzó (y aun así habría que discutir si su estatus bajo el régimen de Regio Patronato, es decir, prácticamente infeudada a la Corona, era lo ideal desde el punto de vista de la doctrina católica). Las sucesivas desamortizaciones dieciochescas y decimonónicas la habían despojado prácticamente de la mayor parte de su patrimonio, de modo que tanto el clero secular como el regular subsistían a base de las temporalidades pagadas por el Estado (no en razón de ser éste católico sino de haber sido ladrón, tal como pasaba con las asignaciones bajo el régimen de Franco), las pías fundaciones, las rentas de unas muy mermadas propiedades y las donaciones y legados, muchas veces bastante mediatizados. Además, con estos recursos la Iglesia sostenía una extensa y eficaz red de beneficencia, a la que el Estado no se veía capaz de tan sólo igualar. Precisamente en el primer tercio del siglo XX, habían comenzado a florecer toda clase de iniciativas novedosas por parte tanto del clero como de los seglares a favor de esas clases populares a las que se suponía falsamente que la Iglesia era ajena: agrupaciones sindicales católicas, escuelas nocturnas, enseñanza gratuita de artes y oficios, etc.  En Barcelona, por ejemplo, el obispo Irurita impulso desde 1931 el Instituto Pro-Obreros. Otro ejemplo de espíritu emprendedor a favor de los trabajadores lo constituye el de la beata Carmen Viel Ferrando, de Sueca (Valencia), que fundó en su ciudad natal el “sindicato de la aguja”, para enseñar a las jóvenes las labores de costura con las que ganarse la vida.

Baste lo anterior para desbaratar cualquier argumento tendente a justificar lo injustificable: el intento de exterminio de la Iglesia Católica, contra la que se desató en julio de 1936 una suerte de guerra total, que sucedió a la que hasta entonces había sido persecución esporádica, pero sistemática. En los primeros meses de la Guerra de España arreció la furia homicida de las fuerzas de choque que habían tomado efectivamente el poder en la parte sometida a la República ante la pasividad e inacción del gobierno. Así media nación e vio sometida a los mismos métodos que los bolcheviques estaban empleando en Rusia desde 1917. No en vano Stalin se había cuidado bien de enviar sus comisarios como asesores de los comunistas autóctonos para enseñarles la manera metódica y científica de matar representada en las tristemente célebres checas, que fueron instaladas en cada barrio de la geografía de la España roja.  El hecho es que la gran mortandad de católicos muertos in odium fidei se produjo antes de acabar el año fatídico de 1936. En sólo los meses de julio y agosto se ejecutó a diez de los trece prelados mártires. Algunos han atribuido el hecho de esta alta concentración de muertes al carácter descontrolado de los revolucionarios al principio de la contienda, imposibles de contener por las autoridades. Sin embargo, el que amainara –por así decirlo– el volumen de sangre en lo sucesivo no debe creerse que se deba a un mayor control gubernamental de los exaltados ni a una mitigación de la persecución (que podría admitirse aunque con mucha relativización), no. Es claro que los asesinatos de gente de sotana y hábito y de seglares por el solo hecho de ser católicos disminuyeron conforme iban quedando menos de ellos que matar, lo cual se debe a tres hechos: la matanza intensiva del inicio, las evasiones exitosas al extranjero o a zona nacional y una mayor eficacia en disfrazarse y esconderse de los que no pudieron o no quisieron huir, una vez pasados los primeros tiempos de desconcierto. El afán asesino de los perseguidores quedó intacto, como lo demuestran las muertes tardías de Mons. Ponce, administrador apostólico de Orihuela (en noviembre de 1936), y los obispos Irurita de Barcelona (en diciembre de 1936) y Polanco de Teruel (en febrero de 1939).

En cuanto a la mortandad de la Guerra, es preciso y útil distinguir, como lo hace el historiógrafo valenciano Mons. Vicente Cárcel Ortí, entre caídos, víctimas y mártires. Caídos han de considerarse los combatientes de uno y otro bando que murieron en combate o a consecuencia de él. Víctimas fueron todos aquellos que murieron como consecuencia de acciones de guerra, represión política o represalias. Mártires, en cambio, se debe considerar sólo a quienes fueron buscados ex profeso y muertos por su condición de personas sagradas o por su especial significación como católicos, es decir, los que padecieron la muerte por causa de su fe. Lo que demuestra el carácter martirial de estos muertos es que en muchas ocasiones se les prometió salvar la vida e incluso recuperar la libertad a condición de apostatar, renegar de Dios y de su Iglesia o profanar objetos sagrados (como pisar crucifijos). Al no aceptar semejante y vergonzoso trato, subrayaron estos confesores de la fe su inequívoca vocación de testigos. Y es de notar que no traen los relatos ningún caso de cobardía ni de retroceso ante los verdugos, lo que indica, por otra parte, lo bien que la Iglesia supo inculcar a sus hijos la intrepidez y el amor incondicional a Dios.

Pero hay un aspecto de la persecución que, no por menos conocido, debe ser obviado y es el del catolicismo clandestino bajo la España roja. Obligada a bajar a las catacumbas, la española fue una de las primeras Iglesias del Silencio, precedida sólo por la Iglesia mártir de los Rutenos. En Barcelona se organizó una extraordinaria red de asistencia pastoral y sacerdotal en los escondites proporcionados por generosos seglares a los sacerdotes de ambos cleros que lograron escapar a la gran sangría de los primeros meses de guerra. Hubo misas clandestinas en muchos hogares barceloneses y hasta una regular vida de devoción, con exposiciones al Santísimo, Cuarenta Horas, Guardias de Honor, Primeros Viernes, etc. Un servicio sacerdotal garantizaba la administración de los sacramentos (bautismo, penitencia, extremaunción, matrimonio) y la asistencia a enfermos y moribundos con recepción del viático. El catecismo y las conferencias espirituales estaban a la orden del día en la precaria tranquilidad de los domicilios de familias que debían temblar ante la sola posibilidad de un registro por parte de los milicianos (lo que normalmente significaba la muerte para los huéspedes y el patrón de casa). La ciudad Condal tuvo, además, la inmensa fortuna (la Providencia) de que su obispo pudiera permanecer oculto cinco meses, dándole tiempo a dar sabias directivas pastorales para el mejor gobierno de sus diocesanos. Si los católicos barceloneses pudieron gozar de una mejor asistencia religiosa en la clandestinidad ello de debe en grandísima parte al obispo Irurita, cuya herencia inmediata, al partir para el sacrificio, fue precisamente la de una iglesia viva y palpitante bajo los escombros materiales que dejó el torbellino iconoclasta y asesino en la sede de San Severo.

Por mucho que se empeñen muchos revisionistas hodiernos de nuestra Historia reciente, ávidos de resucitar una cierta “memoria histórica” a base de acallar y hacer desaparecer la otra memoria, la de los hechos incontrovertibles, nuestros mártires, los que sufrieron para que nosotros, los católicos de hoy, pudiéramos tener la libertad de profesar nuestra Fe y celebrar nuestro culto, no pueden ser ni serán olvidados. Gracias a Dios se acabó la especie de veda que pesaba sobre los muertos de la mayor persecución sistemática contra la Iglesia en época moderna. Ya no existen razones de oportunidad ni de politiqueo que impidan que se rinda el justo homenaje a aquellos cuya sangre engendró una generación privilegiada de cristianos, de la cual somos los legatarios y debemos ser los continuadores, depurados eso sí todos los condicionamientos históricos. En este sentido, sirvan estas líneas de homenaje a una institución pionera y benemérita en la recuperación de la memoria histórica martirial: Hispania Martyr. Si no hubiera sido por su ardua labor y su incondicional dedicación a preservar amorosamente los testimonios y el recuerdo de cuantos murieron por Dios y por la Iglesia en aquellos aciagos años que marcaron nuestra historia contemporánea, poco impulso habría tenido su causa o ésta, al menos, se hubiera visto muy ralentizada. Que Cristo Rey y Santa María, Reina de los Mártires, bendiga esta empresa copiosamente y la haga seguir fructificando. Entretanto, como no podemos, ni debemos, ni queremos olvidarlos, practiquemos un útil y provechoso ejercicio diario: leer el martirologio romano de estos días, en el que encontraremos la referencia de aquellos benditos muertos que hoy gozan de la gloria e interceden por nosotros. Pidámosles que intercedan para que nuestra Fe no desfallezca y su sacrificio no haya sido inútil para nosotros.

 

 

¿Para cuándo la verdadera Reforma Litúrgica? – 11/07/2008

Se acabaron los triunfalismos que desde hace cuarenta años hemos tenido que tragar en España, pero especialmente en Cataluña, de aquellos que cantaban las loas de las reformas postconciliares en materia de Sagrada Liturgia. Entonces, los pocos que vimos claro de lo que realmente se trató teníamos que asistir impotentes al desgarrador espectáculo del vandalismo y la iconoclastia que se desataron por doquier, derribando y convirtiendo en ruinas lo que había costado tantos siglos edificar, a costa de los sacrificios y de la generosidad de muchas generaciones. Ni las bandas de Genserico ni los oficiales de León Isáurico hicieron tanto daño en su tiempo como el que se perpetró en nombre del Concilio Vaticano II (supuestamente) y por voluntad del Papa (según se pretendía) en las décadas de revolución y contestación que cerraron el siglo XX. Hoy, a la luz de los frutos de su deletérea acción, los paladines de la reforma litúrgica más valdría que se callaran. Aún hablan, sí; pero no pueden hacerlo muy alto porque el mentís de la realidad les cerraría la boca de cuajo. Si no, ahí están los hechos, con su desnuda, descarnada e inmisericorde contundencia: iglesias semivacías, que sólo la fe a toda prueba de las personas mayores y el compromiso de ciertos seglares practicantes pertenecientes a grupos fervorosos no dejan completamente desiertas; depauperación, descuido y hasta mal gusto allí donde antaño había esplendor y pulcritud; desaparición de aquellos ejercicios piadosos que en tiempos alimentaban la espiritualidad de los fieles (meses de María, del Sagrado Corazón y del Rosario, novenas, nueve primeros viernes, cinco primeros sábados, horas santas, guardias de honor, misiones populares y un largo etcétera), despachados como “cosas de beatas” que estorbaban el sentido litúrgico y distraían del “compromiso comunitario” y cuya ausencia ha descargado de trabajo al clero ciertamente, pero para poder cerrar antes los templos y poder disfrutar más de la “cultura del ocio” (que nada tiene que ver con la vocación auténtica de un hombre de Dios).

Se pensaba que la juventud iba a llenar de bote en bote las iglesias. Aún recordamos nuestro estupor cuando en ellas introdujeron las guitarras eléctricas y la música yeyé y psicodélica cantada por simpáticos melenudos que, cuando les pasó el furor de la moda, dejaron de ir a misa y dieron la posta a los hippies, los folcloristas, los indigenistas, los cantautores de protesta y hasta a los rockeros. Venían y se iban como las olas y como ellas iban poco a poco lamiendo y erosionando las ruinas en que los liturgos de laboratorio habían convertido a la misa romana, reconocida hasta por los ajenos como monumento cultural de Occidente. Dice San Juan que todos los libros del mundo no podrían contener cuanto hizo Jesús a su paso por él; sin llevar tan lejos la hipérbole, podríamos decir que toda la Espasa no sería suficiente para documentar las barbaridades y las tonterías que se hicieron con el pretexto de acercar la Liturgia de la Iglesia al pueblo. Como toda reforma impuesta indiscriminadamente desde arriba en nombre del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, pero sin el pueblo (al mejor estilo de jacobinos, nazis y bolcheviques), la que nos endilgaron los epígonos de Annibale Bugnini, con estilo más propio de comisarios políticos que de pastores de almas, acabó por desconcertar y hartar al pueblo. Y es que éste, en su sencillez, es tremendamente lógico. Muchos, por eso, se preguntaron por qué lo que antes era bueno ahora era malo y viceversa; lo que ayer era blanco, hoy era negro. Así de simple. Y acabaron por pasar de los curas, que no se aclaraban y querían venderles la cuadratura del círculo por decreto y sin posibilidad de chistar. Era la sempiterna ley del silencio, sólo que en el pasado se nos decía “adora y calla” y en los nuevos tiempos de “libertad” y “cristianismo adulto” se nos ordenaba “calla y obedece”.

Si hay alguien en Cataluña a cuyo nombre esté ligado el recuerdo nefasto de la desacralización y la destrucción litúrgica ése es sin duda Monseñor Pere Tena, obispo auxiliar emérito de Barcelona. Se forjó una posición a la sombra de Bugnini, como el hoy cardenal Virgilio Noé, el arzobispo Piero Marini y el obispo Luca Brandolini, entre otros. Como ellos, se dedicó a recorrer iglesias, santuarios y oratorios, expurgándolos de todo lo que no considerara compatible con las nuevas ideas entronizadas al socaire del tan manido “espíritu del Concilio”. Todo lo que se juzgaba “constantiniano” desapareció. Todo lo que expresara “triunfalismo” (palabra acuñada por Mons. De Smedt durante el Vaticano II) fue eliminado. Se quiso dar idea de sencillez y sólo se consiguió un visible despojo. La verdad es que ni el ímpetu de los agentes del obispo Cranmer en la Inglaterra de Eduardo VI, ni la diligencia de los secuaces de Lutero en Alemania, ni el celo de los esbirros de Calvino, Zwinglio o John Knox en Ginebra, Zürich y Escocia, fueron tan eficaces en demoler todo lo que oliera a católico como lo fue la acción de pico y zapa de los adláteres de aquel que, por obscuras razones (nunca del todo dilucidadas), fue desterrado a la nunciatura de Teherán (eso sí con la mitra de arzobispo: promoveatur ut amoveatur). Con el auxilio de un diligente cisterciense de Poblet y otros acólitos por el estilo, Monseñor Tena se dedicó en cuerpo y alma a cambiar la faz del culto divino en la iglesia catalana con un empeño y una perseverancia dignos de mejor causa. Virgilio Noé lo hizo en las basílicas romanas mientras Piero Marini borraba el recuerdo de los fastos de las antiguas ceremonias en las capillas papales (con tanta operosidad como mal gusto). Y así los católicos fuimos condenados, por efecto de esta revolución cultural (más implacable si cabe que la de la Banda de los Cuatro) a la aridez, la mediocridad, el feísmo y la banalidad, imperantes en oficios y funciones que no sólo no atraían a nadie, sino que hicieron huir aun a los de casa, dejando las naves y las sacristías de los templos en manos de los incondicionales de siempre.

Al martirio de las cosas hay que añadir el martirio moral de las personas: el de sacerdotes y laicos que fueron sistemáticamente hostigados por su “apego nostálgico al pasado”, es decir por su resistencia –no pocas veces heroica– a pasar por el aro de la pretendida reforma que venía supuestamente de Roma. Muchos dramas interiores se produjeron en aquellos que se veían enfrentados a la falsa disyuntiva de la obediencia o la rebeldía. Lo irónico es que esos mismos que blandían la espada del acatamiento al Papa eran los primeros en contrariar la voluntad del Romano Pontífice y el auténtico mandato del Concilio. Declararon proscrito el venerable rito milenario codificado por San Pío V y sancionado con una nueva edición típica por el beato Juan XXIII, “el Papa del Concilio”. Y el rito nuevo, salido de las oficinas de los expertos, lo impusieron manu militari, aunque ni siquiera en la escueta corrección de los libros litúrgicos innovados, sino en el marco de una pretendida “creatividad” y “espontaneidad” que adulteraban gravemente la liturgia de nuevo cuño, haciéndola susceptible de no expresar ya la verdad católica. A fuerza de quitar pilas de agua bendita, reclinatorios y crucifijos; a fuerza de alzar “altar contra altar” (al decir del gran Pío XII), acabando por relegar el Sagrario sacándolo de su natural centralidad; a fuerza de eliminar ornamentos y cualquier elemento que hablara de una diferencia esencial y no de grado entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles; a fuerza de obligar a éstos a levantarse para comulgar y extender la mano para recibir la hostia consagrada o incluso tomarla como en un self-service, el rito impuesto desde 1969, que no era ni es en sí mismo censurable, se convirtió en un vehículo de práctica pérdida del sentido católico. La misa ya no aparecía como un sacrificio propiciatorio sino sólo como un convite de camaradería y hermandad filantrópica; el sacerdote ya no era el sacrificador y santificador que actúa in persona Christi, sino un animador de la asamblea o un agente o asistente social; la comunión no era ya el encuentro personal con Cristo, realmente presente en la hostia, para llenarse de su gracia y vivir la vida sobrenatural (¿qué es eso de sobrenatural?). La Virgen, los ángeles y los santos, antes considerados poderosos intercesores, eran ahora un estorbo, resabio del animismo y politeísmo de los paganos. Ninguna referencia a la trascendencia, sino la asamblea celebrándose a sí misma en una autocomplaciente atmósfera de club. ¿Y para esto hace falta ser católico? Es claro que en una perspectiva como la descrita la Iglesia no atraiga a los jóvenes y no se halle casi nadie dispuesto a entregarle su vida. Hay otras salidas al impulso generoso de la solidaridad y la beneficencia. Hoy se llaman ONG. No es de extrañar la escasez y hasta la ausencia de vocaciones.

Pero no se puede vivir en la revolución permanente. Tarde o temprano las aventuras insensatas pasan factura. La han pasado –y muy elevada– especialmente a la Iglesia catalana, páramo vocacional, desierto de espiritualidad, laberinto de politiquería y tumba del apostolado, que se estrella contra el fosilizado establishment clérico-nacionalista que aún domina en nuestras diócesis. Una nueva mentalidad se abre paso en la Iglesia, un sano redescubrimiento de la herencia dilapidada por el hijo pródigo. Benedicto XVI –papa culto, discreto y eficaz donde los haya– está reconduciendo la situación de marasmo en la que había caído el Catolicismo. Durante un cuarto de siglo lo hizo como colaborador de Juan Pablo II; en tres años que lleva de pontificado ha dado pasos decisivos, que podrían haber sido traumáticos y han resultado, en cambio, serenos dentro de su firmeza y valentía. Un buen ejemplo de ello: el motu proprio Summorum Pontificum del 7 de julio del año pasado. Con él ha querido reconciliar las dos formas del rito romano que nunca habrían debido ser contrapuestas, pero lo fueron por aquella famosa hermenéutica de la ruptura denunciada por el propio Papa en el famoso sermón en el que trazó todo un programa de recuperación católica. El Papa Ratzinger quiere que se entierren las hachas de guerra. Hay algunos –pocos, por fortuna– que las siguen blandiendo con un descaro e hipocresía igual a la vehemencia que ponían en predicar la obediencia al Papa (no al reinante desde luego). Entre éstos, triste honor de Cataluña, el obispo Carles Soler Perdigó y su factótum en liturgia, Joan Baburés, para quienes el documento papal no tiene vigencia en tierras gerundenses y que, a pesar del fracaso estrepitoso de su modelo de iglesia, persisten en su actitud pertinaz, más propia de los tiranos norcoreanos que de pastores solícitos de su grey.

Otros han sido lo suficientemente lúcidos como para cambiar de rumbo. Entre ellos hay que consignar al ya mencionado Cardenal Noé, uno de los autores de la “revolución de los altares”, quien ha llegado a declarar que cuando Pablo VI habló en 1972 del “humo de Satanás en la Iglesia” se refería a los abusos litúrgicos después del Vaticano II (entrevista a la revista Petrus). No sólo eso, sino que ha elogiado a Benedicto XVI en actitud que le honra. Sin embargo, su émulo catalán en la imposición de la reforma, Mons. Tena, no lo ha imitado en su positivo cambio de postura. Nuestro inefable ex obispo auxiliar acepta el motu proprio con la boca pequeña y apretando los dientes, como se acepta una lavativa (perdónesenos la comparación, que no pretense ser irreverente sino gráfica). Es un bocado duro de tragar para quien durante décadas se dedicó a imponer precisamente lo contrario de lo que Summorum Pontificum plantea. Por eso, no es de extrañar que en la revista que publica el Centro de Pastoral Litúrgica, alternando como en canto antifonal con el diácono Urdeix, se haya dedicado a minimizar y tergiversar los verdaderos alcances del trascendental acto papal. Tampoco sorprende que en Barcelona éste aún no se haya implementado en la medida que sería de esperar en esta importante archidiócesis, que es actualmente sede cardenalicia. ¿Será que, a pesar de todo, la longa manus del obispo Tena aún pesa desde su retiro? Mientras desde Roma el Santo Padre da ejemplo en su capilla papal, dignamente dirigida por Mons. Guido Marini (que sólo tiene de común el apellido con el arzobispo que es su antecesor); mientras en otros sitios de España y del resto del mundo católico los obispos se ponen en consonancia con la nueva tónica (que no es sino la de la Iglesia de siempre), en Cataluña y, especialmente, en Barcelona, tenemos que aguantar todavía los coletazos que da la revolución, desfasada y francamente ridícula, que tanto daño ha hecho a la Fe de estas tierras cuyo mayor atractivo ahora, desde el punto de vista religioso, es que se han convertido en campo de misión. Dejamos la pregunta colgando de la conciencia de nuestros pastores: ¿para cuándo la verdadera reforma litúrgica?

 

 

El calvario póstumo del Dr. Irurita – 26/06/2008

Hoy, cuando tanto se insiste en recuperar la llamada memoria histórica, se aprovecha para desempolvar viejas cuentas pendientes y desenterrar rencores pretéritos. Desgraciadamente no con un afán genuino de conocer la verdad y de finiquitar de una vez y para siempre un pasado que no debe volver a repetirse, sino para echar leña al fuego y ventilar de esta manera rencillas políticas y azuzar odios ideológicos. En el caso de Cataluña, la cosa es tanto más escandalosa cuanto que, habiendo sido su iglesia una de las más sufridas durante la persecución religiosa que tuvo lugar en España en los años treinta, antes y durante la Guerra del 36, pareciera que con ella no vale recordar, sino hacer contra-memoria, o sea: coger los hechos y, en lugar de dilucidarlos, distorsionarlos y retrucarlos para hacerlos servir a la propaganda anticristiana. Lo peor es que de esto se encargan no sólo los enemigos jurados de la religión católica, sino también aquellos mismos que un día se comprometieron a dedicar sus vidas a amar y servir a la Iglesia de Dios. No son los extraños, sino los propios, los de casa, los que se dedican con un ahínco digno de mejor causa a tan vergonzosa tarea.

De un tiempo a esta parte, ha vuelto a la carga en este sentido un monje de Montserrat de cuyo nombre no quiero acordarme (y si me acuerdo no quiero nombrarlo para no hacerle propaganda gratuita), indigno hijo del gran San Benito. Irguiéndose en corifeo de los sectores más contestatarios del catalanismo clerical, se ha atrevido con toda desfachatez a negar el carácter martirial de la muerte de los que fueron asesinados durante la Guerra Civil por causa de su fe católica. Según él, se trataría de muertos por causas políticas y no religiosas, víctimas en todo caso de adversas circunstancias. Por supuesto en ese caso tendría que explicar por qué si se trató sólo de eso no hubo un solo caso de apostasía entre esas víctimas. Se sabe que a muchísimos les fue ofrecido el librarse de morir e incluso prosperar en el río revuelto de la contienda con la sola condición de renegar de su Dios. Si no hubiera habido un convencimiento sobrenatural de lo que estaba en juego y una gracia particular para perseverar, desde luego que más de uno hubiera preferido traicionar su credo y así salvar el pellejo. La Historia muestra que no fue así, para gloria de una Iglesia que supo cómo formar hijos con temple. Pero, claro, cree el ladrón que todos son de su condición y probablemente al benedictino de marras le cuesta pensar en términos de martirio porque él hubiera sido seguramente un apóstata.

Es indignante que se quiera escamotear el justo reconocimiento que merecen los que sufrieron martirio (atroz en gran parte de los casos), pero lo es más que se haga por parte de aquellos mismos que son herederos del legado que dejó su sangre. Porque no nos engañemos: toda esa clerigalla progre es la directa beneficiaria de la restauración del catolicismo en España. Si no, no estarían llenándose hoy la boca con sus monsergas pseudorrevolucionarias cómodamente instalados como están en su condición eclesiástica; habrían tenido que picar piedra o roturar la tierra en los gulags de un país sovietizado y militantemente ateo como la Rusia desde la que se importaban las checas bolcheviques con todo su aparato de terror científicamente organizado. Pero lo que colma, no obstante el vaso del descaro y de la sinvergüencería es el calvario post-mortem que se le ha hecho y aún se le está haciendo pasar a un prelado ejemplar como pocos y desde todo punto de vista: el Dr. Manuel Irurita Almandoz, obispo que fuera de Barcelona entre 1930 y 1936.

Nacido en la población navarra de Larraínzar, el 19 de agosto de 1876, en el seno de una familia de sólida tradición carlista, se doctoró en Filosofía y Sagrada Teología. Se ordenó de presbítero en 1901, siendo beneficiado de la catedral de Valencia. En la capital del Turia desarrolló una ingente labor docente y catequética, así como se distinguió en el apostolado del Corazón de Jesús y la Adoración Nocturna. Fue asimismo un excelente músico, promoviendo las asociaciones y congresos de música sacra, aspecto importante de la auténtica renovación de la liturgia que, por entonces, promovía el movimiento litúrgico, aún no desviado de las directrices sabiamente marcadas por Dom Guéranger y San Pío X. Preconizado obispo de Lérida en 1926 por Pío XI, fue consagrado el 25 de marzo del siguiente año. De esa sede fue trasladado a la de Barcelona el 13 de marzo de 1930. Tanto en una como en otra dio inequívocas muestras de celo pastoral, organizando las misiones generales, que eran como un revulsivo en la vida de las diócesis y producían óptimos frutos espirituales. Por otra parte, el Dr. Irurita siempre fue sensible a la problemática social y, fiel al magisterio de la Iglesia en esta materia, difundió las asociaciones católicas de trabajadores. No se puede decir ciertamente que fuera un prelado despreocupado o, como se dice hoy con tanta petulancia “desencarnado”. Pero siempre mantenía sus miras en lo que ha de procurar un obispo: ser el buen pastor de sus ovejas y llevarlas a Dios. El profundo sentido sobrenatural que tenía de su misión y su sólida y sincera espiritualidad le valieron ser conocido como “el obispo religioso”.

En los tiempos que corrían en aquellos difíciles años de la Segunda República, el obispo de Barcelona se mostró como un hombre intrépido. No le dolieron prendas cuando tuvo que plantar cara al gobierno de la Generalitat presidido por el secesionista Lluis Companys, con quien tuvo más de un enfrentamiento por la salvaguardia de los valores auténticos de Cataluña. Aunque navarro de nacimiento, el Dr. Irurita comprendía a la perfección la realidad catalana y era consciente de aquello que había dicho el obispo vicense Torras y Bages: “Cataluña será cristiana o no será”. Es más, precisamente por ser navarro y carlista sabía que la Cataluña que pretendía implantar el separatismo no era la que la Historia había forjado ni, desde luego, la que tendría un futuro promisor. Pero don Manuel era ajeno a los politiqueos y las intrigas de palacio: a él lo que le importaba era el bien de las almas a él confiadas por el Vicario de Cristo. Por eso tuvo sus más y sus menos con el cardenal Vidal i Barraquer, más proclive a las componendas y a obrar más según el dictado de las circunstancias que de los principios (con lo cual no queremos decir, por supuesto, que el ilustre arzobispo tarraconense no los tuviera).

En Barcelona se desataron los desórdenes tras el fracaso del general Goded de alzarse en Barcelona como había hecho en Mallorca e Ibiza (lo que le costó la vida). El 21 de julio el torbellino revolucionario llegó al obispado, mientras por toda la ciudad se profanaban iglesias y se daba caza a sacerdotes, religiosos de ambos sexos y seglares significados. El Dr. Irurita se hallaba diciendo misa en su oratorio, teniendo el tiempo justo para acabarla, poner a cubierto la reserva del Santísimo y escapar por una galería secreta junto con unos cuantos familiares. En estos momentos fue providencial la intervención de un caballero católico de valor acreditado: el joyero don Antonio Tort, el cual se hallaba de veraneo en su casa de Monistrol cuando se enteró de lo que las turbas estaban perpetrando en Barcelona, decidiendo volver de inmediato para ayudar a los proscritos (lo que iba a terminar costándole la vida). Viendo al obispo junto con su familiar don Marcos Goñi deambular por las calles tras salir de su primer y precario refugio, condujo a ambos a su casa del número 17 de la calle del Call, que se convirtió desde entonces en un asilo y un centro de vida religiosa en medio de la cruenta y vandálica persecución. Además del obispo y el sacerdote se hallaban refugiadas cuatro Carmelitas de la Caridad, una de las cuales dejó un testimonio conmovedor de la vida diaria de la casa, que giraba en torno al sagrario improvisado en uno de sus rincones. Por su relato se ve la piedad extraordinaria del Dr. Irurita, que no por ello perdió su sentido práctico como prelado, ya que se las ingenió para estar en contacto con la iglesia clandestina que vivía en un estado de verdaderas catacumbas en sótanos, buhardillas y toda clase de escondrijos proporcionados por la caridad de los fieles a los miembros del clero que habían logrado escapar de la captura (algunos, por desgracia, temporalmente). Desde su refugio y mediante un complicado sistema de mensajería, dio directivas, apoyo y consuelo a sus sacerdotes, manteniendo en ellos el vínculo de la comunión diocesana.

Resulta increíble por no decir milagroso que don Manuel pudiera mantenerse a salvo hasta diciembre, habiendo arreciado sobre la capital catalana la furia anticatólica con especial saña en los primeros meses de la guerra. Fue de manera fortuita, no obstante, como se llegó a su detención. Los milicianos que invadieron el domicilio de la familia Tort el día primero de aquél, no iban en busca del Dr. Irurita, sino del dueño de casa, cuyo nombre había sido visto en una lista de peregrinos a Montserrat que llegó casualmente al comité de Pueblo Nuevo, desde donde se había enviado la patrulla armada. Así pues, los asaltantes se dieron con la sorpresa de encontrar cuatro presas más (dos de las monjas habían conseguido ser evacuadas). Ni aun así se imaginaron que uno de los dos sacerdotes fuera el obispo, al que imaginaban huido y a buen recaudo. Los cautivos, entre los que se encontraban también don Francisco Tort, hermano de don Antonio, y la hija de éste Mercedes, fueron llevados (junto con varios objetos piadosos de valor incautados) al comité de San Adrián, de donde pasaron al de San Gervasio para ir a parar finalmente al de San Elías. En este último se sometió a don Manuel a un interrogatorio que fue presenciado por una de las dos carmelitas apresadas con él. Sor María Torres, que así se llamaba, da fe de cómo el obispo declaró que nunca había dejado de decir misa durante su ocultamiento y que estaba dispuesto a decirla allí mismo si le dejaban. Cuando le arrebataron el rosario, les pidió que se lo devolvieran por no poder vivir sin él.

No duró ni cuarenta y ocho horas el cautiverio del Dr. Irurita, pues a medianoche entre el 3 y el 4 de diciembre fue llevado a Montcada i Reixach, en cuyo cementerio se le fusiló junto con otros prisioneros. Como no hubo proceso verbal de esta detención y de su desenlace, no se supo durante un tiempo dónde había sido inmolado el obispo de Barcelona. El posterior hallazgo de sus restos tras la guerra y el reconocimiento de la vestimenta que llevaba al ser detenido por parte de miembros de la familia Tort que estaban presentes en ese momento disiparon las dudas. El testimonio de otro preso que fue de la misma partida de doce condenados entre los que se hallaba el obispo, a quien había reconocido al partir para Montcada, confirmó lo declarado por los Tort. El cadáver fue llevado a la catedral, donde se le enterró en la capilla del Santo Cristo de Lepanto, mientras se abrían las primeras diligencias para incoar el proceso de beatificación del Dr. Irurita.

Pero ni en la tumba iba a tener paz sobre esta tierra el santo prelado, y esta vez no por obra de los enemigos declarados de Dios, sino de personas devotas y de buena voluntad, pero de poco discernimiento y aún menos prudencia. Resulta que tres personas, caballeros de probado catolicismo, dijeron haber visto al obispo Irurita apenas entradas las tropas nacionales en Barcelona. Se trataba del Sr. Aragonés, fundidor del Clot, un amigo de éste llamado Arbós y el Dr. Reventós, que había visitado como médico al prelado. Los dos primeros, acompañados de los dos hijos del Sr. Aragonés, se dirigían a una misa de campaña en la Plaza de Cataluña, cuando, pasando por la calle del Obispo, vieron salir del palacio episcopal a dos personas vestidas con gabardinas o abrigos y tocadas con sombrero o boina, en una de las cuales reconocieron a don Manuel, a quien se acercaron a saludar. El personaje en cuestión, al que se acercó también el Dr. Reventós (que lo había visto de lejos y se unió al grupo), tras unas breves palabras pidiendo que no lo comprometieran, desapareció poco después con su acompañante en dirección de la plaza de San Jaime. Los niños fueron testigos del encuentro e incluso fueron palmeados afectuosamente en las espaldas por el señor de la gabardina. Uno de ellos, hoy canónigo emérito de Barcelona testificó en el proceso de beatificación y contó que el episodio llegó a oídos de los hermanos del obispo y de otras autoridades eclesiásticas, que interrogaron a todos los presentes en el encuentro.

¿Qué pensar de esto? El testimonio sobre el aspecto externo de los dos personajes que salían del palacio no es preciso acerca de las prendas. Sobre la persona pudo haber también una equivocación por algún parecido razonable. La efervescencia de aquellos días inmediatos a la liberación pudo jugar una mala pasada a católicos llenos de entusiasmo por el cese de toda persecución, proclives a ver lo que querían ver y no lo que en realidad había. Que el señor obispo apareciera en ese momento habría sido muy reconfortante. Pero, además, la situación es absurda. ¿A santo de qué el obispo iba a querer ocultarse justo cuando le llegaba la hora de la libertad? ¿Qué hacía en su palacio? Si quería desaparecer, ¿por qué arriesgarse a ser visto en plena luz del día? ¿Cómo es que sólo tres adultos entre sus miles de diocesanos le hubieran reconocido? Por otro lado, esta extrañísima actitud del supuesto Dr. Irurita no casa absolutamente con la rectitud sobradamente probada del prelado, a menos que le hubieran lavado el cerebro. Esta historia parece más propia de los relatos de escapados en el último momento de que está llena la Historia: príncipes de York, falsos Demetrios, Luises XVII, grandes duquesas Anastasias y un largo etcétera. Siempre surgen testigos que juran reconocerlos y quizás no mienten, pero, aunque en buena fe, se equivocan.

En el caso de don Manuel Irurita se procedió recientemente a una comprobación de ADN practicada a los restos que están en la catedral de Barcelona mediante su comparación genética con fragmentos de los de dos de sus hermanas muertas y enterradas en Valencia. El resultado dio una coincidencia de altísima proporción. Ni aún así se ha hecho callar a los que se hallan extrañamente interesados en embrollar las cosas. Por hacer caso del testimonio de unas personas que aseguran haber visto al que creen que era el obispo de Barcelona en 1939, se hace caso omiso de otros de mayor relevancia y fiabilidad, como el de la hija de don Antonio Ponti, que vio y reconoció el cadáver del Dr. Irurita al ir a reconocer con su madre el de su padre, también fusilado, y que se hallaba al lado del primero, y el de don Eusebio Vidal, capellán de la prisión de Lérida, a quien un interno contó los últimos momentos–ejemplares, como no podía ser de otro modo– de don Manuel en el paredón por haber presenciado su fusilamiento.

No es ciertamente el obispo Irurita personaje al que la progresía catalanista enquistada en el poder de esta archidiócesis resulte simpático. Para empezar, no era un bisbe català, aunque hubiera sabido, según el precepto de San Pablo, “hacerse todo a todos” (para lo cual no hacen falta acreditaciones de tribu). Supo ser, pues, catalán con los catalanes (y uno de sus mejores y más celosos pastores, al que se debió la erección de una treintena de parroquias nuevas, especialmente en las descuidadas zonas periféricas). En segundo lugar, su estilo episcopal repugna a la clerecía modernosa que ve en el Dr. Irurita a “un obispo de antes del Concilio”, es decir, preocupado ante todo por extender el Reino de Dios en las almas y llevar a éstas a la salvación (es decir, puro trascendentalismo). Está además, su credo carlista, para el que hay una jerarquía de valores subordinados unos a otros (Dios, Patria, Fueros, Rey) y que se resumen en una palabra que es odiosa a los eternos contestatarios: la Tradición. En fin, éstos no quieren prelados piadosos, que pongan a Dios por encima de todo y cuya vida gire en torno a la misa, a los sacramentos y la oración, cuya ilusión mayor fuera –como declaró un día don Manuel– usar su poder pontifical para multiplicar los sacerdotes. Sólo les gusta los obispos (y cardenales) complacientes, negociantes, contemporizadores y politiqueros, que mientras menos les hablen de beaterías, mejor que mejor.

Ahora se comprende un poco mejor lo que pasa con el Dr. Irurita y con todos los mártires de nuestra guerra. Como hoy, si hubiera una nueva contienda intestina, desde luego muchos miembros del clero (al menos el barcelonés) no se haría matar por Jesucristo o por la misa, porque están a partir un piñón con los adversarios de la Iglesia, esos muertos estorban y su memoria les agua la fiesta. Durante treinta años, desde que el cardenal Albareda recomendó a Pablo VI correr un velo vergonzante sobre aquéllos, hasta que en 1994 el Papa que vino del Este, de otro país mártir, levantó la veda, estuvieron tranquilos los muy ingratos. Pero mientras haya católicos dignos de ese nombre, organizaciones como Hispania Martyr y páginas como la nuestra, no se van a ir de rositas, sobre todo porque Roma está ahora por sus mártires en la convicción de que su sangre es semen christianorum.

 

Pío XII y Barcelona - 12/06/2008

Hoy vamos a tratar sobre Pío XII y Barcelona, tema al cual nos da pie la invitación que acabamos de recibir para participar en los actos que se están organizando en conmemoración del cincuentenario de la muerte del gran Papa Pacelli, que se cumplirá este próximo 9 de octubre. En próxima ocasión nos referiremos más ampliamente a esta importante efeméride y a la Peregrinación Internacional a Roma  convocada por el SODALITIVM PASTOR ANGELICVS.

Cuando Pío XII (1939-1958) fue elegido al Santo Solio nadie se llamó a sorpresa dado que había sido concienzudamente preparado por Pío XI para sucederle en él. Es quizás un caso único en la Historia moderna de la Iglesia: el de un Romano Pontífice que prácticamente designa a su delfín. Eugenio Pacelli era desde 1929 Cardenal y desde 1930 Secretario de Estado, habiendo sucedido a Pietro Gasparri, el artífice de la Conciliazione entre la Santa Sede y el Reino de Italia. Pío XI conocía bien a su nuevo “primer ministro”, que correspondía al afecto y confianza que había depositado en él. Pacelli sabía conducirse ante Achille Ratti, cuya visión de las cosas compartía. Existía, pues, una clara sintonía del Secretario de Estado con el Papa, uno de cuyos frutos fue la encíclica Mit brennender Sorge contra el nazismo, que fue redactada por el cardenal Michael von Faulhaber de Munich y revisada cuidadosamente por Pacelli, que la anotó y corrigió y a quien Pío XI atribuía el mérito de su publicación. Era patente la satisfacción del Papa por el trabajo de su Secretario de Estado, pero quiso darle un conocimiento más amplio e inmediato de la realidad de la Iglesia universal, para lo cual le hizo viajar.

Cinco veces salió del Vaticano el Cardenal Pacelli en misiones encomendadas por Pío XI, lo que, dada la época es un dato notable. En 1934 asistió como Legado al XXXII Congreso Eucarístico Internacional en Buenos Aires; al año siguiente fue a Lourdes; en 1936 recorrió los Estados Unidos como Visitador Apostólico; pisó territorio francés nuevamente en 1937 para consagrar la nueva Basílica de Lisieux en honor de Santa Teresita (a la que Pío XI tenía gran devoción); en fin, en 1938, ya en plena efervescencia pre-bélica, representó al Papa en el XXXIV Congreso Eucarístico Internacional en Budapest. La gira estadounidense le valió del Papa el simpático título de “Cardenal Nuestro transatlántico panamericano”. Pero el viaje que nos interesa y hace a nuestro asunto es el primero: el que realizó a Buenos Aires.

El 24 de septiembre de 1934 partía del puerto de Génova el buque de la armada italiana Conte Grande, en cuya popa se había acondicionado un apartamento con varias dependencias para el Cardenal Pacelli, que disponía de un servicio de radioteléfono que le permitía estar en constante contacto con la Secretaría de Estado y seguir los asuntos más urgentes. El XXXII Congreso Eucarístico fue un auténtico plebiscito de catolicidad para toda la América Hispana y la presencia del Legado de Pío XI fue acogida con un desbordante entusiasmo. Al regreso de Sudamérica, el 1º de noviembre, el Conte Grande atracó en el puerto de Barcelona, donde el Cardenal Pacelli descendió para recibir el homenaje de la Ciudad Condal a invitación del gobernador militar, el general Domingo Batet, hombre de profundas convicciones católicas y métodos humanitarios (había reprimido la insurrección de octubre de la Generalitat con un mínimo coste en destrucción y vidas humanas a pesar de la violencia de los enfrentamientos).

El general Batet organizó una recepción en honor del Legado, que pudo así encontrarse con autoridades civiles y eclesiásticas catalanas. Por entonces regía la diócesis barcinonense don Manuel Irurita y Almandoz, prelado piadoso y de gran sensibilidad social, que apoyó decisivamente el Instituto Pro-obreros, establecido en 1931 y que había recibido en su momento la bendición y estímulo del Cardenal Pacelli. El obispo Irurita quiso aprovechar la brevísima estancia del ilustre purpurado en Barcelona y llevó ante él a sus seminaristas para que le saludaran y tuvieran una experiencia considerada única en esos tiempos, en los que los Papas no salían del Vaticano sino que enviaban legados, los cuales eran recibidos como si del mismo Romano Pontífice se tratase (en efecto, el legado a latere era considerado como una suerte de vice-papa). Por otra parte, no era cosa común ver a todo un señor cardenal, ya que entonces el Sacro Colegio era más restringido que ahora y el capelo se concedía a pocos prelados extranjeros. No es de extrañar, pues, la expectativa de los jóvenes clérigos que se acercaron a besar el anillo del Cardenal Pacelli acompañados de su obispo, expectativa ampliamente colmada por el halo de majestad y ascetismo que se desprendía de su persona. Dos de esos seminaristas recuerdan aun hoy vívidamente su encuentro con el futuro Pío XII: mosén Josep Mariné y mosén Francesc Campreciós. De sus labios hemos tenido el honor de recoger un emotivo y valioso testimonio.

Pacelli pudo comprobar in situ la vitalidad de la iglesia barcelonesa, a la que había dado un decisivo impulso la recentísima santa misión diocesana (marzo de 1934), que mostraría sus frutos especialmente durante la persecución religiosa, demostrando así que el obispo Irurita había desempeñado ejemplarmente su labor pastoral. Después de una recepción ofrecida a bordo del Conte Grande por el Cardenal Legado, éste partió el 2 de noviembre en su última etapa de regreso a Italia, llevándose la mejor de las impresiones de la diócesis y un recuerdo imborrable de su cortísima estancia en Barcelona. Sin duda, las informaciones de esta visita proporcionadas por su Secretario de Estado a Pío XI (que había ya demostrado su especial interés en nuestra patria un año antes, al publicar la encíclica Dilectissima Nobis, en la cual denunciaba el estado de opresión en el que vivía la iglesia española) fueron muy valiosas y contribuyeron a una actitud ponderada y juiciosa de la Santa Sede respecto de España, la situación de cuyos católicos no quería agravar.

Años después y ya papa como Pío XII, Eugenio Pacelli accedió a que fuera  Barcelona la sede del XXXV Congreso Eucarístico Internacional. La Segunda guerra Mundial había forzado a la interrupción de estas magníficas manifestaciones de fe. El último –al que, como ya vimos, había asistido como legado el entonces Cardenal Pacelli– había tenido lugar en Budapest en 1938, el año del Anschlüss y de la Conferencia de Münich. La penosa reconstrucción de Europa durante la primera posguerra había demorado, a su vez, una nueva convocatoria. Pero los fastos del Año Santo de 1950 fueron como el inicio de una nueva época de renacimiento religioso a la par que social y político. Pío XII era un convencido de la idea europeísta (concebida por el católico multirracial conde Coudenhove-Kalergi), que en esos momentos estaban gestando estadistas católicos como  Robert Schuman y Konrad Adenauer y deseaba cimentar un nuevo orden basado en la paz de Cristo y en los principios del Derecho Internacional. La Iglesia al inicio de la década de los cincuenta se presentaba, pues, como una autoridad moral firme, monolítica y rodeada de un indiscutible prestigio. Era el esplendor de llamada “era pacelliana”. En este contexto, el Papa aprobó la designación de Barcelona para reanudar la hermosa tradición de los congresos eucarísticos.

A la sazón era obispo de la diócesis el Dr. Gregorio Modrego Casaus, que se había prodigado por la candidatura barcelonesa para la celebración del magno evento. Inicialmente, Pío XII tuvo sus dudas, pero gracias a la tenacidad del prelado barcelonés, acabó por acceder. Seguramente también terminó por convencerle el grato recuerdo que Pío XII tenía de su estadía en la capital catalana. Importantes factores pesarían, por lo demás, en la decisión pontificia: el hecho de que fue Barcelona una ciudad mártir, en la que se cebó en modo particularmente cruel la persecución religiosa en el período bélico. Pero también hay que decir que no sólo se había recuperado, sino que, además, se había convertido en un importante centro de irradiación católica: nuevas fundaciones piadosas, misiones populares, sindicatos católicos (importantes en una sociedad industrial como la catalana), instituciones culturales (la Balmesiana, por ejemplo), editoriales religiosas y de difusión litúrgica (recuérdese a los editores pontificios Juan Gili y Subirana)… era, en suma, un modelo de aquella iglesia pujante y emprendedora que quería el Santo Padre. Ello había quedado de manifiesto con la misión general diocesana de 1951, al final de la cual el Dr. Modrego daba lectura a la nota con la que el entonces substituto de la Secretaría de Estado, Monseñor Montini (futuro Pablo VI), comunicaba la elección de Barcelona como sede del congreso del año siguiente.

Pío XII nombró para representarle como Legado pontificio al Cardenal Tedeschini, que había sido ya nuncio apostólico en España en 1921, permaneciendo en el cargo hasta 1938. No vamos a abundar aquí en el desarrollo de los actos del XXXV Congreso Eucarístico. Baste decir que rindió tres frutos duraderos: el primero, un renovado interés por la doctrina y la devoción eucarística gracias a las jornadas de estudio en la Universidad de Barcelona (en las que participó el célebre teólogo dominico Garrigou-Lagrange); la ordenación de 820 sacerdotes en una ceremonia multitudinaria (la más grande hasta entonces) que tuvo lugar en Montjuïc, y el barrio de las Casas del Congreso, que fue la derivación social de éste, pues se construyeron con motivo de él un importante número de viviendas populares. Símbolo plástico del evento fue la monumental cruz que fue erigida en el cruce de la avenida Diagonal con la de Pedralbes, que fue bautizado como la Plaza de Pío XII. Ante esa cruz se celebró el solemne pontifical de clausura que puso broche de oro a la manifestación católica más importante y trascendental que recuerdan los anales de la Iglesia Española contemporánea.

Del radiomensaje que Pío XII dirigió a los participantes del Congreso Eucarístico de Barcelona queremos reproducir este fragmento, que nos parece esencial: “España y Barcelona, o, mejor dicho, el trigésimo quinto Congreso Eucarístico Internacional, pasará al Libro de Oro de los grandes acontecimientos eucarísticos por su perfecta preparación y organización, por la amplitud y acierto de sus temas de estudio, por la brillantez y riqueza de las Exposiciones y certámenes que lo han adornado, por la imponente concurrencia presente, por el sentido católico que lo ha inspirado, especialmente recordando los hermanos perseguidos, y por el contenido social que se le ha querido dar, tan en consonancia con Nuestros deseos. Pero Nos deseamos mucho más: Nos queremos proponerlo como ejemplo al mundo entero, para que al veros —tantas naciones, tantas estirpes, tantos ritos — «cor unum et anima una» (Act 4,32) pueda comprender dónde está la fuente de la verdadera paz individual, familiar, social e internacional; Nos esperarnos que vosotros mismos, inflamados en este espíritu, salgáis de ahí como antorchas encendidas, que propaguen por todo el universo tan santo fuego; Nos confiamos que tantas oraciones, tantos sacrificios y tantos deseos no serán inútiles; Nos, reuniendo todas vuestras voces, todos los latidos de vuestros corazones, todas las ansias de vuestras almas, queremos concentrarlo todo en un grito de paz, que pueda ser oído por el mundo entero”.

¡Dichosos tiempos! Lástima que, volviendo la vista al panorama actual de nuestra iglesia barcelonesa el contraste sea tan sangrante. Pío XII tiene un digno sucesor en Benedicto XVI, émulo suyo en inteligencia y cultura. No se puede decir lo mismo del Señor Cardenal-Arzobispo, infelizmente pontificante. Comparado a don Manuel Irurita o al Doctor Modrego sale perdiendo inexorablemente, y eso que esos dos eximios predecesores suyos no se hallaban, como él, investidos con la sagrada púrpura, prueba de que ésta no siempre adorna a los mejores… Una archidiócesis que languidece miserablemente no son las mejores credenciales que pueda presentar un prelado, pero son la demostración de la ineptitud y mediocridad que hoy gobierna en la sede de San Severo. Con tales prendas, mucho dudamos que el eminentísimo Martínez pudiera organizar ni tan siquiera un pálido simulacro de ese magnífico acontecimiento eclesial que fue el XXXV Congreso Eucarístico (cuyo cincuentenario en 2002, dicho sea de paso, pasó sin pena ni gloria).

Roguemos para que Pío XII, cuya vinculación con Barcelona hemos evocado en estas líneas, interceda por nuestra ciudad y archidiócesis, a fin de que, bajo mejores auspicios salga de su marasmo y vuelva a ser lo que en tiempos fue: un ejemplo para la Iglesia y el mundo.

 

Fósiles del Mesozoico - 15/05/2008

Leyendo el Directorio de mayo floreal de esta semana nos topamos con una noticia que, aparte de los aspectos dramáticos de la cuestión, francamente da risa. Pensábamos que todas esas quimeras utópicas llamadas Cristianos por el Socialismo, Comunidades Cristianas de Base, Sacerdotes para el Tercer Mundo y otros grupos por el estilo pertenecían a un pasado felizmente superado, pero obviamente nos equivocábamos. Nos hemos caído de espaldas al comprobar que no sólo siguen activos (algunos, es verdad, únicamente de manera testimonial), sino que aún hay quienes se lanzan a fundar nuevos, como es el caso de la Plataforma de cristianos que se han montado el ex cura y comunista Josep Lligadas Vendrell y el párroco Quim Cervera del Gornal de L’Hospitalet. Esta nueva asociación pretende ser la casa común de cristianos comunistas y “eco-socialistas”. Lo de comunistas lo entendemos, pero ese híbrido entre ecología y socialismo es difícil de tragar. ¿Qué se pretende decir con ello? ¿Qué para defender el medio ambiente, amar y proteger a los animales y promover la sostenibilidad hay que ser socialista? Pues no, señores. Se puede ser perfectamente de derechas y ecologista. Quien esto escribe lo es. Ya está bien de reivindicar el color verde para darle tintes rojizos. Pero no es éste el asunto que nos ocupa. En otro momento abundaremos en este tema, muy presente en la realidad social catalana y barcelonesa en particular.

Veamos. El comunismo como doctrina está superado. El análisis marxista de la realidad basado en un monismo economicista ya no se sostiene. La globalización económica ha diluido todas las teorías deterministas de Karl Marx. Su materialismo dialéctico está, pues, desacreditado. Más todavía su materialismo histórico. Contra sus predicciones, la sociedad humana no ha desembocado inexorablemente en el comunismo final y no parece ser que las tornas vayan a cambiar. Pero, además, el comunismo como praxis ha sido un rotundo y estrepitoso fracaso. Fracaso que, desgraciadamente, ha costado una cuota inconmensurable de sangre y de sufrimiento y ha sepultado a generaciones de hombres y mujeres en el hoyo de la desesperanza, en el cual se encuentran aún los habitantes de esos ex paraísos comunistas que nos pretendían vender los ideólogos progres de los 60, 70 y 80 y que aún se empeñan en dar coletazos publicitados por la parafernalia revolucionaria (Cuba y Norcorea). No sabemos cómo todavía puede atreverse alguien a representar políticamente una doctrina y una praxis que están irremediablemente muertas. Todavía menos comprendemos cómo hay sacerdotes (y ex sacerdotes) que todavía pretenden remitirse a semejante sistema como modelo de vida para un cristiano. Cuando se trataba de entusiasmos juveniles por una ideología que estaba de moda y aún no había sido desenmascarada, aún era comprensible (aunque no excusable). Esos entusiasmos hoy no pueden ser sino indicios de senilidad.

Pero sigamos. El socialismo, la cara amable del marxismo, es mucho más preocupante. Pretendió las mismas cosas que el comunismo aunque no de forma abiertamente revolucionaria, sino valiéndose de los mismos vehículos políticos de la democracia occidental, constitucional y parlamentaria. Actualmente, el socialismo es conservador en economía pero sigue siendo tan deletéreo como en el pasado por lo que se refiere a lo social. Lo estamos viendo cada día en la España bajo el gobierno de Rodríguez Zapatero: educación para la ciudadanía (adoctrinamiento estatal de la juventud), ley de la memoria histórica (revanchismo de los perdedores de la Guerra Civil), matrimonios homosexuales (atentado contra el modelo tradicional de familia), laicismo militante (reducción y arrinconamiento de la Iglesia Católica al papel de mera asociación privada), etc. Francamente, y por muchos José Bono que haya dentro y fuera del PSOE, no es concebible que un auténtico cristiano pueda estar de acuerdo con los postulados socialistas, precisamente cuando todo lo que se refiere a la justicia social (vivienda, trabajo, distribución de la riqueza) ha quedado en sordina porque el socialismo ha aceptado la economía de mercado y las reglas de juego del capitalismo. ¡Ojo!: el socialismo postmoderno no es el socialismo reivindicativo de antaño. Éste era quizás más sincero; aquél es peor porque sabe perfectamente lo que maquina y nos traerá una sociedad completamente desarticulada y en la que la vida estará al absoluto arbitrio del individuo y del poder (aborto, manipulación genética y eutanasia). Pero creemos francamente que al ex mosén Lligadas y al mosén Cervera estas distinciones le suenan a sutilezas y creen que aún estamos en los tiempos de la canción-protesta, y las sentadas callejeras.

En cualquier caso, proponer (aunque sea desde la más supina inconsciencia) como compatibles cristianismo y socialismo (de cualquier naturaleza que éste sea) o comunismo, siendo que son –como muy bien dijo el intrépido e injustamente olvidado Pío XI– antitéticos, significa condenar a la religión católica a la práctica extinción. El hombre socialista, sea que se trate del luchador social como del político acomodado en la sociedad de consumo, vive fundamentalmente en la inmanencia absoluta. Sólo se trata de satisfacer necesidades materiales; por eso, propone el sistema del bienestar, sin ninguna referencia a lo trascendente. Dios, la Religión y el mundo sobrenatural son para él entelequias sobre las que no vale ni la pena discutir: de ahí su actitud agnóstica. Es peor que el comunismo y su ateísmo militante porque éste, al menos, se ponía el problema de Dios y lo trascendente para atacarlos, en tanto que al socialismo esta cuestión le trae al pairo (y es éste uno de los rasgos que lo emparenta con el liberalismo).

Pero, como decimos, a nosotros la plataforma de marras nos huele más bien a naftalina, la de los vetustos baúles donde se amontonan los ropajes no clásicos sino sólo viejos y, por lo tanto, pasados de moda con los que se ha revestido la utopía izquierdista a lo largo de su existencia: boinas estrelladas, camisetas con la silueta del Ché, chaquetas allendistas, bufandas con el rostro de Mao y cosas por el estilo. Si la progresía clerical que infesta el establishment cato-catalán imperante no tiene propuestas más originales, nos tememos que va a continuar haciendo el ridículo y siendo el hazmerreír de todo el mundo. Eclesialmente, sin embargo, estos jueguecitos son peligrosos, dado que, como sus inventores todavía tienen inexplicablemente poder, están emponzoñando las parroquias a través de sus correas de transmisión (los agentes de pastoral), ahuyentando a la gente que quiere encontrar religión y no política barata en sus iglesias y disuadiendo las posibles vocaciones sinceras al verdadero sacerdocio de Cristo que podrían aparecer (aunque mucho nos tememos que Dios se lo esté pensando mucho antes de suscitar vocaciones para diócesis claudicantes y contemporizadoras con sus enemigos).

Como la Parroquia de Entrevías, inexplicablemente tolerada por el Cardenal Rouco (para que después digan de él que es un carca recalcitrante), la flamante plataforma catalana se nos antoja un fósil del mesozoico; aun más, un engendro como el imaginado por Michael Crichton y llevada a la pantalla grande por Steven Spielberg en su Jurassic Park, consistente en hacer revivir las especies extinguidas hace 65 millones de años a través de su ADN encerrado en un mosquito. Y es que, realmente, la idea es la que podría salir de un mosquito…

 

 

Como lobos rapaces - 01/05/2008

“Attendite a falsis prophetis,
qui veniunt ad vos in vestimentis ovium,
intrinsecus autem sunt lupi rapaces”.

Los que ingenuamente nos augurábamos hace algunos meses que Lluis Martínez Sistach acabaría haciéndose merecedor con el tiempo del rojo capelo dispensado por Roma no nos hemos equivocado… pero hay que matizar (porque parece que de matizar se trata): el rojo es el color de la sangre y el título cardenalicio que le tocó a nuestro inefable arzobispo –el de San Sebastián en las Catacumbas– evoca en modo especial la efusión de ella por tratarse de un lugar marcado en modo particular por la presencia de los mártires. Sólo que no es la suya la que el purpurado barcinonense, fiel al juramento de su cardenalato, tiñe hoy dramáticamente sus vestiduras prelaticias, sino la de todos aquellos inocentes de cuya muerte se ha hecho cómplice por no haber hecho honor a su obligación de pastor, sino por haberse convertido en un lobo rapaz. Por supuesto nos estamos refiriendo a su deplorable actuación en el inaudito e inédito caso del que se ha hecho tristemente célebre como el cura abortista de Barcelona.

Nuestra pluma hasta hoy se había resistido a cargar sus tintas contra el Cardenal Martínez Sistach y nos obstinábamos en darle un voto de confianza pensando que lo suyo era una actitud timorata provisional al hacerse cargo de una archidiócesis que estaba hasta el cuello de problemas y entregada atada de pies y manos a los mercenarios. Confiábamos en que no quería comprometerse hasta tener bien pensada una estrategia que pondría en marcha a la primera oportunidad que se le presentase: entonces no le dolerían prendas en coger el rábano por las hojas y empezar a cortar cabezas. Pero nos hemos equivocado miserablemente. Hace unos días estalló el mayor escándalo que puede protagonizar un sacerdote, tan impensable, tan inconcebible, tan inimaginable que le ha cabido a Barcelona el triste honor de crear escuela con él: un cura que pagaba abortos a las feligresas que acudían a él en busca de consejo. No hace falta insistir en lo monstruoso del caso: salta a la vista. Era ésta la circunstancia en la que el Señor Cardenal tendría que haberse mostrado por fin como obispo. ¿Qué ha hecho? Se ha comportado, por el contrario, como un lobo rapaz.

La comunicación de la Delegación de Medios de Comunicación del Arzobispado de Barcelona habla por sí sola: en lugar de transmitir la esperadísima voz del Señor Cardenal, pronunciándose sobre un hecho gravísimo y sin precedentes, como todo el mundo está esperando desde hace días y es su deber ineludible, se trata, en cambio, de una nota que se emana a petición del sacerdote directamente implicado en los hechos intentando justificar lo injustificable. Calla el que tiene que hablar y el que tendría que callarse es el que habla, pero no en términos de desmentido (que ojalá hubiera sido el caso) o de arrepentimiento, sino con la desfachatez de pretender hacernos comulgar con ruedas de molino y de confundirnos con eso de matizar lo que no admite matiz de ningún género.

Oiga usted, mosén Pousa: de su propia iniciativa y espontáneamente reveló a un periódico que pagaba abortos a sus feligresas. Ahora bien, esto o es verdad o es falso. O es sí o es no. O pagana o no pagaba. No puede ahora venirnos con zarandajas y decirnos que sí es no y no es sí o que entre el sí y el no hay un término medio tan amplio como el caleidoscopio. Sobre la comisión u omisión de un acto sólo se admite el blanco y negro. Sean las que hayan sido sus motivaciones o el pretendido trasfondo social del asunto, lo que interesa es saber si usted corrobora lo dicho anteriormente o no: si usted pagó esos abortos la ley canónica (y eventualmente la civil si es el caso) debe recaer con todas sus consecuencias sobre usted; si resulta que, al final, no pagó es usted un mentiroso desvergonzado, irresponsable y sensacionalista, que ha creado una alarma injustificada y terrible en la comunidad eclesial y como tal merece que se lo castigue ejemplarmente. En ambos casos es imperativa y urgente la adopción de medidas por parte de su ordinario, pero éste calla… Ya ha pasado suficiente tiempo como para que hubiera aparecido, por ejemplo, una carta pastoral a los fieles, aclarándoles al menos que, una vez esclarecidos los hechos, se actuará con contundencia. Magnífica ocasión para recordar el magisterio de la Iglesia sobre la vida. Pero Martínez Sistach no ha dicho esta boca es mía hasta el momento.

En su lugar, su oficina de información se dedica a dar cancha a mosén Pousa para que éste intente vendernos una versión absolutamente inadmisible de los hechos, de la cual sólo se desprende que en modo alguno considera haber hecho algo malo y de que todo se trata de una lamentable malinterpretación. Dice que en su trabajo social (ojo: no dice “pastoral”, lo cual ya de por sí es significativo), ha procurado hacerlo “en comunión con el pensamiento de la Iglesia sobre el respeto a la vida humana desde su concepción hasta la muerte”. Es evidente que “procurar” no es lo mismo que “cumplir sin reservas y a rajatabla” como era su obligación como sacerdote (a fortiori en tema que no es opinable). Pero no contento con esto “lamenta que, en muchos casos, las estructuras sociales estén en contradicción con el debido respeto a la persona, que es imagen de Dios”. O sea, la culpa no es suya, sino de las estructuras. Ya hemos oído esa cantilena del pecado social: es historia vieja, como que fue el caballito de batalla de los teólogos de la liberación, que negaban el pecado personal y le echaban la culpa a las “estructuras de pecado”. Es decir, que pagar abortos no es malo en sí, sino que como la sociedad obliga a ello, pues no hay otro remedio. ¡Menuda desfachatez! Después de esto, declarar que quiere “testimoniar su sentido de comunión con la Iglesia en su tarea pastoral” suena a sarcasmo cruel. No se sabe qué idea pueda tener mosén Pousa de lo que es la comunión eclesial ni la tarea pastoral. Desde luego, con su conducta ha demostrado que es paupérrima.

Lo más lacerante y sangrante de todo este trágico juego es que cuenta con la complicidad de quien debiera poner orden. El Señor Cardenal ha recibido al cura abortista. No sabemos si le ha hecho la reprimenda o no. Pero esto ya no es un asunto privado que se pueda resolver en el tête-à-tête: es un escándalo público, del que debe resultar la aplicación de la ley canónica. Si se verifica la culpabilidad, remoción del oficio y excomunión. Diríamos también consigna al brazo secular, pero mucho nos tememos que éste trataría a mosén Pousa como un héroe. Entretanto, hete aquí a Fausto blanqueando sepulcros: los que chorrean la sangre de los santos inocentes. Qui potest capere capiat!

 

 

La vida monástica salvará Cataluña - 17/04/2008

Hace unos días tuvimos una experiencia de aquellas que, desgraciadamente, se van haciendo más raras en el cuadro de nuestra vida cotidiana, pero no por ello deja de marcar el espíritu profundamente. Asistimos a la misa de mes en sufragio del alma de Dom Gérard Calvet, O.S.B., fundador y primer abad de la Abadía de Santa María Magdalena del Barroux, cerca de Aviñón. Ya conocíamos el monasterio por haber estado anteriormente en él en el curso de un retiro espiritual, pero esta última visita nos refrescó la memoria sobre lo que significa la existencia de esos monjes que un día optaron por volver a la tradición litúrgica y a las costumbres ancestrales de la benemérita orden benedictina.

Según aprendimos de un querido maestro jesuita, el P. Florentino Alcañiz (apóstol renombrado del Sagrado Corazón de Jesús), el monacato ha salvado al cristianismo en los momentos de mayor peligro. Lo hizo con Antonio y Pablo, los grandes anacoretas egipcios que inauguraron un modo de vida radical y exigente que contrarrestó al cristianismo facilón y de masa que fue la contrapartida de la libertad dada a la Iglesia en el siglo IV. Lo hizo también con Pacomio y Basilio, iniciadores de la vida cenobítica, que resolvió las dificultades prácticas que planteaba la soledad absoluta. Lo hizo con Benito de Nursia en tiempos de descomposición política y social, gracias a la sabiduría de su Regla y a la estabilidad de sus monasterios, último refugio de la civilización. Lo hizo con San Odilón y Cluny en el escandaloso y férreo siglo X; con San Bruno y sus Cartujos contra la tentación temporalista y mundana; con San Bernardo y el Císter en el decisivo tránsito de la Alta a la Baja Edad Media; con Dom Guéranger y Solesmes, después de la terrible crisis revolucionaria… Inclusive formas de vida consagrada –que en su momento fueron novedosas y desempeñaron un papel decisivo en la vida de la Iglesia– como las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, carmelitas) y las congregaciones de clérigos (jesuitas) pueden ser reconducidas al espíritu y ejemplo del monacato como muy bien sostiene Walter Nigg en su libro El Secreto de los Monjes (tanto más valioso y atendible cuanto que su autor es un protestante suizo que lo escribió desde una actitud objetiva y sin prejuicios).

En Occidente –sin olvidar el aporte de San Agustín– es San Benito quien con justicia puede ser llamado cenobiarca, como el gran inspirador y el obligado referente del gran movimiento monástico. La orden por él fundada y que se ha ramificado prodigiosamente en varias familias a lo largo de la Historia está en la base de nuestra civilización. Gracias a sus monjes, que evangelizaron Europa y conservaron y transmitieron el rico acervo cultural de la Antigüedad es como pudo producirse la fecunda amalgama de los valores de ésta con el Evangelio, produciéndose así un modo de vida que es, a pesar de todo y la grave crisis que padece hoy, el nuestro. Los benedictinos lograron establecer lo más parecido a la Ciudad de Dios (de la que trató el gran obispo de Hipona) en la tierra con su paciente y silenciosa labor, pero sobre todo gracias a la eficacia de la oración, que la hizo fecunda. Grandes observantes de la liturgia, allí donde se establecieron elevaron a Dios su plegaria constante y metódica, evangelizando al pueblo mediante la belleza del culto y organizando su vida al ritmo de lo sagrado, dando un sentido trascendente al año, a sus estaciones, a los días y las horas. Los monasterios se convirtieron, además, en importantes centros de vida económica, particularmente por lo que se refiere a la agricultura, la ganadería y la artesanía. Alrededor de ellos crecieron pueblos y aldeas, que se beneficiaban de su proximidad. Y no hablamos sólo de las grandes abadías (Montecassino, Subiaco, Fulda, San Gall, Cluny, Samos, Silos, Ettal): el más humilde cenobio bajo la Regla de San Benito tuvo su importancia en el desarrollo de su entorno humano.

Cataluña no escapó, por supuesto, al decisivo influjo monástico, al punto que a justo título puede decirse que la identidad catalana se forjó y plasmó en gran medida precisamente gracias a él. ¿Quién no conoce la figura señera del abad Oliba, auténtico padre espiritual del Principado? Santa María de Ripoll, Sant Sadurní de Tavèrnoles, Sant Miquel de Cuixá, Sant Pere de Rodes, Sant Martí del Canigó, Sant Miquel de Fluviá y varios nombres más son hitos de la gran aventura benedictina en tierras catalanas, pero, sin duda alguna, dos son los que la Historia ha privilegiado como potentes focos de irradiación religiosa y cultural: el benedictino Montserrat y el cisterciense Poblet. El primero tuvo mucho que ver con la renovación litúrgica iniciada en Solesmes y contribuyó decisivamente a difundir el primer movimiento litúrgico (recuérdese el famoso misalito del P. Alfonso María de Gubianas, monje montserratino). El segundo estuvo ligado a la Casa Real aragonesa y a los más importantes linajes catalanes, hasta el punto de convertirse en panteón regio y nobiliario oficial (el Saint-Denis de Cataluña). Poblet, además, fue un monasterio varias veces mártir: en ocasión de la invasión francesa en 1809, durante el trienio liberal, durante la primera guerra carlista en 1833 (de lo que en 2008 se cumple el 175º aniversario) y con la desamortización de Mendizábal. Montserrat también pasó lo suyo: no olvidemos su importante papel en la resistencia anti-napoleónica de 1808 y la cuota de sangre que tributó en el curso de la persecución religiosa bajo la Segunda República (aunque el benedictino Hilari Raguer escamotee a sus hermanos de hábito la condición de mártires).

Cataluña hoy día es un pueblo que se aleja cada vez más de su identidad tradicional e histórica –inequívoca e irrenunciablemente católica– y reniega de sus raíces cristianas (siguiendo la moda de la Europa laicista y liberal). Hoy vemos con estupefacción cómo nuestras iglesias se vacían, cómo un número grande y creciente de niños catalanes ya no son bautizados (se ha inventado el absurdo “bateig civil”), cómo se promueve desde las instancias públicas el indiferentismo religioso, cómo se clama contra la intolerancia cuando se trata de manifestaciones que pueden herir a otras confesiones (el Islam en especial) mientras se ataca impunemente al Catolicismo de muchas maneras (en su doctrina, en sus representantes, en su liturgia y en sus símbolos). En fin, ¿para qué seguir? Lo vemos diariamente y no pocas veces lo hemos denunciado desde estas mismas páginas. Cierto es que este fenómeno se inscribe en un movimiento más amplio de apostasía que afecta a España, a Europa y a Occidente en general, pero no es menos cierto que en Cataluña adquiere tintes dramáticos por la complicidad pasiva de la Jerarquía y del clero, que han dejado de lado el espíritu combativo y de resistencia porque prefieren una política de coexistencia que les garantice una mínima tranquilidad para sobrevivir en términos de mínimos.

¿Y los monjes? ¿Dónde están esas intrépidas falanges que salvaron lo que pudieron de un imperio en mortal decadencia y lo supieron transformar en una civilización pujante y floreciente? La situación hoy es como en los tiempos de San Agustín y San Benito y plantea un reto semejante al de esa época de tinieblas, a la que el monacato supo dar la luz. Lo que pasa es que no sabemos si, por lo que respecta a Cataluña, los exponentes de la vida consagrada están a la altura del reto. A juzgar por los que vemos en Montserrat y Poblet (y no son más que los ejemplos más visibles), mucho nos tememos que no. Hace falta una renovación radical de la vida monástica en nuestra tierra, una renovación que vaya a lo esencial, es decir, que se centre en lo que es la razón de ser de la vocación de la vida consagrada, o sea la liturgia. Sólo sobre el culto a Dios se puede edificar algo serio; desde luego no sobre los hombres, sus veleidades y su política. Que veamos, por ejemplo, enterrar a todo un abad de Montserrat, rodeado de los que reivindican identidades espurias y en medio de intereses políticos y no espirituales (¿acaso vimos que se santiguaran los Carod y sus homólogos?), y no haya habido un revulsivo espiritual alrededor de su féretro es sintomático. Todo lo contrario de los funerales de Dom Gérard, rodeados de una atmósfera en la que se respiraba lo sobrenatural y exenta de contaminaciones mundanas. La restauración de la Cataluña cristiana pasa por su renovación espiritual y ésta podrá ser nuevamente obra de los hijos de San Benito si son fieles a su santo patriarca. Que así sea.

 

Ciñámonos los lomos - 13/03/2008

El nuevo triunfo electoral de los socialistas en España es un campanillazo para los católicos, especialmente para los Señores Obispos, a quienes el presidente Rodríguez Zapatero ya advirtió que, de ganar, iba a ponerles las cosas difíciles. Por de pronto, habrá que esperar la denuncia de los acuerdos Iglesia-Estado vigentes, que no acomodan ya a un gobierno laicista militante, empeñado en acabar de descatolizar a España (que ya de por sí es un país medio descreído). También habrá que estar preparados a las ofensivas que no tardarán en lanzarse para promover aún más el aborto e introducir la eutanasia, así como para apoyar resueltamente la manipulación de las células estaminales embrionarias humanas. Al sedicente matrimonio homosexual se querrá añadir ahora la posibilidad de adopción de niños por tales parejas. El combate se presenta duro, pero, ¿estaremos a la altura?

¡Qué duda cabe que los seglares están hoy quizás mejor organizados que hace unas décadas! Después de la crisis de la Acción Católica (la niña de los ojos de Pío XI) y su decadencia en los años salvajes del postconcilio, quedó un vacío en el ámbito del apostolado laico, sólo compensado parcialmente por asociaciones siempre activas, como la Legión de María por ejemplo. Por supuesto, nos referimos sólo a las ortodoxas, porque otras hubo que han continuado a través de todo este tiempo apoyando la contestación en el seno de la Iglesia. En los últimos años han ido surgiendo iniciativas novedosas, al amparo del pontificado de Juan Pablo II, que han incorporado los nuevos métodos y las nuevas tecnologías a su organización y apostolado. No se puede soslayar la importancia de esos grupos en importantes causas como la defensa de la vida. El gran éxito tanto de la Jornada Mundial de la Juventud de Valencia (a la que asistió el Santo Padre Benedicto XVI) como las grandes manifestaciones recientes en Madrid y Barcelona a favor de la Familia, así como el descubrimiento y la desarticulación de una red de abortos clandestinos operante en España, se deben fundamentalmente a las organizaciones laicas.

Sociológica y estadísticamente, el Catolicismo es la confesión de la mayoría de la población española, pero ello sólo es un dato aparente. La verdad es que la práctica religiosa se halla a niveles alarmantes (como el de nuestros pantanos). La asistencia a misa y la frecuencia de los sacramentos –dos de los baremos más indicativos– es exigua y descendente según se va de mayor a menor edad de los fieles, lo que presagia una progresiva disminución por una mera cuestión de pirámide demográfica. Como contrapunto de los practicantes están los claramente hostiles, ya no sólo a la Iglesia como institución (como el viejo anticlericalismo) sino también a la religión misma. Y no sólo se trata de una actitud puramente personal, sino que se traduce en declaraciones y gestos públicos, como la apostasía, la blasfemia y la contumelia contra todo lo sagrado o venerando. Hay grupos, vinculados a determinados lobbies (como el llamado “poder rosa”), que hacen militancia de descreimiento y de anticatolicismo. Aún son minoritarios, pero hacen mella en la sociedad, al acostumbrarla a la irreverencia y el sacrilegio. El grueso de la población española puede ser considerado hoy como indiferente en mayor o menor grado a la religión, a la que se pondera sólo desde su utilidad como agente de beneficencia y cuyas ceremonias -privadas de connotaciones de fe– sirven sólo para rodear ciertos acontecimientos sociales relevantes. En este contexto no es de extrañar que surjan pocas vocaciones sacerdotales y religiosas, cuyo número es alarmantemente bajo en un país que en tiempos fue de las primeros en clero y misiones.

Cierto es que la situación de España no es única: por todas partes la Iglesia sufre los ataques del secularismo y el laicismo (lo cual no puede ser ningún consuelo por otra parte), pero el caso de nuestro país es particularmente lacerante y es, en algunos aspectos, más grave que el de otras naciones europeas y, por supuesto, de las hispanoamericanas. Ahora bien, cabe preguntarse: ¿cómo se llegó a esto? Y no basta referirse a la tan manida explicación de la descomposición del franquismo y el consiguiente final del llamado nacional-catolicismo. Desde el punto de vista sociológico puede valer algo; desde el punto de vista de la fe, no. La Iglesia Católica fue acusada durante la Segunda República de haber estado aliada al poder bajo la monarquía, pero es curioso que su vitalidad no se viera afectada por la propaganda de sus enemigos como ahora. Cierto que en la España de antes de la guerra había indiferencia y sentimientos anticatólicos, pero no en la medida actual y, desde luego, se hallaba compensada por una militancia valiente y fervorosa. ¿Puede decirse esto hoy? Mucho nos tememos que no.

Empezando por los Obispos. Salvo raras excepciones, el panorama es desolador: nunca se vio tanta mediocridad en la jerarquía española. ¡Qué lejos quedan los tiempos de un Osio de Córdoba o de los padres conciliares españoles que brillaron en Trento y en el Vaticano I! ¿Dónde están hoy los Cisneros, los Tomases de Villanueva, los Toribios de Mogrovejo, los Juanes de Ribera, los Torras y Bages, los Claret, los Herreras Oria, los Guerras Campos? Incluso a alguien como el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, a pesar de su desafortunado viraje eclesial, no puede regateársele un indudable talento y una cierta superioridad de los que carecen sus hodiernos homólogos. Da pena ver una asamblea de la Conferencia Episcopal: parece una reunión de directorio de cualquier empresa que cotiza en el mercado, con sus ejecutivos grises, aburridos y convencionales preocupados sólo de su rutina burguesa y capitalista. Desfilan por ella los obispos enfundados en sus trajes de clergyman,que les confieren ese aire poco carismático de burócratas y hombres de negocios (que no logra disipar la cadena de la vergonzante cruz pectoral metida en el bolsillo que asoma por sus chaquetas de sastrería eclesiástica). Desde luego no se podrá decir nunca de Sus Excelencias que habrán sido la causa ocasional de alguna vocación, como fue el caso del Cardenal Faulhaber, la visión de cuya persona en el esplendor de sus hábitos prelaticios inspiró la idea de hacerse sacerdote a un extasiado niño llamado Joseph Ratzinger.

Los sacerdotes se han convertido también en funcionarios de lo sagrado, si es que por ventura, en medio de la vorágine inmanentista que todo lo envuelve, puede todavía hablarse de lo sagrado o es inteligible este concepto. Y es que después de cuarenta años de confusión y de revolución, de reduccionismo del culto a puro sentimentalismo, de la depreciación de lo místico y de la depauperación de la expresión plástica de la belleza en la Iglesia, nuestros curas se ven impotentes y se enfrentan a mil dificultades para reconducir la situación por los justos cauces. Que hagan examen de conciencia y se pregunten si ellos mismos no han contribuido a la desorientación y el desencanto de los fieles. Algunas veces hemos oído a párrocos que se quejan de que sus fieles observan poco respeto en sus iglesias. ¿Quién tiene la culpa? ¿No fueron los propios curas los que quitaron las pilas de agua bendita, los reclinatorios, al Santísimo del sitio central del santuario? ¿No fueron ellos los primeros que propiciaron que se hablara dentro del templo, que se aplaudiera, se saltara, se hiciera algarabía? ¿No fueron ellos los que abolieron toda forma y signo exterior de respeto y reverencia a Jesús en la Eucaristía, dando la comunión de pie y en la mano o, peor aún, a veces poniendo el copón a disposición de los comulgantes como en un self-service? Ahora les preocupa no poder imponer el silencio en las funciones sacras, no hallar eco en las exhortaciones a mostrar actitudes de reverencia y adoración, ver que las primeras comuniones se convierten en festivales de vanidad, en los que lo esencial (que es recibir a Jesús Sacramentado) es relegado a un plano ínfimo y sin relevancia alguna (y lo mismo dígase de los bautizos, las bodas y los entierros). No, reverendos, no se puede sembrar abrojos y pretender recoger trigo. Pero nunca es tarde cuando hay buena voluntad y sentido sobrenatural. Lo que pasa es que la labor es inmensa: hay que catequizar desde los elementos más básicos, prácticamente desde la misma noción de Dios y de la fe.

¿Y los seglares? Aparte de los pocos realmente comprometidos en el buen combate y de los laicos enquistados en los consejos parroquiales como si se trataran de sóviets (donde mangonean a su gusto formando mafias inaccesibles para otros), hay una gran apatía extendida entre los que aún conservan la fe y se sienten católicos. Desgraciadamente, el español es atávicamente pasivo cuando se trata de empeñarse en una lucha. Espera que todo le llueva del cielo y su religión que la defiendan otros. Siglos de estado católico han producido un tipo de fiel comodón y conformista, lo diametralmente opuesto a esos intrépidos católicos de Francia, Alemania, el Reino Unido o Estados Unidos, que han tenido y tienen que luchar por su Iglesia en situaciones de minoría o de persecución, que son capaces de levantar templos, de patrocinar generosamente vocaciones, de sostener a sus sacerdotes moral y económicamente, de plantarle cara a los enemigos de Dios y de organizarse, informarse y hacerse fuertes.

Éste es el triste panorama con el que se abre el nuevo curso político. Quizás sea una bendición de Dios el que Rodríguez Zapatero vuelva a ser presidente. A veces es necesario que las cosas se precipiten o lleguen a su paroxismo para que empiece la regeneración. Los Obispos van a tener que ceñirse los lomos porque les espera una dura batalla. Ojalá se pongan a la altura y se dejen de arribismos, de afanes de protagonismo y de disputas mezquinas. Que relean a San Pablo (en cuyo año jubilar estamos) e interioricen lo que dice a Timoteo y a Tito sobre cómo debe ser y comportarse un pastor de la grey. A ver si así compensan su mediocridad con un sincero y ferviente celo apostólico. En cuanto a los sacerdotes y fieles, la Iglesia discente, demos gracias a que en el Solio se sienta un papa como Benedicto XVI, hombre de fe y de cultura, que es lo que debemos ser también nosotros. Él es el capitán que marca la ruta y seguirla no puede llevar sino a puerto seguro, a pesar de todas las tormentas y los riesgos de naufragio y contra el viento y la marea adversos que azotan hoy a  nuestra patria.

 

A vueltas con la nota de la Conferencia Episcopal – 28/02/2008

El pasado 19 de febrero se hizo pública una declaración firmada por algunas personalidades de confesión católica del mundo político, administrativo, científico, artístico y cultural de ámbito catalán, en la cual se comenta la nota de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española ante las elecciones generales del 9 de marzo. La valoración que se hace de este documento es negativa, ya que se dice que su contenido y su presentación pública contradicen “una visión esperanzada de la sociedad y la libertad de opción política de los cristianos”. Además, la nota “acentúa ciertos aspectos que la asimilan al discurso de un determinado espectro político” (en evidente alusión al PP) y, en cambio, se atenúan “otras consideraciones que son también fundamentales en la Doctrina Social de la Iglesia” y, por tanto, determinantes para un católico a la hora de discernir su voto.

En primer lugar, hay que tener en cuenta que la nota de los obispos remite a un documento previo: la instrucción pastoral sobre las Orientaciones morales ante la situación actual de España de 23 de noviembre de 2006. Por lo tanto, en la presente ocasión, simplemente se trata de hacer un recordatorio de los aspectos que son más acuciantes por haber sido los que más presentes han estado en el debate político de los últimos meses, a saber: la defensa de la vida humana en todas sus etapas, la promoción de la familia fundada en el matrimonio, la libertad de la enseñanza y la educación de calidad para todos, el problema del terrorismo, la cuestión de los nacionalismos y problemas de índole social (inmigración, paro, inasistencia, prostitución, postergación de la mujer, violencia doméstica, explotación infantil, desamparo, discriminación de personas y de comunidades autónomas). La nota dice que las situaciones concretas descritas en el último de estos apartados que hemos mencionado “deben ser tenidas muy particularmente en cuenta”. No es cierto, pues, que, como dice la declaración objeto de nuestro comentario, esas consideraciones “se arrinconen” al final del texto como si se les restara importancia.

La mención concreta al problema del terrorismo –que es tan sólo uno de los temas– no significa un apoyo a ninguna opción política concreta. Léase bien lo que se dice: “El terrorismoes una práctica intrínsecamente perversa, del todo incompatible con una visión moral de la vida justa y razonable. No sólo vulnera gravemente el derecho a la vida y a la libertad, sino que es muestra de la más dura intolerancia y totalitarismo. Una sociedad que quiera ser libre y justa no puede reconocer explícita ni implícitamente a una organización terrorista como representante político de ningún sector de la población, ni puede tenerla como interlocutor político”. Que el terrorismo sea una práctica intrínsecamente perversa, incompatible con una visión moral de la vida justa y razonable es algo que cualquier persona decente y civilizada (y no sólo los católicos) subscribiría. En cuanto a que una sociedad no pueda reconocer explícita ni implícitamente al terrorismo como representante político de ningún sector de la población es también claro. Lo contrario significaría reconocer que hay un sector de la población que se cree con derecho a imponer sus ideas y aspiraciones por la violencia y que ello forma parte de la normal vida política de la sociedad civil, lo cual es sencillamente monstruoso. Ahora bien, por lo que se refiere a que el terrorismo no puede ser tenido por interlocutor político válido ha de explicarse.

Hay que distinguir entre interlocución violenta e interlocución política. Es evidente que si a uno le apuntan con una pistola, por fuerza ha de avenirse a negociar con quien le amenaza de esta manera porque le va en ello la vida, pero lo pactado en estas condiciones es nulo por falta de libertad de una de las partes. Análogamente, el Estado no puede considerar como interlocutor político válido a ningún grupo terrorista en cuanto tal, es decir, en cuanto injusto agresor con ventaja, ya que, forzado por la amenaza, comprometería el bien común de la sociedad (tutelar el cual es su obligación y su finalidad). El paso previo para toda negociación política debe ser, pues, por parte de cualquier grupo terrorista, la deposición de las armas; de lo contrario, la sociedad estaría siempre a merced de los que la amenazan con la violencia. Los ejemplos de mediación de la Iglesia en países con problemas de terrorismo que trae la declaración de católicos catalanes dan precisamente la razón a la nota episcopal, pues en todos esos casos la mediación se basó en el principio del abandono definitivo de la violencia por parte de las organizaciones terroristas. El IRA, por ejemplo, depuso las armas y optó por la vía política para defender sus reivindicaciones sobre Irlanda del Norte. En otras palabras, los terroristas deben dejar de ser terroristas si quieren negociar políticamente y no otra cosa han dicho los obispos. Si con esta postura –que es la justa– coincide o no la de algún espectro político concreto, no se puede reprochar a la Conferencia Episcopal, que tiene la obligación de orientar a los fieles católicos, recordándoles su obligación de ser coherentes en sus opciones políticas con la doctrina de la Iglesia (aunque después no hagan caso).

Por cierto, no sólo ha sido la declaración que comentamos la que ha apuntado a un cierto favorecimiento de determinado espectro político por parte de los obispos. Han llovido las críticas desde muchos sectores contra la nota de la Conferencia Episcopal, acusándola claramente de pedir el voto para el PP. Como acabamos de ver eso es falso. Pero lo que interesa poner de relieve aquí es la hipocresía de esos mismos grupos que han callado cuando la Junta Islámica de España ha pedido el voto para el PSOE. Y esto no son interpretaciones; son las mismas palabras del dirigente de dicha entidad. Entonces, ¿por qué tanto rigor con la Iglesia Católica, diciendo que no se puede ni debe mezclar en política, y ni una palabra acerca de la clara injerencia musulmana en ella? Una vez más se comprueba que sale barato atacar al Catolicismo.

Ahora pasaremos a glosar unas cuantas afirmaciones de la declaración del 19 de febrero, que nos parecen acreedoras de ciertas puntualizaciones. Empecemos por aquello de que “ningún proyecto contingente, de carácter sociológico o político, puede pretender tener la exclusividad de representar el Evangelio”. Por supuesto, pero hay proyectos más conformes que otros con los principios que se deducen del Evangelio en el orden social y político; es más: hay proyectos que son claramente contrarios a dichos principios y que la Iglesia, como parte de su munus docendi, ha de señalar, previniendo a los fieles para que se abstengan de apoyarlos con su adhesión y con su voto. Lo hizo oportunamente respecto del liberalismo, del socialismo, del comunismo y del nazismo, explicando en qué dichos sistemas eran –y son– incompatibles con una noción cristiana de la sociedad. Es claro que para un católico no es indiferente votar a según qué partidos: desde luego no a los que en su programa contienen propuestas que se oponen no ya sólo a las enseñanzas cristianas, sino a la Ley Natural (como, por ejemplo, todos los que quieren la liberalización del aborto).

La declaración afirma: “la polémica creada culmina un proceso de los últimos años en el cual muchas voces de Iglesia que llegan a la sociedad española aparecen más como un elemento de confrontación que de reconciliación”. Esta frase encierra una actitud de falso irenismo, como si la Iglesia tuviera que promover la reconciliación social a cualquier precio. Reconciliación sí, pero en la verdad y en la justicia. El Evangelio es el mensaje de Jesucristo, puesto como signum cui contradicetur (Luc II, 34), que no ha venido a poner paz sino espada (Mat X, 34). Esas “voces de Iglesia” recordando a los católicos sus deberes como creyentes y como ciudadanos no pueden sonar de otro modo al que suenan; de otro modo, en nombre de la no confrontación nos instalaríamos en el conformismo y el indiferentismo. Por otra parte, no son precisamente los católicos los que fomentamos la confrontación. Las iniciativas disolventes parten de otras instancias y es claro que ni los pastores ni el rebaño pueden permanecer en una actitud pasiva mientras se ataca a los fundamentos naturales y divinos sobre los que, al decir de San Pío X, se asienta la sociedad.

Dicen los firmantes del documento al que nos venimos refiriendo que entienden que las suyas son “consideraciones sobre temas opinables que no afectan la integridad de la fe y de las costumbres”. Aseveración grave. Los temas tratados por la nota de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española tocan de lleno toda una concepción cristiana de la vida, sancionada por el magisterio de la Iglesia. No puede decirse que el aborto o la eutanasia sea materia opinable, como tampoco la noción natural de matrimonio, ni el derecho y el deber de los padres a educar a sus hijos sin la injerencia del Estado (pero sí con su asistencia subsidiaria, que es obligación de éste), ni, en fin, el juicio moral sobre el terrorismo. Desde luego sí afecta a la fe y a las costumbres el que se tenga una posición u otra sobre estas cuestiones. Las políticas económicas concretas son opinables, las formas de gobierno son opinables, las distintas  líneas de la diplomacia son opinables y cosas por el estilo. Pero que se pueda o no se pueda matar impunemente a un ser humano nascituro en el vientre de su madre o que el Estado pueda o no obligar adoctrinar a los jóvenes en principios deletéreos de la doctrina católica, eso, señores míos, no es indiferente ni opinable.

No dudamos de la buena voluntad de las personas que subscriben la declaración del 19 de febrero, las cuales se declaran católicos y fieles hijos de la Iglesia. Pero documentos como éste, por muy bienintencionados que sean, no ayudan a la causa común que tenemos los seglares como ciudadanos, iluminados por nuestros pastores, de promover el reinado social de Jesucristo. Los tiempos que corren han convertido este ideal en una utopía, pero no por ello deja de ser un compromiso ineludible frente a aquellos que gritan: Nolumus hunc regnare super nos. Hoy como en los tiempos procelosos de San Agustín (y la situación no es ya muy diferente), la opción es clara entre la ciudad de los hombres y la Ciudad de Dios.

 

Señor Nuncio: ¡Cuidado con los poblados Potemkin! - 14/02/2008

En 1787, Catalina II, emperatriz y autócrata de Todas las Rusias, emprendió un viaje triunfal por Crimea, que cuatro años antes había sido incorporada al Imperio de los Zares tras su conquista por el favorito de la soberana, el mariscal-duque Grigori Alexandrovitch Potemkin, nombrado Príncipe de Táuride en la ocasión. Éste había emprendido la colonización de la nueva provincia y, aunque había cosechado algunos innegables logros en este terreno, lo cierto es que recibió severas críticas, muchas de ellas justificadas. Para acallar a sus adversarios políticos decidió impresionar a su augusta señora, haciendo pintar inmensos paneles para ser colocados estratégicamente en el camino que había de seguir la emperatriz y que representaban muy a lo vivo paisajes con poblados prósperos que en realidad no existían. Catalina II regresó a San Petersburgo convencida de la felicidad de sus nuevos súbditos mientras Rusia lo único que obtenía era una nueva declaración de guerra de parte de los Turcos, que consideraron el periplo imperial como una provocación. Algunos historiadores han relegado este episodio de los bastidores pintados al dominio de la leyenda, pero lo cierto es que los llamados “poblados Potemkin” han hecho feliz carrera en el lenguaje proverbial para referirse a cosas y situaciones muy bien presentadas, pero tras cuya fachada de aparente excelencia se esconde una realidad no tan halagüeña o incluso francamente desastrosa.

Mucho nos tememos que a Su Excelencia Reverendísima Monseñor Manuel Monteiro de Castro, Arzobispo titular de Benevento y Nuncio Apostólico de Su Santidad (y no del Vaticano) en España y Andorra, le van a intentar colar un poblado Potemkin de los gordos en ocasión de su inminente visita a Girona, invitado por el aún obispo diocesano Monseñor Carles Soler Perdigó “todavía no sabemos por qué” (como escribe ingenua y sencillamente el Sr. Párroco de Sant Martí de Palafrugell en su diario virtual). Nosotros –que cual el antiguo Agustín contemplamos con tristeza desde nuestra humilde tribuna en la Hipona barcelonina el asedio vandálico de la Catalunya cristiana y católica– nos tememos que sí sabemos el porqué de esta estancia de tres días del Sr. Nuncio en la ciudad del Ter y del Oñar. Está al caer el nombramiento del sucesor del Obispo Soler y la camarilla incrustada desde hace décadas en la curia gerundense se halla aterrorizada ante la perspectiva de un posible cambio de tornas. No de otro modo se puede explicar que quienes han estado haciendo mangas y capirotes de la obediencia a Roma vengan ahora con invitaciones inopinadas al representante del Papa, cosa que hace algún tiempo se les hubiera dado un ardite.

En la agenda de Monseñor Monteiro de Castro figuran varios encuentros: con miembros del colegio de consultores y de los consejos presbiteral y pastoral diocesanos, de los movimientos y de la pastoral de los laicos y de la Curia Diocesana. Es claro que todas estas personas van a pintarle al Sr. Nuncio una situación idílica y van a evitar cuidadosamente referirse a datos concretos y contundentes: el número de seminaristas, el de ordenaciones sacerdotales y la cantidad y edad media del clero, cosas éstas que son las que realmente le interesan al Santo Padre por constituir los criterios más certeros para juzgar la marcha de una diócesis y la eficacia de un pontificado. En el caso de Girona, la situación no puede ser más clamorosa con un clero cada vez más escaso y envejecido que apenas tiene esperanzas de renovación cifradas como están en un número escasísimo de seminaristas y de ordenaciones. El Sr. Obispo ya tuvo que hacer una drástica redistribución de parroquias por la falta de pastores, medida que provocó el descontento de los fieles debido a que la opción de admitir vocaciones y clérigos foráneos fue descartada por el prelado al considerar que la llamada “importación de curas extranjeros” podría provocar un “choque de culturas” y poner en peligro la identidad catalana no siendo, pues, una solución para la diócesis. De todos modos, en palabras de Monseñor Soler, esto “no es un problema urgente” (si la escasez de clero y vocaciones no lo son, entonces no sabemos qué puede ser urgente para un obispo).

Estamos de acuerdo (aunque no por la razón que aducía el prelado) en que esperar que el clero y las vocaciones lleguen de afuera no es una solución para Girona ni para ninguna otra diócesis (a menos que se trate de un territorio de misión). La solución hay que buscarla en las razones que hicieron que en el pasado Girona fuera una tierra especialmente bendecida, que no sólo rebosaba de sacerdotes de ambos cleros, de religiosas y de almas consagradas, sino que de ella salieron fundadores que enriquecieron a la Iglesia con nuevas familias religiosas (como Santa Paula Montal, el canónigo Joaquín Masmitjà, el Padre Butinyà o Isabel de Maranges) y misioneros (como el dominico exclaustrado Joan Planas i Congost). Tales razones no son de orden humano o temporal como podría ser la vigencia de un régimen político de inspiración católica o la protección de la Iglesia por el Estado pues precisamente la gran floración católica de Catalunya –y de Girona en particular– se dio en el convulso siglo XIX, época de liberalismo, de desamortizaciones, de ofensivas sectarias e incluso de persecuciones.

No; hay que mirar más hondo, hay que fijarse en lo que impulsaba a hombres y mujeres a decidir que valía la pena dedicar la vida a Dios en un compromiso definitivo. Estamos hablando de lo trascendente, del mundo sobrenatural, de la gracia en definitiva. En esta perspectiva la vida del cristiano se concibe orientada radicalmente a Dios. La Iglesia tiene como misión llevarnos a Él y lo hace a través de los sacramentos, en especial de la Eucaristía, el magnum sacramentum, porque, siendo el mismo sacrificio propiciatorio del Calvario renovado incruentamente sobre nuestros altares, es la fuente y la cumbre de todos los demás. Puede decirse, pues, que la misa es el centro de la vida cristiana. De ahí la importancia del sacerdocio ministerial, al que Jesucristo quiso vincular la santificación de las almas. Cuando se considera que toda la economía de la salvación en el tiempo de la Iglesia reposa en los sacerdotes en tanto “ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios” (I Cor. IV, 1) se comprende el entusiasmo que arrastraba a tantas almas a entregarse con generosidad y compromiso definitivo al servicio de Nuestro Señor: unos para ejercer el ministerio y otros para colaborar con él en las diversas esferas de la vida consagrada. Es esto precisamente lo que hoy falla y ahí se halla verdaderamente la raíz del problema de la falta de vocaciones.

La situación es especialmente sangrante en Girona, donde el Fòrum Sacerdotal Joan Alsina, especie de soviet clerical al que pertenece la tercera parte del clero activo de la diócesis, mantiene el control de buena parte de las parroquias, lo que significa más de la mitad de la feligresía. Esta agrupación se dedica a publicar comunicados en los que pone de manifiesto una sistemática oposición al magisterio de la Iglesia: entre otras cosas, ataca el orden jerárquico, propugna la abolición del celibato sacerdotal obligatorio y aboga por la ordenación de mujeres. En su empeño por “desmitificar” al sacerdocio, lo ha despojado de sus notas esenciales; así, el presbítero católico no es para el Fòrum Alsina lo que es para la doctrina católica, a saber: sacrificador y santificador, sino una suerte de heraldo de la Buena Nueva (de contenido político, intramundano, inmanentista y antropocéntrico y ya no trascendente, sobrenatural y teotrópico) y agente de cambio y de promoción social. Este programa de vida, que puede resultar muy atractivo para un sindicalista, un político profesional o un líder de masas, no puede cautivar por supuesto a alguien con inquietudes genuinamente religiosas. No es de extrañar que si es lo que se predica como ideal de vida sacerdotal en la mayoría de sus círculos católicos, Gerona sea un páramo vocacional.

¿Qué decir, por otra parte, de todas esas manifestaciones de rebeldía a las orientaciones de Roma que se dan constantemente en no pocos templos gerundenses? Ya no se trata sólo del desprecio de las rúbricas y la manera desenfadada –por decirlo suavemente- como se destruye la liturgia de la Iglesia. Hablamos de las absoluciones colectivas sin confesión personal previa, de las ceremonias de bendición de uniones de homosexuales more uxorio, de las misas celebradas por sacerdotes casados en rebeldía contra la Santa Sede, de las “eucaristías” salvajes presididas por pretendidas mujeres-sacerdotes (de alguna de las cuales se rumorea que es “obispa”). Y esto a vista y paciencia del Sr. Obispo, que está puntualmente informado (al menos por las denuncias de los escandalizados católicos que aún creen que su pastor está para enseñar, santificar y gobernar) y lamentablemente no sólo no pone remedio, sino que mantiene buenas relaciones con los que demuelen el edificio de la fe católica en su diócesis. Ahora éstos se hallan inquietos con la marcha de Monseñor Soler porque saben que podría acabárseles el chollo con su sucesor. Por eso, el aún obispo gerundense les ha echado un cable y ha invitado al Nuncio de Su Santidad, que es quien tiene que informar a Roma para el nuevo nombramiento, a visitar la diócesis. Ellos no se han hecho esperar y ya han preparado un documento para Monseñor Monteiro de Castro, en el que le indican la clase de prelado que esperan. Si cuela la ilusión de una Gerona en auge religioso gracias a los frutos del Concilio –que es la rueda de molino con la que van a intentar hacer comulgar al Sr. Nuncio– podría darse una lamentable continuidad en el estilo episcopal que ha predominado en las últimas décadas en la sede que en tiempos más heroicos ilustrara San Narciso.

Confiemos en la perspicacia de Monseñor Monteiro de Castro que, a fuer de buen portugués, observa, calla y actúa. De todos modos, un consejo: ¡Cuidado con los poblados Potemkin! Desde nuestra modestia le recomendamos que, si quiere conocer in situ la auténtica realidad de la iglesia gerundense haga como los inspectores de hacienda sagaces: preséntese de incógnito y sin avisar en las parroquias (que es donde palpita la vida espiritual de la diócesis) y tome buena nota de lo que ve y de lo que oye para transmitírselo al Santo Padre. La salud del Pueblo de Dios se lo agradecerá.

 

Legítima pluralidad – 31/01/2008

En su homilía de la jornada del 27 de enero ppdo., Su Eminencia Reverendísima el Cardenal-Arzobispo de Barcelona ha pronunciado como colofón unas palabras que nos parecen fundamentales en las presentes circunstancias religiosas, políticas y sociales de España y más particularmente de Catalunya, con especial incidencia en nuestra archidiócesis: “En los asuntos temporales hay diversidad de apreciaciones y de compromisos, las opciones sociales, políticas y culturales de los cristianos son diversas. Pero Cristo no está dividido y nosotros, evitando desavenencias, nos respetamos los unos a los otros en nuestra legítima pluralidad y nos reafirmamos en la comunión profunda en aquello que es esencial”.

El cardenal Martínez-Sistach habla de “legítima pluralidad”. Pues bien, parafraseando el comienzo del prefacio de la misa romana, diremos que “es digno y justo, equitativo y saludable” precisar en qué consiste esa legítima pluralidad. Y más: es conveniente, necesario y oportuno. Durante muchos años hemos oído hablar de “pluralismo” (nos parece mejor la palabra empleada por nuestro prelado) sin que hayamos podido saber con exactitud qué concepto encerraba el término. De él se ha usado y abusado ad nauseam, agitándolo como bandera de toda clase de reivindicaciones tanto en el terreno eclesial como en el socio-político. El pluralismo se ha instalado en nuestras mentes como si fuera un valor en sí mismo positivo e indiscutible, sin considerar si todo lo que se cobijaba bajo esa denominación era bueno y lícito desde el punto de vista católico o no.

Para dilucidar esta cuestión importantísima –dadas las consecuencias que de ella pueden seguirse– comenzaremos diciendo que la pluralidad tiene que ver con el concepto de libertad; está con ella íntimamente ligada. Ahora bien, pasa lo mismo: ¿qué es la libertad? Como decía Mme. Roland al pie de la guillotina: “Libertad, libertad: ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”… por una falsa noción de lo que la libertad es, añadimos nosotros. En nuestro mundo contemporáneo domina la idea de que la libertad es la omnímoda capacidad de hacer la propia voluntad como si ésta fuera la norma suprema del obrar. Nace esta concepción de una falsa filosofía moral, que niega el finalismo en el ser humano. Éste está diseñado de modo que sus facultades o potencias más específicamente humanas, esto es, el entendimiento y la voluntad tienen cada una su objeto proprio que las determina: así, el entendimiento está ordenado a la Verdad y la voluntad lo está al Bien, de modo tal que no se puede procurar el error o el mal por sí mismos y si de hecho, por una deformación de la percepción de lo que es verdadero y bueno, se procuran, ello no es sino por razón de verdad y de bien. Así pues, la libertad no está en los fines: no se puede elegir entre la verdad y el error ni entre el bien y el mal; es más: no se puede no elegir la verdad, ni se puede no elegir el bien. Lo que pasa es que cuando elegimos el error y el mal en realidad los elegimos por un desorden en la percepción de algo como verdadero y bueno. Un ejemplo: si se nos ofrece la posibilidad de seguir por un camino seguro o tirar hacia un precipicio, nadie que esté en su sano juicio elige ir directo al abismo. Quizás elige la vía del precipicio porque cree que en realidad no hay tal precipicio, que lo están engañando o que puede salir indemne de la aventura y adelantar el camino original. Si efectivamente cae será su elección, pero no era una buena elección; no ejercitó correctamente su libertad porque se salió del camino seguro que le llevaba a su destino; se desvió de él por una decisión libre pero equivocada.

La libertad está en los medios, que no son sino las distintas vías a través de las cuales los actos humanos ponen en ejercicio las potencias o facultades para que alcancen el fin que les es propio. Otro ejemplo: un estudiante se fija como meta sacar determinada carrera; pues bien, para ello puede elegir el método y la distribución de tiempo que mejor le parezca, pero no puede substraerse a la necesidad de aprobar las materias necesarias para la consecución de su título académico.

Veamos ahora en qué consiste el fin de la persona humana y de la sociedad. Distingamos dos planos: el natural y el sobrenatural. En el primer plano diremos que el ser humano está en este mundo para autorrealizarse como tal ser humano y alcanzar así una felicidad natural o eudemonía. La autorrealización del ser humano consiste en el ejercicio sin obstáculo de sus facultades o potencias mediante el que éstas tienden al objeto que les es propio y que le es presentado por la razón natural. El descanso de la actividad humana mediante la posesión de ese objeto autorrealiza a la persona, que es feliz en la contemplación y fruición del mismo.

Pero hay más: el ser humano se mueve también en el plano de las realidades eternas intuidas por la razón y reveladas por Dios. En él su fin le transporta a otra dimensión: la de lo trascendental y definitivo. El principio y fundamento ignaciano  es el que mejor define este fin sobrenatural del ser humano: “el hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios en esta vida y mediante esto salvar su alma”. Básicamente el fin es el mismo: las potencias humanas descansan en la verdad y en el bien, pero lo hacen en la Verdad y en el Bien supremos, que se identifican con Dios, tal cual Él ha querido que lo conozcamos y queramos revelándose en la Historia. La felicidad se identifica con la salvación del alma y adquiere dos características propias: la plenitud y la inamisibilidad. Dios colma nuestras facultades de modo que nada más pueden ni quieren desear y su posesión, una vez alcanzado, no se perderá nunca. Es la autorrealización suprema y perfecta.

Pero el ser humano no vive individualmente sino en sociedad: es, como decía Aristóteles, un zoon politikon. La sociedad, formada por las distintas personas humanas, tiene también un fin: procurar el bien común, pero esto no comoquiera, sino facilitando la vida virtuosa. El Estado, sociedad política, tutela el bien común temporal, que es la felicidad ciudadana; la Iglesia, sociedad espiritual, se ocupa de la salvación de las almas que es el bien común espiritual. Así como el hombre individual no puede substraerse a su tendencia ontológica al bien; de modo análogo, la sociedad temporal y la espiritual no pueden substraerse a la necesidad de procurar el bien común de sus súbditos, cada una en el plano que le es asignado: el natural al Estado y el sobrenatural y divino a la Iglesia. Tanto uno como otra disponen en sí mismos de los medios para la consecución de sus fines respectivos. En la utilización de dichos medios, que es contingente, se halla el campo de la libertad.

Ahora ya nos hallamos más capaces de definir en qué consiste la “legítima pluralidad” de la que habla el Cardenal-Arzobispo de Barcelona. Legítima es dicha pluralidad en tanto en cuanto se adecúa a los fines. Hay pluralidad de medios y pluralidad de opciones, pero unicidad de fines. En el orden temporal, que es al que directamente se refiere nuestro prelado, la pluralidad se manifiesta en cosas como las siguientes, a guisa de ejemplo: preferir la monarquía a la república o viceversa, apostar por la economía liberal o por un modelo más intervencionista, apoyar una política penal de carácter más vindicativo o una de carácter más regeneracionista y otras cosas por el estilo. Lo que ya no es legítima pluralidad es promover cosas como el aborto o la eutanasia (que atentan directamente contra la vida), fomentar modelos de uniones more uxorio que atentan contra la familia natural y cristiana (basada en el matrimonio de un hombre con una mujer con apertura a la vida), arrebatar a los padres o interferir su derecho a educar a sus hijos, dar libre curso a la pornografía, poner en pie de igualdad al ciudadano honrado y al delincuente con desprotección del primero, impedir que la Iglesia cumpla con su misión y un largo etcétera.

Pero vayamos más allá y hablemos también de la legítima pluralidad en la Iglesia. Preferir el tomismo o el escotismo, celebrar la misa según el rito ordinario o el extraordinario, seguir la espiritualidad sulpiciana o la vía de la infancia espiritual de Santa Teresita, gustarle a uno más una casulla gótica que una de guitarra o un roquete con puntillas o sin ellas, practicar más la oración vocal que la mental y cosas por el estilo entran dentro de la pluralidad aceptable en el Catolicismo. Pero esas reuniones de feministas en las que una mujer preside la presunta Eucaristía como si fuera sacerdote, esas misas “salvajes” (perdónesenos la expresión) de sacerdotes casados que se empeñan en celebrar cuando han sido reducidos al estado laical, esas públicas protestas de “teólogos” contra los documentos magisteriales de la Santa Sede, esas celebraciones litúrgicas completamente contrarias a las rúbricas establecidas, esas resistencias sistemáticas a todo cuanto viene de Roma, todo ello no es pluralidad: es rebeldía, es espíritu de discordia, es seducción del error e incluso herejía manifiesta.

La pluralidad, pues, no es un valor en sí mismo, sino que ha de estar adecuada y subordinada a los fines. Por otra parte, la pluralidad no debe obnubilar la identidad y esto es importante. Si no se observa un sano equilibrio y se insiste demasiado en lo plural se acaba por negar lo común y se pierden las esencias que distinguen a las cosas unas de otras, con lo cual se viene a caer, paradójicamente, en la globalización, que es la negación de la legítima pluralidad. Así pues, ni uniformismo opresor ni pluralismo desbocado: más bien la santa libertad de los hijos de Dios.

 

¿De espaldas a los fieles o de cara a Dios? – 17/01/2008

A comienzos de esta semana los noticiarios televisados y los periódicos se han hecho eco de un hecho considerado tan insólito que ha merecido la primera plana: “El Papa celebra la misa de espaldas a los fieles”. De entrada vaya una consideración importante: la Sagrada Liturgia –como insistió Pío XII en su encíclica Mediator Dei– es “el culto público que nuestro Redentor rinde al Padre como Cabeza de la Iglesia, y es el culto que la sociedad de los fieles rinde a su Cabeza, y, por medio de ella, al Padre eterno; es, para decirlo en pocas palabras, el culto integral del Cuerpo místico de Jesucristo; esto es, de la Cabeza y de sus miembros”. En esta frase fundamental están contenidos los dos principios fundamentales que caracterizan la acción litúrgica: primero, que ésta es teocéntrica y no antropocéntrica; segundo, que es un culto eclesial y no de personas o grupos particulares. Y para quien pudiera objetar que esto es una doctrina preconciliar, he aquí un par de citas de la constitución Sacrosanctum Concilium del Vaticano II: “la Liturgia, por cuyo medio "se ejerce la obra de nuestra Redención", sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia. Es característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos” (SC 2). “Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia” (SC 7). (Los subrayados son nuestros).

Desde la perspectiva que acabamos de señalar la posición del sacerdote en la misa no es indiferente y cobra su pleno sentido la llamada “orientación”. Algunos innovadores litúrgicos post-conciliares adujeron a favor de la “revolución de los altares” el hecho de que en las antiguas basílicas romanas el altar se hallaba de manera que el celebrante estuviera “cara al pueblo”. ¡Craso error! El punto focal de la dirección del culto era el este u oriente, por donde sale el Sol, símbolo de Jesucristo (recuérdese que la fiesta de Navidad se fijó cristianizando la celebración pagana del Sol Invictus, que celebraban los antiguos romanos el 25 de diciembre). En Occidente, la orientación equivalía, además, a mirar en dirección de Jerusalén, la ciudad santa, donde el Señor padeció, murió y resucitó y desde donde subió a los cielos. El este es también desde donde vendrá en los últimos tiempos para juzgar a las naciones (con lo que la Liturgia adquiere una proyección escatológica, de anticipación del Reino). Todo ello indica que es Cristo y no los fieles el centro de atención: la Liturgia es cristocéntrica. Pero Cristo, a su vez, nos remite al Padre en virtud del misterio de la encarnación. Dice la Epístola a los Hebreos: "Me has dado un cuerpo, aquí vengo para hacer tu voluntad” (X, 5-7). En estas palabras se expresa cómo, entrando en el mundo y en la historia como hombre, el Hijo obedece al Padre para llevar a cabo el plan salvífico que el encomienda. De acuerdo con la doctrina conciliar que acabamos de recordar, la Liturgia es el lugar privilegiado donde “se ejerce la obra de nuestra Redención”, esto es, donde se realiza ese plan salvífico que no es otro que el de reconciliar a los hombres con Dios, mediante la expiación condigna que ofrece el Hombre-Dios que es el Hijo al Padre. La Liturgia se presenta así teocéntrica.

Así pues, no se trata de si el celebrante se ha de colocar cara al pueblo o de espaldas al pueblo, puesto que no es éste el referente de la Liturgia. El celebrante siempre se dirige a Dios, incluso cuando materialmente parece que se dirige a los fieles, como es el caso ya citado de las antiguas basílicas romanas, en las que la orientación o dirección al este, por motivos arquitectónicos y prácticos, no se focalizaba en el ábside, sino en el pórtico. Durante siglos, los Sumos Pontífices han tenido capilla papal en la Basílica de San Pedro celebrando en el altar de la Confesión vueltos hacia la nave central y observando la forma tradicional (hoy llamada extraordinaria) del rito romano. Diríase que celebraban “cara al pueblo”, lo que aparentemente sería cierto si no se tuviera en cuenta todo lo que acabamos de exponer. Sin embargo, el crucifijo y los candelabros monumentales puestos sobre el altar, así como los demás elementos propios de una misa papal (como relicarios, estatuas, mitras y tiaras) que se colocaban sobre él, estorbaban la visión de las sagradas acciones a quienes desde la nave seguían la ceremonia, lo que demuestra que no se trataba de celebraciones “cara al pueblo”. En ellas, una vez diluido por obra del tiempo el sentido de dirigirse a Oriente, la centralidad se halla en el crucifijo; la razón es clara: los fieles, congregados como Iglesia, se dirigen a Dios por Jesucristo, versus Deum per Iesum Christum.

No tiene sentido, pues, hablar de que el celebrante “da la espalda” a los fieles cuando celebra frente a un altar pegado al muro de la iglesia. Emplear tal lenguaje es quedarse en la mera materialidad del hecho físico, cuando de lo que se trata es de captar el sentido trascendente del simbolismo. De otro modo, caemos en la sinrazón. En efecto, puestas premisas erróneas, se deducen consecuencias absurdas. Así, por ejemplo, cuando se habla de que el celebrante oficia “de espaldas” al pueblo dando a ello una connotación negativa, no se suele caer en la cuenta que lo mismo podría decirse respecto de los asistentes: los de las filas delanteras dan la espalda a los de las filas traseras, de modo que éstos podrían con razón lamentarse. Para hacer que nadie se sintiera desplazado, los fieles deberían disponerse en una sola fila o formando un solo semicírculo, lo cual es impensable y absurdo. En cambio, si nuestro pensamiento está en sintonía con el auténtico espíritu de la Liturgia, podemos perfectamente ver al sacerdote que oficia frente a un altar no exento al guía que nos precede en la peregrinación hacia la Jerusalén celeste, mirando todos en la misma dirección, esto es a Jesucristo, representado en el crucifijo, al Oriente cantado por la Iglesia: “O Oriens, splendor lucis aeternae, et sol justitiae: veni, et illumina sedentes in tenebris, et umbra mortis”. Y la plegaria litúrgica –que es la obra de Cristo y de su Iglesia– cobra así todo su sentido salvífico, en tanto misterio por el que “se obra nuestra Redención”.

Estar “cara a Dios” o estar “de espaldas a los fieles” es un falso dilema. Cuando se está cara a Dios nunca se está de espaldas a los fieles. Dios y los fieles no son términos antitéticos. Empleando el lenguaje escolástico, diríamos que Dios es el término ad quem y los fieles constituyen el término a quo de la acción litúrgica. Pero es necesario precisar que cuando se habla de los fieles o del pueblo en el contexto de ésta, no se refiere uno a los fieles tomados como una simple agregación de personas: aquí el todo es mayor que sus partes. Es la Iglesia orante la que está presente a través de sus hijos. Romano Guardini lo expresa muy bien en su inapreciable libro El espíritu de la Liturgia al hablar de la participación del pueblo en las ceremonias sagradas. El pueblo participa en la Liturgia como Iglesia, no como un agregado de mónadas (impermeables unas respecto de otras) ni como un grupo circunstancial o particular reunido por afinidades electivas. Y aquí viene a colación el recalcar que la Sagrada Liturgia es patrimonio común de la Iglesia y no particular de unos cuantos. Ni el sacerdote ni los fieles tienen la propiedad de aquélla, de modo que puedan usarla a capricho invocando una pretendida creatividad.

Desde el punto de vista de las formas externas, la Liturgia cara a Dios (versus Deum) o hacia el Oriente (versus Orientem) expresa mejor la idea de culto teocéntrico o teo-teleológico (es decir, tendiente a Dios como a su objeto, finalizado a Dios). La disposición física y la corporal constituyen también un lenguaje, no verbal sino gestual, pero más inmediato y, por lo tanto, más intensamente significativo. La posición del celebrante “cara al pueblo” tiende, en cambio, a desplazar el centro y la finalidad de la acción litúrgica hacia el hombre, en una especie de circuito cerrado, que no se abre a la trascendencia y en el que lo que importa es el intercambio dialógico entre el ministro y los fieles, en el contexto de una autocelebración. La asamblea acabará por celebrarse a sí misma en una demostración de autocomplacencia y el sacerdote convirtiéndose en un animador que dirige una suerte de espectáculo interactivo al uso moderno. En este contexto, la celebración se sumerge en un inmanentismo radical. Y no son meras conjeturas. Hay testimonios gráficos que así lo documentan.

Existe un aspecto tocante a la cuestión que nos ocupa que no es suficientemente tenido en cuenta: la Liturgia terrestre como expresión y anticipación de la Liturgia celeste. La Sagrada Escritura nos brinda imágenes muy plásticas de la primera, sobresaliendo el Apocalipsis de San Juan, en el que campea la visión del trono de Dios y de su acatamiento. La idea de la majestad divina lo impregna todo, una majestad ante la cual la criatura sólo puede caer rendida de hinojos, pero que no humilla sino enaltece. La majestad divina expresa la absoluta alteridad del misterio tremendo y fascinante; la discontinuidad de la Liturgia respecto de lo cotidiano, es decir lo que la hace sagrada, es reflejo de esa majestad. Las liturgias orientales con todo su rico simbolismo son mucho más elocuentes en este sentido. Y eso que en el caso de ellas no nos hallamos ante celebraciones “de espaldas al pueblo”, sino completamente hurtadas a la visión de los fieles por medio de los iconostasios. Va siendo hora de que en el Occidente latino tomemos ejemplo de la mentalidad de nuestros hermanos del Oriente cristiano. Por lo que se refiere a los ortodoxos el impulso ecuménico sólo puede ir en la dirección de una recuperación de valores litúrgicos que hemos descuidado demasiado tiempo. Lo ha puesto de manifiesto recientemente el Patriarca de Moscú, congratulándose por la liberalización oficial del rito romano extraordinario. Es, además, lo que con pasos prudentes pero firmes está procurando el Santo Padre a través de gestos como celebrar la misa “cara a Dios”.

 

Y se armó el Belén… - 03/01/2008

No hay peor combinación que la de la ignorancia y el atrevimiento, pero es que la ignorancia suele ser osada, por no decir temeraria y no tiene vergüenza del ridículo. Ello se ha puesto de manifiesto en estos días a propósito del pesebre montado en la Plaza de San Pedro de Roma, frente a la Basílica Vaticana y al pie del obelisco que en otro tiempo portaba la impía y necia inscripción mandada poner por Diocleciano: Nomini christianorum deleto y hoy se yergue como prenda del triunfo del Galileo nacido humildemente en Judea y proclamado vencedor por el apóstata Juliano.

El caso es que ciertos medios de comunicación se hicieron eco de la circunstancia de que en estas últimas Navidades a la escena evangélica de la venida al mundo del Mesías se le daba una escenografía distinta de la habitual del clásico Portal de Belén. Esta vez el entorno del acontecimiento está localizado en Nazaret, en la casa de José, cuyo taller de carpintería se halla representado en el monumental conjunto que domina el espectacular proscenio diseñado por Bernini. El pesebre del Divino Infante ha sido colocado en un marco a la verdad insólito, ya que tanto el Evangelio según San Mateo como el Evangelio según San Lucas sitúan su nacimiento en Belén de Judá. Este hecho, que en sí mismo carece de mayor importancia, ha suscitado elucubraciones maliciosas por parte de los que siempre están buscando, como quien dice, “tres pies al gato” para atacar a la Iglesia.

En un programa televisivo de difusión nacional, en el que supuestamente se hace ejercicio de seriedad periodística, se dedicó un espacio a discutir sobre “mitos y mentiras de la Iglesia Católica” acerca de la Navidad, tomando precisamente como motivo el (¿polémico?) pesebre de San Pedro. En la mesa de panelistas se sentaba al lado de un periodista conocido por su hostilidad a todo cuanto huela a católico (y autor de un libro dedicado a desenmascarar las supuestas falsedades de la Iglesia) otro periodista, cuyo mérito mayor consiste en haber emparentado con la familia del anterior Jefe del Estado, lo que le dio una notoriedad que su talento real en la profesión no justifica en absoluto y que se hace oír y aplaudir por el vulgo a fuerza de tacos y groserías, en una habitual demostración de zafiedad. Podemos comprender la presencia del primero (a quien no podemos escamotear su habilidad para el sofisma), pero no entendemos en nombre de qué se justificaba la del segundo, cuya cultura religiosa quedó demostrado estar bajo niveles mínimos. Esto añadido al hecho de que el presentador –supuestamente neutral– espoleaba para provocar el ataque anticatólico y a la prácticamente nula representación de la contraparte (esencial en todo debate que se precie) acabó por convencernos de lo inane de la emisión y ratificarnos en la reticencia a presenciar engendros tales.

Desgraciadamente (y es ésta la razón que nos obliga a referirnos a algo que, de otro modo, relegaríamos al cajón de la indiferencia), el común del público cree a pies juntillas cuanto se dice en programas como el que nos ocupa y lo hace por dos motivos: el primero y substancial es la ignorancia, especialmente en materia religiosa (que llega a niveles alarmantes en un país como el nuestro, con una determinante componente católica); el segundo es más circunstancial y consiste en que atacar a la Iglesia Católica está de moda y sale barato (y sabemos cómo la masa es susceptible de adocenamiento y borreguismo, con perdón de los borregos, que son unos animales pacíficos y beneficiosos). En este contexto, viene cualquiera con un barniz de intelectualidad y se lleva por delante a los espectadores, que se habrán leído toda clase de engendros del tipo “Código Da Vinci”, pero no se han tomado la molestia de abrir ya no decimos el catecismo, pero ni siquiera la Biblia (imaginémonos si van a acudir a textos de ciencia teológica o histórica…). La gente sin cultura religiosa es fácil presa del sentimiento antirreligioso, por el momento difuso, pero que cuando se aglutina (desde el poder o desde la agitación profesional) puede llevar a la persecución. De ahí la gravedad de que públicamente, desde medios a los que accede todo el mundo, se ponga en tela de juicio o hasta se haga irrisión del Catolicismo invocando una seriedad y un rigor espurios.

Es lamentable, por otra parte, que no se vean con frecuencia buenas cabezas pensantes del lado católico, que hagan frente a los ataques (torpes al fin y al cabo) de la propaganda antirreligiosa. Hace unos años aparecía en las pantallas el erudito y ameno Padre Apeles (que, cuando no caía en la fruslería del famoseo, era francamente brillante). Algún seguidor tuvo, aunque más esporádico y quizás menos televisivo, pero también buen combatiente en el debate de altura y debelador de imposturas, prejuicios y errores (muchos de ellos crasos). ¿Dónde están los intelectuales católicos, dónde los eclesiásticos de talla, dónde los seglares dialécticos y polemistas? En otros países como Francia, Italia o los Estados Unidos no falta nunca una buena represtación de católicos con garra que saben hacer trizas las falacias mediáticas contra la Iglesia; no llegamos a comprender por qué en España la situación es diversa cuando estamos seguros de que hay magníficos elementos disponibles que podrían dar la batalla. Tal vez el problema resida en que durante demasiado tiempo nos hemos acostumbrado a la comodidad de la confesionalidad y no hemos desarrollado un instinto de supervivencia (¡ojo!: no estamos diciendo que la confesionalidad del Estado sea cosa indeseable) como es el caso de países en los que los católicos son minoría (aunque se trate de una minoría fuerte y organizada como en los Estados Unidos) o fueron perseguidos (como en el Reino Unido) o en los que, aun siendo mayoría, hay una tradición de laicismo prolongada (como es el caso de Francia). En España hemos dado por sentadas muchas cosas, pero hete aquí que se rasca en la superficie y la religiosidad es una delgada capa que se descascara. Aquí hay un trabajo pendiente de catequesis desde los niveles más elementales, pero nos tememos que con el confusionismo teológico que seguimos arrastrando como un pesado lastre herencia de los turbulentos Setenta y debido al desinterés pastoral de ciertos Ordinarios (especialmente grave en Catalunya), la tarea se presenta ingrata.

Volviendo al tema que motivaba estas líneas, a saber el del famoso pesebre de la Plaza de San Pedro, no hay nada de particularmente extraño ni hay que hacer lecturas raras de un hecho en sí mismo fácilmente explicable. Se ha llegado a hablar de que el papa Benedicto XVI, en un prurito de exactitud histórica y crítica, habría querido eliminar los elementos que aparecen más míticos de la historia del nacimiento de Jesús. De ahí que la escena no sea en Belén sino en Nazaret, que no aparezca la estrella misteriosa que guió a los Magos de Oriente, que no se dé la adoración de los pastores, la ausencia de los animales del establo y un largo etcétera de detalles en los que se quiere ver más allá de lo que realmente hay. Los pesebres, en el curso del tiempo, han experimentado muchas evoluciones, llegando a constituir un arte en sí mismos. Baste pensar en los magníficos nacimientos napolitanos, en los que se ha llegado a vestir a los personajes bíblicos con ropajes de la corte borbónica. ¿Quiere ello decir que el Niño Jesús vino al mundo en el Palacio de Caserta? Claro está que no. El Arte es libérrimo y, salvadas ciertas verdades substanciales, se le permiten las licencias. Representar al Verbo hecho carne en Nazaret en lugar de Belén para representar el ambiente típico de una población semita del siglo primero no tiene más lectura que el estilismo. Al fin y al cabo, nacer en Belén se debió a una circunstancia de tipo administrativo (el censo ordenado en tiempos de Tiberio), pero la Sagrada Familia, una vez registrada en los libros competentes, volvería a su lugar habitual de residencia con el Divino Neonato. Además, mientras que el nacimiento monumental al pie del obelisco representa una cierta novedad (aunque las figuras provengan de antiguos conjuntos navideños del siglo XIX), en el interior de la Basílica Vaticana se ha seguido en todo la tradición del pesebre. Querer ver una intencionalidad extraña en todo esto es tener ganas de armar el Belén… por nada (mejor dicho, por desprestigiar a la Iglesia, pero eso es algo que, desgraciadamente, a la mayoría le trae sin cuidado).

 

Via Pvlchritudinis- 24/12/2007

Cuando estudiábamos Historia de la Filosofía no podíamos dejar de sentirnos fascinados por la doctrina platónica del Ser, el cual, de acuerdo al fundador de la Academia, se manifiesta a través de la Verdad, el Bien y la Belleza, que no son sino tres aspectos de una misma realidad: Verum, bonum et pulchrum in unum convertuntur, como rezaba la célebre fórmula escolástica. El cristianismo adoptó esta doctrina a través de la teoría de los trascendentales y la participación, elaborada por Santo Tomás. Por lo que a la Religión se refiere, encontramos reflejados estos tres aspectos en el Dogma, la Moral y la Liturgia. El Dogma trata de la Revelación que se da plenamente en Cristo, que es la Verdad: Ego sum Veritas, Ego sum lux mundi. La Moral se refiere a Dios como Bien Supremo, fin al cual está ordenada la vida de los hombres que han de obrar bien para alcanzarlo. La Liturgia, en fin, es la manifestación plástica de la gloria que a Dios tributa Cristo y su Iglesia, así como de la obra de santificación por medio de los sacramentos, cuyo culmen lo constituye el Santo Sacrificio de la Misa.

Es curioso comprobar cómo se han percibido los tres aspectos en las diversas formas de cristianismo que se han desarrollado históricamente. En la Iglesia Católica Romana de ámbito occidental se ha dado especial importancia al Dogma, es decir, al aspecto de Dios como Verdad. El desarrollo teológico da buena fe de ello, así como la preocupación por la ortodoxia, es decir la conformidad del pensamiento con las verdades contenidas en la Revelación. Es ésta una aproximación a Dios a través del entendimiento, que tiende naturalmente a la verdad como a su objeto propio. La razón humana es capaz de averiguar lo que es verdadero y abrazarlo. Para las distintas confesiones nacidas del protestantismo la perspectiva cambia. Para Lutero la razón humana es una “prostituta del diablo”, incapaz de llegar a las verdades de la Revelación; el creyente sólo se ha de fiar de la Biblia libremente interpretada según el entendimiento de cada cual y sin la mediación de la Iglesia. Como de esto resulta una infinidad de opiniones (quot capita tot sententiæ) es claro que la ortodoxia pierde su importancia. De lo que se trata es de aceptar a Cristo como el Salvador personal de cada uno y obrar lo mejor que se pueda. De aquí se deriva la tendencia pietista, propia del protestantismo contemporáneo, que da más importancia a la experiencia religiosa personal con énfasis en la Moral: de lo que se trata es de ser buenas personas. Se privilegia la voluntad, que ha de estar informada por el Bien. En cuanto a los cristianos orientales, sean católicos o separados, es clara su predilección por la Liturgia, que suele ser ricamente elaborada y es repetitiva y enfática. La teología de los ortodoxos no llega a los niveles de elaboración de la católica. Para los fieles del Oriente cristiano la aproximación a Él se da de modo preferentemente místico, como participación en el espacio y tiempo sagrados, dimensiones en las que se manifiesta Su gloria. La fe es contemplación de la divina Belleza a través de los elementos que nos la hacen sensible.

Por supuesto, la aproximación preferente a uno de los tres aspectos de los que hablamos no es excluyente de los otros dos. En mayor o menor medida también se da la aproximación a ellos en cada una de las formas históricas de cristianismo. En el protestantismo se da también un desarrollo teológico importante, aunque también es cierto que la liturgia es pobre. En el Oriente cristiano la Moral es importante, por supuesto, adquiriendo el sacramento de la confesión una gran relevancia, pero también bajo su aspecto más místico, como experiencia purificadora. En cuanto al Catolicismo Romano, no cabe duda del puesto principal que ocupa en él la Moral y el grado de desarrollo de la Liturgia Latina, que llegó a altísimas cotas en el pasado. Pero justamente hoy este último campo se ha descuidado con detrimento evidente de la espiritualidad.

La belleza (pulchritudo) es un elemento al que el ser humano ha sido sensible en todas las épocas y lugares, pero especialmente en un mundo como el contemporáneo, en el que faltan los referentes a ella y hay, en consecuencia, una sed que se hace tanto más acuciante cuanto es más difícil de calmar. La Iglesia Católica supo desde sus inicios rodearse de belleza y se hizo su promotora, protegiendo a sus creadores y patrocinando la producción de obras de Arte. Uno de los grandes méritos de los Papas y cardenales de pasados siglos fue el mecenatismo. La belleza fue plasmada especialmente en la Liturgia, que constituye la inmediata experiencia religiosa para el creyente, pero que tiene la virtud de atraer incluso a quien aún no tiene la fe. Esto explica las grandes conversiones del pasado a través del contacto con los ritos de la Iglesia. Es significativo cómo, por ejemplo, el pagano Clodoveo se sintió atraído al catolicismo no sólo impulsado por el triunfo de Tolbiac, sino también fascinado por el esplendor de las ceremonias cristianas: “¡Qué religión tan hermosa!” cuentan las crónicas que exclamó al asistir al bautizo de sus hijos y decidió abrazar la fe en el Dios de la dulce Clotilde.

La Liturgia es el lugar privilegiado en el que el alma contempla la gloria de Dios en la medida en la que es capaz en este mundo mediante los sentidos. La coloca en una sintonía con lo numinoso que no es reducible a categorías lógicas. Evidentemente, la lex orandi contiene y expresa el dogma, la lex credendi, pero lo hace de un modo que le es propio y peculiar y que nada tiene que ver con la especulación racional. A través de los sentidos –tanto interiores como exteriores– la Liturgia apela al sensus fidei, a ese instinto que sin necesidad de una alta preparación teológica sabe reconocer la Verdad. De ahí que no sea necesaria la completa inteligibilidad racional de los ritos, como si éstos tuvieran por misión presentarnos proposiciones claras y distintas. En este sentido, nunca constituyó un problema el empleo de una lengua muerta e incomprensible en los distintos ritos en los que se presenta la Liturgia, sean latinos u orientales. Ni tampoco el que parte de sus ceremonias (sobre todo en los segundos) se hurten a la vista de los fieles. El sentido del misterio y el silencio sagrado realzan la pulchritudo.

El esplendor y la pompa del culto han sido objeto del anatema de algunos que acusan a la Iglesia del pasado de “triunfalismo” (para emplear la expresión hecha célebre durante el último concilio ecuménico por Monseñor de Smedt, obispo de Brujas). Ese triunfalismo, proveniente según ellos de una noción constantiniana del cristianismo, se habría plasmado en una Liturgia elitista, clerical y cada vez más inaccesible al pueblo, que no entiende de latines ni jerarquías. Por otra parte el despliegue de fasto de las ceremonias católicas fue considerado como humillante para los pobres… Es comprender mal sea la naturaleza de la Liturgia como la propia naturaleza humana. Los orientales especialmente consideran que la liturgia terrestre debe ser un reflejo de la liturgia celeste, debe mostrar a escala humana el resplandor de la gloria de Dios. La Iglesia militante (o peregrinante como hogaño se prefiere decir) ha de ser un anticipo de la Iglesia triunfante, la de los ángeles y santos que tributan a Dios una adoración eterna. Eso no es triunfalismo: es captar el verdadero sentido que tiene el culto en la Iglesia. Por otra parte, los hombres aman el protocolo y tienen el sentido de la jerarquía: por algo será que desertan las iglesias en las que los ritos y ceremonias no les dicen nada fuera de lo cotidiano ni establecen una discontinuidad con lo rutinario para introducirlos en el misterio, es decir, donde pueden contemplar el reflejo de la majestad divina, que impone respeto y acatamiento.

La belleza en la Liturgia no es, pues, algo puramente accidental, sino que toca las fibras más sensibles de nuestra estructura ontológica y nos pone en contacto inmediato con el misterio de la Fe: en ella lo experimentamos y esa experiencia nos lleva a querer conocerlo y a amarlo y procurarlo. Un rostro hermoso nos cautiva en el primer momento en el que lo contemplamos, nos predispone a conocer a quien lo posee y a desear y amar lo conocido. De modo semejante, a través de la Liturgia captamos la hermosura de Dios y ello nos impulsa a conocerle mejor y a amarle. Estamos hechos así y la Iglesia así lo comprendió siempre.

Desgraciadamente, hoy se descuida este importante aspecto que es la pulchritudo. Lo vemos en todas partes, pero la situación es especialmente penosa en nuestra arquidiócesis barcinonense. Basta entrar en la mayoría de templos que hay en la Ciudad Condal para percatarse de la absoluta falta ya no de buen gusto, pero ni siquiera de un mínimo sentido estético. Muchas iglesias y santuarios no sólo carecen de mérito artístico, sino que son verdaderas y propias cacharrerías por una acumulación anárquica de elementos dispares y de una vulgaridad insultante. En varios lugares prima la funcionalidad sobre cualquier otro criterio, lo cual no los hace atractivos de ningún modo. El mobiliario y los ornamentos suelen ser de calidad mediocre cuando no paupérrima. Los sacerdotes, olvidados de su vocación y oficio de liturgos, carecen de garbo y elegancia y en muchos casos despachan con desgana el rito sucinto que les toca oficiar. Las homilías, a falta de oradores (porque ya no los preparan en los seminarios), se convierten en monsergas insoportables en su mayoría, en las que a veces se habla de todo menos de lo que realmente importa, que es el Evangelio del día. Desterrados el canto gregoriano y la polifonía clásica, la música se reduce a cantinelas ya gastadas que la gente arrastra desafinando o a canciones totalmente fuera de lugar, más propias de saraos, discotecas o festivales. El uso del incienso, elemento importante que otorga solemnidad a las ceremonias, es muy restringido. No se percibe, en suma, ningún sentido de lo sagrado, salvo raras y honrosas excepciones, y ello pasa factura. No es casualidad que Barcelona sea una de las ciudades con mayor índice de afición al esoterismo y al ocultismo en España (al par que la ciudad con una de las mayores tasas de descreimiento de Europa). Algo falla cuando la religión no resulta atractiva para la gente. Gran parte del problema se puede identificar con la ausencia de la pulchritudo.

En todo el mundo, allí donde se ha recuperado el sentido de lo sagrado mediante las celebraciones litúrgicas llevadas a cabo con dignidad, hay un repunte de fe, sobre todo entre los más jóvenes. Una de las manifestaciones más concurridas es la peregrinación anual a la Catedral de Chartres (Francia), que tiene lugar por Pentecostés y que congrega cada año a miles de personas, entre las cuales hay mucha juventud. Van acompañadas de sus sacerdotes, que se prodigan en mostrarles la belleza de la religión católica a través de los actos litúrgicos. Y tienen un innegable y creciente éxito. ¿Sería esto pensable en Catalunya? Dadas las actuales circunstancias nos tememos que no. Mucho tendrían que cambiar las cosas, empezando por el triste panorama litúrgico vigente. Pero no desesperemos. Hay un clero joven, a pesar de todo, entre el que es posible encender la llama del celo de la casa de Dios para reconquistar a los fieles por la belleza de su culto. Confiemos en que el fuego arrase.

 

 

Ecos del último consistorio – 30/11/2007

El consistorio de creación de cardenales del sábado 24 de noviembre último ha sido altamente significativo por varios conceptos. El primero es el evidente cambio de estilo en las ceremonias pontificas. Acostumbrados o más bien resignados como estábamos al mal gusto y vanguardismo rancio y trasnochado del arzobispo Piero Marini (discretamente promovido a Presidente del Comité Pontificio de los congresos Eucarísticos para removerlo del Oficio de las Ceremonias Pontificias), nos hemos llevado una grata sorpresa viendo cómo Mons. Marini (Guido) ha comenzado a volver a la tradición, devolviendo el crucifijo a su natural puesto en medio del altar, entre los candelabros de cirios alargados, como simbolizando la centralidad de Jesucristo, Señor de la Historia, en quien convergen el Antiguo y el Nuevo Testamentos, las dos alianzas de la Revelación. El Papa, además, revestía un pluvial del siglo XV y estaba tocado con una mitra pretiosior que perteneció al beato Pío IX. El trono sobre el que se sentaba había sido de León XIII. Estos detalles sugieren la continuidad de Benedicto XVI respecto de sus augustos predecesores y constituyen un sutil mentís a la llamada “hermenéutica de la ruptura”, para la que pareciera que existen dos Iglesias distintas: la de antes y la de después del Concilio Vaticano II. Pero, además, ya era hora de que las riquezas acumuladas por la generosidad de los fieles para gloria de Dios y de su santo culto fueran de nuevo rescatadas de los museos para el uso que les fue originalmente propio. Demasiado tiempo se ha postergado la pulchritudo, sacrificada a una simplicitas, que resultaba cara a la postre, ya que para dar idea de pobreza se gastaron sumas considerables en indumentaria y mobiliario de una mediocridad espantosa. Pero ya abundaremos en otra ocasión sobre este tema.

Ahora queremos llamar la atención sobre el título cardenalicio otorgado por el Santo Padre al neo-purpurado Arzobispo de Barcelona. Se trata de San Sebastián en las Catacumbas, instituido como tal por el beato Juan XXIII mediante la constitución apostólica Consueverunt, dada el 30 de diciembre de 1960, y cuyo primer titular fue nada menos que el ilustre cardenal Ildebrando Antoniutti (1898-1974), que fuera nuncio apostólico de Su Santidad en España desde el año 1953 (apenas celebrado el Concordato de la Santa Sede con el Estado Español) hasta 1963, año este último en el que participó en el cónclave que siguió a la muerte del Papa Roncalli con buenas probabilidades de convertirse en su sucesor sobre la Silla de Pedro, gracias al apoyo del todavía poderoso cardenal Ottaviani (la elección de Montini, decidida en el conciliábulo de Grottaferratta con el respaldo de los cardenales Lercaro y Frings detuvo, sin embargo, la estrella ascendente de Antoniutti en su carrera). Pablo VI lo llamó a la Curia Romana, pero en España había dejado una prole episcopal extensa. Uno de sus hijos fue Narcís Jubany, consagrado por él en 1956 y que fuera más tarde el primer arzobispo de Barcelona promovido a la púrpura después de mucho tiempo. El Cardenal Jubany, a su vez, engendró en el episcopado a Lluis Martínez Sistach en 1987, con lo que éste viene a ser “nieto” del Cardenal Antoniutti, al que lo une ahora también el título cardenalicio en el que lo ha sucedido. Nos auguramos que este parentesco en el orden sacerdotal no sea meramente fortuito sino manifestación de una  comunidad de ideales en la misma devoción al Sucesor de Pedro, a quien se debe ahora nuestro amado pastor con una adhesión más intensa y especial que antes y que su antecesor como Cardenal de San Sebastián en las Catacumbas supo honrar con gran dignidad.

Pero vayamos al propio título cardenalicio. Se trata de una de las antiguas Siete Basílicas jubilares de Roma, llamadas así porque su visita era preceptiva para ganar las indulgencias durante el Año Santo. Se dividían en cuatro basílicas patriarcales o –desde 2006– papales (San Juan o Basílica Lateranense, San Pedro o Basílica Vaticana, Santa María la Mayor o Basílica Liberiana y San Pablo Extramuros o Basílica Ostiense) y tres mayores (Santa Cruz de Jerusalén, Lorenzo Extramuros o en Campo Verano y la que nos ocupa: San Sebastián en las Catacumbas). La última se levanta en la Vía Apia y fue llamada originalmente Basílica Apostolorum (Basílica de los Apóstoles) porque las catacumbas sobre las que se alzó sirvieron de para ocultar las reliquias de San Pedro y San Pablo, que fueron llevadas allí para evitar su profanación durante la terrible persecución iniciada por Valeriano en el año 258. Más tarde, cuando los sagrados restos fueron restituidos a sus lugares respectivos de sepultura, se dedicó la iglesia a San Sebastián, cuyo cuerpo fue trasladado a las catacumbas alrededor de 350 (para más tarde hallar a su vez refugio en la antigua Basílica Vaticana durante el ataque sarraceno de 826). La memoria de la presencia temporal de las reliquias de los Príncipes de los Apóstoles en ella hace de la Basílica de San Sebastián un título cardenalicio especialmente sugestivo, pues pareciera imponer a quien lo ostenta una peculiar devoción a la Sede Apostólica, que San Pedro y San Pablo ilustraron con su predicación y regaron con su sangre. Por otra parte, el hecho de ser un santuario particularmente ligado a la memoria de los mártires es como una llamada a la fidelidad hasta la muerte, hasta el derramamiento de sangre, que los cardenales juran al acceder a la sagrada púrpura. Creemos que la creación del Dr. Martínez Sistach, arzobispo barcinonense, como cardenal presbítero de un título joven pero ilustrísimo por su noble historia como lo es el de San Sebastián en las Catacumbas es una gracia mediante la cual Dios le está señalando el camino a tomar en esta nueva andadura dentro de la jerarquía de la Iglesia. Camino ingrato, no fácil, sembrado de obstáculos, plagado de asechanzas, en el que flota la amenaza de los enemigos y la traición de los propios, pero camino también que abre un inmenso campo de re-evangelización para acometer la cual hace falta un temple especial y la ayuda del Cielo. Ésta la tiene por descontado nuestro cardenal; esperemos que no le falte aquél y que San Sebastián, el soldado de Cristo por antonomasia, le inspire el valor para demostrarlo en el difícil gobierno de nuestra arquidiócesis.

 

 

Cardenal a tiempo y a destiempo - 22/11/2007

“Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por su propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas”.

San Pablo a Timoteo (Segunda epístola, IV, 2-4).

El 4 de octubre pasado el cardenal Carlo Caffarra, arzobispo de Bolonia, pronunció una de esas homilías que están llamadas a dejar huella por su lucidez y valentía. Fue durante la misa de la solemnidad de San Petronio, primer obispo bononiense y patrono de la capital emiliana, una de las ciudades más dinámicas y cosmopolitas de Italia. Coincidía en la fecha la clausura del Congreso Eucarístico diocesano. He aquí los pasajes más significativos de la homilía arzobispal:

“¿Existe todavía en el corazón de todo boloñés la voluntad de no resignarse a que su ciudad discurra por el camino de la decadencia? ¿Hay todavía en el corazón de todo boloñés un amor tan apasionado a su ciudad que no permita que ella, maestra de humanidad durante siglos, se despida de la Historia? ¿Tienen los corazones de los padres el deseo de transmitir a sus hijos en un proceso verdaderamente educativo la identidad de un pueblo, sin dejarse insidiar por un concepto y por una experiencia, corruptos, de tolerancia que permite todo y lo contrario de todo?

“Desarraigarse de nuestra tradición proyectando una suerte de ‘pacto de convivencia’ a subscribir olvidando o poniendo entre paréntesis todo lo que define nuestra vida y la historia de nuestra ciudad, significa colocarse en una vía que lleva a la total disgregación. He aquí por qué –y lo digo sine ira et sine studio– lo que hace unos meses sucedió en nuestra ciudad en relación a uno de los rasgos distintivos de su identidad, la devoción a la Santísima Virgen de San Lucas, debe hacer reflexionar seriamente a todo boloñés”. (Se refiere aquí el cardenal a un execrable acto de profanación, que motivó su inmediata intervención en desagravio por el mismo).

“Pero la tradición permanece como fuente inagotable de vida sólo mediante aquella relación entre las generaciones que es la educación. Sólo si la tradición es custodiada en el acto educativo mantiene intacta su fuerza, porque se vuelve capaz de responder a los nuevos retos. Lo que sobre todo necesita nuestra ciudad es esperanza. Ésta se ha vuelto frágil. Pero la esperanza en el corazón del individuo y en el de un pueblo disminuye y hasta se torna árida si el individuo y la ciudad tienen la sensación de tener que volver a  partir de la nada. En la nada se puede caer, pero de la nada no se saca ningún apoyo para volver a partir hacia algo”.

Estas palabras del cardenal Caffarra son perfectamente aplicables a la realidad de Barcelona, ciudad que por muchos conceptos se asemeja a Bolonia. Ambas son, en efecto, urbes que se desarrollaron y tuvieron una gran importancia durante la Edad Media, bajo la influencia benéfica del Catolicismo. En ambas prosperó una burguesía dinámica y emprendedora que hizo de ellas centros importantes políticos y económicos. Tanto Bolonia como Barcelona han sido y son ciudades de migración y de tránsito de extranjeros, que las han convertido en puntos de referencia cosmopolitas. Las dos se muestran orgullosas de su identidad y de su condición de relativa superioridad y ventaja.

El parecido también existe, sin embargo, referido a aspectos menos halagüeños. Bolonia y Barcelona son ciudades con un paisaje político más bien ajeno a su antigua tradición católica. La agitación izquierdista, los movimientos anti-sistema y un secularismo galopante han vuelto a las que fueran en tiempos puntos de referencia del mundo católico, campos de descristianización, en los que todo está permitido, incluso la blasfemia y el sacrilegio. La relajación de las costumbres –hasta poderse hablar de verdadero y propio libertinaje institucionalizado– contamina sin remedio a una población que ya no tiene la defensa de los valores inculcados por una educación consistente y tutelados por la autoridad pública, sencillamente porque el relativismo moral lo ha invadido todo.

En el caso de Bolonia, su arzobispo ha sabido tomar, como vemos “al toro por las astas”, hablando chiaro e tondo a sus diocesanos, denunciando la situación de progresivo deterioro religioso y de pérdida de identidad y exhortando a recuperar esa misma identidad –la católica– que hizo de Bolonia lo que es. Creemos sinceramente que otro tanto podría hacerse en Barcelona, capital de una Catalunya, cuya identidad cristiana es irrenunciable so pena de perder su propia esencia (en palabras de Torras i Bages: “Catalunya será cristiana o no será”). Hay que admitir, sin embargo, que no es cosa fácil porque aquí la situación se complica, además, debido al lamentable panorama eclesial de nuestra amada archidiócesis: rebeldía en parte del clero, apatía en otra e impotencia en el resto; crisis permanente de vocaciones; descatolización progresiva de la población; retroceso de la presencia de la Iglesia en la sociedad; politización nacionalista, y muchos otros factores a los que, parafraseando al neo-beato Antonio Rosmini, podríamos llamar “plagas de la Iglesia” barcelonesa.

Es aquí donde se impone la intervención valiente y decidida del Señor Arzobispo, el flamante cardenal Martínez Sistach, cuya anhelada palabra tendría ahora el respaldo de la sagrada púrpura que hace de él un consejero cualificado del Papa. Ahora bien, mal podría un cardenal asistir al Romano Pontífice en el gobierno de la Iglesia universal si antes no sabe o no es capaz de llamar al orden en su propia diócesis. Lo que ya es un imperativo para cualquier obispo por razón de su oficio, a saber: enseñar, santificar y gobernar a la porción del Pueblo de Dios a él encomendada, se hace todavía más ineludible responsabilidad para aquel que ha jurado derramar su sangre –simbolizada en el escarlata cardenalicio– en defensa de la Iglesia de Dios. Y ello lo debe cumplir, como dice San Pablo, opportune et importune.

Que no le duelan prendas al neo-cardenal barcinonense: estamos filialmente con él. No nos interesa verle en las recepciones de Sant Jordi, codeándose diplomáticamente con los enemigos de Dios y de nuestra santa Religión; nos gustaría más bien presenciar cómo empuña su báculo pastoral en la próxima fiesta de la Merced, hablando con palabras al menos tan claras y contundentes como la de su ahora colega en el cardenalato, además de hermano en el episcopado, el intrépido cardenal Caffarra. A riesgo de ser impopular y de suscitar la censura de los demoledores de la Iglesia enquistados en su propio seno desde hace décadas, las ovejas del redil, se lo van a agradecer. ¡Coraje, Eminencia!

 

Las modas paganizantes - 01/11/2007

Hasta hace no mucho, la vigilia de Todos los Santos se celebraba con un gran sentido cristiano en España y, particularmente, en Catalunya. En general, era un día en el que se ayunaba y se observaba la abstinencia, de acuerdo con la costumbre de preparar mediante la penitencia las grandes festividades del calendario litúrgico. Era también una anticipación de la conmemoración de los Fieles Difuntos, que, siendo el día dedicado especialmente a la Iglesia Purgante, iba unido a la celebración de la Iglesia Triunfante. De ahí que el 31 de octubre sea una fecha con referencias peculiares a los novísimos.

Una tradición –no por relativamente tardía (pues data del Romanticismo) menos significativa– hacía que no hubiera vigilia del 1º de noviembre ni día de los difuntos sin representación del Don Juan Tenorio de Zorrilla en diversos puntos de la geografía española (los tiempos modernos trajeron las transmisiones del drama por radio y televisión). Esta pieza es, en muchos aspectos, original respecto de las otras versiones del mito que hizo célebre nuestro Tirso de Molina. Mientras éste, Molière y Da Ponte (en el libreto que sirvió a Mozart para su genial Don Giovanni) hablan de castigo inexorable, Zorrilla nos presenta la Misericordia Divina en su expresión más extrema: perdonando al réprobo en el último segundo, en virtud de aquel “punto de penitencia” que casi impone la gracia al libre arbitrio humano. Don Juan Tenorio se hace odioso desde el principio hasta la última escena, en la que una Doña Inés transfigurada surge de entre la macabra fantasmagoría que preludia el desastre final del libertino y lo redime contra todo pronóstico y expectativa cuando podría levantar toda justicia el primer y más contundente dedo acusador contra él. Este drama, en el que aparentemente triunfa el descaro más oportunista, es, sin embargo, profundamente católico. Habla fundamentalmente de esperanza, aun cuando hasta ésta parece perdida sin remedio; de esa esperanza teologal que es un deber ineludible para todo cristiano y cuya falta es imperdonable (la desesperación de salvarse es un pecado contra el Espíritu Santo, es decir, de aquellos que no tendrán remisión “ni en este siglo ni en le venidero”). El Don Juan Tenorio es un recordatorio de los novísimos o postrimerías, pero es un recordatorio cargado de la esperanza cristiana. Por muy negras y densas que se muestren las tinieblas que envuelven el destino del pecador, en el fondo brilla una luz: “et lux in tenebris lucet”.

En tierras catalanas se usa comer por estas calendas castañas y boniatos asados, los postres típicos del otoño, que tienen un extraordinario simbolismo religioso. Tanto unas como otros parecen cosas muertas e inertes, tienen aspecto de piedras. Sin embargo, ¡qué delicia encierran en su interior! El nutrimento que sostiene la existencia. Representan la vida que late bajo las apariencias de la muerte. Los boniatos se cosechan de la tierra, evocando lo que dice San Pablo de la resurrección: “sembramos corrupción y recogemos incorrupción”. Las castañas asadas, además, son una hermosa figura del sepulcro. Las rajas que se les practican al meterlas al horno representan las losas rotas de las tumbas, de las que se levantarán en el último día los cuerpos resucitados. Es nuestra versión autóctona de los huevos de Pascua, tan populares entre los Orientales y que también evocan la vida bajo el cascarón frío y duro como la muerte. Los catalanísimos panellets, hechos de pasta de patata (dígase lo mismo que del boniato), almendra y piñones (frutos secos que, semillas al fin y al cabo, son portadores de vida) son también elementos culinarios cargados de simbolismo católico.

Pero hete aquí que, de un tiempo a esta parte nos ha invadido una moda típicamente anglosajona de origen céltico: Halloween. La palabra denuncia su primitiva connotación religiosa: “All Hallow’s Eve” (la víspera de Todos los Santos). Pero la corrupción del vocablo es índice de la degeneración del sentido original de la conmemoración. De celebrar a los Santos y recordar a los difuntos se ha pasado a festejar a las fuerzas ocultas, personificadas en las brujas. Halloween podría pasar como un inocente divertimento infantil si no fuera por toda la carga ya no sólo pagana sino claramente anticristiana que conlleva. A veces las celebraciones de esta “noche de brujas” traspasan el mero pretexto para el disfraz tétrico y se convierten en auténticos aquelarres, con toda la parafernalia de reminiscencias infernales. El culto de los muertos no tiene aquí un objetivo piadoso: es la exaltación del horror macabro gratuito, sin el menor atisbo de esperanza, con sus cortejos de zombis o muertos vivientes que llevan en sí las señales de la desfiguración, la putrefacción y la delicuescencia (que no nos llevan a reflexionar sobre lo efímero de la existencia terrena para proyectarnos a lo trascendente, sino que hacen que nos recreemos inanemente en el patetismo más materialista, dicen que para liberar adrenalina). Los cementerios no se nos representan como lugares de reposo a la espera de la resurrección, sino como antros de terror, propicios al crimen impune y los actos más espeluznantes. Halloween acaba resultando la apoteosis del nihilismo, el triunfo del agnosticismo, la antesala del ateísmo; pues nos presenta la muerte como algo terrificante, después de lo cual parece no haber nada, ni el menor asomo de Dios.

Y es esto lo que nosotros (los penúltimos uncidos al carro del capitalismo consumista) copiamos de los norteamericanos, tan meritorios por otros conceptos mucho más elevados. No imitamos las cosas buenas que tienen; nos quedamos con la bazofia y así contribuimos a la pérdida de nuestra identidad católica, que llevará tarde o temprano, si Dios no lo remedia, a la pérdida total de la Fe. Es un signo más de los tiempos: signo de esa apostasía anunciada por Pablo y que parece ser que toca muy de lleno a nuestra ex católica España y nuestra Catalunya, que no será ya Catalunya porque, si Dios no lo remedia, dentro de nada habrá dejado de ser cristiana.

 

La púrpura prodigada - 25/10/2007

En su inapreciable libro El Papa ha muerto. ¡Viva el Papa!  -escrito ya hace diez años y que mereció en su día el entusiasta elogio del cardenal Stickler, prefecto emérito de la Biblioteca Apostólica Vaticana y prefecto emérito del Archivo Secreto Vaticano- el inteligente y polémico Padre Apeles (al que, por cierto, la Jerarquía Católica haría bien en recuperar para el buen combate en esta época de carestía de sacerdotes cultos, ortodoxos y de invencible verbo) dedica varias y enjundiosas páginas a esa institución tan genuinamente romana como es el cardenalato. De ellas tomamos la idea que será el leitmotiv de estas líneas: los cardenales son el senado del Papa. Aunque en el actual código canónico ya no se usa esta palabra, sí subsisten las funciones que ella evoca: las de un colegio de prelados a los que compete privativamente la elección del Romano Pontífice y que son sus más estrechos colaboradores en el gobierno de la Iglesia universal. Viene el tema a colación por el consistorio del próximo 24 de noviembre en el que será creado cardenal, entre otros, el Excelentísimo y Reverendísimo Monseñor Dr. Luis Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona.

Siguiendo el hilo de lo que escribe el Padre Apeles en la obra antes citada, el origen del Colegio cardenalicio hay que buscarlo en la primitiva Iglesia Romana, que se inspiró para su propio gobierno en las instituciones del Imperio pagano que le parecieron rescatables. Una de ellas fue, por ejemplo, la división administrativa en diócesis hecha por Diocleciano; la que nos interesa, por su relación con nuestro tema, es la del Senado. En su origen, éste fue uno de los dos pilares sobre los que reposaba la República (el otro era el pueblo, representado por sus tribunos; de ahí el acróstico S.P.Q.R., o sea: Senatus PopulusQue Romanus). El Senado era la asamblea legislativa y, como tal, gozaba de gran poder y prestigio hasta que el Imperio introdujo el Moderador, encargado de hacer cumplir las leyes con el uso de la fuerza y que, por su carácter militar fue aclamado como Imperator. Pero este magistrado acabó alzándose con la autoridad suprema en detrimento del poder del Senado, reducido a un simple colegio de notables.

El obispo de Roma concibió rodearse de unos colaboradores cercanos que le asistieran en el gobierno de su Iglesia, poniéndolos a la cabeza de las veinticinco parroquias en que fue dividida la Urbe, así como de las catorce diaconías (especie de oficinas de beneficencia) repartidas por la diócesis y las siete de su propio palacio. Las parroquias –tituladas a algún mártir o santo insigne de Roma (de ahí su nombre de “títulos”– estaban presididas por presbíteros (del griego πρεσβυτερος, que significa “anciano”), lo cual acabó relacionándose con los senadores (del latín senex, que también significa “anciano”), según la creencia antigua que atribuye a la vejez sabiduría. El nombre de “cardenal” tiene su origen en el cardo, es decir la calle principal en la urbanística romana, constituida por el eje norte-sur y que, cruzándose perpendicularmente con el decumanus o eje este-oeste, determinaba todo el entramado edilicio. Como las parroquias y diaconías de la diócesis de Roma estaban divididas siguiendo este ordenamiento, se llamó cardinales (cardenales) a sus respectivos presbíteros y diáconos, lo cual expresaba bien la idea de que la administración de la Iglesia Romana giraba en ellos como sobre sus goznes.

Con el tiempo se fue explicitando el primado de honor y de jurisdicción de la Sede Apostólica, de modo que los cardenales, por serlo de la Iglesia Romana lo acabaron siendo de toda la Iglesia y el Papa llamó a formar parte de su senado a prelados de todo el mundo, a cada uno de los cuales asignada una iglesia suburbicaria (una de las antiguas diaconías palatinas), un título o una diaconía. De esta manera, el cardenalato sirvió también para honrar a las iglesias particulares más distinguidas e importantes, cuyos jerarcas se convertían en los directos asistentes del Sumo Pontífice en virtud de la asunción de la púrpura. Este detalle relativo al color de la vestimenta cardenalicia es otra reminiscencia de la Antigua Roma, pues es sabido que los senadores adornaban sus túnicas con franjas de púrpura, de la cual estaba teñida completamente la tunica palmata del Imperator, bordada, además, con palmas doradas en sus orla. Quiere la tradición que Constantino concediera al papa San Silvestre I la púrpura imperial en señal de reconocimiento del poder que le otorgaba en Occidente antes de marchar a Constantinopla (de la que hizo su capital en el año 330). Sin embargo, parece haber sido el papa san Juan I quien la usó por concesión del emperador Justino I , a quien había coronado en 525. Sea como fuere, el hecho es que la púrpura acabó relacionándose con el Romano Pontífice, aunque el tiempo hizo que se la identificara con el color escarlata, símbolo de la sangre de los mártires. De aquí el dicho según el cual “todo lo que el Papa toca se vuelve rojo”, a lo cual no escaparon, por supuesto, los cardenales, criaturas suyas, cuya vestimenta distintiva es hasta hoy el rojo escarlata, llamado “púrpura cardenalicia”.

Una aclaración importante: el Papa no “nombra” cardenales; los “crea”. Nombrar es designar y el Santo Padre puede nombrar o –en lenguaje más propiamente eclesiástico– “preconizar” obispos, pero éstos reciben directamente de Dios la plenitud del sacerdocio, que no les puede ser ya arrebatada. En cambio, “crea” cardenales, es decir los saca de la nada, y puede aniquilarlos (en cuanto tales cardenales obviamente), o sea quitarles la dignidad de la púrpura, que es de institución eclesiástica y no de derecho divino como el episcopado, aunque esté bien anclada en la vida de la Iglesia y tenga ilustres referentes, además de en la Antigua Roma, en el consejo de los setenta ancianos que rodeaba a Moisés y que fue lo que inspiró a Sixto V para fijar, en 1586, el número de cardenales en esa cifra, que se conservó intangible hasta Pío XII.

Históricamente, los Papas no siempre estuvieron acertados en la creación de cardenales. Los hubo que recibieron el rojo capelo (por el sombrero en forma de disco aplastado y de ancha ala con dos series de borlas cayendo a los lados que se convirtió en su insignia principal) por razones crematísticas (cuando reinaba la venalidad en la corte de Roma), puramente políticas (para contentar a los príncipes temporales) y hasta frívolas (por asuntos de faldas de alto nivel). Poco a poco, no obstante, se fue perfilando una tendencia mucho más espiritual en la colación de la dignidad que hace de un hombre un “príncipe de la Iglesia” y lo coloca en el selecto grupo que conforma esa aristocracia moderadora de la monarquía papal. Así, hoy en día las razones que impulsan a un Vicario de Cristo a crear nuevos cardenales son fundamentalmente dos: la representatividad de la Iglesia universal (que recibió un gran impulso de Pío XII con su política de internacionalización del Sacro Colegio manifiesta en sus dos consistorios) y los méritos personales del agraciado por lo que toca a la vida eclesial y que lo hacen especialmente apto para ser un idóneo colaborador del Papa.

En cuanto a lo primero, la representatividad de la Iglesia universal es un criterio relativo. Es cierto que existen tradicionalmente sedes que llamaríamos cardenalicias por su relevancia histórica y su prestigio y peso específico en el contexto del Catolicismo. No es menos cierto, empero, que las circunstancias pueden cambiar sensiblemente y hacer decaer la importancia de una sede y alzar la de otra. Un ejemplo típico lo tenemos en Sens, arzobispado ya desde el siglo III y cuyo titular era por lo regular gratificado con la púrpura, pero que hubo de ceder ante la pujanza de París, que pasó de diócesis a sede metropolitana sólo en 1622 y que llegó a eclipsar en las promociones cardenalicias a la mismísma Lyon, primada de las Galias.

Por lo que respecta a la segunda razón que puede guiar al Papa en las actuales creaciones de purpurados, es indudable la relevancia que cobran las cualidades de un prelado puestas al servicio de la causa de Dios y de su Iglesia en un mundo como el contemporáneo: secularizado, laicista, hostil incluso a la Religión hasta el punto que puede hablarse de apostasía masiva, tanto inmanente como declarada. El Romano Pontífice necesita contar, para asesorarle y asistirle cuando lo necesite, a personajes de probado temple y con una trayectoria de indudable eficacia en todos los planos, pero sobre todo en el teológico y en el pastoral cuando se trata de obispos residenciales. Quizás el ejemplo más elocuente de este tipo de hombres lo constituya el cardenal Josef Mindszenty, arzobispo de Esztergom y príncipe-primado de Hungría (1892-1975). Pastor ejemplar, se mantuvo siempre al lado de su grey en los peores momentos; sufrió indeciblemente bajo los nazis y los bolcheviques (éstos últimos pretendieron lavarle el cerebro) y probó de sobra su disposición a derramar su sangre por la causa del Papa, llegando en su acatamiento al Vicario de Cristo a aceptar lo que otro hubiera considerado inadmisible.

Toca ahora ver si estos dos criterios para la creación de cardenales de que venimos hablando tienen cumplimiento en la colación de la sagrada púrpura hecha por el Santo Padre felizmente reinante a nuestro arzobispo, monseñor Luis Martínez Sistach, a quien Dios guarde muchos años. En primer lugar, hay quienes han insistido en un supuesto carácter cardenalicio de la sede barcinonense. Veamos: no hay una tradición consolidada que avale esa tesis. El hecho de que los dos arzobispos anteriores –Jubany y Carles– fueran creados cardenales no significa gran cosa, especialmente si se considera que es precisamente bajo sus pontificados cuando comienza y aumenta la decadencia de Barcelona eclesiásticamente hablando (en proporción inversamente proporcional, por cierto, a la importancia que la ciudad adquiere desde el punto de vista político y sociológico). Antes de ellos y en el arco de cinco siglos para no remontarnos sino hasta la época del Renacimiento, la sede de San Severo fue regida por prelados de los cuales sólo seis fueron cardenales, pero creados posteriormente a su paso por ella: Cardona (arzobispo de Monreale en Sicilia), Astorga (arzobispo-priamdo de Toledo), Molina (obispo de Málaga), Casañas (obispo de Urgell), Reig (arzobispo de Valencia) y González Martín (arzobispo-primado de Toledo). No es menospreciar a Barcelona: es simplemente lo que dice la Historia. Eso no quiere decir que Barcelona no haya tenido prelados de nota que le dieron gran lustre sin estar investidos de la dignidad cardenalicia, como el Dr. Gregorio Modrego Casaus, de feliz memoria, que llevó a Barcelona a un indudable prestigio hecho visible y patente al mundo entero en ocasión del inolvidable Congreso Eucarístico Internacional de 1952.

Pero si por el capítulo anterior no era imperativo el capelo del Dr. Martínez Sistach, cabe preguntarse si, al menos, lo es por los méritos contraídos por nuestro prelado. Sinceramente, el penosísimo estado de la archidiócesis –agudizado en estos tres años de su pontificado– nos obliga a una respuesta negativa. Exiguas vocaciones, de las cuales rarísimas son las que llegan a madurar; descenso dramático del clero (hasta el punto de no poder jubilarse ya los que llegan a la edad prevista canónicamente para ello); cierre de parroquias por falta de culto; radicalización política de vastos sectores de clero y fieles (prefiriendo las batallitas del nacionalismo excluyente y cerril al gran combate por la Fe); imperdonable descuido de la pastoral del inmigrante (debido precisamente a lo precedente); descatolización galopante de la sociedad barcelonesa; deserción masiva de la práctica religiosa entre las gentes de mediana edad y la juventud, y un largo etcétera no son las mejores credenciales que puedan respaldar el cardenalato del Señor Arzobispo de Barcelona… y, sin embargo, Benedicto XVI se lo ha concedido.

Puede que haya mucho manejo de politiquería clerical detrás (la última visita del Señor Nuncio a Barcelona fue muy elocuente a este respecto); quizás tambien lo suyo de politiquería mundana (por aquello del orgullo nacionalista de tener, además de bisbes catalans, también un cardenal “de la terra”, aunque el Papa y la púrpura les importen un bledo a sus corifeos actuales); puede también que el Santo Padre haya querido honrar a España en vísperas de la macro-beatificación de los innumerables mártires de la persecución religiosa otorgando el capelo a los obispos de dos de las sedes más castigadas por ésta; puede, simplemente, que una vez más Benedicto XVI, víctima de su buena fe y su poca “malicia” curial, se haya equivocado con la persona, como ya quedó patente con algunos nombramientos que se han revelado desafortunados. Puede, en fin, que sea una mezcla de todo esto y de algún ingrediente más que se nos escapa.

Dicho lo anterior y ante el hecho consumado del anuncio de la promoción del Dr. Martínez Sistach, acatamos reverentes la voluntad manifiesta del vicario de Cristo y auguramos al agraciado una feliz recepción de la sagrada púrpura. Ojalá y ésta sea un revulsivo en su vida de pastor y padre de esta pobre Iglesia que a duras penas peregrina (porque militar ya ni puede) y hasta agoniza en Barcelona. Que el rojo escarlata del que se va a revestir simbolice en su caso el ardor del celo por las almas que debe consumir a un buen pastor y le dé nuevos bríos para emprender la tan esperada renovación de la archidiócesis. Sus hijos y súbditos bendeciremos entonces su birrete de hoy.

 

 

Cataluña y la inmigración católica – 15/10/2007

La Religión fue siempre el último y consolador refugio de los emigrantes. Imaginémonos el drama de tanta pobre gente que se desarraigaba de sus tierras, muchas veces sin saber exactamente hacia dónde iban, acuciados por la necesidad de sobrevivir. El siglo XIX y el siglo XX, con su cadena de calamidades a gran escala (guerras, hambrunas, epidemias, exterminios, pobreza) propiciaron los éxodos masivos de población que constituyen una de las tristes características de nuestra sociedad moderna. Eslavos, balcánicos, chinos, mediorientales, judíos, irlandeses, españoles, italianos… un gran caleidoscopio de desplazados afluyeron por millares a las que entonces eran tierras de promisión: los extensos países de las Américas del Norte y del Sur y Australia. Sin embargo, no todo era “llegar y besar el santo”. La gran mayoría de los que arribaban eran los desheredados de sus patrias, muchos de ellos sin apenas instrucción. Por supuesto, carecían en la mayor parte de los casos, de conocimientos idiomáticos y de una mínima experiencia del mundo. Muchos venían directamente de aldeas perdidas en las regiones más olvidadas y quizás nunca antes habían salido de sus pequeños mundos cerrados. Podemos figurarnos la sensación de desamparo y la desorientación al encontrarse de golpe en tierra extraña, máxime cuando los autóctonos (que, a su vez, habrían sido ellos mismos emigrantes en su día) los miraban con el recelo producto del prejuicio. Lo único que llevaban todos esos hombres, mujeres, ancianos y niños que desembarcaban de los buques que surcaban en peligrosas travesías los océanos, aparte de unos pocos ahorros y una vaga esperanza, era su fe. Habían abandonado sus hogares y estaban dispuestos a sacrificar más cosas con tal de tener una oportunidad de progresar. Pero en el fondo del corazón portaban consigo a su Dios, el único asidero al cual agarrarse con fuerza en un mundo ajeno y, a veces, hostil.

Católicos hubo muchos entres estos itinerantes forzosos, la mayoría provenientes del Sur de Europa y de la Irlanda mártir, también de la fiel y descuartizada Polonia y de la no menos fiel Lituania. No faltaron los perseguidos uniatas rutenos de Ucrania, ni los libaneses maronitas aplastados por la presión musulmana. De muchos orígenes étnicos, los unía una misma fe, un mismo bautismo, la misma devoción a la Virgen, la sumisión al Papa de Roma y, sobre todo, la Eucaristía. Las iglesias se convirtieron naturalmente en el punto de referencia común para estas gentes, que en ellas olvidaban sus diferencias raciales y nacionales, idiomáticas y culturales. En el caso de los católicos romanos del ámbito occidental, la lengua sagrada de la liturgia –el latín– los hacía especialmente sentirse en casa. Claro es que los sacerdotes de entonces estaban formados en la escuela de la tradición; sabían perfectamente lo que eran, a saber: sacrificadores y santificadores, cuyo objetivo primordial era salvar almas llevándolas a Dios. No se consideraban agentes sociales (aunque muchos de ellos realmente no sólo cuidaran espiritualmente a sus feligreses, sino también subvinieran heroicamente a sus necesidades materiales). No imponían adaptaciones forzosas a nadie, porque lo que les interesaba era el Reino de Dios y nos las repúblicas de los hombres, pero por medio de la educación religiosa de esas gentes hicieron de ellas no sólo hijos fieles de la Iglesia, sino también buenos ciudadanos. Esta manera de hacer apostolado –verdadero apostolado– dio frutos óptimos. En Estados Unidos, por ejemplo, la masiva afluencia de católicos permitió a la Iglesia dar no sólo un salto cuantitativo, sino cualitativo, convirtiéndose en la minoría religiosa más numerosa y mejor organizada de aquel país en el curso de tan sólo unas décadas. No sólo eso: la vitalidad de la Iglesia norteamericana fue durante mucho tiempo un ejemplo para la misma Europa.

Todo lo dicho viene a colación de una realidad triste de nuestra Iglesia catalana y, particularmente de la barcelonesa: la prácticamente nula pastoral del inmigrante. Me refiero al inmigrante católico, porque pareciera ser que nuestros pastores se preocupan más por los ajenos que por los propios. Se pone más cuidado, por ejemplo, en no ofender a los musulmanes que en asistir a los católicos venidos de Hispanoamérica, que son muchos miles. Que sepamos, en la archidiócesis barcinonense hay muy pocas parroquias (las podríamos contar con los dedos de la mano) en las que se preste una atención específica a los hermanos venidos del otro lado del Atlántico. Por si fuera poco, llegan y se les dice que tienen que adaptarse y aprender el catalán y cada vez les es más difícil hallar misas en las que puedan rezar en su lengua de origen que es el castellano. De entre ellos salen no pocas vocaciones, pero éstas suelen morir en germen porque no encuentran los jardineros espirituales adecuados que las cultiven con cariño, paciencia y comprensión. O bien, en los casos más afortunados, marchan a otras diócesis españolas, donde el idioma no será un obstáculo. La política lingüística, promovida incomprensiblemente desde la instancia eclesiástica, ha hecho ya estragos en la población católica hispanoamericana, provocando muchas veces un comprensible rechazo hacia una Iglesia cerrilmente discriminatoria. Porque no nos engañemos: estos hermanos nuestros en la Fe se llegan a sentir católicos de segunda. A la injuria social de ser considerados despectivamente “sudacas” (como en tiempo de las inmigraciones andaluzas y murcianas se hablaba de “charnegos”) se añade ahora el no disimulado desdén con que se les trata por parte del clero y de los llamados “laicos comprometidos” porque les cuesta rezar en catalán. En lugar del Catecismo de la Iglesia Católica les ponen por delante el Pompeu Fabra: ¡triste prioridad!

¿Es que no se percatan nuestros pastores de la magnífica oportunidad que están dejando pasar de revitalizar la Iglesia que agoniza en Barcelona? Quieren ganar unos miserables puntos con la política dominante, caracterizada por un catalanismo rancio y recalcitrante promovido por enemigos del Catolicismo, a costa de esas mismas almas que son las únicas que les iban a llenar las iglesias si actuaran con más celo sacerdotal y menos cálculo mundano (y encima equivocado porque las jóvenes generaciones de catalanes pasan de la Iglesia cuando no le son hostiles). Todas esas gentes que vienen de Hispanoamérica son en su mayoría profundamente creyentes y devotos católicos. He tenido oportunidad de estar varias veces en países como el Perú y he sido testigo de cómo las iglesias allí aún rebosan de fieles, la mayor parte de ellos jóvenes. Todo lo contrario de lo que ocurre aquí. Lo malo es que si se pierde ahora la ocasión de captar a todos esos católicos, no habrá ya remedio. Y es que el secularismo reinante en nuestras latitudes es, por desgracia, altamente contagioso. Con uno o dos años de estancia los inmigrantes se dejan llevar por la corriente y acaban adoptando los usos y costumbres del medio, que son francamente deletéreos. Barcelona es uno de los lugares donde menos respeto hay por lo sagrado, donde más se oye blasfemar, donde se ataca más abiertamente a la Iglesia y donde el permisivismo y la relajación moral están más a la orden del día. Sin una vida espiritual bien estructurada, sucumbir a los imperativos del ambiente es casi inevitable y la responsabilidad toca a los que tendrían que cuidar a las ovejas. Pero aún hay más: los que logran substraerse a esta triste tendencia son ganados por las confesiones evangélicas, para las que no es un problema coger una Biblia en castellano para adoctrinarlos, con lo que demuestran ser más listos y más verdaderamente apostólicos que los curas católicos, que se pierden en cursillos, seminarios, programas de normalización lingüística y no se ocupan de lo que en realidad importa: salvar almas.